Ensayo

El voto libertario: un deseo de igualitarismo radical


La casta es el otro

Contra toda apariencia, el voto a Milei se moviliza a partir de la marca fundante de la Argentina moderna, su mayor orgullo: la búsqueda de un igualitarismo radical. Antes que un giro a la derecha, expresa el abismo entre lo que la historia de nuestro país permitió soñar y lo que la realidad económica y las imágenes de futuro permiten vislumbrar como posible. El modelo de la casta delineado por el líder libertario para referirse a la clase política pero también a cualquiera que tenga un derecho es el síntoma de la crisis radical de las expectativas. Muestra el grado de fragmentación social de nuestra sociedad, la diferencia entre tener ilusiones y la reducción o inexistencia absoluta de ellas para demasiados compatriotas. Se erige como una manera de compartir la incertidumbre frente al porvenir, esa perla negra del discurso político argentino.

El primer debate presidencial de 2023 se realiza en Santiago del Estero. Cada uno de los candidatos prepara las palabras de apertura. Javier Milei mira a la cámara y expone las razones de lo que llama la decadencia argentina: el modelo de la casta basado en la premisa de donde hay una necesidad, hay un derecho. El problema no es que ese sea el sello de identidad del peronismo, sino que supone un desarreglo económico, un cálculo mal hecho: las necesidades serían infinitas -¿lo son?- y los recursos, finitos. La casta es responsable de las sucesivas crisis de déficit fiscal del país, también de la pobreza, y coincidiría con los 40 años de democracia. “Si me dan 15 años contra el modelo de la casta, seremos Italia; si me dan 20, Alemania; si me dan 35, los Estados Unidos”, proyecta el candidato. Se trata de devenir otro país. Para eso no alcanzan 4 años de mandato ni hay identidad política que pueda resistirse. 

Contra toda apariencia, parte del voto a Milei está movido por la marca fundante de la sociedad argentina, su mayor orgullo: una búsqueda de igualitarismo social, un rechazo al privilegio, un deseo de plebeyismo radical. Un ideal que, en esta ocasión, parece querer forzar la igualdad hacia abajo: que la crisis discipline a todos, no selectivamente. Antes que un giro masivo hacia la derecha, lo que expresa la adhesión al líder libertario es un sentimiento colectivo de frustración radical con las ilusiones de movilidad social. Muestra el abismo entre lo que la historia de la sociedad argentina permitió soñar y lo que la realidad económica y las imágenes de futuro permiten vislumbrar como posible. Frente a la caída de las expectativas, el voto a Milei aparece como una manera de compartir la incertidumbre. O, mejor, de extender a los demás una desesperación que se vive subjetivamente, hace mucho. Como un modo de forjar una experiencia colectiva de sufrimiento y de intento de liberación intempestiva que, sin dudas, puede salir(nos) demasiado cara.

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Milei resignificó palabras importantes para la política argentina: moneda, privilegios, democracia y dictadura, (des)igualdad y libertad y por fin, casta. La fuertísima penetración de este último término en el sentido común es un síntoma de la crisis social de expectativas. “Casta” designa, primero, a la clase dirigente del país, de la que Milei se postula al margen; incluso en sus formas tajantes de hablar, en sus estilos de vestirse y de peinarse. Traza una diferencia entre él -el outsider, el raro, el “loco”- y una clase política descripta como linaje. La “maldita casta política”, como la llamó en el debate; la “casta empobrecedora”. Algo similar hizo Giorgia Meloni en Italia, al rechazar su participación en los gobiernos de coalición del país. La casta, en este primer sentido, es política y curiosamente no incluye a empresarios ni a sindicalistas, como Luis Barrionuevo que si quiere convertirse al libertarianismo será abrazado en esta nueva religión y se le perdonarán los pecados anteriores.

A medida que fue avanzando la campaña, sin embargo, el concepto de casta extendió las fronteras de designación del quién, en el discurso argentino, para nombrar un “ellos” difuso y abarcar a gran parte de la sociedad.

A medida que fue avanzando la campaña, sin embargo, el concepto de casta extendió las fronteras de designación del quién, en el discurso argentino, para nombrar un “ellos” difuso y abarcar a gran parte de la sociedad: la casta sería quienes tienen un trabajo en blanco, quienes pudieron ir a la universidad, quienes logran hacer un paro y no dejan de cobrar el jornal, quienes tienen representación sindical, quienes consiguen un turno en un hospital público, quienes no tienen que esperar, siempre, para todo. Por eso, el discurso de los derechos, que supuestamente sería un discurso universal, pasó a estar incluido entre los atributos que posee la casta: los que tienen derechos, los que pueden hablar en nombre de los derechos, los que consiguen que alguien erija la voz por sus derechos. Algo abstracto, propio de los otros. 

La denuncia capilar de la casta ya no se erige de manera vertical, desde los de abajo hacia la clase política dirigente, vista como un grupo separado de la población e impermeable a sus problemas. Se extiende de forma horizontal y polivalente, en el interior mismo de la población: es la denuncia solapada de los trabajadores formales por parte de los precarizados; de los estatales por parte de los privados; de los usuarios de servicios públicos por parte los que toman las migajas de un sistema en crisis; de los habitantes de un área geográfica privilegiada por parte de otra, periférica; de masculinidades ya no proveedoras frente a los feminismos que parecen amenazarlas.

La expansión de la designación de la casta y su horizontalidad muestra otro momento en el discurso libertario y, a la vez, el grado de fragmentación social de la Argentina, los agujeros estrepitosos en la cobertura pública de servicios, las múltiples zonas territoriales en los que el Estado no es garante de nada -para volver al texto precioso y persistente de G. O’Donnell-. La mancha venenosa de ser la casta, ahora como denuncia capilar al interior de la población, muestra la diferencia entre tener expectativas y la reducción o inexistencia absoluta de ellas, para demasiados compatriotas: cuesta defender la universidad pública, porque hay quienes no logran tener una educación primaria de calidad; cuesta defender la ciencia, porque hay quienes no encuentran un turno en una salita de salud; cuesta defender los derechos laborales, en un contexto de precarización laboral y pobreza creciente. 

Ante este contexto en el que defender derechos suena a privilegio, en el que resulta mejor no hablar de lo público (porque o bien no llega a cubrir los distintos aspectos de la vida popular o las distintas geografías o porque las diferencias de calidad son notorias), la reacción que se ha tenido y se tiene en la esfera pública remarca profundamente la desigualdad y la desorientación política. Por un lado, proliferan los análisis de cómo votan los pobres, esos objetos de engaño, ira o irracionalidad, siempre disponibles como chivos expiatorios (cuando el voto a Milei es transversal, no exclusivamente de los sectores populares, como la crisis de expectativas y engloba a quienes están incluidos). Y, por el otro, se afirma rápido que se precisa “inyectar plata en los bolsillos”. Plata que quema, porque no hay un solo precio de referencia y que incluso puede llevar a pensar que haber hecho sonar el escarmiento en las urnas fue una acción instrumental lúcida. Plata que no sustituye lo que es una perla negra del discurso político contemporáneo: brindar una propuesta creíble de futuro. 

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La casta se diferencia de la elite. Las elites tienen una historia: se puede documentar cómo el conglomerado político, militar y empresarial domina un determinado país, por ejemplo los Estados Unidos. Las elites tienen una dinámica: se puede contar cómo reproducen la ley de hierro de la oligarquía que lleva a que siempre las organizaciones sean gobernadas por los mismos. Se puede estudiar sus caracteres psicológicos o las redes familiares y sus espacios de socialización. 

La casta alude, en cambio, a algo intemporal, a una determinación natural, a una suerte de destino, a una división en estamentos que escasamente puede romperse. Su configuración da cuenta de la impermeabilidad, de la inmovilidad, de la clasificación social entre los grupos, travestida en dato natural. Por eso, la palabra casta, en su primer momento, conectó bien con cierta percepción social de estar frente a una clase política impermeable al sufrimiento colectivo. Un grupo que podía, sin embargo, caer al calor de los votos y del “que se vayan todos” revisitado.

En un segundo momento (solapado con el primero), la extensión del modelo de la casta muestra un quiebre con lo anterior. Lejos de situarse en un quién referenciable y ser un grito de guerra contra la clase política, su poder de designar a cualquiera con algún derecho -una vacante escolar, un trabajo estable, una cobertura médica- convierte a la casta en un concepto cargado de una historicidad y anclable en una línea política muy definida: designa a quienes pueden beneficiarse de lo público, entendido como un privilegio. La casta, ahora, pone a quién la nombra de un lado ideológico claro: del lado de los que quieren destruir lo público o lo estatal (aunque no sean lo mismo).

La casta, en su modo difuso, no politiza la rabia en favor del igualitarismo, que probablemente sea uno de sus pilares.

La extensión difusa del término para designar la furia frente a todos los que supuestamente están incluidos, o a aquellos que están un poco mejor que el resto y por eso son “privilegiados”, muestra la fractura expuesta de la sociedad argentina. También deja entrever su costado de conservadurismo y su potencial destructivo. Si la casta es todo, se diluye el quién, se desvía la responsabilidad. Un legítimo sentimiento de hartazgo y de rabia se aprovecha para sembrar desconfianza y resentimiento hacia todo el lazo social. Aquí se abre la caja de Pandora.

La casta, en su modo difuso, no politiza la rabia en favor del igualitarismo, que probablemente sea uno de sus pilares. Es un concepto que, en su ambivalencia, es utilizado para movilizar reactivamente y lograr que los privilegios reales se pierdan de vista. Como toda homogeneización, impide distinguir quiénes se benefician legítimamente de qué y quiénes se benefician ilegítimamente de qué. Deja de ser un instrumento de análisis, para ser un concepto que envenena el lazo social sin más, que destruye las condiciones de solidaridad, que aumenta el sálvese quien pueda. 

Si ser casta es cobrar en blanco y cobrar en blanco sería un privilegio, ¿qué se deduce de eso? ¿que sería mejor el emprendedurismo general? ¿Sería mejor destruir el salario en blanco? Si tener una obra social es ser casta, ¿qué se deduce de eso? ¿Qué sería mejor no recibir ninguna atención de salud, salvo la que pueda pagarse? La opción de la destrucción parece comprensible solo si alguien, desde la extensión hacia al futuro de estas condiciones materiales de vida, cree que nunca recibirá nada, que estará por siempre excluido, que esto es inamovible. ¿Es ésta la situación de millones? La denuncia de la casta -polivalente, capilar, corrosiva- muestra una fotografía de la sociedad argentina y una expectativa distópica de futuro, como una mera extensión de este presente, con un agravante: un lazo social quebrado. 

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La perla negra del discurso político argentino -un discurso que pivotea entre identidades políticas deshilachadas- es poder plantear una imagen colectiva de futuro. Una propuesta creíble que sea algo más que represión, seguir pagando deuda o explotar el Banco Central. El futuro es la perla negra, la rara avis, porque no resulta posible pensar el día después de la elección, imaginarse los 6 meses posteriores, proyectar 6 años adelante. Que es nada, en los tiempos de un país. La aspiración frustrada de un conjunto de condiciones materiales -palpable, innegable- es correlativa de una imaginación trunca de porvenir. Y alimenta la denuncia de la casta, ya no dirigida a las elites, sino como una especie de todos contra todos.

No hay millones de compatriotas sospechados y resentidos, no hay millones de ignorantes o que perdieron la cordura. Hay una masa disponible de votantes que fluctúa (porque de algún lado salieron esos votos) ante la imposibilidad de hablar, sin sonrojarse, de un futuro común posible; de uno mejor, para los muchos.