Ensayo

¿El tamaño importa?


En el rincón de mis tetas

A los doce años, cuando por primera vez notó que todas sus amigas ya tenían tetas y ella no, la autora de esta nota le imploró a Dios que le crecieran. Y le salieron, pero chicas. Ahora, de adulta, intenta que el tamaño no la atormente. Fantaseó con operarse, preguntó a novios y ex novios qué pensaban, habló con cirujanos e investigó sobre la experiencia de implantarse siliconas. Al final, se compró unas falsas que viajaron desde su Colombia natal a la Argentina. Alejandra Torrijos se calza la prótesis, sale a la calle y cuenta que se siente andar por la vida con tetas grandes.

Intento que el tamaño de mis tetas no me atormente. 

No puedo. 

Cuando salgo a la calle, cuando estoy con amigas, con conocidas, cuando me presentan a una mujer, lo primero que miro son las tetas. Si se les marca o no el pezón a través de la remera, si es grueso, pequeño, puntudo. Miro el tamaño, si son chicas pero paraditas, si se ven duras; si están muy separadas o unidas, si son flácidas, si se les forma una línea en el escote. Siempre, de todas, pienso que son más lindas que las mías. 

En el verano fantaseo. Soy un pajero más que mira tetas. Que piensa en las tetas que vio en el día mientras coge. Imagino. Las tetas están ahí conmigo, acompañan el polvo, detallo un pezón suave, sutil, que apenas se prolonga, una aréola expandida, apenas marrón que se empieza a hinchar de lo caliente. Pienso que las agarro, luego pienso que son mías, que hacen parte de mi cuerpo. Me calienta lo que no tengo. En el sexo me permito incorrecciones. Quién me va a fiscalizar las fantasías. 

El otro día le hablé a mi analista sobre el cuerpo de una amiga que se estaba vistiendo enfrente de mí. Le dije que me gustaba ese cuerpo. Firme, atlético, sano. Le dije que era un cuerpo feliz de estar, pero le describí el cuerpo de mi amiga para quejarme. Siento que ese cuerpo se ve así porque no pasó por angustias. 

Me calienta lo que no tengo. En el sexo me permito incorrecciones. Quién me va a fiscalizar las fantasías. 

A mi amiga la atravesaron varios temas, pero lo que comparo es el nivel de los problemas, los míos son más graves, mi cuerpo pasó por más, por eso está marchito. Las tetas de mi amiga son pequeñas, no más que las mías y a su cuerpo le quedan bien. Mi analista me marca que tal vez veo al cuerpo de mi amiga bien porque creo que no la atravesó tanto el dolor como a mí. Entonces, ¿si logro instalar en mi cabeza que el dolor, que las pérdidas, están en la vida de todos, lograré conformarme con mi cuerpo? ¿Lograré conformarme con mis tetas?

***

Desde chica, cuando noté que a todas les habían salido las tetas menos a mí, me preocupé por el tema. Una noche, a mis 12 años, con las manos entrelazadas debajo de las cobijas y con los ojos muy cerrados, en mis oraciones nocturnas pedí: “Por favor, Diosito”, imploré, “que me crezcan las tetas”. 

A los 15, las tetas seguían sin aparecer. Para la fiesta quería un vestido rosado, pegado al cuerpo y que tuviera el corte irregular al final, como la falda blanca del video “Oops I did it again” de Britney Spears. Los vestidos que me probé se pegaban a un cuerpo que no tenía una cintura flaca ni tetas abultadas.

Me decidí por un jean, una blusa rosada, unas botas con algo de tacón y una chaqueta de la misma tela, para la noche fría de Bogotá. Me probé chaqueta tras chaqueta en diversas tiendas y con casi todas se me armaba una bolsa en la parte de la espalda. Mi mamá encontró el porqué y se lo dijo al chico de 20 años que nos atendía: 

–Lo que pasa es que a la niña no le han crecido los senitos y por eso se le arma bolsa.

Salí huyendo del lugar. 

Mi mamá había revelado el secreto que yo solo compartía con Dios. No tenía tetas. Desde ahí me aterró más “la primera vez". No por el dolor, sino por lo que pudiera ver o agarrar el que me desvirgara. 

A Buenos Aires me mudé en el 2013. Y cuando voy de visita a Bogotá, mi ciudad, hago fiestas para ver a mis amigos. A una de esas fiestas llegó el chico con el que perdí la virginidad. En algún momento nuestros amigos hicieron el chiste de lo de la primera vez y no sé por qué él aclaró que las mías habían sido las tetas más chiquitas que había visto en su vida. 

Ahora de adulta, entro al juego e intento que el tamaño no me atormente. No importa con qué universo me relacione: con el progre, con el “careta”, con el intelectual, con el queer, en todos la mayoría de las personas quieren reafirmar su pertenencia con algo de su apariencia. Maquillarse es una decisión, no maquillarse o cuánto y cómo maquillarse ​​también. Qué ponerse, cómo reflejar lo que se quiere aparentar ser desde la ropa. Un simple suéter azul, como dice Miranda Priestly en “El diablo viste a la moda”, representa una industria detrás y no es inmune a lo que queremos decir de nosotras mismas. Cada vez que voy al encuentro con cualquiera de esos universos, elijo la ropa un día antes, porque siento que si me preparo, me voy a sentir más segura. Entonces pienso en atuendos que representen “lo que soy”.  Elijo el negro como color principal, algún color o estampa que lo corte, algún accesorio que destaque. Salgo a la calle caminado firme pero con cada paso se va desvaneciendo la seguridad y me empiezo a sentir ridícula. Llego y todas las demás huelen mejor, lucen mejor en su ropa. Cintura delgada, piel bronceada, tetas redondas. 

¿Quiénes en esta sala cambiarían cinco años de su vida por el cuerpo perfecto?

Me hago un bollo por dentro, me voy a un rincón en el que estoy rechazada, al margen, y algo cómoda con ello. Casi no converso y en mi cabeza me doy excusas. Excusas de lo migrante: no soy de acá, me falta conocimiento, me falta contexto, no entiendo algunas palabras, no me van a entender. Excusas de lo colombiano: si tuviera el cuerpo que se supone debo tener por ser de donde soy llamaría más la atención, sería más aceptada, pero los cuerpos que veía en la TV de chica con mi mamá en el Concurso Nacional de Belleza están lejos de mí. Veíamos cuerpos y hablábamos de ellos, de la ropa, de la manera de caminar, de sonreír, de la inteligencia para responder las preguntas por las que siempre les terminaban haciendo bullying. De todo ese espectáculo salía la reina de Colombia, la más bella del país, que iría a Miss Universo. Lejos de mí está la imágen de Sofía Vergara saltando prendas en una playa con arena muy caliente en el comercial de Pepsi de fines de los noventa. Lejos de mí está Karol G, su pelo rosa y su voluptuosidad. No tomo café, no tengo ese cuerpo, soy una falsa colombiana.

***

Quisiera ser lo más linda que mi cuerpo me permita. No quiero ser más alta, o tener un color de ojos diferente o cambiarme la nariz. Solo quiero 5 kilos menos, una panza algo chata, el culo que tengo, pero un poco más firme. Con eso estaría. Lo único que no puedo mejorar de manera natural son las tetas. ¿Y si me pongo tetas? 

Le pregunto a gente cercana por sus tetas operadas. Una dice que es algo tan simple como una decisión y punto. Pero a mí me cuesta horrores tomarla. Otra dijo que tenía silicona solo en la teta derecha, la izquierda era natural. Es por el Síndrome de Poland, una afección con la que se nace sin músculos pectorales o con unos músculos pectorales muy poco desarrollados. El hombro, el brazo y la mano también pueden estar afectados y generalmente solo toma un lado del cuerpo. A los 19 se puso el implante en la teta que le faltaba.  

A mi mejor amiga la conozco desde que tengo 12 años. Las dos crecimos en barrios populares y con hermanos mayores varones, nos gusta bailar salsa, reggaeton, hacer coreografías en las fiestas y hablar, desde la adolescencia, sin tapujos, de lo sexual. Nuestras virginidades, nuestras primeras veces, masturbación. Hablábamos de nuestras tetas chicas, hacíamos chistes, decíamos “salimos con el pecho de mi papá”, nos reíamos. Ella se operó a sus 30, unas tetas redondas 34 C (95 en argentino) que le marcan una línea en el escote y le llenan blusas apretadas. Ya van cuatro años de la operación. Hace poco le pregunté por el sentido de esas tetas nuevas. “Seguridad”, me dijo, “si usted se las hace va a sentirse más segura”. Dudo. Ella ganó una seguridad que flaquea, como la de todos.

Me compré unas tetas falsas para ver qué se siente andar en la calle con tetas grandes. Le dije a un amigo que a veces hace shows en Theatron, el bar queer más importante de Bogotá, que me averiguara con sus amigues trans por las tetas falsas más reales. Solo se conseguían en Ali Xpress o en Amazon. En Argentina es complicado que lleguen ese tipo de compras, así que mis tetas hicieron un largo viaje. Mi hermano en Bogotá las pidió por Amazon, costaron más de 100 dólares, a los 20 días llegaron a la casa de mis papás, y un amigo me las trajo a Buenos Aires. Vinieron en una caja blanca con fucsia que decía “Make Yourself Gorgeous”. Son un chaleco de silicona con dos bolas pesadas llenas de algodón y con pezones parados y firmes que se ven muy reales. Son enormes. Son tan grandes que puestas en mí parecen un chiste.

No sé si el tamaño que ahora llevo sea el que le pedía de milagro a Dios. En Argentina son un 100, en Colombia son un 36 C. Les puse, mientras tanto, un brasier 32 B de mis tetas originales. Apenas logro que no salga el pezón.

Camino en la calle y me río con picardía, como si estuviera cometiendo un pecado. Miro alrededor si algún hombre se queda viéndome. Tal vez no notan mis tetas grandes porque es de noche. Tal vez por el exceso de ropa que llevo por el frío. Voy al súper, tengo que comprar huevos, lácteos. Agarro el queso y pienso en si se me ven las tetas tan grandes que ya no son sensuales sino vulgares. Ahora que salgo a la calle me pregunto si me siento más segura. No. Me siento disfrazada, como un agente encubierto. Camino en el frío con chaqueta, saco, remera y mis tremendas tetas de silicona. 

Yo quiero tener las tetas más grandes porque quiero llenar espacio, ser como las otras que aunque las tengan chiquitas, algo tienen, ¡algo! Ni siquiera es que desee algo exhuberante, solo quiero el mínimo tamaño, el poquito de gracia que le pedía a Dios para que, al estar bocaarriba en el sexo, haya algo que se note. Para llenar un bikini, una blusa. 

Cuando me decido, cuando digo “ya fue, me las hago”, pienso en mis padres. No lo aprobarían, ya lo hemos hablado. “El cuerpo es un templo”, “hay que aceptarse como Dios lo mandó al mundo a uno”, “para qué, para mostrarse”. A veces pienso que tener tetas chicas es una castración. También pienso en el feminismo. Me cosificaría, me vendería. ¿Las quiero? ¿Quiero las tetas? ¿Soy menos feminista si las quiero? ¿soy menos rebelde si no?

***

Hace cinco años no tengo pareja estable. En este tiempo lo más cercano a una pareja fue una coincidencia pandémica. Empezamos a salir 15 días antes del aislamiento, nos copamos y terminamos pasando cada finde de la pandemia juntos. Pasado el año y medio, le pregunté qué quería de lo nuestro. La pregunta lo hizo darse cuenta de que ya no quería nada más. Como era mayor, culpó a la diferencia de edad. Después dijo que él no podía ser la pareja que yo quería. Entendí que ya tenía otra historia y me culpé por joven, por migrante, por no ser como su ex, por no tener las tetas grandes como le gustaban a él, por no ser la colombiana que se espera que sea. 

“Vos estás bien, tus tetas son lindas”, me dijo cuando le hablé de mi obsesión por el tamaño. Por lo menos les llegó a decir tetas, una vez en el sexo me dijo que tenía unos lindos pezones. Lo charlé con dos amigas tetichiquitas y nos cagamos de risa. Creamos un chiste en nuestra comunidad de tetas pequeñas, “no nos dicen qué lindas tetas, nos dicen qué lindos pezones”. Le conté el chiste al tipo y ahí empezó a darles entidad a mis tetas. No sé a quién quería convencer, si a él o a mí. 

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En el intento de tener tetas grandes, consulté al cirujano plástico, estético y reconstructivo bogotano Tulio Fernando Torres. Él tiene un procedimiento específico cuando alguna persona va a consulta por una mamoplastia de aumento. Primero pregunta el por qué: hay razones de reconstrucción, de identidad de género y también estéticas. Quienes están dentro del grupo de lo estético responden que no están conformes con sus senos. Entonces el Doc. pregunta: “¿Qué te molesta de tus senos?”, le responden: que están caídos, que quiero una talla más, que son muy pequeños. Yo hubiera dicho eso, que los míos son muy pequeños.

“Vos estás bien, tus tetas son lindas”.

Luego, mide los senos. “A veces encuentro que hay senos morfológicamente perfectos” y eso el Doc. se lo hace saber a la paciente. Y hay unas que se convencen y desisten de la operación. Lo que hace a un seno morfológicamente perfecto son las medidas estándar del complejo areola-pezón (CAP), que devienen de las medidas de Da Vinci del Hombre Vitruvio: esto es desde el ombligo de un hombre como centro de un círculo en el siglo XV, hasta los dos pezones de unas tetas como esquinas de un triángulo equilátero que se cierra en la mitad de la clavícula en pleno siglo XXI.

Cada línea de este triángulo debe medir entre 19 y 21 cm. Los cumplo. Además, entre el pezón y el pliegue de debajo de la teta debe haber entre 5 y 6 cm. Tengo 5. Entre el pezón y el punto donde se encuentran las dos tetas, donde se forma la línea del escote (para las que tiene tetas medias o grandes, obvio), debe haber entre 9 y 11 cm. Lo cumplo. 

También hay diámetro de areola estándar: 4 cm, pero depende del tamaño de la teta. Ahí, claro, mi rango es más bajo: 2 cm. El pezón parado, o de proyección, como lo nombran sutilmente en la literatura médica, debe tener 1 cm. Casito lo cumplo, mi pezón parado mide 8mm. De diámetro debe tener 5mm, los tengo. 

Casi tengo la teta perfecta. Mi falla es el volumen. Mi contorno, o sea, el bultito de mi teta no alcanza a 40 cm. El Dr. Tulio dice que me pondría unas prótesis de entre 310 o 320 cm3. Eso haría que mis tetas fueran un 34 C en colombiano o un 95 en argentino, como las de mi amiga. Las siliconas pueden ser texturizadas, micro o nano texturizadas. Tienen una superficie con textura que permite que interactúe mejor con el organismo. Las nano texturizadas son actualmente las de mejor calidad, vienen de Estados Unidos, por lo general. Y adentro están rellenas de silicona de grado médico y duran de 20 a 25 años. El Doc. dice que quienes digan que duran de por vida, mienten. 

Las siliconas cuestan alrededor de 500 dólares, pero la operación cuesta más de 2.000. Más del 70% del costo es mano de obra. Además, hay que pagar estudios previos, consultas posteriores, un brasier especial y medicinas. La operación, si no tiene mayor complejidad, dura entre hora y media y dos horas. A los tres meses se ve cómo quedan las tetas, sin inflamación y cicatriz. 

Hay siliconas redonditas, que son más el estilo latino, y hay otras en forma de gota, que son estilo europeo. Yo escogería las segundas que, según el Doc., no son muy populares en Colombia, allá gustan más las redondas y bien levantadas de las que usan las reinas. 

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Con el chico con el que perdí la virginidad duré 3 años, después conocí a mi novio de la universidad, con quien duré otros 3. Lo entrevisté sobre mis tetas por Zoom, él desde Bogotá, yo desde Buenos Aires. 

Me puse una camiseta manga larga blanca que me queda apretada. Mis tetas falsas se veían abultadas y se notaba también que el brasier me quedaba chico, uno de los pezones amenazaba con salirse. Tapé todo el volumen con una bufanda. La entrevista iba por partes y la develación de mis tetas también.

Le dije que quería hablar de mis tetas a ver si me las sacaba de la cabeza. Él está en deconstrucción, me aclaró, y por eso no es el mismo de hace 15 años. Cuando estábamos juntos, fui su segunda experiencia sexual. Él había perdido la virginidad con una chica de tetas grandes y redondas. Nunca la conocí, pero tenía claro lo de las tetas porque cada tanto él lo mencionaba. Un día sin darse cuenta, mientras esperábamos el colectivo, dijo: “Las tetas de ella me volvían loco”. Las tetas de ella a veces se metían en mi cabeza, en nuestro sexo.

Pero no solo las tetas de ella, también se metían todas las bellezas de las chicas de la Universidad que me interpelaban, sus vidas, su posición económica. Desde esa época ya me iba a mi rincón de incomodidad. Entre las varias preguntas que le hice, le recordé una vez en que me mencionó un comentario de su hermana sobre mí: “qué le ve a ella si no tiene ni tetas ni culo”. Él no recordaba nada de eso. Sin embargo, me pidió perdón, por eso y por los rastros de machismo en ese pasado. 

Le dije que me había operado las tetas y quiso ver. Me saqué la bufanda, puse las tetas en cámara, me paré y me puse de perfil. Se asombró del tamaño y me dio su visto bueno, aunque me aclaró que no esperaba eso de mí. Me dijo que su recuerdo de mí era el de una chica segura de su cuerpo, y que gracias a mí a él le parecían sexys los escotes de las tetichiquitas y las tetas sin brasier a través de las camisetas o blusas. 

Me subí la camiseta y le mostré mi gran par de tetas falsas, se rió y se alegró de que su intuición no hubiera fallado, o de que yo no hubiera cambiado tanto. También agradeció poder hablar y pensar el tema de las tetas y la belleza. La última vez que lo vi fue casual, me lo encontré en Bogotá, le había dicho de tomar algo, pero me dijo que tenía planes. Iba con una chica de pelo largo castaño, blusa blanca y unas tetas redondas, grandes y firmes. 

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En mi ejercicio de andar con las tetas grandes fui a una comida, pero todos ya sabían de mi experimento. A nadie he podido sorprender. Es como si de antemano quisiera justificarme por querer indagar sobre las tetas grandes. Como si hiciera un gran preámbulo que justifique mi deseo de aumentar el tamaño. Duré casi 5 horas con las tetas puestas: recorrí en bici de Belgrano a Recoleta, cociné por dos horas, serví, comí, tomé, hasta que me harté y me metí al baño de la casa de mis amigos y me saqué las tetas. En la espalda se me armó una ampolla por el roce del chaleco de silicona. Me saqué las tetas y se me fue la sensación de ridiculez. 

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Salí a comer con mi último ex para preguntarle por las tetas. Duramos ocho años juntos, cinco de ellos convivimos en Buenos Aires. Él es colombiano y por él me vine a vivir acá. Ni en ese tiempo ni en el actual me hizo un comentario acerca del tamaño de mis tetas. Tampoco opinó sobre mi cuerpo. Ni siquiera cuando subí mucho de peso. Para él las tetas no son tan importantes, le gustan sí, nunca tocó unas de silicona. 

Le dije que me había operado las tetas y quiso ver. Me saqué la bufanda, puse las tetas en cámara, me paré y me puse de perfil. Se asombró del tamaño y me dio su visto bueno.

Hoy la mayoría de las personas tratan, a veces a la fuerza, de mostrar su deconstrucción. De hablar correctamente. Con los hombres es como con las marcas veganas cruelty free o los productos sin TACC, están los que usan el sello de “deconstruido”. Aceptan, tragando saliva, la no depilación, el peso “de más”, el mismo nivel de deseo y ganas de coger en la mujer… Y lo muestran como una bandera. Yo dudo, cuando tengo miedo de que en cualquier momento se evapore mi independencia económica, fantaseo con un hombre protector a mi lado. Aún me da pudor no depilarme si me voy a ver con un chico por primera vez. Aún dudo del tamaño de mis tetas.

Mi ex me dijo que siempre he estado con el asunto de las tetas, que me las haga de una buena vez. 

—Si estuvieramos juntos, ¿qué me dirías si me las quiero hacer? 

—Nada. No te diría nada porque es tu cuerpo… solo que no vayan a ser muy grandes, que no llamen mucho la atención.

***

Tengo otra amiga que es muy tetona y tiene una cintura pequeña, llegó a operarse para sacarse tetas y le volvieron a crecer. Para mi cumple llegó con un regalo que parecía ser un libro pequeño. Saqué el papel de regalo bordó y era “Teoría King Kong” de Virginie Despentes. Me había hablado de ese libro cuando le conté la idea de operarme. Le dije que ya lo había leído, pero no me escuchó. Con su regalo quería alejar esa idea de mí. Agradecí el regalo pero me quedé refunfuñando y haciéndome preguntas. ¿Qué es menos feminista: ponerse tetas falsas o decirle a alguien que no se las ponga? Y entonces, ¿tengo permitido decirle que usar escote y mostrar el ombligo no me parece que sea acorde a Despentes? Cambié el libro repetido por “Dicen de mí” de Gabriela Wiener y terminé entrevistando a mis ex sobre mis tetas.

A veces me siento un personaje de “Fleabag” de Phoebe Waller Bridge con esto. Yo también habría levantado la mano si me hubieran preguntado: “¿Quiénes en esta sala cambiarían cinco años de su vida por el cuerpo perfecto?”. 

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Me veo con uno de los chicos con el que he tenido citas esporádicas durante los últimos cinco años. Tenía duda de si llegarle con las tetas falsas o solo hacerle las preguntas. Voy a lo natural. 

Es de clase media alta, bonaerense. Estudió en el Nacional de Buenos Aires. Siempre toma whisky y, cuando viene a casa, como sabe que no tengo, trae él. Pero esta cita es en la suya. Chivas Regal, porro y caramelitos. Hacemos algún resumen de la vida laboral, chismes de gente en común. Nada fuera de tono. Es un porteño a lo Darín, educado, copado, caballero, galán.

Me dice lo que yo intuía: “Prefiero lo natural y no muy grandes”. No dejo de pensar que para él un cuerpo sobriamente proporcionado es un rasgo de clase. Tocó tetas de silicona pero no lo sintió real, “hay algo ahí que se siente que no pertenece al cuerpo”. También intentó elogiar mis tetas: “pero, pará, tus tetas son lindas, igual”. 

Le menciono mi proyecto de tetas falsas y me propone ir a mi casa a buscarlas. A medianoche, salimos en su auto, le digo que me espere mientras subo a mi departamento. Busco una camisa a la que le queden las tetas, una negra suelta de escote en la mitad y hago el procedimiento de siempre. 

Las saco de su bolsa de tela. Son un chaleco de silicona, color piel trigueña, con dos bolas con pezones rellenas de algodón. Las pongo pezón abajo sobre la cama, me saco la blusa y el brasier, estoy desnuda, apurada, con dos tragos de whisky y unas pitadas de porro en el cuerpo. Aun así, no se me va el vacío, la sensación de obligación de entrar en unas tetas. Me sujeto el pelo, la silicona lo atrae y tironea siempre y, a veces, lo arranca. Meto los brazos en cada hueco, estiro la parte del cuello lo más que puedo para meter la cabeza sin sufrir tirones de pelo, no tengo éxito. La parte de atrás, como siempre, se enrolla en la parte de arriba de mi espalda y tengo que hacer contorsiones, como en el cuento “No se culpe a nadie” de Cortázar, para no quedar atrapada, no en el pulóver, sino en mis tetas falsas. La parte final es hacer que las tetas falsas coincidan con las reales una encima de la otra y separar los bultos uno del otro para que la ubicación de los pezones quede morfológicamente correcta y que las tetas parezcan pertenecer a mi cuerpo. Me pongo la blusa negra, meto el brasier en el bolsillo de la chaqueta y salgo junto con mis tetas a subirme al auto del chico. 

Me toca las tetas por encima de la ropa, las aprieta, toca los pezones, le parecen reales. Conduce y me toca las tetas. Yo me río con nervios, con el sustito de quien comete un pecado. En su casa volvemos al whisky, al porro. Besos y las tetas. Vamos a la cama, en la oscuridad, más besos, adiós ropa, las tetas siguen. En un instante, las tetas están en medio de los dos, su cuerpo las aplasta y suena el aire que sale. Yo no puedo sentir su piel, tampoco sus manos en mí. Hasta ahí  el experimento es divertido, voy al baño, me saco el chaleco, otra vez tirón de pelos. Al día siguiente las tetas están tiradas en un costado de la habitación, me voy muy temprano, le digo que no a su propuesta de desayuno, ni siquiera un café. Me presta una bolsa de tela y camino por Belgrano riéndome por llevar las tetas, mi pecado, colgando del hombro.