Ensayo

Israel y Hamás en guerra


La trampa del mal mayor

Los análisis de los ataques de Hamás en Israel reprodujeron una expresión cliché que ahora está cargada de escena y significado: cacería humana. Si los atacados hubieran sido militares podría hablarse de una guerrilla de milicianos. Pero no. Lo sucedido fue —escribe Sonia Budassi— un acto terrorista contra civiles, sin matices. Hablar de paz, después de los ataques y de la respuesta de las fuerzas armadas israelíes, puede sonar naif para ciertas víctimas, pero conviene no olvidar: Israel y Palestina no son un bloque homogéneo de monstruos o “buenas víctimas”. Homogeneizarlos puede ser peligroso: solo niega la humanidad del otro, aumenta el odio y la violencia.

—Los de Hamás no son animales porque los animales no matan de esa forma.

Eso dijo Viviana Roitman la mañana del miércoles 11 de octubre, en una entrevista con María O'Donnell. Sobrevivió al ataque de Hamás en el sur de Israel, encerrada en el refugio antimisiles de su casa. Destruyeron su hogar pero no lograron llegar adonde estaba ella. Sus vecinos no tuvieron la misma suerte. 

Ese mismo 7 de octubre de 2023, otro de los atentados sucedió en una fiesta  electrónica al aire libre. Como en una película o videojuego distópico y cruel de la deep web, se acribillaron y secuestraron personas distraídas; y luego desesperadas, que intentaban huir o, ya atrapadas, rogaban por su vida. No eran representaciones: fue una realidad.

Más de veinte años atrás, durante la segunda intifada, en la discoteca "Dolfinarium" de Tel Aviv, un terrorista de Hamás se inmoló en la entrada. Murieron 21 jóvenes de entre 25 y 32 años y hubo 120 heridos.

Ante esta trama violenta actual se despierta no solo el dolor de la crueldad que acaba de suceder, sino también las del tiempo profundo, como una genealogía de la injusticia y la pérdida, de esas que, sí, el lugar común a veces contiene realidades, nos deja sin palabras. Solo con llantos, impotencia, desesperación. 

En estos días se reproduce la expresión cliché que ahora sí está cargada de escena y significado a raíz de las atrocidades cometidas por Hamás en Israel: cacería humana, repiten los medios, y los videos de las vejaciones se viralizan.

Quienes estamos lejos vemos actualizada la crueldad por una narrativa audiovisual de un terrorismo indiscutible. Que hace flaquear, incluso, las conciencias de los ciudadanos que tienen a los derechos humanos como un eje central y base de construcción de cualquier mundo posible.  

Los atacantes “son bestias humanas” dijo un funcionario de alto rango, el ministro de Defensa de Israel. 

Recuerdo a la madre de mi sobrina, la primogénita, confesando: “si alguien le hace mal a mi bebé soy capaz de matar. Pero eso no implica que lo avale racionalmente o que no quiera un Estado de derecho”.

A veces empatizamos emocionalmente con sentimientos de otros aunque los sepamos incorrectos.

Al 11 de octubre de 2023, en Gaza murieron al menos 1.100 personas y más de 5 mil resultaron heridas; en Israel hay al menos 1.200 muertos y más de 3 mil heridos. Muchos medios lo llaman el 11S israelí, o lo comparan, como señala David Remick en The New Yorker, con Pearl Harbor. Las metáforas nunca terminan de cerrar el sentido pero sirven para comprender, por lo menos, una primera dimensión. En este caso, además del nivel de sadismo y violencia, lo sorpresivo.

Ayer, hoy, lo inconcebible

La primera impresión que generaba, hace unos años, la plaza de Sderot, al sur de Israel, donde se infiltró Hamás el 7 de octubre de 2023 era, casi, la de una tierna familiaridad. Juegos para niños y un gusano gigante de color verde para recorrer su interior. A mí, que recién empezaba a trabajar en el libro La frontera imposible. Israel Palestina, hasta me hizo evocar, ingenuamente, el Parque de Mayo de mi ciudad natal, Bahía Blanca: siempre miraba con deseo sus juegos; la aridez del clima parecía similar en aquella mañana de sol. Hacía un rato, los militares que ante nosotros custodiaban sin aspavientos el límite de la Franja de Gaza habían explicado que Hamás podía construir túneles para pasar del lado israelí. No era algo que pudiera verse a simple vista. La armonía de la plaza, entonces, solo nos relajó un instante. Porque pronto la sensación de estar ante algo conocido se volvía extrañeza al escuchar la pregunta “¿qué tan lejos llegan en 15 segundos?”.

Las apariencias no siempre engañan. A veces tienen varias capas de sentido. Algunos escenarios como este gusano sirven, al mismo tiempo, para jugar y también protegerse, según la necesidad. Itzik Horn, director educativo de la ONG MAASE-Center (Centro de información sobre la realidad de la vida en Sderot), un argentino carismático y didáctico, contaba con humor —ahondando el efecto dramatismo— que las alertas sonaban cuando un cohete se acercaba. Ese era el tiempo con el cual contaban quienes estuvieran a la intemperie para buscar un refugio. Itzik hacía chistes sobre la necesidad de mantener un estado físico digno; y sugería comer menos knishes de papa.

Hablábamos en 2014, como tanto se ha vuelto a hablar ya, de una tensa calma. De una naturalización de aquella inminencia. Itzik mencionaba, en los tiempos más tranquilos, sobre todo, los daños en la salud mental y, en general, materiales, por la precariedad de las armas del “enemigo”.

El 10 de octubre de 2023 el muro de Facebook de Itzik replica mensajes con las fotos de sus dos hijos, Yair y Eitán. Se ven adultos. Están desaparecidos desde el ataque de Hamás el 7 de octubre. Se presume, los secuestraron.

Varios habitantes de los kibutzim decían en aquel entonces que permanecer resguardados era cosa de un rato; lo que le pasó a Viviana —permanecer 12 horas encerrada— no era concebible salvo un pedido del ejército durante alguna acción estratégica. Lo común era que cada uno volviera, luego de la alarma, a su tarea habitual. 

En videos chequeados se ve cómo Hamás lanzó hace unos días, granadas dentro de otros refugios.

Operativo y guerra

Hace ya casi 10 años, al oír los relatos de los distintos operativos militares por sus protagonistas del lado israelí, y al mirar a través de esa frontera alambrada y amurallada en partes, podía dimensionarse el daño. Pero prevalecía, a la vez, en nuestra torpeza extranjera, en nuestro camino recién iniciado sobre el conflicto, en el cual cada certeza era puesta en duda por un lado y otro —mientras intentábamos estudiar y discernir cada vez más—, cierta sensación de que, al fin y al cabo, el Ejército israelí tenía todo, casi todo, bajo control. Siempre el lugar común —y cierto— del tema ha sido la desproporción en el accionar y los armamentos. En el sur de Israel escuchamos los relatos de quienes vivieron las operaciones bélicas sobre Gaza que Israel ha llamado “Plomo Fundido” en 2008, “Pilar Defensivo” en 2012 y “Margen Protector” en 2014. En ese último, por ejemplo, murieron 66 soldados, 5 civiles israelíes y 2.310 palestinos. En términos matemáticos, cifras muy escasas, en relación a lo que ocurre ahora, sobre todo en la relación de los primeros días entre Palestina e Israel. 

Si bien desde su fundación en 1948, llamado por Israel “Día de la Independencia” y Nakba (“Catástrofe”) por los palestinos, el estatuto jurídico es de “estado de emergencia”, en esta ocasión el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, quitó el eufemismo de años anteriores por el más claro “guerra” luego de la ofensiva de Hamás —que evidenció grandes fallas en el supuestamente eficacísimo sistema de inteligencia. “Ciudadanos de Israel, estamos en guerra. No en una operación, no en rondas de combates, en una guerra”, advirtió, tras el ataque por tierra, mar y aire de Hamás. 

Hasta hace un tiempo, en esta zona, la guerra podría pensarse como de baja y alta intensidad; una continuidad. Que seguía extendiéndose, en ciclos, con sus increscendos, a lo largo de los años.

Este octubre marca un punto de giro, casi comparable según varios analistas, con la guerra de Yom Kippur en cuanto a los muertos y heridos. Y con la enorme diferencia de que aquella ofensiva árabe era entre militares. La atrocidad de los ataques de Hamás es evidente y está consignada a nivel global: en redes, en televisión, en relatos de podcast y radios. Rafael Zayat, que vive en Israel desde 1975, dijo en una nota publicada por elDiarioAR: “Lo que sucedió es inconcebible. Por la cantidad de víctimas, porque fueron asesinados a mansalva y a sangre fría y por la forma de entrar al territorio, a través del aire, caminando y con vehículos”. 

Las bestias humanas y el sí pero

Lejos de la región, las narrativas de este conflicto tienen puntos en común con otros y, también, dinámicas simbólicas particulares. En los últimos años, la disputa por el sentido es crucial y se juega no solo en las calles, con manifestaciones alrededor del mundo —en apoyo a Israel o a Palestina, como vimos recientemente— sino en las redes y en los medios tradicionales. Ante cada escalada, antes de que ocurrieran estos atentados, circulaban piezas de propaganda, o recortes parciales con slogans a favor o en contra, señalando las atrocidades cometidas por el Ejército de Defensa Israelí o agresiones “espontáneas” de algunos ciudadanos —lo hemos visto en cientos de películas, documentales y en los medios internacionales asentados en el territorio; y también las de Hamás y otros palestinos que no acuerdan con ellos. Siempre se pretende radicalizar al enemigo, despersonalizarlos, volverlos entes del mal ante acciones que pueden ir desde la construcción de un muro, a bloqueos de fronteras en sus distintas formas y atentados explícitos y menos visibles. 

Hoy parece haber, en lo concreto, un cambio grave y cualitativo —más allá de la gran cantidad de víctimas, la mayor parte israelí— por lo menos durante la primera etapa, algo, como dijimos, inusual en la historia. 

Suele criticarse que Medio Oriente genere tantas opiniones de no especialistas ni directamente involucrados. La chicana suele ser “ah, pero no dicen nada de tal otra crisis mundial”. Creemos que se debe a que hay muchos judíos que se ven interpelados por lo que pasa en Israel, y también muchos palestinos alrededor del mundo; pero eso daría para otro artículo. Los discursos sesgados existen, y también la información disponible en libros, artículos y medios diversos a solo un click. Entre quienes más participan en el debate, pertenecientes a clases culturales con cierta educación, la capacidad de filtrar críticamente los tonos propagandísticos debería ser una herramienta frecuente.

Otra de las constantes es el “sí pero” de quienes están lejos (aunque esto no niega que a veces las comunicaciones sean coordinadas con los liderazgos formales e informales). Pasa en los mensajes de militantes, simpatizantes y personas que, conmovidas, simplemente quieren expresarse.

Con el “sí pero” nos referimos, entonces, a un factor que tiene que ver con encasillar al “más malo”, a definir la “mejor víctima”. En su aún vigente libro Israel Palestina. Paz o guerra santa, sencillo en su manufactura y más que efectivo en cuanto hacernos cuestionar nuestros prejuicios, Mario Vargas Llosa hace lo que la Premio Nobel de Literatura Svetlana Alexievich —que edita de otra forma los testimonios—: se encuentra con víctimas y familiares. Los escucha. Los deja hablar. Genera empatía con la tragedia ajena entre sus lectores. Podemos comprender, aunque no compartamos, el odio que genera el dolor de haber perdido de manera cruel a un ser querido. Pero como escritoras y periodistas debemos intentar diferenciar ese deseo de la “venganza” —prometida por el Primer Ministro israelí esta semana— con la justicia. Tratar de discernir.

De evitar la demonización generalizante, sin justificar ningún acto terrorista como el de Hamás. Y cabe aclarar como lo hicieron estos días algunos académicos: si los atacados hubieran sido militares podría hablarse de una guerrilla de milicianos. Pero no. Lo sucedido fue, repetimos, un acto terrorista contra civiles, sin matices.

Tal vez podamos pensar en cómo se buscan adhesiones a cada parte. ¿Será posible la compasión? ¿o sólo la escalada violenta? Hablamos en términos discursivos, culturales; las estrategias militares corresponderían a otro texto —aunque ejercen mutua influencia.

Las muertes son muertes

Las históricas imágenes ascéticas desde drones hipertecnologizados israelíes, orgullosos de sus targeted killings sobre objetivos —casas y oficinas— de Hamás, conviven desde hace años con las erizantes que muestran su contracara. Somos agentes espectadores del drama reactualizado de manera espectacular: vemos el desborde; vemos cómo aquellos bombardeos dirigidos dejan de ser prolijos y asedian a civiles palestinos —muchos de los cuales no están a favor de arrojar misiles—, y destruyen incluso escuelas y hospitales. Hechos consignados y denunciados por la ONU en el lugar. El famoso tanque frente al niño que se masificó durante las intifadas y la Franja de Gaza hecha escombros, como símbolos, se complejizan a fuerza del terror ejercido por Hamás y vivido por los israelíes en estos días.

Las narrativas no lo son todo, pero influyen en la configuración de la realidad, de eso se trata la política, además de lo fáctico y material. Las muertes son muertes.

Y los discursos no siempre pueden cambiar, por sí solos, los hechos. Las comparaciones a veces no sirven tanto: podríamos decir, como se dijo, que las frías imágenes informatizadas de los targeted killings desde drones esconden los rostros de los niños gazatíes muertos —también rehenes de Hamás— pero eso quizá nos devolvería a lo dicho: ¿cuál es el mal peor? ¿De qué nos sirve jerarquizarlo sin lograr, más allá de acciones concretas de justicia, discursos de odio? ¿Una cosa quita la otra? ¿Atemperan los sufrimientos de unos, el de los otros? ¿Durante tantos años?

Las comunicaciones de esta guerra y de las anteriores en el territorio manifiestan, además, una recurrencia a la exageración de la maldad, como si fuera necesaria. Esta semana, por ejemplo, apareció una noticia falsa: los miembros de Hamás decapitaban bebés. Como si no fuera suficiente para condenar los crímenes de Hamás lo ya sabido y chequeado.

Las generalizaciones sobre las personas de cada país sólo logran la perpetuación de la violencia, negar la humanidad del otro, y eso ya provocó la justificación de genocidios a lo largo de la historia. Hablar de paz puede sonar para ciertas víctimas algo liviano, de canción de antaño, una intención naif o simplemente un imposible, una eutopía luego de tantos intentos previos.

Pero conviene no olvidar en tiempos dolorosos: Israel es un país diverso. No todos sus ciudadanos han estado de acuerdo en el pasado con las políticas de ocupación ni mil injusticias más. Y Palestina también: no todas ni todos sus habitantes son extremistas que no quieren reconocer la existencia del Estado de Israel ni avalan el terrorismo. Ni siquiera, como en Israel, todos profesan la misma religión.

Colocar a todos en un bloque homogéneo de monstruos puede ser muy peligroso. La igualación estigmatizante solo logra negar la humanidad del otro, aumentar el odio y por eso la violencia: facilitar el deseo —que muchas veces puede convertirse en objetivo concreto por parte de políticos y extremistas— de concretar su eliminación.