Ensayo

Un GPS para la imaginación política


¿Estamos peor que en 2001?

La crisis actual tiene mucho en común con la que provocó el estallido de 2001, sobre todo desde lo económico y lo social. Pero vivimos una novedad: la falta de esperanza. Y una amenaza: el vacío ocupado por una derecha reaccionaria. ¿Cómo reencontrarnos con la imaginación política?

Foto: Oriana Eliçabe - Archivo GAC*

Muchas sensaciones de aquellos días de diciembre de 2001 son las mismas que tengo hoy. Incertidumbre ante el futuro, tanto por la crisis económica como por la reconfiguración social que la pandemia produjo en silencio. Frustración ante el deterioro de la calidad de vida de mi familia, de mis amigos. Enojo ante la amenaza sobre el futuro de nuestros hijos. 

La novedad, quizás, sea la desesperanza sin contrapeso. 

En 2001 me sentía igual, pero confiaba en que de la reacción saldría el cambio. Hoy es más difícil frente a un acoso constante de datos negativos de la realidad. Atacan el ánimo como aves de rapiña que se ciernen sobre el viajero sediento al que ya dan por muerto. Indigna la forma hueca en la que los referentes de las distintas fuerzas actúan la política mientras nosotros tenemos que prometerles un futuro a nuestros chicos. Le prestamos más atención a la grieta retórica que a la que existe entre nuestros representantes y nosotros. 

“Nacional” es hoy la palabra más diluida de todas. Nos sobrevuelan términos que referencian al futuro sin definir cómo construirlo y a un enorme peligro porque alimentan, precisamente, la anti política, a los guardianes desaforados de este orden excluyente. Los que ven en la revuelta solo una amenaza.

Incertidumbre, frustración, enojo: el hilo invisible de la revuelta de 2001 sigue metiendo la cola 20 años después.

Te recuerdo, diciembre de 2001. Regresás con el sabor a transpiración en la boca, con la ropa impregnada con el olor de los gases. Volvés con el ruido de las piedras que los manifestantes manoteaban de un volquete y granizaban contra las tanquetas de la Infantería y sonaban como una lluvia cariñosa sobre un campo sediento. Recuerdo el humo y los estampidos, recuerdo el cuerpo a tierra precipitado cuando empezaron los tiros de la represión frente al banco HSBC, recuerdo la marea que fue y vino y fue y vino en su lucha por las calles. Regresás con la imagen de los policías trepados en los andamios de obra del Ministerio de Economía; disparaban sobre la gente y reían mientras el país estallaba.

El año que empezó una semana después del estallido de 2001 fue intenso pero gris. Todos los días, todos, nos sentíamos al borde del abismo. Como trabajar para cobrar en otra moneda que no era el peso, eran papelitos que solo servían en mi provincia. Escribo y pienso que aún eso era (es) un privilegio.

Las conmemoraciones cumplen una función social importante. Un aniversario remite tanto al pasado como al futuro y puede ser políticamente disruptivo, según la forma del recuerdo. Por ejemplo, puede proponer continuar una lucha, avanzar en la conquista de derechos, reivindicar figuras olvidadas. Pero también puede operar a la inversa, ser una advertencia: el sentido que le daban los militares al recuerdo del 24 de marzo de 1976 (el restablecimiento del orden y la amenaza del castigo) fue opuesto al que le dieron los organismos de Derechos Humanos y quienes los acompañaron desde mediados de 1980 (la lucha por la memoria, la verdad y la justicia). Se pelea por la memoria como se pelea en las calles.

A dos décadas del “Argentinazo” de diciembre de 2001, ¿qué sentidos tiene recordar esa fecha? Múltiples y contradictorios. Recordar a los muertos. Recordar que la democracia estuvo en riesgo. Recordar la movilización popular. Pero sobre todo, recordar los motivos de esa movilización, las demandas que sacaron a la gente a la calle, por qué se sintió amenazada. Recordar para ver cómo estamos hoy y, sobre todo, cómo queremos estar en el futuro. Porque el 2001 fue el año que vivimos en peligro (como recuerda una recopilación de relatos) pero también días y meses de gran esperanza a pesar de la situación difícil que atravesó el país.

Los aniversarios son un trampolín al futuro. Según la forma del recuerdo proponen avanzar en la conquista de derechos... u operar a la inversa.

Recordar debería ser un sinónimo de imaginar. Una fecha del pasado, una marca en la memoria invitan a soñar, sobre todo si lo que se recuerda es una revuelta: el momento en el que el tiempo se suspende, las calles son de todos, las reglas rinden examen ante la sociedad y se pueden cambiar.

Promediando la década menemista, en 1994, el historiador Tulio Halperín Donghi pintó un panorama sombrío sobre el futuro del país en las líneas finales de La larga agonía de la Argentina peronista

“Este fin fue también un principio: el principio de los días que estamos viviendo. A la memoria de esa experiencia debe su fuerza el orden socioeconómico y político que hoy vemos perfilarse; es ese recuerdo aleccionador el que da a las mayorías la fortaleza necesaria para soportar la ostentosa indiferencia de los sectores privilegiados por las penurias que siguen sufriendo los que no lo son, y ofrecer su resignada aquiescencia a la progresiva degradación de las instituciones cuya restauración celebraron con tan vivas esperanzas hace diez años. Gracias a él en suma la Argentina que ha logrado finalmente evadirse de su callejón se resigna a vivir en la más dura intemperie.” 

El historiador se refería al efecto disciplinario del terror estatal, cuyos tornillos ajustó la política de desguace del Estado nacional durante las dos presidencias de Carlos Menem. Y sin embargo, en 2001, la reacción popular a las medidas económicas del gobierno de la Alianza y a la represión que desató desmintió aquella resignación que veía Halperín.

14 monedas, 5 presidentes, 38 muertos: el pulso social de la Argentina sabe de vitalidad incluso en el más duro escenario.

Las protestas arrancaron en todo el país el 12 de diciembre como consecuencia del “corralito” bancario implementado por el ministro de Economía Domingo Cavallo, pero eran consecuencia de una larga década de ajustes. Las movilizaciones exigían la renuncia del ministro y la del presidente, Fernando De la Rúa. El 13, la CGT y la CTA decretaron un paro general, y el 14 comenzaron los saqueos. El 19 de diciembre, por la noche, Fernando De la Rúa decretó el estado de sitio y comenzaron los cacerolazos, las protestas que se extendieron por los grandes centros urbanos, de norte a sur. Los que hacía meses miraban alarmados a los que cortaban rutas desde hacía años ahora se sumaban con el ruido de sus baterías de cocina a la lucha. 

El 20 de diciembre comenzó la represión en la Plaza de Mayo. Hubo manifestaciones en Córdoba, Santiago, Rosario. El grito rebelde era político: “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. No era solo una reacción a las medidas económicas, aunque en los meses que siguieron la ira popular se concentró en los edificios de los bancos. 

Hubo 38 muertos en esos días, en un clima de miedo, malestar y movilización permanentes. La inestabilidad política era grande: entre el 20 de diciembre y los primeros días de enero los argentinos tuvimos 5 presidentes. Uno de ellos, Adolfo Rodríguez Saá, aunque efímero, alcanzó a declarar el “no pago de la Deuda Externa”. El país entraba en default. El 2 de enero de 2002, finalmente, asumió Eduardo Duhalde. A partir de entonces vivimos con cuasi monedas (los docentes en provincia de Buenos Aires, por ejemplo, llegamos a cobrar el 80% de nuestro sueldo en Patacones, que grandes supermercados, y ni qué hablar los comercios de cercanía, tomaban a veces al 60% de su valor).  

Se cumplen dos décadas del “Argentinazo”. La sublevación popular tuvo su epicentro en las vísperas de la Navidad de 2001 pero su clima de inestabilidad se extendió hasta bien entrado 2002. Dos décadas que no anulan un lugar común con el presente: la desesperanza y la sensación de incertidumbre frente al futuro. Tal vez las semejanzas se agoten allí, en dos sensaciones que limitan la capacidad de proyección, que hace veinte años sí estaban en discusión a pesar de la crisis. En aquellos años, el clima de disolución, pero también de comunidad ante el desastre, de lo imprescindible de salir juntos, era palpable: “Ayer, frente al temor de que mi patria empiece a ya no ser, -escribió Mario Wainfeld en 2002- sentí casi físicamente que este pueblo se resiste a su disgregación. Cantando el Himno lo sentí”. 

2001/2021. Un lugar común: la desesperanza y la incertidumbre por lo que vendrá.

Nadie puede decir que desde entonces la política argentina no haya dado muestras de vitalidad; todo lo contrario. Es más discutible, en cambio, afirmar que la dinámica social y económica haya sido virtuosa. Aún quitando el filtro de la pandemia, que enturbia todo, sería difícil afirmar que este país está mejor que hace veinte años. Ni qué hablar cuando por edad nuestra memoria nos lleva a cuatro o cinco décadas atrás. Me refiero, por ejemplo, a la perspectiva aspiracional con la que una sociedad como la Argentina podía mirar hacia el futuro; perspectiva dinamitada porque lo que está en crisis es un modelo de país. 

Días después de la última derrota oficialista en las PASO, Alejandro Horowicz escribió

“La clave del desinterés por la cosa pública está vinculada a la inanidad de la actividad política. A la incapacidad de resolver los problemas de la sociedad, que por puro desgaste discursivo se transformaron en problemas de ´la gente´. Antes era preciso resolver un mal modelo de inserción nacional en el mercado mundial, ahora se trata de que cada uno resuelva el día a día. El propioculismo no es un invento personal, sino la consecuencia directa de décadas de política de saqueo. Cada uno debe contar con su propio bote, todos lo saben y votan en consecuencia. La derrota del oficialismo subraya, señala la ausencia de proyecto político nacional”. 

En 2001, una construcción histórica y social llamada Argentina estuvo cerca de “dejar de ser”. Hoy, veinte años después, el descalabro electoral de una coalición conformada por muchos de los que lograron encauzar en los carriles institucionales el descontento social del 2001, lleva a pensar que no podremos poner más que parches mientras no pensemos lo que Horowicz llama un proyecto nacional. El precio de una estabilidad injusta fue sacrificar la imaginación. 

¿La Argentina puede seguir mirando a futuro con perspectiva aspiracional?

No puede haber política sin imaginación, porque entonces se reduce a tacticismos. Ese vacío lo ha ocupado una derecha reaccionaria que no solo roba los sentidos de las palabras llamándose libertaria, sino que instala la idea de que la política fluye por un carril y la sociedad por otro, al hablar de casta.

Dejarse robar las palabras es el primer paso para que la exclusión y la marginación se consoliden. Hay allí una responsabilidad de las demás fuerzas políticas: deben decirnos qué futuro proponen. Usan palabras que son de todos y significan cosas importantes de manera banal: educación, inclusión, nación, futuro, justicia.

En 2001 la impugnación a la política pasó por el florecimiento de experiencias asamblearias y comunitarias notables. Hoy la principal reacción al descrédito de la política es el crecimiento de fuerzas de derecha que cuestionan al sistema en  su conjunto como causante del problema nacional. Según esas voces, bastaría con liberar a los individuos de sus ataduras para que las cosas se ordenaran. Una ley de la selva legalizada y legitimada por el voto. 

En 2001 la impugnación a la política pasó por el florecimiento de experiencias asamblearias y comunitarias. Hoy la principal reacción es el crecimiento de fuerzas de derecha.

Más allá de la sensación de angustia de finales de 2001, de las pésimas condiciones económicas sobre todo del primer semestre de 2002, con ensayo represivo incluido que segó las vidas de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en junio de ese año, esa experiencia asamblearia, participativa, es lo más parecido al clima de la “primavera democrática” de los primeros ’80. Ese entusiasmo fue canalizado por las vías conocidas desde 1983 y probablemente sin salirse de las reglas de juego marcadas con pesimismo por Halperín que rescaté párrafos arriba: una sociedad disciplinada y acostumbrada a la desigualdad. 

Sin un cambio de paradigma, de modelo de país, de comunidad imaginada es imposible que, superada una grave crisis institucional, más temprano que tarde no se volviera tropezar con la misma piedra. La pandemia aceleró eso. 

La revuelta del 2001 tuvo tanto de destituyente como de instituyente y, dos décadas después, es evidente que el sistema de partidos superó esa prueba. El “que se vayan todos” fue contenido. El sistema político argentino, incluso los mismos protagonistas, sobrevivieron a esa crisis. El “piquete y cacerola, la lucha es una sola” se volvió un corto esfuerzo coyuntural, la brecha social dificulta la posibilidad de anudar alianzas poli clasistas, como no sean de manera retórica.

Todas las revueltas contienen una señal. Muestra un proceso en curso pero advierten sobre otros por venir.

Pero esos días intensos mostraron que la acumulación de experiencias de lucha popular de los noventa, ochenta, setenta no habían sido en vano: el gobierno transicional de Eduardo Duhalde no pudo avanzar con la “hiperinflación controlada” que le demandaba el FMI, y tuvo que destinar enormes recursos a la asistencia social. Hubo congelamiento de tarifas y se aplicaron retenciones para planes sociales que pasaron del 1% al 6% de la población, unos dos millones y medio de personas. 

Una revuelta, aunque derrotada, no pierde su esencia. Si hablamos de derrota, es porque el statu quo político y social fue mantenido: es el que organiza nuestra vida hoy. Pero la revuelta del 2001 no pierde su condición de alerta de una situación de deterioro que arrastra décadas. Aunque vencida, por la acción popular el rey queda desnudo y se evidencia una falta de representatividad que el poder busca aplacar y que no puede profundizarse en un proyecto alternativo porque el sistema político fue lo suficientemente fuerte para absorber la crisis y canalizar (prefiero escribir canalizar y no diluir) las demandas sociales que llevaron al estallido. La revuelta también, con toda su cuota de amenaza e incertidumbre, con sus muertes incluso, es un momento de efervescencia y festivo, nada como el pueblo en la calle. 

¿Cómo volvimos de las calles, en aquel diciembre de 2001? ¿Qué dejamos en el camino?

Pero el pueblo no puede mantenerse movilizado en forma permanente. Porque lo que saca a la gente de sus casas, lo que la lleva a poner en riesgo su vida, como en las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001, es la amenaza a cosas bien elementales: comer, dormir, tener un trabajo, estar tranquilos cuando sus hijos van a la escuela, y que esa escuela sea buena. La revuelta, la movilización, muchas veces está organizada en torno a demandas que desde algunas ideologías podrían ser consideradas como conservadoras.

La revuelta, en tanto señal, muestra un proceso en curso y advierte sobre otros por venir. Nosotros, hoy, somos el futuro de las esperanzas puestas en juego en aquellos días tan tristes y a la vez emocionantes donde todo -en mayor o menor medida, en grupos grandes o pequeños-, estaba en discusión. 

¿Qué esperanzas estamos poniendo en juego? ¿Qué creatividad somos capaces de desplegar para imaginar un país que debe refundarse?

En aquellos días lo que me llevó a la calle fue ver a la policía golpeando a las Madres de Plaza de Mayo. En el camino a la plaza, me crucé con gente que daba miedo. No sé ni de dónde salían, sus demandas eran más urgentes que las mías: no comían. Tengo la imagen imborrable de alguien que podría haber sido uno de mis alumnos de entonces con dos cuchillos tramontina cruzados al cinto. La revuelta produce eso: mezcla. Pero iguala en la acción. 

Íbamos a la Plaza porque allí se reúne el pueblo, ahí se produjeron las grandes asambleas plebeyas de la Argentina reciente. Pero el país que se referencia en una plaza porteña quizá ya no deba pensarse así. La mayoría de los muertos de esos días, por ejemplo, no cayeron en el centro de Buenos Aires. Retrospectivamente el mayor daño, quizás, haya sido un nuevo hachazo a los lazos entre vecinos, los saqueos que obligaron a los padres de mis alumnos en Moreno a montar guardia en sus casas mientras veían cómo el tipo con el que jugaba al fútbol todos los domingos les robaba la fiambrera del local. No sé muy bien cómo hemos vuelto de eso, qué dejamos en el camino.

Evoco esos días como una posibilidad que puede regresar si al impulso le damos forma, si recuperamos las palabras, si recordamos la dignidad en la acción. El recuerdo del 2001 tiene que ser una invitación y no solo una elegía por los que murieron esos días, o los que la pasaron y aún la pasan tan mal. Tiene que ser contra la naturalización de la injusticia. En el aniversario del 2001, como en el juego de la Oca, deberíamos retroceder veinte casilleros para reencontrarnos con la imaginación.

*La obra que ilustra la portada de este ensayo es Liquidación por cierre. GAC (Grupo de Arte Callejero) 2001 / Obra expuesta en la exhibición 19y20 del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti. Archivos, obras y acciones que irrumpieron en la narrativa visual de la crisis de 2001. Una gran bandera que atraviesa en diagonal toda la sala, en el extremo izquierdo se puede ver el escudo nacional y en el derecho el logo del Fondo Monetario Internacional. Esta bandera fue realizada el 20 julio de 2001, fecha en que se realizaban las protestas contra la reunión del G8 en Génova, Italia. La acción consistió en sostener la bandera desplegada en la fachada de la Casa Rosada, el Congreso Nacional y el Obelisco durante un tiempo determinado. Posteriormente fue utilizada en el contexto de movilizaciones contra el ajuste y contra la Ley de Déficit Cero