A 20 años de la Masacre de Avellaneda


La eterna insistencia de Darío y Maxi

Las fotos en la Estación Avellaneda, que muestran a Darío Santillán auxiliando a Maximiliano Kosteki segundos antes de ser fusilado, permitieron desmontar el discurso oficial: los piqueteros no se mataron entre ellos, fue la Bonaerense. El registro de ese acto heroico fue la estocada final al gobierno de Duhalde y la prueba central para condenar a los policías, pero también sirvió para reforzar la identidad política del movimiento piquetero y mostrar a la sociedad uno de sus valores centrales: la solidaridad, poner el cuerpo por el otro. A 20 años de la masacre, las imágenes retornan una y otra vez como destellos de una memoria social ya consolidada.

Darío vuelve a la estación y ayuda a Maxi, que se desangra en el piso. Con la mano izquierda sostiene a su compañero herido. Con el brazo derecho extendido y la mano bien abierta les dice a los policías, que acaban de entrar a la estación, que paren de tirar. Toda la secuencia, la represión que culmina con Darío Santillán con un disparo en la espalda y los cuerpos arrastrados por la Policía en el hall de la estación, fue reconstruida gracias a las fotografías de Sergio Kowalewski, que colaboraba con Madres de Plaza de Mayo; José Mateos, de Clarín; Mariano Espinosa, de INFOSIC;  Martín Lucesole, de La Nación, Pablo Ferraro, del grupo Argentina Arde, y la cámara de Fabricio Mendoza, de Canal 7. Entre tantas imágenes, una viajaría de las páginas de los diarios a los muros: es la foto que sacó Espinosa desde afuera del hall. Ahí se lo ve sobre la izquierda a Darío junto a un joven de pantalón beige y remera negra. Pequeño, en cuclillas, auxiliando a Maxi y pidiéndole a los policías que dejen de tirar. Aunque sea una imagen fija, adviene el movimiento. Ese gesto, con la mano abierta, nos conmueve. Por eso sigue insistiendo en cada manifestación, en cada aniversario y en cada bandera piquetera y de los muchos frentes y partidos de izquierda. El gesto se lo hace a los policías. A esos que después, gracias a los testimonios orales y fotográficos, serían condenados por los asesinatos. Ese acto y estas muertes no devinieron políticas solo porque fueron registradas por cámaras fotográficas y de televisión, sino porque fueron militadas, difundidas, reproducidas como un emblema por el movimiento político que reivindica a ambos militantes como ejemplos de lucha.

Primero fue esa foto de Espinosa, entre tantas otras, la elegida como modelo para el dibujo de Florencia Vespignani, quien en ese entonces era militante del MTD (Movimiento de Trabajadores Desocupados) de Avellaneda, inspirada también en el poema Mano con mano, de Manuel Suárez. Esa imagen se estampó en banderas y paredes, recorrió muestras en diferentes instituciones, devino en un gran cartel en el puente de la estación, en el cruce con la avenida Yrigoyen, donde puede verse junto con una frase que Darío transcribió en su cuaderno personal: “sean capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia”, escrita por el Che Guevara en una conocida carta de 1965 dirigida a sus hijos como despedida. También, como recuerda en estos días Javier Molina en Revista Herramienta, hay una fotografía de Pablo Ferraro donde Maxi y Darío están de espaldas —todavía sin heridas— entre los gases que lanza la policía. Esa imagen sería retomada luego por el Taller Popular de Serigrafía como un modo de recordarlos luchando y no tan solo como víctimas.  

Mariano Espinosa. Publicada en Página 12.

Los rostros de Darío y de Maxi también tuvieron un devenir similar. El gran mural llamado Trabajo, dignidad y cambio social exhibe ambas figuras sosteniendo una bandera argentina. Esas imágenes de rostros que se encuentran en la estación y en muchas paredes de nuestras calles también fueron extraídas de fotografías: Maxi sosteniendo una bandera del MTD Guernica, Darío con los brazos abiertos, con una remera de Hermética en una manifestación en Solano. Esa imagen se encuentra hace años en una de las paredes de la estación junto a la leyenda “San Darío del Andén” y una plegaria que efectiviza que lo que vemos es una imagen de culto: “San Darío del Andén. Sin sotanas ni uniformes luchaste por trabajo dignidad y cambio social héroe y mártir piquetero San Darío Santillán”. Mabel Godoy, una mujer Hare Krishna que presenció por televisión los asesinatos, fue la que inspiró la santificación de Darío luego de levantar un altar en la estación y consagrarlo como un santo.

Y es que como las luchas que los movimientos sociales sostienen desde hace décadas, las figuras de Darío y Maxi insisten una y otra vez. Son apariciones, manifestaciones que renacen como fantasmas, esos que, como dice Grunner en Las formas de la espada: miserias de la teoría política de la violencia, traen el testimonio de un antagonismo originado por una falla, una violencia que parte lo social. Darío y Maxi son los rostros que evidencian que ya son demasiadas –y nunca dejan de ser demasiadas— las vidas que se cobra el sistema social dominante.

Florencia Vespignani.

De lo que da cuenta el devenir de las fotografías de la estación es que no solo fueron pruebas judiciales, también sirvieron para mostrarle a la sociedad mediante imágenes uno de los valores centrales que el movimiento piquetero reivindica: la solidaridad, poner el cuerpo por el otro. Ese acto heroico que quedó para la posteridad fue producto de la potencia fotográfica, que nos interpeló bajo esta especificidad del “esto ha sido” que señala Barthes, desplegando la potencia del mostrar, la de hacer aparecer ese gesto de entrega militante.

Pero esa condición no está dada de una vez y para siempre. Esas imágenes tuvieron que circular, irrumpir en la discusión política para transformar aquellas muertes en un problema político.

El nudo fueron los medios masivos tradicionales que difundían las versiones oficiales. El gobierno nacional había hecho correr días antes la hipótesis de que los piqueteros estaban financiados por las FARC —las similitudes con la estrategia del gobierno de Cambiemos de asociar a las organizaciones mapuches con el terrorismo en el caso Maldonado son pura coincidencia—. Cuando ocurrió la masacre y José Mateos llevó las fotos a la redacción de Clarín, el diario ocultó las fotografías que evidenciaban el crimen: el 27 de junio publicó la histórica y vergonzosa portada con una fotografía borrosa y una frase extremadamente fetichista, que ocultaba las responsabilidades del gobierno: “La crisis causó dos nuevas muertes”. En cambio Página 12 ya atribuía la responsabilidad al poder de turno con el titular “Con Duhalde también”. 

Santiago Mazzuchini.

Lo cierto es que las fotografías que Sergio Kowalewski tenía en un rollo -que fueron reveladas y entregadas a Página 12- le marcaron la cancha al diario de Magnetto. El 28 de junio los dos diarios publicaron las imágenes más contundentes; Clarín, forzado por la coyuntura; Página, por la convicción. Pero aquellas imágenes también circularon fuera del circuito mediático oficial, por allí andaban en esa confluencia de medio alternativo y contrainformativo que supo ser Indymedia, cuya web abierta permitía (y aún permite) la publicación de contenidos. La experiencia Indymedia, de escala global, constituye un antecedente directo de lo que luego serán plataformas digitales como Facebook y Twitter.

Las imágenes hacen la Historia

A medida que se acerca el 26 de junio y resurgen las conmemoraciones en medios de comunicación, se nombra como protagonistas de la masacre a las fotografías. Y es cierto, el caso demuestra que las imágenes también hacen la Historia, que no son meros documentos ni ilustraciones sometidas a la palabra. ¿Qué habría pasado si no contábamos con esas imágenes? ¿Qué palabras podrían haber reemplazado lo que las fotografías hacen, poniendo delante de nuestros ojos esos cuerpos que retornan una y otra vez, como destellos de una memoria social ya consolidada? 

Pero el hecho de que este conjunto de fotografías se hayan transformado en históricas por un lado, y en hacedoras de la historia por otro, responde a dos aspectos: primero la decisión política que asumieron quienes capturaron esas imágenes —muchos fotoperiodistas eran militantes, como Sergio Kowalewski y Pablo Ferraro, otros concebían el oficio en términos profesionales—, el lugar que ocuparon y lo que hicieron luego cuando tenían el registro de lo que había sucedido; segundo, lo que las orgas y sus vertientes que trabajan en el activismo artístico han hecho con esas fotografías, es decir, no solo hacerlas circular para contra-informar y denunciar lo que algunos medios de prensa ocultaban, sino también el trabajo para la construcción de una imaginería que reforzó la identidad política del movimiento piquetero. 

Pablo Ferrar. Argentina Arde.

Se ha dicho en varias oportunidades que el rol de los fotógrafos fue fundamental para que se obtuvieran esas imágenes. Como señalan Julio Menajovsky y Gabriela Brook en “Nuevas tecnologías y viejas certidumbres. La masacre de Avellaneda en la fotografía periodística” (2006), lo que hizo que fueran tomadas como verdaderas se vincula, por un lado, con el testimonio de los fotoperiodistas -investidos de cierto prestigio social- y por el otro, con una imagen negativa sobre el rol de las fuerzas de seguridad, sobre todo luego de las represiones del 19 y 20 de diciembre de 2001, que hacían verosímil lo que las fotografías mostraban. Que la publicación de la serie que permite reconstruir la trama de los asesinatos en la estación haya sido la estocada final al gobierno de Duhalde no se debe solo al mero poder de las imágenes. Son las condiciones políticas que habilitan ciertos regímenes de visibilidad las que hicieron posible que esas fotografías se transformaran en un litigio contra el poder represivo de las fuerzas de seguridad.

Imágenes pobres, fake news y disputa política

En tiempos donde las fake news y la llamada posverdad se vuelven temas habituales, vale recordar la creencia que operaba en aquellos tiempos donde las plataformas digitales eran todavía incipientes. El problema de la verdad en el periodismo y en particular de la fotografía no es nuevo, la mediatización digital de todo lo que acontece opera sobre la base de la vieja estructura broadcasting, donde la actividad de los públicos era más acotada. Hoy nos encontramos rodeados de imágenes producidas por usuarios de redes, fotografías capturadas mediante celulares, memes que son el resultado de la intervención y el reciclaje, todo regido bajo la lógica de lo viral. 

Con respecto a lo denominado “fake”, el asunto de la verdad y la mentira es un problema de escala más que de novedad. Fueron un nudo de debate clave en los estudios atentos a lo que se conoce como Industria cultural, cuya tradición tiene como capítulo fundacional el apartado al respecto en Dialéctica de la Ilustración, publicado por Adorno y Horkeimer como libro en 1947. Podría trazarse una serie que continúa con el intento de establecer una semiología crítica en Mitologías de Roland Barthes (1957), y el que quizá haya anticipado mejor que nadie este fenómeno vinculado a la creciente mediatización, y por lo tanto espectacularización, de la sociedad: La sociedad del espectáculo, de Guy Debord (1967). 

M.A.F.I.A.

No podemos olvidar tampoco los debates que generaron planteos como los de Lyotard o Baudrillard sobre la distribución del conocimiento y la propia realidad como un simulacro. La verdad, la mentira, las simulaciones, aparecen nuevamente bajo el sintagma de la posverdad o fenómenos ligados a las noticias fake, que filósofos como Maurizio Ferraris relaciona directamente con la posmodernidad: “la posverdad es el fruto, tal vez corrupto, de lo posmoderno” sentencia (seguramente enojado) en Posverdad y otros enigmas (2019).

La selección fotográfica de Clarín y aquella tapa del 27 de junio sobre la represión en Puente Pueyrredón se inscribe en esa misma problemática, la de la manipulación y el intento de establecer una verdad a partir de estrategias de montaje y giros retóricos fetichistas, como el de una crisis que produce muertes. La de la imposibilidad de pensar los acontecimientos por fuera de la mediatización. Pero al mismo tiempo, el devenir del caso nos permite ver que esas estrategias se pueden torcer a partir del accionar de fuerzas políticas que articulan estrategias visuales, movilizaciones e intervenciones en ese mismo escenario mediático, a favor de las clases subalternas.  

A partir de esto y pensando en nuestro presente, Hito Steyerl plantea una reflexión interesante en relación con lo que denomina “imágenes pobres”, se trata de una imaginería de baja resolución que circula velozmente en el seno de la mediosfera, en una relación -integrada a veces, resistente otras- de la lógica del espectáculo. La misma Steyerl da una respuesta política contundente, trayendo la figura de Dziga Vertov: las imágenes pobres crean “relaciones visuales” y los trabajadores devienen productores de un modo nunca antes visto. En Los condenados de la pantalla apunta una idea interesante: “La imagen pobre -por ambivalente que sea su estatuto- ocupa así su lugar en la genealogía de los panfletos copiados al carbón, las películas de agit-prop realizadas en cine-trenes los videomagazines underground y otros materiales inconformistas, que históricamente utilizaron con frecuencia materiales pobres”. Cabría preguntarnos cómo opera en relación a nuestros mártires heroicos la condición espectacular y política. Retomando aquella intervención de Roberto Jacoby sobre el rostro del Che, cabe preguntarnos si un militante muere para ser posteado en una red social.

Anónima, parte de la intervención Santiago, tu mirada nos mira.

La iconografía alrededor de Darío y Maxi integra la misma serie que las revueltas del 19 y 20 de 2001 y su persistencia en el tiempo gracias a la organización y activismo permanente en la estación que hoy lleva sus nombres, permite observar el pasaje de una comunicación que poco a poco fue abriéndole paso a las estéticas digitales. 

Las acciones que primero se ideaban en torno a muros, banderas y stenciles pronto comenzaron a planificarse también al calor de las plataformas digitales. Así, pasando por las variadas intervenciones en torno a la segunda desaparición de Julio López, pasando por Luciano Arruga y Mariano Ferreyra (entre tantos y tantas), llegamos a un caso emblemático de nuestra política local que estuvo más vinculado con esa dinámica: los reclamos por la aparición con vida de Santiago Maldonado

El hashtag #DondeEstaSantiagoMaldonado obligó a los medios tradicionales a hablar del caso en el contexto de un gobierno abiertamente detractor de la militancia por los Derechos Humanos. El caso mostró todas las características de esa disputa entre imágenes activistas e imágenes espectaculares. Una selfie de Santiago, imagen típica de las redes sociales, devino en una imagen singular, de denuncia y articulación con otros casos de desapariciones. Otra vez rostros en murales, pancartas y ahora sí con lo digital como máximo protagonista, como lo demuestran dos campañas impulsadas principalmente por Twitter y Facebook como Dónde está Santiago Maldonado y Santiago, tu mirada nos mira.

A pesar de las ajustadas y precisas predicciones de Debord sobre la sociedad del espectáculo y el devenir imagen del mundo, las resistencias, disputas y avances de los sectores populares nos hicieron recordar que el triunfo de la imagen-mercancía no es total ni absoluto. Que la pura intercambiabilidad de los cuerpos en la danza de noticias que desfilan unas a otras en los noticieros puede quedar suspendida con la insistencia y permanencia que el caso de Maldonado, como el de Darío y Maxi, siguen teniendo en las discusiones públicas. Con o sin medios de prensa apuntando sus cámaras y sus titulares, las organizaciones siguen dándose sus propios recursos, sus propias imágenes, para manifestarse e insistir.