Crónica

Pablo Grillo de alta


El fusilado que vive

Después de 83 días, Pablo Grillo deja la terapia intensiva y recibe el alta. Tiene por delante una larga recuperación y al menos una operación más. El “sicario con credencial”, como llama Milei a los reporteros gráficos, ya saca fotos otra vez, con su teléfono y alguna cámara prestada. Su vieja Nikon D800 le salvó la vida, al recibir el primer impacto del disparo que dio el gendarme Guerrero. Su nombre y su imagen se han convertido en un símbolo de la época. Su cuerpo, blanco de la coreografía de violencias de la época.

Ahora habla un poco más lento. Pero entiende todo. Sabe todo lo que pasó y a todo responde. El cuerpo está más débil, con los músculos escuálidos después de casi tres meses postrado en la cama. Pero Pablo Grillo es él otra vez. Y es alguien más: ahora es un fusilado que vive. Sale esta mañana del Hospital Ramos Mejía después de 83 días en terapia intensiva para empezar su rehabilitación en el Hospital Rocca en Devoto. Allí trabajarán sobre su sistema nervioso y motor durante la mañana y la tarde.  Después –calculan los médicos que en dos o tres meses– van a construir con una impresora 3D la prótesis a medida de su cráneo, del que hoy Pablo sólo conserva la parte central. El costado derecho se lo removieron cuando lo operaron  por primera vez, el día que ingresó casi al borde de la muerte en la terapia intensiva. El costado izquierdo se lo destruyó la granada de gas que le disparó el gendarme Guerrero, en aquel movimiento que ya es una marca de estos tiempos: el fotógrafo da cuatro pasos apurados de la vereda hacia el centro de la calle, se pone en cuclillas junto a una chapa prendida fuego, apunta la cámara hacia la cuadrilla de hombres armados que viene de frente y en un segundo el cuerpo se detiene, cae vencido sobre su costado izquierdo con la forma de un ovillo inerte. 

El último fin de semana, antes de que Pablo saliera del hospital Ramos Mejía, ocho bailarinas repetían en el centro de Buenos Aires aquel movimiento coreografiado: los ocho cuerpos bajan acuclillados, las manos vacías se juntan frente al rostro dejando un hueco para la cámara imaginaria, se detiene el tiempo un instante y luego caen, ocho ovillos al suelo. El movimiento performático es un poco más lento que el original. Como habla Pablo  ahora. Una sintonía fina que transforma la tragedia en belleza. La amenaza de la muerte segura en la esperanza de la vida. Quizás un momento clave de nuestra época.

Después de 83 días y 5 operaciones, le dieron el alta a Pablo Grillo. En dos o tres meses, los médicos van a construir con una impresora 3D la prótesis a medida de su cráneo, del que hoy sólo conserva la parte central. 

A Pablo lo operaron cinco veces. Cuando ingresó a la terapia el 12 de marzo con la frente abierta como una fruta estallada los médicos pronosticaron que si llegaba a sobrevivir podía quedar en estado vegetativo. La herida era enorme y había perdido masa encefálica. “La primera operación fue para cortar la hemorragia y salvarle la vida –cuenta su hermano Emiliano– porque el cerebro estaba suelto en la cabeza: tuvo el impacto del proyectil en el lado frontal izquierdo y el cerebro rebotó en el lado derecho, entonces tenía dos hematomas. Y hubo que hacer una operación por cada uno”.

Una semana después Pablo abrió los ojos. Se encontró envuelto en cables, con el cuerpo entumecido y la boca llena por un tubo que le recorría la garganta hasta los pulmones. Sólo se escuchaba el ronroneo y los pitidos de las máquinas que los mantenían vivos a él y a otros quince internados. Lo último que recordaba era aquel movimiento entre el humo y el griterío, los pasos apurados hasta la calle, bajar en cuclillas y apuntar. Después, la oscuridad.

“Al principio no le podíamos contar nada porque no sabíamos qué recordaba y qué no –dice Fabián, su papá–. Lo que nos recomendaron desde el área de salud mental del hospital era que fuera todo a demanda. Que él nos preguntara. Si no quería saber, no le decíamos”.

–Hola, viejo.

Pablo dijo esas dos primeras palabras con la voz agrietada, después de que lo desentubaran. Hasta ahí se había comunicado con señas y miradas. “Tratamos de no entrar con remeras, gorras o prendas que dijeran Fuerza Pablo ni nada por el estilo –cuenta Fabián– hasta que empezó a preguntar”.

Le mostraron el video en un celular. Se vio a sí mismo lanzarse hacia la calle, ponerse en cuclillas y caer hecho un ovillo después de recibir el tiro de Guerrero. Desde la cama del hospital, increíble y delicadamente vivo, Pablo solo dijo:

–Cómo me dieron.

Con los días empezó a mover las manos y los pies. Recuperó la voz y empezó a hacer más preguntas. Escribió su nombre en un papel. Empezó a hacer garabatos y dibujos. Recibió más visitas. Familiares y amigos se acercaban a verlo en esa ventana de una hora que le daban cada día para saludarlo y darle fuerzas. 

Alimentada por la bronca, la preocupación y la esperanza, esa fuerza se fue expandiendo. El nombre de Pablo Grillo apareció en carteles y remeras en las calles. En plaza de Mayo alguien instaló una silueta de cartón con su imagen. En Córdoba pintaron un mural de Pablo de pie sosteniendo una cámara. La consigna de “Justicia por Pablo Grillo” se esparció por las redes y en forma de volantes, stickers o pintadas con esténcil en las paredes. Se consolidaron rituales: semaforazos todos los viernes a las siete de la tarde en la plaza Mariano Moreno, en su barrio de Escalada, peñas solidarias, un festival rockero donde participaron los médicos y los hijos de los médicos, hasta un locro popular el último 25 de mayo. Los músicos de La Renga pidieron justicia y pronta recuperación desde el escenario en un recital en Bahía Blanca. Lo mismo hicieron La Bersuit, Divididos, Víctor Heredia. El Indio Solari le mandó un mensaje de WhatsApp que después se viralizó en las redes: “Desgraciadamente te ha tocado a vos convertirte en un símbolo más de la represión y la barbarie que se vive en la Argentina. Te deseo que te rehabilites, que puedas seguir pensando. Es una canallada lo que te ha pasado. Pero estás vivo”.

*

Todos los que estamos pendientes de la salud de Pablo recuperamos la esperanza cuando el 7 de mayo circuló en las redes una foto suya acodado en un balcón del hospital, con ambo azul y un gorro rojo de Independiente cubriéndole la cabeza desnuda. Después de meses había salido al aire libre, primero en silla de ruedas, más tarde de pie. Era su día número 55 en terapia intensiva. Los médicos estaban asombrados por la recuperación, pero seguían preocupados: Pablo perdía líquido cefalorraquídeo por la nariz. Tuvieron que operarlo dos veces más. El 15 de mayo para frenar la pérdida de líquido. Entonces hizo un cuadro de hidrocefalia: aumentó el flujo dentro de las cavidades, presionando y poniendo en riesgo el tejido cerebral. El 20 de mayo volvió al quirófano: le implantaron una válvula de drenaje para aliviar la presión.

Su cuerpo, blanco de la coreografía de violencias que se han naturalizado en la argentina de Milei, se convirtió en símbolo: hay pintadas, murales y hasta una obra de teatro que toma su historia.

Mientras se recuperaba, entre una operación y otra, volvió a sacar fotos. Una selfie con el celular junto a sus padres el 7 de mayo en el balcón. Y alguna a su ventana de la terapia con una cámara prestada. La suya estaba destruida. Cora Gamarnik, investigadora del Conicet especialista en fotografía y parte de la familia política –Pablo es sobrino de una prima suya– lo visitó en el Ramos Mejía y le llevó algunos libros. Y tiene una hipótesis sobre la suerte de Pablo: “La cámara recibió el primer impacto, la granada golpea ahí y desvía mínimamente la trayectoria. Creo que parte de lo que le salvó la vida fue su propia cámara”.

La Nikon D800 es profesional pero antigua. Puede sacar cuatro fotos por segundo –hoy las más nuevas llegan a sacar entre treinta y cuarenta–, es un aparato robusto. El impacto le despegó parte de la lente, le arrancó un botón y le cortó la correa. Con todo, amortiguó el disparo mortal del gendarme.

Cora Gamarnik está feliz por la recuperación de Pablo, pero no pierde de vista el fondo del asunto: “No se ve un ataque tan sistemático a los periodistas desde la dictadura militar - asegura -. En el 82 los fotógrafos también fueron un blanco de represión. En  democracia, hubo episodios gravísimos durante el gobierno de Macri, cuando fue la movilización en contra de la reforma previsional. Pero nunca tan alarmantes como ahora. Contamos con más de un centenar de fotógrafos heridos durante el gobierno de Milei. Nunca fueron tantos”.

El ataque más grave a la libertad de expresión fue el último 31 de enero, cuando empezó el tratamiento de la Ley Bases en el Congreso: 35 periodistas fueron heridos con balas de goma. En todas las marchas se reportó el mismo mecanismo. Cuando la policía reprime a los manifestantes, tiran, golpean o gasean a cualquier periodista que esté registrando el hecho. También está la modalidad del atropello: el 25 de marzo la policía motorizada chocó a Miguel Lo Bianco, de Reuters, y el 2 de abril al reportero Diego Gómez. No discriminan por ideología o línea editorial: en la marcha de los jubilados del 28 de agosto gasearon todos juntos y al mismo tiempo a los camarógrafos de C5N, La Nación+ y Canal 9. Tampoco disimulan: el último miércoles 28 de mayo gasearon a Antonio Becerra, el fotógrafo de Tiempo Argentino al que Santiago Caputo le tomó la credencial del pecho y lo marcó durante el debate de candidatos a la Legislatura porteña a fines de abril. Antes, la criminalización mantuvo detenidos e incomunicados a los reporteros Tomás Cuesta y Javier Iglesia. 

Y el propio Presidente lo verbaliza: el 19 de abril tuiteó “la gente no odia lo suficiente a estos sicarios con credencial”. Luego el 3 de mayo: “No odiamos suficientemente a los periodistas”.

Patricia Bullrich, mientras, niega todo. El 9 de febrero, después de los tiroteos de la Ley Bases, recibió a un grupo de delegados de Adepa, Fopea y la Fundación Led y les dijo que es imposible pretender evitar que se registre lo que pasa en las calles.

A la ministra de Seguridad, que ha bajado su visibilidad en las redes y los medios en las últimas semanas, podrían caberle responsabilidades penales por el operativo que dejó a Pablo Grillo al borde de la muerte. También al director de Gendarmería, Claudio Brilloni, al jefe del Destacamento Móvil 6, Héctor Ferreira, y al jefe del Comando Región I, Marcelo Porra. Por lo pronto, sólo está imputado el cabo Héctor Jesús Guerrero por tentativa de homicidio agravado por abuso funcional, abuso de autoridad e incumplimiento de los deberes de funcionario público.

La causa, a cargo de la jueza María Servini de Cubría, avanza lento. Recién el 7 de mayo –el mismo día que Pablo salió al balcón y su nombre volvió a sonar fuerte en todos lados– la Gendarmería entregó el legajo y la información que el fiscal Eduardo Taiano había pedido oficialmente el 28 de marzo. Recién el lunes 26 de mayo la médica forense de la Justicia Nacional, Claudia Zuñiga Teppa, y los médicos designados como peritos de parte visitaron a Pablo Grillo en el hospital Ramos Mejía. Ayer se conoció su informe, donde se constatan las heridas gravísimas y el riesgo de muerte.

Durante el gobierno de Milei, más de un centenar de fotógrafos y reporteros fueron heridos. Nunca en democracia fueron tantos. Las organizaciones de derechos humanos denuncian un plan sistemático de ataque a la prensa.

En el entorno de Pablo reclaman velocidad en la investigación y advierten maniobras del gobierno que parecen tender al encubrimiento. Un informe de la querella, que llevan el Cels y la Liga Argentina por los Derechos Humanos dice que “luego de analizar el contenido de los videos aportados por la GNA y las modulaciones aportadas por la Policía Federal, queda en evidencia que existen en ellos inconsistencias, vacíos temporales y fragmentación. En el caso de los videos, se advierten tramos faltantes en momentos clave del operativo, así como la omisión de escenas de interés probatorio”.

Mientras que el archivo de audio con las modulaciones radiales entregado por la Policía Federal “presenta una duración sustancialmente menor al rango horario consignado en su título, sin explicación sobre el criterio de recorte ni acompañamiento de transcripción o indicación precisa de los horarios cubiertos”.

Esta mañana, en la vereda del Ramos Mejía, la abogada querellante Claudia Cesaroni asegura que “la responsabilización política de la ministra no pasa por la acción judicial, sino por otros carriles: por ejemplo en el ámbito legislativo, que debería actuar con más insistencia en ese punto”. Su compañera, Agustina Lloret dice que “una respuesta judicial buena y eficiente, a lo sumo va a generar alguna disuasión entre  los gendarmes, pero en la medida en que haya autoridades políticas que envalentonan, arengan y facilitan la violencia, lamentablemente la represión y la violencia van a seguir”. 

Del gendarme Guerrero, en tanto, nadie sabe nada. No hay ningún sumario, ni información sobre su paradero. Gendarmería no ha respondido a los pedidos de informe sobre su situación. Hay quienes dicen que quizás, incluso, puede seguir participando de los operativos. 

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A pocos metros del Congreso, en la Universidad Nacional de las Artes, trabaja la coreógrafa Jazmín Titiunik. Participa del Grupo de Experimentación en Artes del Movimiento en del Departamento Artes del Movimiento. Ya se acostumbró a que cada miércoles por la tarde los ensayos ocurrieran entre el ruido de los tiros y las sirenas. “Más allá de que aquí trabajamos el lenguaje de la danza y que nosotros tomamos el cuerpo, me di cuenta de que había algo específico pasando en los cuerpos, en los territorios, que era devastador”, explica. Y cuenta su mayor preocupación: “Hay una normalización de esta cotidianidad donde los cuerpos son golpeados, pateados, detenidos, encarcelados, gaseados. Y está lleno de imágenes, circulan videos, fotos, pero la sensación es que ya no se ve, aunque esté en frente”.

Fue entonces que, con su grupo de experimentación empezaron a repetir el movimiento de Pablo Grillo: una coreografía de cuerpos que se acuclillan, llevan las manos frente al rostro como tomando la cámara, y luego caen al suelo, en el mismo ángulo y la misma posición que cayó Pablo. Incorporaron ese movimiento a la obra ¿Cómo hacer ver? que aborda la represión policial y que ya presentaron en La Manzana de las Luces y el Museo de la Untref. Como lo había dicho el Indio: el movimiento de Pablo, Pablo mismo, convertido en un símbolo de la represión y la barbarie.

Cora Gamarnik cree que hay un significado aún mayor: “Es una metáfora de lo que estamos viviendo como país. Un pibe que va a expresar su solidaridad y su trabajo en una manifestación, en una protesta social, por un derecho, que termina herido de muerte por reclamar lo que es justo pero sin embargo se rodea a su vez de todo el amor, la solidaridad y el pedido de justicia. Lo salva ese amor y el hospital público, la salud pública, la solidaridad que recibe de tantos lados y que demuestran que no se sale solo”.

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Esta mañana, en la puerta del Hospital Ramos Mejía, Pablo sale acompañado. Desde las nueve se empieza a juntar gente en la vereda de calle Venezuela, frente a la entrada del edificio que ocupa toda la manzana. La espera dura casi una hora y media. Llegan los amigos, la familia, los periodistas. Seis médicos de delantal blanco rodean al padre. Hay uno que no deja de hacer chistes y palmear a los demás. Se arma un pasillo de gente en torno a la salida que viborea hasta la ambulancia. Pablo va a recorrer seis metros hasta el vehículo del SAME, para partir al Rocca. La primera vez que se abre la puerta todos levantan las cámaras por sobre las cabezas de quienes estamos en la fila y sale un camillero vestido de rojo. Se ríe y estira las manos con las palmas hacia abajo pidiendo calma: 

–Tranqui, tranqui que soy yo. 

Nadie sabe quién es, pero varios se ríen. Bajan las cámaras. 

Pasa un instante y las puertas se abren otra vez. Pablo aparece en el rectángulo con la sonrisa indestructible. Levanta el pulgar. No abre la boca. Primero está en la silla de ruedas, después lo suben a una camilla. Atraviesa el pasillo de fotógrafos y periodistas. No parpadea. Ni dice nada. Los amigos cantan:

–Che Pablito, volvete para el barrio, para seguir luchando.  

Cuando termina el recorrido y lo suben a la ambulancia, dos de ellos ríen a carcajadas. Uno dice al otro:

–No entendió un choto.

–¡Es un montón! –le dice el otro– Vas a ver qué bien le hace.

Cuando la ambulancia se cierra y empieza a bajar a la calle Venezuela, Fabián está a un costado consolando con un abrazo apretado a un camillero gordo con gorro de San Lorenzo que se ha largado a llorar. Uno de los médicos, el que se pasó toda la mañana haciendo chistes, se ha quedado mudo, con los ojos rojos. Otro, que parece el jefe –mientras cinco están con delantal blanco él lleva sobretodo– saca el teléfono y marca un número: 

–Está saliendo con toda la unidad –dice contento, como quien logra decir las palabras que ha esperado mucho tiempo para decir–. En veinte minutos está con ustedes por allá.

La ambulancia se va y sonríen los camarógrafos, que siguen apuntando. Sonríe la periodista que ya dejó de hablarle al micrófono. Sonríen los amigos y sonríe el padre que se seca las lágrimas. Igual la madre. Y todos a la vuelta.

Hoy, en el país de la crueldad, tenemos un respiro. Aquí, en esta vereda, estamos felices.