Ensayo

Catorce apuntes sobre Leonardo Favio


El creador del alma popular

Durante casi cuatro décadas Nazareno Cruz y el lobo fue la película más vista del cine argentino. Con una capacidad fenomenal para escuchar las voces subalternas, el trabajo audiovisual de Leonardo Favio es profundamente político, pero no en el sentido tradicional: no hay llamado a la acción ni reclamo de toma de conciencia; eso debe hacerlo el espectador. A poco de cumplirse diez años de su muerte, Pablo Alabarces traza catorce apuntes sobre su cine pero también sobre sus canciones, olvidadas por la narrativa oficial.

Hace algunas últimas semanas, entre el 11 y el 17 de agosto, el INCAA organizó la exhibición de un ciclo dedicado al cine de Leonardo Favio: cinco de sus filmes, en este orden no cronológico: Nazareno Cruz y el lobo, Juan Moreira, Gatica, el mono, Crónica de un niño solo y El dependiente. El sábado 14, como parte del mismo homenaje (ampliamente, un “Año Homenaje a Leonardo Favio” organizado por la TV Pública, Radio Nacional, Canal Encuentro, el sitio web Universo Favio y el Centro Cultural Kirchner, coordinados desde el Ministerio de Cultura de la Nación y según informó la Agencia Télam), se realizó un concierto con la participación de distintos músicos y músicas en el CCK, con un repertorio integrado por piezas como “Chiquillada” (que, en realidad, no era de Favio, sino del Sabalero, el uruguayo José Carbajal), “Fuiste mía un verano” o “Ella ya me olvidó, y fragmentos musicales de algunas de sus películas. 

Tanto el cine Gaumont como el CCK rebosaron de espectadores. Aunque la obra de Favio ya parece muy distante en el tiempo (su primer filme es de 1965, su primer disco de 1968), y la cultura contemporánea tritura todo pasado más o menos lejano –salvo lo que pueda ser reciclado o apropiado–, algo hay en la obra de Favio que parece ser eternamente atractivo.

No tengo mucha idea de cuál es el secreto. Apenas algunas hipótesis, entre las que su peronismo tiene mucho que ver. Durante mucho tiempo, prometí que alguna vez iba a armar un programa de clases íntegramente dedicado a sus películas: no lo cumplí, aunque en los últimos años hice algo por el estilo. De estas clases vienen estos apuntes, más faviofílicos que faviológicos. 

1.

Debe ser dicho y constar por escrito que lo mejor sobre el cine de Favio lo escribieron Gonzalo Aguilar y David Oubiña en un libro viejo, de 1993, y que se reeditó hace muy poquito, que se llama De cómo el cine de Leonardo Favio contó el dolor y el amor de su gente, emocionó al cariñoso público, trazó nuevos rumbos para entender la imagen y otras reflexiones. El libro es realmente maravilloso, y es posible que todos mis apuntes le deban algo. 

Sobre su música, en cambio, hay apenas ocho páginas publicadas. Tres son de Sergio Pujol, que escribió sobre “Ella ya me olvidó” en su (hermoso) libro de 2010, Canciones argentinas. Las otras cinco las escribió Juan José Becerra en 2014, en la revista Marimba. Mientras escribo esto, acabo de descubrir otras veintitrés páginas de la colega Lucía Rodríguez Riva dedicadas a las películas musicales que Favio interpretó como cantante, Fuiste mía un verano y Simplemente una rosa –dos títulos de sus canciones, como se estilaba en el cine musical de los años sesenta, el de Favio, Palito, Sandro o el olvidado Leo Dan–. 

Poco, en suma, y llamativo, porque para hablar de su cine al libro de Aguilar y Oubiña se le suman infinidad de páginas –entre las que se cuentan las de ellos mismos por separado: vean, por ejemplo, las que Aguilar le dedica en su libro Otros mundos, de 2006–. Las canciones de Favio no merecen la misma atención. El mismísimo Canal Encuentro, cuando Favio murió hace diez años, le dedicó un homenaje audiovisual bello y emotivo, que compaginaba imágenes –potentísimas– de sus películas con fragmentos de una entrevista hecha poco antes de su muerte (se lo ve tan frágil como sabio, tan enfermo como convincente).

La música del homenaje es, claro, “Soleado”, el tema central de su Nazareno Cruz, pero que ni siquiera es una canción de Favio –apenas un remanido tarareo meloso que sólo el genio de Favio podía transformar de kitsch en sonido clave de su cine. Sobre su música, el Canal Encuentro no tenía para decir una sola palabra.

2.

Poco antes de morir, Favio dijo (parafraseo, porque no puedo encontrar la cita): “Cuando me muera los diarios argentinos van a decir ‘murió el famoso director de cine’, pero los diarios latinoamericanos dirán que murió el autor de ‘Ella ya me olvidó’”. Una frase perfecta.

3.

El consenso de la crítica, todas las encuestas que se han hecho en la Argentina al respecto, insisten en que Crónica de un niño solo es la mejor película de la historia del cine argentino. Podríamos poner en discusión si es la mejor o apenas una de las cinco mejores. El problema es que es posible que las otras cuatro sean otras cuatro películas de Favio: El Romance…, El dependiente, Juan Moreira y Nazareno Cruz. Y tendrán que ser seis, para que entre Gatica. Y sólo para que seamos amarretes, o para que pongamos la Sinfonía del sentimiento en la lista de documentales, o porque Soñar soñar, quizás, sea sólo la séptima en la lista. Y dónde se ha visto un top five de siete.

4.

Crónica de un niño solo trae dos novedades, una ética y una estética. La novedad ética es que nunca nadie había representado a los niños y a la infancia como lo hace Favio en esa película en 1965. La otra novedad es, como dije, estética: y es que nunca nadie había representado a los niños y a la infancia como lo hace Favio en 1965.

5.

El concepto que explica buena parte del cine de Favio es el de distancia/afección, como dicen muy bien Aguilar y Oubiña. La cámara de Favio se enamora de sus personajes, mantiene una relación profundamente amorosa con ellos. Pero, al mismo tiempo, mantiene distancia. Los modos de poner distancia son varios: y uno es que los personajes de Favio (y Polín primero y a la cabeza de ellos) no son personajes entrañables, amorosos, perfectos, maravillosos y buenísimos; son, básicamente, unos hijos de puta.

Esa es la base de mi teoría de los hijos de puta, que más bien es una teoría del infame, y que puede ser una teoría de la infama, por lo tanto, una teoría de les infames; y que no es mía, sino de Foucault, y que dice que del infame nada sabríamos si no fuera porque alguna luz del poder alguna vez lo iluminó, precisamente por su infamia. Y argumenté esa teoría en clases y en textos, pensando en los personajes de las películas de Favio, sin saber que Aguilar y Oubiña lo habían hecho veinte años antes, pero ya se los reconocí públicamente. Y esa teoría se basa en que todos los personajes de Favio son infames e infamas –aunque Favio se centra en los infames Polín, Aniceto, Fernández, Moreira, Nazareno, Charlie y el Rulo, Gatica, mucho más que en las infamas: la Lucía (María Vaner) y la señorita Plasini (Graciela Borges), a la cabeza–, y que en esa trama de infames e infamias Favio inventa, nada menos, algo que podemos llamar el alma popular. 

¿Qué es el alma popular? Un invento del cine de Leonardo Favio. ¿Y en qué se basa? En las vidas de unos hijos de puta, mala gente, cagadores, machistas, chorritos, estafadores, ventajeros, traidores, a pesar de todo lo cual los amamos, porque Favio nos enseña que el alma popular consiste en amar y ser amado, y que el amor no pasa por la santidad sino, quizás y precisamente, por la hijaputez, pequeña deriva de la infamia.

La explicación de esta teoría del amor popular por turros y putas es otra teoría para la que habría que remontarse hasta el Evangelio; o, al menos, eso diría Favio.

6.

El cine de Favio es profundamente político por el tratamiento del poder, por el tratamiento de la infancia, por el tratamiento de la subalternidad, de la relación entre juego, sexualidad e inocencia. Y sin embargo no es político en el sentido tradicional o clásico del término: no hay llamado a la acción, no hay bajada de línea, no hay ideologización en un sentido peyorativo de la palabra. No hay reclamo de toma de conciencia. Eso es un trabajo que debe hacer el espectador. 

7.

Gonzalo Aguilar dice que las películas de Favio no sólo se recuerdan, sino que no se pueden olvidar.

8.

Con sus películas de 1973 y 1975, el Moreira y el Nazareno, Favio llevó más de seis millones de espectadores al cine. Nazareno… fue durante treinta y nueve años la película más vista de la historia del cine argentino. Hasta Relatos salvajes, en 2014. La Argentina tenía, en 1975, la mitad de los habitantes que tiene hoy. (El poder adquisitivo de las clases populares es sólo el 30% del de 1975).

9.

Para hacer cine político y a la vez cine comercial, Favio encuentra un tercer lugar entre La hora de los hornos y La Patagonia rebelde. A diferencia del de Solanas, no es un cine militante y concientizador, un llamado a la acción para que tomemos las armas y derroquemos al tirano y reinstauremos la felicidad peronista. Favio elige un infame, una figura oscura como es la de un vago y mal entretenido, gaucho pendenciero, asesino, alcohólico, desertor; inclusive, un traidor. Sobre esa figura construye la leyenda. La figura de un infame. Dicen Aguilar y Oubiña: “esos infames como Moreira o Di Giovanni [Favio había prometido filmar la vida del anarquista Severino Di Giovanni] no pueden ser el punto de partida de ninguna acción o propaganda a menos que la infamia sea una red que el sistema ha creado en las relaciones sociales y que el filme pueda revertir en el común denominador de una resistencia”. Transformar la infamia en resistencia. ¿Pero cómo se operaría ese pasaje? Por un lado, con una cuestión formal: las masas entran en escena cámara en mano. Lo que inicia la narración de Juan Moreira es una revuelta filmada por uno de los revoltosos. Una revuelta falsa –no documentada históricamente. Porque lo que le importa a Favio no es la historia documental, lo que le importa es la leyenda. Una leyenda que además permite entrar en escena a las masas filmadas por ellas mismas y soportadas por un mito: el mito Juan Moreira, que es una encarnación individual del pueblo. 

En la segunda escena ya está todo. Lo narrado es el enfrentamiento del infame con la ley, del infame con el Estado. El capitán, el oficial que está a cargo de esa comisaría del pueblo, es el Estado, es la ley. Frente a eso aparece el infame capturado por esa ley. Pero fíjense a través de qué argumento: la escritura. Moreira está reclamando una deuda del pulpero Sardetti. ¿Qué le dice el capitán?: “Mirá, acá tengo el papel que dice que vos recibiste el pago”. Y Moreira responde: “pero no me han pagau, si yo no sé escribir”. La escritura está del lado de la ley. Del lado de lo popular, en cambio, está el desconocimiento de la escritura y de la ley: “no me han pagau, carajo”.

El relato de la vida de estos hombres infames, como la de Polín, como la del Aniceto, no es una biografía, es un prontuario. Son el Estado y la ley los que organizan la biografía de estos sujetos. Para colmo, Moreira es una tragedia de la que Favio nos anuncia el final en el comienzo: sabemos que Moreira se muere. Que a Moreira lo mata el Estado, algo todavía más importante. Pero lo que nos llega no es el archivo, el documento de la ley, sino la leyenda popular. 

Repito: Moreira muere a manos del Estado. Del Estado y la ley, personificados en el sargento Chirino, que es el que finalmente lo mata contra un muro cuando quiere escapar del prostíbulo. El Estado es ya el que organiza la vida popular porque es el que te bautiza, te casa, te enseña y además te mata. El Estado es el gran organizador, ha capturado toda la vida popular de la que Fierro todavía podía escapar; en cambio, para Moreira no hay escape posible. Es una idea de Josefina Ludmer: Moreira como una víctima anti-estatal.

10.

Aguilar y Oubiña dicen que lo más parecido a Favio es Manuel Puig: la relación de lo culto con los materiales de lo popular. No es una relación donde el culto se enfrenta con los materiales populares con distancia, con rechazo, con ironía, con parodia o con sarcasmo, sino que se encuentra con esos materiales casi como una forma de resistencia, porque lo popular no se lee desde lo culto, sino que se lee desde lo popular. Lo mismo ocurre con Favio, que usa esos materiales, no con la distancia del exquisito, sino con el conocimiento del integrado; permítanme una expresión quizás fuera de tiempo y pasada de moda.

Por eso, en el Nazareno podemos pasar sin ningún tipo de problema, sin corte, del Rigoletto de Verdi al “Soleado” de Ciro Dammicco, esa melodía absolutamente kitsch, dulzona y pegadiza que viene de la cultura de masas transnacional; y también a una bandita de pueblo (“¡Vecinos, un lobo ha llegado a la comarca!”). No hay prejuicios ni jerarquía en la mezcla. La bolsa de Favio es una bolsa antropofágica. Es una bolsa en que todo se transforma en una nueva forma cultural puesta al servicio de los relatos populares, de la fabulación popular.

La cultura popular es antes que nada capacidad de fabulación. ¿Qué es el pueblo? Una capacidad de fabulación, una capacidad de contar historias. Por ejemplo, la historia de un héroe menor de la resistencia por el amor. El amor, el gran polo estructurador del cine faviano, es lo que estructura una rebelión fracasada contra el poder. Fracasada y que, sin embargo, a la vez triunfa; Griselda y Nazareno son asesinados, pero en el abrazo de ambos cuerpos, en el final, Nazareno y Griselda han alcanzado la dicha. La resistencia al amor permite el triunfo, inclusive, no contra el mal, sino contra el señor del mal, nada más y nada menos que contra el diablo y el poder del infierno.

Eso es resistencia.

11.

No hay ni panteón ni canonicidad. Las versiones de lo rural que plantea Favio, en Moreira o en Nazareno, no son folclorizantes. En el caso de Nazareno, no toma una tradición popular rescatada por los folcloristas; lo que toma es una leyenda popular y además una leyenda diabólica narrada por el radioteatro. La relación que Favio produce con los relatos estatales es una relación desviada. Porque, claro, además no cree en el Estado. El Estado y la ley tal y como aparecen en el cine de Favio no son instrumentos del bien que vienen a repartir el amor y la igualdad. No: el Estado y la ley son los elementos del poder que reprimen lo popular. Desde la versión burguesa, en cambio, los relatos estatales son los relatos que narran la narrativa oficial de la construcción de la patria. Nada menos faviano que eso.

12.

Favio cuenta al peronismo desde otro infame. Gatica es sangre; la narración de sus peleas está organizada en torno de la sangre que brota de su rostro y de su cuerpo. Y Gatica, como el peronismo, es también mentiras, traiciones, contradicciones, sexo, baile, fiesta. Esa posibilidad excesiva del peronismo, esa posibilidad irreverente está acompañada, como corresponde por necesidad dialéctica, por la represión de ese exceso. El peronismo es el 17 de octubre desbordando las calles y es Perón a la noche diciendo ahora se vuelven a sus casas. Hay desborde y hay disciplinamiento de ese desborde. Eso es también el peronismo. Pero esa represión no está en Gatica. Gatica es casi todo el peronismo: la sangre, la mentira, la traición, la contradicción, el sexo, el baile, la fiesta, la irreverencia; pero no está la represión de ese exceso ni el disciplinamiento de esa irreverencia. Por eso, no hay mejor peronismo que el peronismo faviano.

13.

El peronismo se presenta en Gatica como una experiencia cotidiana. Con una magnífica frase subalterna: “nunca me metí en política, siempre fui peronista”. Y, sin embargo, esa magnífica frase subalterna la inventa un letrado y la recoge otro letrado –la inventa Osvaldo Soriano, la recoge Favio para hacérsela decir a su Gatica–. Si fue dicha, y seguramente fue dicha; si esa frase se le ocurrió a millones y millones de obreros peronistas que construyeron la identidad político-afectiva más potente de la historia argentina, una identidad que no es de clase, pero al mismo tiempo juguetea con la clase, que no es una identidad obrera, pero al mismo tiempo lo es; entonces, si a alguno de los millones de obreros peronistas que construyeron esa identidad que es básicamente una identidad popular, si a alguno de esos millones de obreros se le ocurrió esa frase y la dijo, los que la pueden escuchar son estos letrados que tienen una capacidad particular de escuchar, insisto hasta la saciedad, la capacidad de escuchar esas voces subalternas.

Favio tenía una oreja descomunal.

14.

Aunque tantas veces anti-estatal, Favio sí puede ser objeto de homenaje del Estado. El Estado narrador, que captura todo, captura también a Favio, e inclusive lo vuelve un tanto broncíneo, lo vuelve casi un héroe similar a aquellos que narraba (pero recordemos: Favio no narraba héroes, Favio narraba infames). Lo hizo Canal Encuentro el día de su muerte, lo hace el Ministerio de Cultura en estos homenajes que disparan estos apuntes. 

Como dije, en este relato estatal sobre Favio se escamotea al Favio cantante. El Favio cantante está desplazado –antes estaba desaparecido: hoy, al menos, renace reversionado por Iván Noble cantando “Ella ya me olvidó”–. El Favio broncíneo, el Favio aureolado por la narrativa del Estado es el Favio cineasta, sin duda el mejor cineasta de la historia argentina. Pero se escamotea, se oculta ese Favio inmensamente popular, más popular que como cineasta, que fue el Favio cantante. El Estado también es un discurso que produce violencias. Por ejemplo, la de romper la secuencia en la cual Favio era además un cantante inmensamente popular, para decir lo menos. Al Estado –y especialmente a los intelectuales orgánicos del Estado, para los que lo popular suele significar un slogan, pero jamás una pregunta– le cuesta explicar a los cantantes melódicos, porque nunca dejan de ser algo más o menos grasa a los que, apenas, hay que perdonarlos o disimularlos.

En cambio, termino con Juan José Becerra, que sí lo entiende. Y que escribe obsesionado con las que llama sus tres canciones negras –“Ella ya me olvidó”, “Fuiste mía un verano” y “Quiero aprender de memoria”–. Son las canciones del dolor: un dolor que no se puede representar, porque no es ficcional sino genuino. No es una representación del melodrama, del simulacro –para Becerra, encarnado en Sandro–. (Hay momentos en que su cine también parece suprimir la operación de representación: su cine es el alma popular; no la representa, sino que la constituye en el momento del relato). Sus canciones no parecen hablar del dolor: son el dolor.

Por eso, Becerra concluye preguntando:

“¿Qué es ser un genio? ¿Se tiene o se es? En el caso de Favio, y como nunca en aquellas tres canciones, el genio no es otra cosa que un gesto, un trazo que cursa el aire y encuentra una forma inexplicable y predeterminada. Por ejemplo, esa manera que tenía Favio de cortar las palabras en sílabas: quie-ro-a-pren-der-de-me-mo-ria, ¿viene de una escuela? ¿Viene de otro lado? También puede decirse que genio es aquel que no sabe lo que hace, y que una vez que lo hizo contempla su obra como un objeto que cayó del cielo”.