Crónica

Estela de Carlotto


“Me van a tener que sacar muerta”

A los 93 años y después de vivir cuatro décadas ininterrumpidas de democracia, la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo imagina que se vienen cuatro largos años de un gobierno que “enferma a la gente”. Todavía no le pidió a Javier Milei una audiencia y, aunque piensa que se la negará, no sabe si tiene algo que hablar con alguien “tan siniestro”. Si todo se desmadra —dice, bastón en mano, con ese cuerpo adolorido, rodeada de cuadros, libros, premios y fotos en su casa de Tolosa— será la primera en salir a la calle.

Los últimos sueños de Estela fueron recurrentes. En uno, se recuerda perdida en una nebulosa, tratando de encontrar una casa. En otro, se cruza con una compañera del secundario, con la que la amistad se cortó después de que se uniera a las Abuelas. 

—Sé que está viva, pero hace mucho que no la veo. La quise mucho. Teníamos un negocito juntas en su momento. Nos dividió este mundo. 

***

La voz se expande nítida, clara, parece rebotar en las paredes con un eco silencioso. Estela asoma en habitaciones donde la oscuridad es una intemperie, echada durante horas en su cama, mirando televisión, con sus dos teléfonos cerca. Dice que se siente cuidada, un servicio de seguridad monitoreada vigila la casa. 

Quiere estar sola. Hay días que no necesita ver a nadie: le gusta cantar, sobre todo en la ducha, tararea canciones de Teresa Parodi. Siente calma y comodidad en su aislamiento platense, lejos de los grandes hechos. Como si algo se hubiera aflojado en su mente, como si, al fin, descansara de su indetenible ajetreo. Entonces algo interno se agita en el cuerpo, una súbita y cosquilleante sensación que la levanta de la cama, aún fatigosa en sus articulaciones, y en pocos minutos le recuerda esa fuerza añeja, que por momentos la desconoce y hasta la asusta, capaz de convencer en unos minutos a una presidenta de que no renuncie, capaz de congregar una multitud para agitar una resistencia. Sabe que miles esperan su palabra, que cientos de voces anónimas la defienden a capa y espada. Está acostumbrada a que la demanden, a que esperen de ella una conducta ejemplar.

Estela en un rincón, agazapada, sostenida por los brazos de madera firme de un sillón, acallando los ruidos sordos de la casa antigua en el tic tac de un reloj de pared. Permanece expectante, como quien se decidirá a intervenir cuando los demás parecen rendirse. 

Los miércoles son días clínicos. Una masajista y otros médicos conocidos la suelen visitar. Se atiende solo en el Favaloro. 

—Por ahora me hago la distraída, el médico me está esperando para los controles—ríe pícara.

Sin mascotas, no tiene otro hobby que el de descansar, elegir sus polleras y camisas cuando sale o recibe gente, cocinar cada tanto, ordenar y limpiar la casa sin agitarse, hablar por teléfono con la prensa, estar atenta a los movimientos de Abuelas. 

—¿Viste que soy una mujer común y corriente, no? Soy una Estela más. Puedo estar tranquila un rato y ver estupideces en la televisión, y entonces en cualquier momento me asalta un mal presentimiento. Por ejemplo la escucho a Bullrich y en su mensaje está la muerte. Y nosotros queremos la vida —dice, con su tono de entrecasa, una tarde del otoño que apenas ha comenzado. El otoño es una de sus estaciones preferidas. 

La locuacidad se activa, suave. Cuando arranca una conversación, a veces da la sensación de que podría estar horas en un continuo que se ramifica, regresa al punto de inicio y suma digresiones para finalmente asociar un largo y florido pensamiento. 

Semanas después, vuelve a indignarse: 

—Veo que el ministro de Defensa (Luis Petri) se saca fotos con Cecilia Pando, que reclama la libertad de los genocidas y dice disparates increíbles como que las fuerzas armadas fueron demonizadas. ¡Hay decenas de sentencias judiciales que condenaron el terrorismo de Estado! Y salto de la cama, me sublevo, la vida social y la acción política están en mis venas ¿no?. Ojo, nunca con agresión. Mi única arma es un pañuelo blanco atado en la cabeza.

***

La llaman periodistas todo el tiempo y algún que otro asesor político. Su memoria retiene algunos nombres, pierde otros. Ahora la solicitan para que hable casi todos los días sobre Javier Milei. “Toda la gente con la que se rodea es de Macri, y algún que otro vendido. Pero no le será fácil, hay mucha gente que no lo votó”, dice en una charla telefónica una mañana de verano de 2024, con un tono de cierta ilusión.

A la mañana escucha radio: el programa de Víctor Hugo Morales. A partir del mediodía, prende la televisión. El noticiero, sobre todo C5N, y luego telenovelas. 

—Para sanarme un poco —se justifica—. Son novelitas estúpidas que me ayudan a cambiar la mente. Me gustan las mexicanas, las pongo de fondo y me suelo dormir una siestita, total no me pierdo de nada, ¿no?. Me gusta también el programa de la señora Legrand. Soy cholula.

Un breve silencio. 

—Lo hago mientras arreglo la casa, vienen algunas chicas, me ayudan, pero me ocupo de todo sola.

Cuando ganó Milei estaba siguiendo los resultados con dos nietas. Ellas lloraron. Estela no. Dice que es dura y nunca llora, que sólo llora cuando se ríe. 

A la mañana siguiente se levantó serena.

“Hay que pensar quién sos y a quién representás. Tengo la responsabilidad de una institución y nosotras nunca claudicamos. Conocemos la tozudez de la verdad”, dijo en una de sus tantas entrevistas.  

La responsabilidad, la lucha, el sacrificio: palabras que repetirá una y otra vez, como un mantra.

***

Es un jueves de marzo de 2024 a la tardecita y Estela Barnes de Carlotto abre las puertas de su casa del barrio de Tolosa, en la periferia de La Plata. Tiene buen ánimo, da unos pasos hacia el interior. Se ayuda con un bastón.

—Bienvenido a mi museo viviente —dice con una mueca sonriente, del lado izquierdo de la comisura, y mira la hora en su reloj blanco de muñeca. Tiene dudas sobre el horario de una reunión próxima, le pasa seguido últimamente—. Es normal para una señora viejita como yo. Mi memoria a largo plazo es buenísima, pero lo de ayer tengo que recordarlo varias veces.

Una mano en su celular viejo, tipo Nokia, que apenas le sirve para llamadas. Y apoyado sobre una mesa el teléfono inalámbrico de su casa, que suena con un timbre agudo. 

Su cuerpo pequeño parece atrapado en los estrechos pasillos que dejan los objetos desparramados por el living, la cocina y un pequeño cuarto en la entrada. Lo mantiene cerrado con llave. Lo abre; asoma con olor a humedad y atestado de libros sobre derechos humanos, biografías políticas y cuadros con retratos suyos que le regalaron artistas. Clavado en una pared de la cocina, señala un corazón enorme que le regaló una chica cuando visitó México. Quiere donar sus cosas a algún organismo. El cuerpo, este cuerpo, no le permite más que pocos movimientos, precisos, calculados. 

—Tengo tanta bijouterie como para poner un kiosco —ríe. 

Muestra un collar con unas piedras, se lo obsequiaron para que la proteja.

Preparó el comedor desde temprano para cenar con hijos y amigos, una mesa bien servida con mantel: plato hondo, otro para postre, servilleta a un costado, copa, vaso, cuchillo, tenedor y cucharita. El piso luce impecable, cada cosa en su lugar: fotos con su numerosa familia —14 nietos, cinco bisnietos—, algunos rosarios y crucifijos en mesas y estantes. Fue catequista desde chica. Al Papa Franscisco lo visitó varias veces, le exigió la colaboración de la Iglesia en la búsqueda de los nietos. Antes le pidió disculpas por haberlo vinculado con la dictadura. “Cuando una se equivoca tiene que reconocerlo. Estaba mal informada”, dijo a la prensa.

La primera reacción fue de estupor. 

—Qué tristeza volver el tiempo atrás, el riesgo de perder derechos ganados. Esto es lo más parecido a la dictadura en democracia que conocí —le dijo a sus hijos en los primeros días del gobierno de Javier Milei.

Después, la templanza. El ímpetu de no bajar los brazos.

—Hay que participar, unirnos entre todos. ¿Dónde voy esta semana? Llevenme por favor, quiero estar con el pueblo.

***

Claudia Carlotto, su hija, está por jubilarse de la dirección de la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (CONADI), que depende del Ministerio de Justicia y fue creada en 1992 para, entre otras tareas, identificar los 133 nietos restituidos por Abuelas de Plaza de Mayo —en realidad, son 137 casos resueltos, contando los de cuatro mujeres embarazadas que fueron asesinadas antes de parir—. En las últimas charlas con su madre, Claudia está monotemática, preocupada por el recorte de fondos y los despidos. 

—Los del gobierno son falsos. El secretario de Derechos Humanos (Alberto Baños) es respetuoso, pero nos dicen una cosa y después hacen otra. Un discurso doble —dice Estela, sentada ahora sobre uno de sus sillones en la entrada de su casa. A un costado, reluciente, hay una silla mecedora con la figura de Salvador Allende, otro de los tantos regalos que recibió en sus viajes—. A nosotros nos dicen que no van a tocar la ESMA ni nada, pero después me entero de que están armando un video donde hablan de que hubo una guerra y no un genocidio y hasta ponen en duda los 30 mil desaparecidos. A eso me refiero con el discurso doble.

***

Estela tiene 93 años. Nació el  22 de octubre de 1930 y se integró a Abuelas de Plaza de Mayo en 1978, un año después de su fundación. Desde 1989 es la presidenta de la organización. Se sumó cuando las Abuelas habían empezado a visitar  juzgados de menores, orfanatos y oficinas públicas, mientras investigaban como amateurs las adopciones ilegales de la época: los militares daban en adopción -sobre todo a gente de su entorno- a los bebés nacidos en cautiverio.  Cuando habla de esa época entrecierra los ojos amarronados como si le costara entender su propia historia.

—No estábamos preparadas. Arrancamos al voleo con encuentros clandestinos en bancos de plazas y confiterías. Cada una de las Abuelas hacía lo que podía, una cocinaba, la otra hacía de psicóloga, la otra cebaba mate, yo era directora de escuela y tenía facilidad para tratar con gente como Chicha Mariani, que era profesora. De la nada empezamos a viajar por el mundo, a tratar con científicos y con organizaciones colosales como Naciones Unidas, a armar festivales, a enfrentar la policía en la plaza, a pensar el índice de abuelidad (el uso de la sangre de las abuelas y los abuelos para identificar a los nietos), luego el Banco Nacional de Datos Genéticos. Parece una larga y agotadora película.

—¿Te dan melancolía esos tiempos?

—No. Son pasajes de mi vida. Se nos fueron muchas abuelas y ahora murió Abel Madariaga, un pilar fundamental, estamos todas muy tristes. Pero hay que seguir, no nos queda otra. Seguir hasta encontrar a los 300 nietos que faltan, porque la identidad es un derecho.

***

Estela toma el bastón, se desplaza a paso lento y firme y agarra un cuadro grande de Laura, su hija asesinada por la dictadura. El pelo largo, negro, los ojos delineados, la mirada desafiante. Sostiene el cuadro, sacude el polvo con sus manos. La primera hija, la soñada.

—Laura era una militante en serio, vivió apurada. Con más del doble de su edad, siendo su mamá, yo juntaba para la colecta de la cooperadora o ayudaba a arreglar el edificio de la escuela, imaginate la diferencia —cuenta sobre aquellos tiempos en los que Estela era directora de una escuela y Laura un cuadro de la Juventud Universitaria Peronista (JUP) y luego de Montoneros, con 23 años.

Cambia de tema, imprime su cálido tono de entrecasa. Habla del “monstruo que nos está gobernando”. La conversación entra y sale sobre temas de la política, como un ping-pong. 

“¿Quién es más peligrosa, esta mujer, Villaruel, que hizo un acto en la Legislatura agrediéndonos y abrazándose a genocidas, o Milei?”. “¿O está Macri digitando todo en las sombras?”.

“La verdad que Carlotto ha sido un personaje siniestro, con ese cariz de abuelita buena, ha justificado al terrorismo. Puede sentir dolor por la muerte de su hija, pero tiene que contar que su hija era combatiente de Montoneros”, fue uno de los comentarios más ácidos que vertió la por entonces candidata a vicepresidenta Victoria Villarruel. Estela respondió de inmediato: “Que a mí me diga lo que quiera, pero que a mi hija no la toque”. Y luego: “Nos tenemos que defender con la verdad y la lucha permanente. Y las ofensas, que Dios las perdone”. 

Ahora ofrece un vaso de agua, intenta ser amable; traga saliva, algo sale desde adentro con pulso agitado.

—Son gente mala. Milei es un hombre extraño, tuitea todo el día en vez de gobernar, es escurridizo —lo define, tratando de seguir un hilo conductor—. Lo acepta buena parte del pueblo, pero noto resignación, violencia y bronca. 

—¿Y cómo ves los próximos meses?

—El pueblo está dormido, como anestesiado y conformista. Él enferma a la gente.  La gente está entre lo que no tiene y lo que deja de tener, pero les dice que se arreglen como puedan. Todo pasa, pero imagino cuatro años largos…

Hasta el momento no pidió la audiencia que Abuelas de Plaza de Mayo suele pedir a cada presidente electo. 

—Me la va a negar. Pero si me la diera, no sé si tengo algo que hablar con alguien tan siniestro. 

Una pausa larga. Se pasa la mano por los mechones de pelo blanco. No la asustan los rumores de indulto, pero sí el abuso y la amenaza de muerte que recibió una militante de HIJOS: los dos hombres armados que irrumpieron en su vivienda en los días previos al 24 de marzo escribieron en la pared la sigla “VLLC” (Viva La Libertad, Carajo) con la que el presidente firma sus mensajes. Lo conecta con unos ruidos extraños que interfirieron una entrevista que dio al aire, en un programa de radio, hecho que calificó como gravísimo: sintió que pincharon su teléfono para no dejarla hablar. 

—Con la edad que tengo viví permanentes golpes de Estado en el país y ahora estamos viviendo la democracia más larga de la historia, festejando sus 40 años. Por eso decimos Nunca Más. El pueblo es el soberano, pero si todo se desmadra soy la primera en salir a la calle. Y me van a tener que sacar muerta.

***

Dice que tiene dos vocaciones, como dos vidas en una: haber sido maestra de grado —luego directora— y “la que aprendí cuando me sacaron a Laura, la de luchar”. La respiración sube y baja por el pecho, se cruza las manos.

—Siempre con amor, sanamente, con la palabra. Nunca con violencia ni resentimiento. 

Se rescata. 

De aquellos años de maestra revive cuando empezó en una escuelita rural de Brandsen. Tuvo varios grados en la primaria y enseñaba la historia oficial, la que exaltaba a Julio Argentino Roca. 

—No había gremios, nos educaron para ser obedientes y era bastante ingenua. Pero les enseñé a hacer títeres, regalitos con cualquier cosa para el Día de la Madre, les escribía los libretos para sus obras de teatro. Un tiempo después vino mi etapa de rebelión, y siempre estaré agradecida con los maestros, la gente de la escuela y del barrio porque se solidarizaron conmigo en secreto cuando me sacaron a Laura. 

Todos los años las Abuelas de Plaza de Mayo son nominadas al premio Nobel de la Paz.

—Ya tenemos uno, que es el de Adolfo Pérez Esquivel. Igual, más premio que un nieto no hay. 

Con la humedad le duelen las rodillas y se pone de malhumor, obligada a largas temporadas en la cama. No se permite estar frágil, vulnerable. En Abuelas nunca renegó de su liderazgo. Arma una especie de precuela, fabricada por sí misma.

—Desde chica soy mandona, me gustaba enseñarles a mis compañeritas cuando no aprendían —dice, sin solemnidad, como jugando con las manos—. De grande, aprendí que en mi diccionario el ‘no puedo’ no existe, existe el ‘no quiero’ y cuando quiero algo no me rindo. Así era Laura también, de ella absorbí mucho. En Abuelas nunca nada se hace en soledad. Yo soy una más pero llevo una enorme responsabilidad sobre mis hombros.

Dúctil con las relaciones públicas, estratega y diplomática, a Estela le reconocen muñeca política y palabra justa, y el timing perfecto para hablar con la prensa, los sindicatos y la clase política. En sus primeros tiempos en Abuelas empezó a tejer lazos con la prensa internacional: sin ser especialista, era una gran comunicadora. Se  perfiló como una mujer pública, más reservada y medida y sin la verborragia radical de Hebe de Bonafini, pero con la misma exposición en los medios, de viajar a Cuba a rechazar la visita de Obama a la ex ESMA en protesta para que la justicia norteamericana colaborara en la identificación de los nietos; de defender a rajatabla a Milagro Sala en Jujuy a pedir perdón por algunas declaraciones impulsivas. Por caso, alguna vez dijo que estaba a favor de que los militares ayudaran a combatir el narcotráfico en Rosario y luego se retractó: “Los militares deben estar en los cuarteles”. 

Hoy está al frente del Comité Argentino de Seguimiento y Aplicación de la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño y es reconocida como una figura a nivel mundial con el Premio de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y el premio Félix Houphouët-Boigny, otorgado por la Unesco.

Las placas de los premios brillan en el museo viviente de su casa. Aunque luzcan en primer plano, no le gusta que le pregunten por sus reconocimientos, homenajes, honoris causa. Son tantos que ni se acuerda.

—No es posible relajarme ni acostarme en los logros. No concibo entregarme a una derrota.

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Pablo Wybert es secretario de Abuelas de Plaza de Mayo y hombre de confianza de Estela. A ella llegó por casualidad. Un día, hace más de 20 años, una amiga lo invitó a verla y al poco tiempo empezó a trabajar en Abuelas. 

—Estela para mí es una mezcla entre una abuela que te cuida, te da un chocolate, y una persona que no para nunca. Es muy exigente. Puede trabajar un domingo completo, hay que obligarla a que se vaya de vacaciones. Cuando nació mi hija, no paraba de llamarme, preocupada por el parto. Ella siempre tira para adelante en momentos donde nos paralizamos de la bronca o por la tristeza, como nos pasó ahora con la muerte de Abel Madariaga, que era el secretario general y un importante referente en Abuelas.

***

Casada de joven con Guido Carlotto, un pequeño empresario dueño de una fábrica de pinturas, Estela tuvo cuatro hijos: Laura, Guido, Remo y Claudia. Cuando los militares secuestraron a Laura, su hija mayor, Estela trabajaba como directora de escuela. Laura estaba embarazada de dos meses, era estudiante de Historia, militante de la Juventud Universitaria Peronista primero y luego de Montoneros. La llevaron al Centro Clandestino La Cacha, en La Plata.

La vida de Estela cambió para siempre: dejó su cargo en la escuela y se entrevistó con varios militares. Llegó a verse con el general Reynaldo Bignone, quien la recibió con un arma arriba del escritorio. “Están todos muertos, no la busque más”, le dijo.

Hasta que un 25 de agosto de 1978 la llamaron desde una dependencia policial: el cadáver de su hija estaba en Isidro Casanova, en el conurbano bonaerense. “¿Dónde está el bebé?”, preguntó Estela al comisario, que sólo respondió que Laura había sido abatida en un enfrentamiento. Dos días después, y sin ningún documento que acreditara su identidad, la enterraron en el cementerio de La Plata. Allí, a diferencia de muchas otras madres, le pudo llevar flores. Por el contacto con sobrevivientes de “La Cacha” y el testimonio de un ex conscripto supieron que el hijo de Laura había nacido en cautiverio, que lo había llamado Guido y que se lo habían quitado cinco horas después de nacido. Dos meses más tarde, los militares la fusilaron a la vera de una ruta.

Pero fue recién en 1984 cuando los restos de Laura fueron exhumados e identificados por el Equipo Argentino de Antropología Forense, que la certeza de ese nacimiento tuvo respaldo científico. Por la pelvis supieron que había parido un bebé. 

En 1987 Abuelas creó el Banco Nacional de Datos Genéticos, un organismo clave junto a la CONADI para la identificación de los nietos apropiados ilegalmente durante la dictadura militar. Las primeras fueron las hermanas Tatiana Ruarte Britos y Laura Jotar Britos, localizadas en marzo de 1980, con 6 y 2 años. El último, Daniel Santucho Navajas, el 28 de julio pasado, con 46.

La noticia de la aparición del nieto número 114 dio la vuelta al mundo. El 5 de agosto de 2014 la jueza María Servini de Cubría llamó a la sede de Abuelas de Plaza de Mayo en Buenos Aires, pidió hablar urgentemente con Estela y le dijo que su nieto había aparecido. “Luego de 36 años de búsqueda se hizo la luz. Apareció mi nieto Guido”, confirmó.

—Recuerdo ese día como si fuera ayer. Servini me hablaba de su amor por las lechuzas para distraerme. Sabía que tengo pasión por ellas, pero me doblaba en cantidad con la colección que lucía ella en su despacho.

Tras la prueba de ADN se había confirmado que Ignacio Montoya Carlotto era hijo de Laura Carlotto y Walmir Puño Montoya, también asesinado por la dictadura militar. 

Después de unos años de tensiones, ahora Estela dice que la relación con su nieto está en su mejor momento.

—Lo noto más cariñoso, más suelto. Es una pena que viva por Olavarría, lo quiero ver más seguido. Entiendo por qué no se quiso poner Guido, como deseó su madre. Mientras que para mí son apropiadores, él los sigue respetando como sus padres, es lógico, porque le dieron amor, contención. La relación que tengo con su hija, es decir mi nietita, y con su esposa, es excelente.

***

Estela adoptó un nuevo amigo a su mesa chica. Con su hija Claudia le firmaron en broma un nuevo certificado de nacimiento: Ignacio Hernaiz Carlotto. 

Lo conoció cuando Hernaiz era funcionario de Daniel Filmus en el entonces Ministerio de Ciencia, Educación y Tecnología. 

—No sé por qué pegó onda conmigo—se sorprende Hernaiz. 

Todos los jueves participa de la mesa chica donde cenan en la casa de Estela junto a sus hijos y algunos invitados de ocasión. Discuten de política —Ignacio es el que pone calma cantando a lo Calamaro, “pasemos a otro tema”-, toman vino, comen chocolate, hay noches en que Estela cocina fideos con su famoso tuco y en otras piden pollo. 

—Le caí bien y me empezó a invitar a cumpleaños de sus parientes. Conocí la silla vacía del nieto que faltaba. 

En los días previos a la definición del balotaje, Estela estaba ansiosa. Quería participar en actos públicos. Pensaba que todavía había una chance de evitar el triunfo de Milei, hasta último momento imaginó cosas para la campaña de Sergio Massa, aconsejaba hablar cara a cara con los más jóvenes.

—Estoy disponible para cualquier reunión—suplicaba a Ignacio, en repetidas charlas—. Sería una locura que gane este tipo, con las cosas que dice del Papa, de la venta de órganos. 

Hernaiz muestra por teléfono sus fotos con Estela como un niño con juguete nuevo. Están con Pato Fontanet, a quien ella siempre acompañó desde que estuvo preso. Juano Falcone, nieto de Estela, toca en Don Osvaldo. En un reciente show en el Luna Park, la presidenta de Abuelas apareció sorpresivamente en el escenario, le obsequió un pañuelo blanco y fue ovacionada: Fontanet volvía a tocar en la Ciudad de Buenos Aires después de 19 años.

En otra foto, aparece Estela con Maradona y la fundación Mandela en el mundial de Sudáfrica, en 2010. Luego hay viajes por Ámsterdam, en la casa de Ana Frank; en Oslo con la nieta recuperada y diputada kirchnerista Victoria Montenegro para presentar la película “Verdades verdaderas, la vida de Estela”, dirigida por Nicolás Gil Lavedra; en la UNESCO con el pianista Miguel Ángel Estrella en veladas con empanadas y vino; y en el País Vasco, donde Hernaiz le presentó a su familia. 

En los viajes, para no cansarse, Estela suele usar silla de ruedas y Hernaiz la lleva para todos lados. 

—Ella aprovecha y me cuenta de su infancia, de sus padres, de cómo con las otras abuelas se animaron a desafiar el terror sin experiencia previa de lucha. Me dijo que le hubiera encantado ser actriz, ese es su sueño trunco. Soy una especie de biógrafo encubierto.

El día que bautizaron un aula de Exactas de la UBA con su nombre, Estela se mostró más emocionada que nunca.

—Brincaba de contenta, como una niña. 

Ignacio la imagina eterna, se olvida por un instante de su edad.

—Por eso está el miedo a perderla, por eso la queremos ver todas las semanas. Tengo esa necesidad de hijo. Y mi hija Lucía la quiere como a una abuela. 

Hay jueves en los que Estela se pone dura en alguna discusión de política y entonces Ignacio le sirve el vino blanco que comparten a dúo. 

—Tiene sentido del humor, te pone caras, te caga a pedos pero con cariño, te contesta actuando. Te dice: ´Con ese gesto te hubiera contestado Tita Merello´—suaviza su amigo. 

Dice que le gusta lo dulce; la torta de ricota y dulce de leche es su perdición.

—Ya le llevé el huevo de pascua para que se lo guardara. La última vez me retó porque me había encargado de comprar todo para un jueves. “Cómo puede ser, Ignacio, mis hijos son unos vagos”, me dijo con ese tono burlón.

***

“Somos una familia muy tana, visceral, atravesada por la política y la vida social. De mi vieja admiro su perseverancia y su continuidad, como la de todas las luchadoras de su generación. Saben el rol que cumplen en la construcción del presente. Ella hacia adentro de la familia es un ejemplo, es su alimento esencial. Hasta uno de sus bisnietos, de nueve años, conoce su lucha. Es una mujer muy alegre, se divierte, te provoca, es muy irónica. Rezongamos, a veces tenemos peleas. Nos reconciliamos enseguida, ella bromea y nos pone sobrenombres, a mí me dice Memeito, que es una especie de Remito. Y me amenaza con cantarme una canción que ella inventó cuando era chico, que sabe que la detesto. Delante de todos me dice: ´No te hagás… mirá que te canto la canción, eh´. Mi viejo era el serio, ella siempre fue una cascabel, extrovertida. No sé cómo hace para ser equilibrada y pareja con todos los de su familia. Quiere conectarse con sus bisnietos, juega con ellos. Yo soy el más chico, de jóvenes discutíamos mucho con Laura, con mi otro hermano Kibo, siempre muy sanguíneos. Ahora conversamos más sobre nuestros cuidados, la salud en el centro, estamos grandes. Los findes me la traigo a casa, almorzamos, quiero que pase tiempo con mis hijos, con sus bisnietos. Ella juega con ellos, se entrega”. (Remo Carlotto, 61 años, docente de la Universidad Nacional de Lanús, abogado, ex parte del equipo de Abuelas de Plaza de Mayo y ex diputado nacional por el Frente por la Victoria).

Remo conoce el argumento de los detractores: que Estela se benefició del Estado kirchnerista, que tomó partido por Néstor y Cristina y perdió imparcialidad como representante de Derechos Humanos, que colocó a sus hijos y parientes en dependencias clave de la política y el Estado. Otros organismos e instituciones le reprochan que por haber sido oficialista perdió perspectiva y autonomía. 

Para Remo es simple: Kirchner fue el que se sentó con los organismos de derechos humanos, generó una política pública e involucró a los tres poderes. 

—Un gobierno les resolvió sus reclamos, ¿cómo no se van a identificar? Mi vieja dijo: nosotros siempre estuvimos en el mismo lugar. Bienvenidos los que se suman a nuestra lucha. Y es lo que sucedió.

Hace una reconstrucción histórica: “La primera respuesta de Alfonsín fue muy importante pero después se diluyó. Menem fue indulto y reconciliación. De la Rúa fue frío. Nosotros ya estábamos dando por perdida la batalla de juzgar a los militares en nuestro país, buscábamos tribunales en Italia, en España. Y hoy el mundo nos observa con respeto y admiración porque juzgamos el terrorismo de Estado sin tribunales especiales”. 

Hoy siente un terreno de prueba: a Milei lo identifica como un gobierno autoritario con rasgos negacionistas. Habló con su madre sobre la charla que dio en la CGT, antes de la marcha del 24 de marzo. Celebró la consigna “Nunca más miseria planificada”. 

—Un acuerdo grande pese a todas las diferencias es lo que se necesita. Mi vieja tiene un liderazgo que pocos tienen. Ellas fueron muy sabias en pensar la proyección de Abuelas cuando ya no estén. Hicieron un trabajo generacional impresionante, con hijos, con nietos. Los jóvenes tomaron la posta.

***

Pocos días después de que Javier Milei se consagrara presidente, Estela toma mate con una amiga en su cocina. Meses antes, había viajado a Córdoba a verse con Juan Schiaretti: se rumoreaba que había ido a convencerlo para votar por Sergio Massa. 

—Ahí, en su despacho, me dijo que Milei era una porquería.Y mirá, ahora hay gente de Schiaretti en el gobierno. 

Prueba una pasta frola de batata que trajo su amiga. 

—Está rica, ¿no?

El día anterior había llovido mucho pero se despreocupa: la cuadra no se inunda. En una ciudad como La Plata es un gran alivio.

La casa de Tolosa donde vive la compraron con su esposo en los ´80. Antes era inquilina. Era una zona de calles de tierra, escondida entre pajonales. Hoy se ve como una morada típica de clase media baja, antigua y con varios cuartos, cercana al Estadio Único de la ciudad. En esa casa, en 2002, sufrió un atentado cuando le dispararon con Ithacas desde dos puntos fijos cercanos a la fachada. Son escopetas que suelen usar policías y militares. “Si me hubiera despertado para ir al baño, me mataban”, declaró ante un juez.  

En la entrada hay un mosaico con el pañuelo de las Abuelas y un árbol gigante, que parece caer sobre el techo. A esa casa fue Alberto Fernández cuando era presidente. “Todos van a la casa de Estela y yo, no”, decía. Aquella noche cenaron y Alberto tocó la guitarra. 

Con Cristina existe un cariño pero no una amistad. Recuerda cuando fue el conflicto por la 125. Circuló el rumor de que Cristina renunciaba. A Estela le sonó el teléfono. Era Juan Cabandié. “Te necesitamos. Decile algo, te va a escuchar”. Estela fue y se encontraron a solas. “Ni se te ocurra, eh. Te necesitamos y te vamos a acompañar”, le dijo. 

La llamó cuando intentaron asesinarla, en la noche del 1 de septiembre de 2022. 

—Ni se había dado cuenta de que la quisieron matar, fue tremendo. Se enteró por la televisión—dice Estela y recuerda que Cristina estuvo cerca de Abuelas desde sus primeros pasos en la política—. Es brava, no la van a vencer fácilmente. Debe estar pensando en algo. 

Hace rato que no hablan. Las últimas veces se saludaron por sus cumpleaños. 

Estela es porteña pero a los diez años empezó a vivir en La Plata porque su padre era jefe de correos. En su casa de la adolescencia conoció a su novio, que poco tiempo después se convertiría en su esposo, su “único amor”. Ella tenía 14, él 16, bailaron juntos en un malón. Dice que no tuvo ninguna otra pasión amorosa, siquiera un romance pasajero después de su muerte.

—Hasta en eso fui antigua. Y sigue ahí, mirándome todos los días—dice con los ojos tristes, y señala con la cabeza una pared donde hay un retrato de su marido, fallecido en 2001. A su lado, un reloj de Estudiantes de La Plata.

—Caminábamos cuando éramos pibes y me trataba de usted. Falleció en esta casa. Lo cuidé, pero los médicos me dijeron que siguiera mi vida si no me enfermaba peor que él. Era muy celoso, no me dejó ir a ver a Sinatra y a veces creía que tenía otro hombre en Buenos Aires. Pero era una gran persona, nunca puso palos en la rueda cuando me juntaba en Abuelas, como le pasó a tantas otras. Los militares nos difamaban porque querían que las mujeres fueran madres ejemplares, sin vida fuera del hogar y nos culpaban porque nuestros hijos se habían ido. Sin él, no hubiera podido hacer nada. 

Acentúa cuando fue secuestrado por la dictadura. Guido permaneció cautivo casi un mes, fue torturado y liberado tras el pago de un rescate, “con una platita que me prestaron, si yo no tenía un peso”. Cuando volvió a la casa, era un espectro.  

—Desde ahí, su vida se fue apagando lentamente. Se enfermó —dice, con tono visceral y disipada la tristeza, mientras mastica otro pedazo de pasta frola.

***

En una de las paredes de la cocina hay CDs; de Frank Sinatra, su favorito, a León Gieco. Ya no los escucha, pero le encanta la música. 

Estela es coqueta. Huele a crema y a perfume, porta collares, pulseras, anillos, aros y un maquillaje sobrio. Aunque está en el living de su casa viste una pollera larga, saquito, camisa abajo del saquito, zapatos rojos, como si fuera a salir en cualquier instante. Le importa lucir arreglada, que la visita la vea bien. 

—La gente me da menos edad pero yo siento el cansancio. Antes iba todos los días a Buenos Aires. Soy una anciana que le gusta parecer joven—otra vez la mueca sonriente, del lado izquierdo de la comisura.

Dice que uno elige su destino. Y que fue muy feliz. 

—Me agoté de viajar, primero por toda Europa, Latinoamérica. Acompañamos también otras luchas, como la de los pueblos originarios. Primero con el bolsillo nuestro, nos recibían los exiliados y dormíamos en el piso. Tuvimos fuerza, había otras que se resignaron o el marido no las dejó. Yo siempre desde chiquita veía una compañera ofensiva con otra y me sublevaba.

Vuelve a recordar sus primeros pasos en Abuelas, cuando no sabían qué hacer ni adonde ir. 

—Llegamos a hacer guardias en la puerta de jardines de infantes y espiar chiquitos, cualquier locura. 

Todo comenzó con un tímido llamado a Licha de la Cuadra a su casa de La Plata y con la invitación inmediata de ésta para que empezara a participar en Abuelas, luego fue de la mano de Chicha Mariani, fundadora y segunda presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo -la primera fue Licha, todas platenses- fallecida en 2018 y de quien su hijo, Daniel, había sido amigo de Laura Carlotto en la militancia. 

—Con Chicha fuimos muy amigas. Viajamos durante meses por el mundo llevando el reclamo por los nietos, a ver qué puerta podíamos golpear, y hacíamos guardias larguísimas en los pasillos judiciales, nos trataron de locas porque formábamos largas colas en Casa Rosada desde muy temprano. Después él tiempo nos separó. Pero tengo un gran recuerdo de su figura.

No pretende ni considera que tienen que hacerles estatuas. 

—Hicimos lo que teníamos que hacer y siempre sobrevivíamos a cualquier ataque—acota luego y se despide algo abruptamente contando que un médico había llegado horas antes a su casa y la inyectó porque no podía caminar del dolor en los huesos.

Con la boca algo llena por un último pedacito de pasta frola, agarrando la puerta con su mano de piel blanca. 

—Se hizo lo que se pudo. 

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Cuida su voz, dice, y se disculpa por tener que suspender varias veces. 

—Mi energía es hoy un tesoro preciado —suelta al otro lado del teléfono, y a pesar de mantenerse lúcida y activa lamenta haber rechazado la invitación a una conferencia o una entrevista ya pautada con un medio, algo que antes, dice, no le ocurría. 

—No me gusta quedar mal con nadie, perdón. Les pido paciencia.

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Como todo 24 de marzo, los organismos de Derechos Humanos preparan el escenario y reciben el apoyo del Estado. Este año, nada: pidieron ayuda a gente conocida para preparar lo que avizoran como una gran marcha. 

—Esto nunca pasó, no lo vi nunca— dice Estela y recuerda a Fernando de la Rúa que luego de pedir que no estropearan el pasto de la plaza, se quedó enmudecido cuando ellas le respondieron:

—Presidente, no tenemos que solicitarle permiso. La Plaza de Mayo es nuestra.

En los días previos a este 24 de marzo, Estela está muy inquieta. En una de sus tantas entrevistas periodísticas, enterada que el gobierno aplicaría el protocolo antipiquetes de Patricia Bullrich, dijo: “Estamos preocupados, como hacen barbaridades pueden hacerlo con nosotros en ese día. Son brutales, no les importa nada”. Encabezó una conferencia en la CGT y anticipó una marcha única en la historia, desbordada de gente: “Unirnos es una inyección de vida”.  

Sentía con asombro la inmensa carga de ataques a su persona y a las organizaciones de Derechos Humanos, como los mensajes de odio y amenazas de muerte en vísperas del Día de la Memoria que recibió la editorial Marea, la misma que publicó su propia biografía, escrita por Javier Folco. Pero también se encarga de poner la mirada en el futuro inmediato: la preocupan los despidos inminentes, el dengue y la falta de una política sanitaria, la ruptura de los lazos sociales, la pobreza de los jubilados.   

—Estos tipos tienen sed de venganza, quieren revancha. 

En Abuelas están en estado de alerta, como cuando asumió Mauricio Macri y poco tiempo después se negó a recibirlas. Dicen que están pensando en impulsar una ley contra el negacionismo, tal como hay en Alemania con el Holocausto. Los organismos de Derechos Humanos hablan de “Pacto de Marzo, más que nunca” y de “30,000 razones para defender la Patria”.

“El presidente Javier Milei y las máximas autoridades del país repiten formas de negacionismo y relativismo del terrorismo de Estado”, dicen desde el CELS, que denuncian el significativo avance de los militares sobre áreas civiles del gobierno.

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—¿Pensás en la muerte?

—Sí, claro—responde enseguida, con naturalidad, como si hubiera esperado la pregunta. Y luego extiende su clásica mueca sonriente, del lado izquierdo de la comisura—. Es algo muy cercano, ¿cómo no voy a pensarla? La respeto. 

Piensa en ella frecuentemente, pero sin ningún pensamiento particular: es una suerte de convivencia armónica, aunque cuando el cuerpo duele y la obliga a descansar largamente, se preocupa, se angustia. Como católica no siente eso del cielo, el infierno o el purgatorio, no espera ninguna revelación. 

—Nadie hasta ahora lo ha contado, ¿no? — suelta, con liviandad. Y otra vez la mueca. Pero dice que a veces le tiene miedo. 

El miedo es un grupo de cosas: porque no sabe si sufrirá, porque no sabe qué sentirá ni qué pasará con sus seres queridos. La muerte como una temible sombra. Una sombra desconocida. 

No saber, dice, es lo que le da miedo.

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En marzo, el mes de la memoria, suele viralizarse un video de una charla de Estela en un aula. Es en 1986, tres años después de recuperada la democracia. Allí, frente a jóvenes, dice: “Yo quisiera estar en mi casa con mi familia completa. Lamentablemente tengo una hija en el cementerio y un nietito que ya tiene ocho años que no sé quién lo está criando. Se lo quitaron a mi hija a las cinco horas de haber nacido en un campo de concentración donde lo tuvo con esposas y encapuchada. Dos meses después la sacaron para asesinarla en un camino. Me la entregaron totalmente destrozada, yo no la pude ver, pero tuve por lo menos la suerte de llevarle flores. Muchas madres de esas treinta mil no saben dónde están sus hijos, los siguen esperando todas las navidades, todos los cumpleaños. Esa es una tortura imperdonable”. 

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Descorre las cortinas. Una luz tenue invade el comedor, y explica que la casa todavía está en construcción, falta terminar un cuarto del fondo y arreglar el patio. Da la sensación de que prepara la casa para que otros se muden con ella. 

Se distrae, cambia de tema con soltura y dice que se sintió contenta con sus últimas salidas: haber estado en primera fila en la apertura legislativa de Axel Kicillof en Buenos Aires, una cálida reunión de comisión directiva en el mítico departamento de la calle Virrey Ceballos de Abuelas, y la ceremonia de un honoris causa que recibió en una universidad del conurbano bonaerense. Dice que últimamente cada momento le parece único, irrepetible: cuanto más sencillo, mejor.

—La historia juzgará a cada quien. Soy una mujer inestable, por mi salud, por mi edad. Tengo muchas falencias, pero siento una enorme voluntad. Dispuesta al sacrificio.