Ensayo

Ley de etiquetado frontal


Objeto comestible no identificado

Las frutas y verduras son perfectas pero están llenas de agroquímicos y no tiene sabor. Los peces son peligrosos por el mercurio de las aguas. Las galletitas que ayer nos gustaban, hoy nos tapan las arterias. Pese a que el saber sobre la alimentación humana es cada vez mayor, la tecnología más precisa y las políticas más activas, comemos peor. En el pasado, las abuelas nos decían qué alimentos eran buenos para crecer sanos. Hoy montones de especialistas se arrogan esa función. Entre tantas voces contradictorias, tenemos que decidir qué comer solo guiados por la billetera. La ley de Etiquetado Frontal no busca sacar productos de las góndolas sino ayudarnos a elegir para no depender del mercado a la hora de decidir nuestra alimentación. ¿Por qué vale la pena vigilar su cumplimiento?

En nuestro podcast EXCESO DE TODO, que hicimos con Fundeps y Fundación Sanar, te contamos más acerca de La ley de Promoción de la Alimentación Saludable. No se trata sólo de octógonos, sino de saber qué estamos comiendo para poder elegir mejor.

Según las viejas reglas (no escritas) de la comensalidad, no se debía hablar ni de sexo, ni de religión, ni de política en la mesa. Las pasiones, discusiones y rencores que estos temas despertaban debían mantenerse alejados del momento de reunión familiar que se soñaba armónico y cordial. ¿De qué se hablaba entonces? De la comida misma, por ejemplo. Se empezaba por halagar y el agradecer a la cocinera. Como hoy, las mujeres eran las encargadas de las tareas reproductivas y -con excepción del asado, comida especial que ni siquiera se cocinaba en la cocina- , por mandato o por elección, eran las encargadas de la alimentación diaria. Un buen comensal comenzaba halagando a la hacedora. Se valorizaba la calidad de los ingredientes y la dedicación en la preparación, se recordaban ocasiones, recetas y anécdotas de comidas exitosas o fallidas -la misma cocinera relataba sus comienzos, sus triunfos y sus fracasos en forma risueña- y los niños aprendían a través de los alimentos los valores que daban sentido a pertenecer a esa familia, a esa clase social, a esa época y a ese país. Hablando de alimentación se hablaba de sexo (roles de género), cultura (identidad, valores, educación) y política (precios, ingresos, empleos, y las posibilidades de movilidad ascendente). Todo eso sin darse cuenta y sin querer.   

Hoy rigen otras reglas pero no cambió la orientación alimentaria de la mesa, aunque la familia no hable o coma capturada por las pantallas. En los noticieros, en los reality shows, en los programas de cocineros-estrellas -casi rockstars-, en los discursos médicos, en la educación nutricional, en la difusión de las dietas más diversas y, sobre todo, en la propaganda interesada de la industria se bombardea a los sujetos con imágenes y sentidos acerca de qué y por qué comer mejor. Tanto o más encubierta que en la TV, la comida y su publicidad están omnipresentes en las redes sociales. Entran sin invitación, a veces sin reflexión siquiera, a través de influencers y reels. Se podrá decir que es así porque la comida es parte importante no solo de la reproducción biológica sino de la reproducción social. Y esto es una pequeña parte de la verdad.

Pese a que el saber sobre la alimentación humana es cada vez mayor, la tecnología cada vez más precisa y las políticas cada vez más activas, comemos cada vez peor. Los alimentos disponibles superan en mucho las cantidades necesarias para que toda la población del planeta viva activa y sana pero los médicos y nutricionistas alertan sobre su composición -son poco densos y están contaminados- los economistas critican la volatilidad de sus precios, los ecologistas su cuestionable sustentabilidad y los comensales…todo lo demás. 

Las frutas tienen buen aspecto pero no tienen sabor. Las verduras son perfectas pero están llenas de agroquímicos. Los peces son peligrosos no por las espinas sino por el mercurio de las aguas. Las salchichas que creíamos eran de cerdo descubrimos que pueden ser de vaca. Los quesos pueden ser emulsiones de aceite en agua con grasa incorporada en un gel de caseina, la industria los llama “quesos análogos”. Las galletitas que ayer hacían nuestras delicias, hoy nos tapan las arterias.. 

Nuestros alimentos parecen lo que no son. Parecen manzanas, parecen naturales, pero son fruto de árboles sometidos a condiciones extremas, medicados, sacudidos, hiper-fertilizados para dar frutos enormes, e intervenidos. Su crecimiento se parece más a una línea de montaje que a un huerto. El procesamiento transformó nuestros alimentos en OCNIS (Objetos comestibles no identificados), como decía Claude Fischler. Ignoramos de qué están hechos: dulce de batata sin batata, quesos análogos sin leche. Ignoramos los químicos con que se procesaron: en las etiquetas aparecen saborizantes, estabilizantes, conservantes, colorantes, “permitidos”. Desconocemos si tienen sal o azúcar invisible, descreemos del transporte y del envasado. 

No tenemos información ni saberes para discernir entre la verdad que nos alarma y la mentira que nos asusta. La información es super-abundante pero sentimos que no alcanza porque es interesada y contradictoria. Mientras en el pasado la tradición, las abuelas, nos decía qué comer para crecer sanos o argentinos, hoy montones de especialistas se arrogan esa función. Los nutricionistas nos dicen qué alimentos consumir para estar saludables, los cocineros para comer rico, los economistas para llegar a fin de mes, los publicistas para ganar en rapidez, sexualidad o placer y millones de foodies – buscadores de la verdad en la cocina- nos prometen encontrar a dios, la salud, la identidad, el amor o la longevidad en dietas restrictivas.  

No tenemos información ni saberes para discernir entre la verdad que nos alarma y la mentira que nos asusta.

Por distintas razones, todos los comensales del mundo consideran que están comiendo mal: los que no tienen porque les falta y los que tienen porque no saben qué están comiendo. Lo sano no siempre es rico, lo rico no siempre barato, lo tradicional no necesariamente es rápido. Entre tantas voces contradictorias, el ciudadano contemporáneo debe decidir qué comer sin ayuda de su cultura, de su educación, solo guiado por su billetera, en medio de pares igualmente perdidos. Si a esto le sumamos que la academia cambia al vertiginoso ritmo de la investigación, recurrir a la ciencia con sus verdades relativas agrega ruido a esta cacofonía de voces valores y saberes. El resultado: los comensales modernos, acá y en todos lados, caemos en las garras del mercado a la hora de decidir nuestra alimentación. 

La cultura alimentaria que transmitían las abuelas ofrecía como comida la mejor síntesis posible entre las posibilidades del medio ambiente, la tecnología de extracción y procesamiento, la organización política, la organización social del trabajo, del ocio, del saber y las especializaciones de género y edad. Hoy todo eso fue arrasado por la industria alimentaria que, de la mano de la mecanización, conservación, transporte, redes de comercio mayorista/minorista integradas a nivel global, investigación y seguridad biológica asegurada por sistemas expertos, encontró en la fórmula sal-azúcar-grasa la combinación perfecta como estimulante del sabor y del placer. 

Este Bliss point se apoya en nuestra biología arcaica de homo sapiens. Hace cientos de miles de años comer tanta azúcar tanta grasa y tanta sal como se pudiera encontrar fue estrategia de supervivencia. Las frutas estaban disponibles una vez al año, los animales de caza son magros y la sal solo era abundante en costas y salinas. Pero hoy, esos mismos “hambres innatos” (como los llamó el antropólogo Marvin Harris) nos llevan a una ingesta sin freno, son la base del estado de inflamación permanente que conduce a las enfermedades crónicas no transmisibles que sufre la mayoría de la población en la actualidad. Cáncer, diabetes tipo 2, enfermedades cardiovasculares, hígado graso y aumento de la presión arterial, que en décadas anteriores eran enfermedades de la vejez, hoy empiezan a ser observadas en la práctica pediátrica. Modelos matemáticos predicen una reducción de la esperanza de vida cercana a los 5 años si seguimos consumiendo así.   

El problema es mundial porque la industria alimentaria está concentrada en 250 grandes holdings. Estos conglomerados de empresas financieras, bancos, empresas agropecuarias e industriales, de transporte, químicas, puertos cuentan con su brazo ideológico: la industria publicitaria. La publicidad construye los valores que dan sentido a por qué producir y por qué consumir. También crea una demanda a la medida de la oferta con la sola lógica de vender más para obtener más ganancias. 

La Federación Interamericana del Corazón (FIC) de Argentina, en 2015, realizó una investigación cuantificando y analizando las publicidades de alimentos en TV. Del total de publicidades de alimentos, el 31% correspondía a bebidas azucaradas sin alcohol, el 11% a lácteos industrializados, 9% a postres y 7% a golosinas. Sobre 21.085 avisos, el 46% se emitieron en programas infantiles. En esas emisiones, los postres (23.3%), los lácteos (16.2%), las bebidas azucaradas (13.2%), las cadenas de comida rápida (12.5%) y los snacks salados (7,9%) fueron las categorías más repetidas. El 24,8% de las propagandas infantiles usan personajes animados y famosos y el 32,7% utilizan promociones, juegos y concursos. El 88% de los alimentos publicitados tienen, según los indicadores de la Organización Mundial de la Salud (OMS), bajo valor nutritivo.

Todas las sociedades, en todos los tiempos, dirigieron, orientaron, manejaron y/o controlaron la alimentación porque la paz social y la continuidad política de la administración, en gran medida,  dependen de ella. Que tal control no resulte evidente no quiere decir que no exista. Los estados orientan la producción agropecuaria -las retenciones cumplen, entre otras, esa función-, controlan la tecnología a aplicar -qué transgénicos y agroquímicos se utilizan en el país-, regulan los procesamientos industriales -qué colorantes, saborizantes, estabilizantes están permitidos y en qué cantidad- e incluso fijan los precios de venta de los alimentos y su distribución.

Los sistemas expertos del estado -como la ANMAT, el INAL, o el Instituto Malbrán- nos aseguran que lo que compramos es inocuo. Pero ¿es suficiente? ¿Nuestros alimentos no deberían ser vehículo de otros valores además de la salud, tales como la equidad o la sustentabilidad? Aun así, extender el campo de lo inocuo a lo saludable es una lucha que vale la pena luchar. 

La nueva ley

En distintos países, organizaciones internacionales, estados y sociedad civil comenzaron a problematizar y desarrollar propuestas para revertir este estado de cosas. En la Argentina, la ley Nº 27.642, decreto reglamentario 151/2022, reconoce la necesidad de ampliar el derecho a la información de los ciudadanos. Conocer qué contienen los envases de los alimentos ultraprocesados y qué ofrece la industria permite tomar mejores decisiones acerca de qué comprar y qué comer. 

La cultura alimentaria que transmitían las abuelas ofrecía la mejor síntesis posible entre las posibilidades del medio ambiente, la tecnología de extracción y procesamiento, la organización política, la organización social del trabajo, del ocio, del saber y las especializaciones de género y edad.

La ley subsana el problema del antiguo etiquetado donde la información nutricional estaba, pero no era ni clara ni comprensible para el ciudadano común. Solo 3 de cada 10 mayores de 13 años leía las etiquetas, y entre ellos solo la mitad las entendía, es decir menos del 15% de la población comprendía la información nutricional de un envase. La nueva normativa también regula la publicidad de alimentos destinada a los niños para mejorar la salud futura. Busca prevenir las Enfermedades No transmisibles, que hoy aumentan a escala global a una velocidad pasmosa y la obesidad, primera pandemia declarada por la OMS basada en una enfermedad crónica no-infecciosa. 

A partir de la reglamentación de la ley, los productos ultra procesados e industrializados (no los naturales ni los ingredientes) tienen en el frente de los paquetes los ahora conocidos “octógonos negros” con las leyendas “exceso en azúcares”, “exceso en sodio”, “exceso en grasas saturadas”, “exceso en grasas totales” y “exceso en calorías”. Los alimentos con edulcorantes deben llevar un rectángulo negro al pie del envase que dice “no recomendable en niños/as”, y los que tienen cafeína: “evitar en niños/as”.

Los productos que tienen el sello negro no pueden incluir la declaración de propiedades nutricionales o “claims” en los envases (“aumenta tus defensas”, por ejemplo); no pueden utilizar elementos gráficos, dibujitos, personajes divertidos, o ganchos comerciales que influyan en su elección; no podrán ser ofrecidos o entregados a título gratuito a niños y adolescentes y se prohíbe su venta, regalo o patrocinio en entornos escolares. Se regula también la publicidad destinada a niños y adolescentes que hoy utilizan personajes del espectáculo o del deporte y animalitos o dibujitos de fantasía, concursos y premios para estimular la compra.

En un país con el 46% de población bajo la línea de pobreza y dado el crecimiento de las enfermedades no transmisibles entre la población más vulnerable, la ley plantea que no se pueden incluir productos con sellos negros en los programas estatales de asistencia alimentaria, tanto los de asistencia directa (bolsones) como en las políticas de precios. En su lugar deben seleccionarse productos realmente nutritivos.

La ley no pretende sacar alimentos de las góndolas sino llenarlas con productos más saludables, impulsando –para esto- una reconversión industrial en busca del “libre de sellos”, como ocurrió en Chile. En el país trasandino, después de una seria y controlada implementación de la ley, bajó el consumo de gaseosas y alimentos de fantasía alcanzados por la denominación “exceso en…” y las empresas cambiaron sus fórmulas y comenzaron a competir por el “libre de sellos”. 

Pero a la industria no le gusta cambiar ni que la regulen, aunque esto sea en nombre de la salud o del bienestar de los niños. Todo cambio cuesta. No es casual el lobby feroz que se hizo contra esta ley. El empresarial estuvo liderado por la COPAL (Confederación de Productores de Alimentos de la Argentina), la Cámara Argentina de la Industria de Bebidas sin Alcohol (Cadibsa); y la Cámara de Comercio de los Estados Unidos en la Argentina (Amcham). El Centro Azucarero Argentino (CAA) donde Ledesma monopoliza el mercado llevó adelante otra estrategia, negoció sus intereses a través del gobernador y las senadoras de Tucumán. 

La ley aprobada el 22 de marzo de 2022 fue presentada 4 años antes, varias veces estuvo a punto de perder estado parlamentario y fue reiteradamente re-presentada e impulsada por las asociaciones de la sociedad civil y las asociaciones profesionales (sobre todo de la salud). Tanta era la militancia ciudadana en su favor que algunos representantes prefirieron adherirse antes que entrara al Congreso como Iniciativa Popular, figura introducida por la Constitución del ‘94. Aún así costó años de trabajo y de superar particularismos: hubo que resumir los 15 proyectos presentados en un texto único. 

Vigilar su cumplimiento resulta particularmente importante en momentos de crisis económica donde es fácil que políticos e industriales negocien precio por salud. Crisis o no crisis, esta ley es un paso hacia la producción de alimentos más saludables en la industria y facilita información para que el consumidor elija con responsabilidad.