Crónicas de viaje


Porno y amor

El cronista Javier Sinay emprendió un viaje en busca del amor: desde Buenos Aires hasta Kioto, donde lo esperaba Malena Higashi. Mientras ella estudiaba el chado (la ceremonia del té), él recorrió los escenarios del sexo, el porno, la responsabilidad afectiva y el desamor en ciudades europeas y asiáticas. En este adelanto de Camino al este, la historia de Jowi y Eze, una pareja que muestra su intimidad en el escenario.

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IV: BARCELONA

Jowy se tiñó el pelo de rosa hoy porque pasado mañana va a filmar una película porno en la que interpreta a una chica muy liberal. El personaje se llama “brava”. Con una “b” minúscula, porque ni la ortografía la puede sujetar.
Jowy se echa un flequillo mínimo hacia la derecha; lleva el cabello muy corto. Bebe un trago de cerveza en un bar. La noche en el Borne, un barrio con casas de piedra y callejuelas antiguas que se ha puesto de moda en Barcelona, es la más animada de la ciudad.

–Tengo muchas ganas de hacer la película –me dice–. Son dos días de rodaje en una playa: lunes y martes. Sólo hay sexo en el primer día, al atardecer. Será como irse de vacaciones.

Su nuevo tinte rosa vira de algún modo hacia el color púrpura: Jowy es una chica chicle y el pelo le ha quedado tan naturalmente bien que, si la conociste hoy mismo, podrías creer que siempre llevó este matiz que está entre el rosa, el púrpura y el magenta suave, y que ahora remata sus ojos verdes almendrados –con sombra carmín sobre los párpados–, su nariz apenas aguileña, sus orejas con aros expansores de 8 milímetros, sus hombros tatuados con un montón de puntitos negros que forman dos círculos grandes, su musculosa de verano que deja adivinar tetas sin sostén, el short corto del que salen dos piernas enérgicas en las que hay más tatuajes y por último sus dos pies en sandalias de cuero. Cuero rosa.

Eligió el nombre artístico de “Jowy” hace tiempo, para sus shows de acrobacia aérea, porque le gustaba su ambigüedad, que no quedara claro de entrada si se trataba de una chica o de un chico. Pero su verdadero nombre es Joana. Tiene 28 años y nació en Barcelona. Su padre es argentino. Fue guerrillero, estuvo preso mucho tiempo. Luego escapó a España. Su madre, una bailarina que actuaba en el teatro independiente, dejó Argentina después de que los militares asesinaran a su mejor amiga. Los dos se conocieron en Barcelona, tuvieron una hija en Barcelona y se quedaron a vivir en Barcelona. Si enamorarse de esta ciudad es fácil incluso hoy que está invadida de turistas, imagino que hace más de 30 años era algo imposible de evitar. Pero ahora esta hija barcelonesa habla con muchas palabras argentinas. Una que repite seguido es “garchar”.

Pasado mañana, que será lunes, Jowy va a garchar –no sé por qué nunca dice “follar”– en una película por segunda vez. Lo hará, de nuevo, con su esposo. Él se llama Eze, Ezequiel. Es un argentino alto, delgado y fibroso, y es, además, un hombre de circo: un equilibrista. Él, que vino a Barcelona por ella, sí usa la palabra “follar” y también otros españolismos. Jowy y Eze se conocieron hace diez años en un estudio de circo en Buenos Aires y ahora son marido y mujer, amigos, padres de un niño de cuatro años, amantes y a veces también enemigos. No llevan una relación convencional. La aventura de romper los límites, que los condujo por muchos sitios extraños, acabó convirtiéndolos en una pareja que hace porno.

–Un actor que mira a su compañera y se calienta de verdad pensando cómo se la va a follar no es lo mismo que uno que tiene la presión de estar excitado sí o sí en el próximo minuto y medio. –dice Eze, en el bar–. Esa es una diferencia interesante entre el porno que hacemos nosotros y el porno mainstream.

La primera vez que Jowy y Eze tuvieron sexo delante de una cámara fue en Circus Aerius Perversus, un corto documental de doce minutos en el que Erika Lust, una famosa directora de porno feminista, los entrevistó en una sala de circo y luego los filmó cogiendo. Jowy y Eze no son hermosos pero se aman, se conocen y se desean, y eso hizo que esa película resultara deliciosamente hot. El final no es la descarga de él en la boca de ella, ni el saludo de ambos, iluminados por un reflector y desde el escenario, a un público imaginario, sino una imagen en la que Eze está colgado de un trapecio y Jowy pende tiernamente de él.

La segunda vez que tengan sexo delante de una cámara será en una playa remota de la Costa Brava, donde las montañas rodean un brazo del mar azul. La película se titulará La mujer y el pescador. La trama: brava, esa chica ruda y libre, va a descansar a un sitio desolado en el que aparece un pescador. Cuando ella lo descubre, él está caminando entre las rocas con su red llena de peces y cangrejos. Es un chico flaco pero duro. brava se fija, primero, en sus brazos.

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El amor en Barcelona es sexo. Y el sexo está en el aire: es el hedonismo, es el sol, es el Mediterráneo, es el signo cosmopolita, es una brisa de aire afrancesado, es la poesía en las paredes, es el idealismo liberal y comunitario, es la comida naturalmente afrodisíaca, es el alcohol y el cava, es el diseño que se proyecta sobre todas las cosas y las hace bellas, son las playas nudistas que celebran al cuerpo, son los libros y las librerías, es el fútbol y es su danza, es la vida nocturna que no acaba ni aun de día. Todo es seducción.

Por eso no creo que sea casualidad que en esta ciudad yo haya conocido a una pareja como Jowy y Eze. Ni siquiera son los únicos enamorados que hacen porno. Hay más: Rob Diesel y Gala Brown, el Potro de Bilbao y Sophie Evans, Marco Banderas y Briana Bounce.

Quizás el sitio más libertino de la ciudad sea el Bagdad, un cabaret que abrió sus puertas cuando el franquismo agonizaba, que vio debutar al famoso actor porno Nacho Vidal y que aún hoy, en tiempos de sexo de computadora, sigue atrayendo gente con una carnada irreductible: mujeres desnudas y polvos en vivo delante de tu cara.
La sala tiene una fachada luminosa y llamativa con toques arabescos. Por dentro, tres hileras de butacas, como las de un cine, rodean un pequeño escenario en el que hay una performance detrás de otra, como en un loop, durante toda la noche. Hay mujeres –colombianas, rumanas– que bailan y hacen striptease, o directamente ya aparecen en escena desnudas, y hay un número en el que Rob Diesel y Gala Brown cogen. Él, que es sueco, alto y musculoso, se empalma sin demorarse un segundo y ella, que es su novia española y morena, va cambiando de posiciones para dejarlo arremeter una y otra vez. El culo de Gala Brown es impresionante, lo mismo que la verga de Rob Diesel. Pero hay algo en sus rostros que hace que la escena pierda temperatura: una sombra que cruza sus ojos, un aburrimiento imposible de disimular.

El Bagdad está situado en el borde del Raval, un barrio que a principios del siglo XX reunía, entre pobres y muy pobres, a los peores de la ciudad: ladrones, mujerzuelas, matones, degenerados. En esos tiempos se conocía a esta zona como Barrio Chino. En catalán, Barri Xino.

La sala Bagdad es un clásico, pero hay muchos otros lugares cerca: si te gusta el sexo, es difícil que te aburras en la ciudad. Aquí hay dos festivales eróticos: el Salón Erótico Barcelona y el Eros Street Festival. Hay un Museo de la Erótica que exhibe amuletos fálicos, ilustraciones del Kama Sutra, juguetes sexuales inverosímiles, un ejemplar del primer número de Playboy, esas cosas. Hay una escuela llamada Sex Academy en la que se dan talleres de felación, de masaje erótico, de risa en la cama, de sexo para mayores de 50 años, de pareja poliamorosa y de iniciación al sadomasoquismo. Y también hay una asociación de fetichistas del látex que tiene más de diez años.

Hay cruceros para swingers amarrados en el puerto de Barcelona. Y unos 30 lugares públicos en la ciudad a los que la gente va de noche a tener sexo con desconocidos; los más concurridos son parques y baños de centros comerciales. ¿Dije 30? Esos son los populares, pero en un mapa colaborativo de Internet los usuarios marcaron 657. Hay muchos burdeles, algunos clubes de swingers y unos sitios que organizan gang-bangs y encuentros con glory hole. Y hay ruletas sexuales: orgías en las que uno de los participantes tiene VIH, pero nadie sabe quién es. Y al que le toca, le toca.

Hay un ídolo del Barcelona F.C., Ronaldinho, que dijo que tenía relaciones antes de los partidos y que eso no sólo no era un problema, sino que además era un beneficio para su juego. Ronaldinho llevaba la camiseta número 10 y siempre sonreía. En esta ciudad, además, hay una prostituta de cuerpo redondo y rostro maquillado sin sutileza, de cabello oxigenado y enormes tetas caídas, que se llama Ramona Coronado García. Es famosa: sale en la televisión y va por los bares vendiendo fotos autografiadas. Como habita la zona del Raval, prefiere que le digan “Mónica del Raval”. O “la reina del Raval”.

El Raval, de nuevo. El territorio indecoroso de la sala Bagdad. Me alojo en un hotel de ese barrio.

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Camino por el Raval y me pierdo en sus calles, que no son lo que solían ser. No hay drogas, no hay prostitución, no hay delincuentes. Y si los hay, están todos muy ocultos. Durante varias noches recorro estas cuadras. En algunos tramos son como un laberinto antiguo. Por lo general ando a solas, pero de vez en cuando me cruzo con gente de mala cara. Muchas veces bajo la mirada, por las dudas, como hacemos en Buenos Aires si no queremos problemas. Pero si me doy cuenta de que ellos también lo hacen, empiezo a mirarlos a los ojos, esperando a que alguno me mire. Un ejercicio que falla, porque nunca nadie me mira. En las callejuelas serpenteantes del Raval, que quedan cerca del Barrio Gótico, hay pakistaníes, bangladeshíes, magrebíes, filipinos, indios y subsaharianos. Y nadie se mete con nadie.

El sitio donde Juan Andrés Benítez (pequeño burgués del mundillo gay local y fortachón de gimnasio) fue asesinado por seis policías ahora lleva su nombre: Ágora Juan Andrés Benítez. Se trata de un solar con pastos altos y un quincho en el que hay una mesa donde se organiza el centro cultural y social autogestionado por los vecinos. Este sitio fue ocupado un año después de la muerte de Benítez, que ocurrió en 2013. Hasta entonces era un baldío en el que se había planeado construir un hotel, pero con la crisis económica el terreno había quedado hipotecado.

En Barcelona hay cientos de okupaciones. Okupaciones con “k”. A fin de cuentas, los okupas son una parte importante del folclore barcelonés. La Kasa de la Muntanya, por ejemplo, lleva algunas décadas tomada, muy cerca del Parque Güell. Cuando vine por primera vez a Barcelona, en el año 2000, quise conocerla porque yo, que era un adolescente apenas salido del colegio secundario, escuchaba a La Polla Records, a MCD y a Kortatu, y leía fanzines y seguía la contracultura que había surgido aquí. Pero desde la ventana de la Kasa se asomó un tipo que me gruñó que me fuera, que eso no era un punto turístico.

En los días siguientes caminé y busqué, y terminé tomando una cerveza con otros okupas en una casa que ya no recuerdo ni dónde quedaba ni cómo se llamaba, pero sí recuerdo que los que la habitaban eran muy jóvenes y muy punks, que de sus chaquetas de cuero colgaban varias cadenas y candados, que entre ellos había uno con síndrome de Down, que el sitio estaba oscuro y lleno de perros, y que las risotadas se mezclaban con los ladridos.

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Esa noche, luego de despedirme de Jowy y de Eze en el Borne, regreso al Raval y me quedo en la puerta de la sala Bagdad esperando a Marco Banderas y a Briana Bounce, dos performers que hacen sexo en vivo y que están casados.
Antes estuve tras la pista de Rob Diesel y Gala Brown, el sueco musculoso y su novia morena. Pero fue en vano. En el chat de Facebook, Diesel sólo me respondió: “Tengo el tiempo muy limitado ya”. Como su cuerpo estaba muy trabajado en el gimnasio, le pregunté entonces si podía acompañarlo un día mientras levantaba pesas. “Peor”, me dijo. “Ahí no hablo con nadie”. Y eso fue todo. En los días siguientes continué escribiéndole, varias veces, pero nunca más me contestó. Luego vi que en sus redes sociales ya no ponía tantas fotos con Gala Brown y se mostraba cogiendo con otras. Quizás se separaron, no lo sé.

Hay algo que me atrae en la circunstancia de los enamorados que hacen porno. Pero necesito hablar con ellos para entender realmente qué es. Si el sexo es el acto más íntimo de una pareja, hacerlo ante los ojos de los demás también quiere decir algo sobre el amor.

Otro de los actores, Marco Banderas, debutó haciendo número en vivo en la sala Bagdad. Eran él y su ex mujer, Lisa DeMarco, y en poco tiempo él pasó al cine. Banderas es un macho de esos que taladran. En los cientos de videos que hizo dio nalgadas, agarró a las mujeres por el cuello, se desvistió rápido, liberó su verga ya dura, gimió e hizo gemir, sonrió a la cámara, guiñó un ojo a la cámara, dijo “¡Yes!” más veces que “¡Sí!”, derramó su semen sobre las bocas, sobre las vaginas, sobre las tetas y sobre los culos. Y mientras todo eso pasaba se mudó a Estados Unidos, fundó su propia productora, protagonizó un reality show en televisión y dejó que Topco Sales, una compañía de juguetes sexuales, creara una réplica de su pene.

¿Qué se siente que tu verga sea un tótem masivo?

No voy a preguntarle eso, sino, quizás, cómo fue que se enamoró de su actual esposa, Briana Bounce, nacida en Moscú, rubia, pulposa, maravillosa, 29 años menor que él. Ella es la que ahora es tomada por el cuello y recibe las nalgadas.

Pero Banderas tarda en salir, se hacen las doce, luego se hacen las dos y la noche del sábado desfila en la puerta del Bagdad. Hay turistas borrachos, turistas juergueros, un mendigo rubio y pálido que habla en inglés y que parece un inglés, y que quizás no sea un mendigo sino un turista que por hoy ya tuvo demasiado, y cinco gitanos que se acercan a ver qué hay más allá de la puerta del cabaret hasta que el portero ruso los echa. Cataluña es la región que atrae más turismo en España: unos 18 millones cada año. Muchos vienen a Barcelona para salir de fiesta sin límite, beber, pasar unos días descontrolados, hacer pis en las paredes y vomitar en los taxis. Aquí les dicen “guiris”.
Me pregunto cuántos guiris se van de Barcelona sin tener sexo. Me digo: pocos.

Marco Banderas atraviesa la puerta, por fin, a las cuatro de la mañana. Sonríe, y sus dientes brillan en la oscuridad de la calle ya desierta. Lo mismo que su cabello, engominado y en jopo, negrísimo, resplandeciente. Hasta su piel bronceada parece de esplendor. Su imagen, un poco inquietante, evoca a la de un muñeco.

Me dice que no. Que lo siente –aún sonríe–, que no tiene ni un minuto para charlar conmigo. Que está en la pista hasta las seis de la mañana… Y que debe concentrarse cuando está por salir. Lo mismo que Briana, su mujer, que esta noche es su dúo. Me dice que le envíe un mail. ¿Pero quién quiere leer los correos electrónicos de un actor porno? Yo no, gracias. Cero chance, aclara; es eso o nada. Le pregunto si lo puedo esperar hasta las seis de la mañana. No, qué va, dice, con mi mujer salimos muy cansados y nos vamos derecho a dormir. Por supuesto, ¿quién quiere ponerse a contar su vida luego de haber cogido toda la noche en un escenario? Él no, gracias. Insisto y le propongo acompañarlos adonde vayan. Llamar un taxi si es necesario. Se ríe, me dice que no hay lugar para mí: vuelve a casa en moto, acelerando por las calles antes de que se llenen de autos, con Briana agarrada atrás. ¡Mañana, entonces, por favor mañana! Imposible, amigo. Es que dormirá poco y, apenas se despierte, irá al gimnasio y luego al estudio, a grabar. Me entusiasmo: ¿Una película porno? No, no –se ríe–, es un estudio de música: está grabando un disco de canciones románticas. Ama cantar. Y a la noche dará otro show de sexo, y luego a dormir, y así es su vida. No para nunca.

–Hace tres meses que volví de vivir en Los Ángeles y aún no he podido visitar a mis padres –me dice.

Me rindo; todo el peso de la noche se me cae encima.

Vuelvo al hotel.

Busco los videos de Banderas. No los pornográficos, sino los musicales. Lo encuentro cantando en vivo, hace unos años, en el Salón Erótico de Barcelona. Marco Banderas, con un jean blanco y una camisa negra sin mangas de la que salen sus brazos musculosos. Es su hit, “The Porn Life”, un rock and roll clásico. Banderas se menea, sonríe, no deja nunca de sonreír, y canta:

¡Que bella vida que vivo!
Que bella vida, esta vida que vivo
¡Que bella vida que vivo!
Siempre gozando en la cama contigo
Es una vida muy rápida,
rápida y pornográfica.
Es una vida muy bella
Ellas gozando y yo soy la estrella
Sexo y vida…
Vida y sexo…
Life in porn…
¡The Porn Life!

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Desde que inicié mi viaje estoy acercándome a Higashi legua a legua, pero a la vez me siento un poco más alejado porque a veces creo que hemos perdido el hilo de la conversación. Antes, en Argentina, la diferencia era de doce horas y eso hacía las cosas un poco extrañas, pero fáciles, porque siempre que hablábamos Higashi se estaba yendo a dormir y yo me estaba despertando, o al revés. Los dos teníamos ganas y tiempo para conversar. Llevo algunos días en España; ahora la diferencia es de siete horas. Cuando ella se está yendo a dormir, yo acabo de terminar mi almuerzo. Habíamos vivido dos meses hablando entre la noche de Kioto y la mañana de Buenos Aires, y eso ya nos empezaba a resultar hasta razonable. Pero ¿qué es esto de ahora y cómo se usa?

En esos primeros dos meses, Higashi me decía que quería soñar conmigo, pero que no ocurría. Yo le decía que estaba haciendo una selección de todas las fotos que le había tomado, y que quería elegir una sola para poner en mi escritorio. Luego del desafío de la despedida y de la emoción de la llegada a Kioto, no nos quedó otro remedio que crear una nueva cotidianidad: la palabra contra la distancia.

Un día, hace poco, me contó que había pasado varias horas limpiando los utensilios del té y el jardín de la escuela. Para los japoneses, la limpieza es mucho más que una cuestión de orden. Es una obsesión, un fundamento cultural. Se limpia lo sucio y se purifica lo limpio. Todos los días, sin excepción. Parece ser una consecuencia de la pureza que exigen el sintoísmo y el budismo. En las escuelas, todos los alumnos limpian lo que usan y también lo que no. De paso aprenden a valorar el espacio común. Higashi me contó que los japoneses no arrojan basura en la calle (¡obviamente!) y que ni siquiera hay tachos en la vía pública; cada cual lleva una bolsita consigo donde se echan los desperdicios, y a la noche, de regreso en casa, tiran la bolsita sucia en el tacho de la cocina. 

“Hoy tuve un día pleno de limpieza”, me dijo aquella vez, y también otras. En la jornada siguiente, ella y sus siete compañeros tallaron chashakus: cucharas de bambú pequeñas y delicadas, especiales para la preparación del té verde matcha. E hicieron su primer temae: el acto mismo de servir un té. Fue todo un acontecimiento. Lo puedo imaginar: es como el aprendiz de música que viaja a estudiar a una gran academia y participa por primera vez en un ensayo completo. Unos días más tarde, estuvieron cortando tronquitos de carbón para calentar el agua del té y salieron antes de clase. Higashi aprovechó para estudiar un poco.

Las semanas pasaron y Kioto se puso más cálida: la primavera empezó en marzo, poco después de la llegada de Higashi. Las nieves del invierno retrocedieron ante el florecimiento de los cerezos. En España me pongo a tono con la misma primavera calurosa que ella disfruta. Hablamos menos, pero intercambiamos correos y chateamos. Tenemos un plan: nos vamos a encontrar un poco antes. No en Japón, sino en Corea del Sur. Al final del verano, ella estará de vacaciones por unos días y podrá ir a buscarme a Seúl. Me gusta imaginarla esperándome allá, quieta entre una multitud movediza. Luego, entraremos juntos a Japón.

Una tarde me detengo en una cafetería del Raval y leo un poco del Diario de una calavera a la intemperie, de Bashô. Fue un maestro del haiku y un caminante incansable que se adentró en las sendas del antiguo Japón para vivir la experiencia del que anda. Bashô es uno de nuestros favoritos: favorito de Higashi, favorito mío. “Un día salí para un viaje de mil leguas”, anotó. Las distancias, las gentes y las escenas fueron para él “semillas de palabras”: tomó su pluma en el camino y al hacerlo capturó para siempre algo de la belleza inmaterial del movimiento.
Predeciblemente, a Higashi no le interesa demasiado lo que le cuento del porno. Y yo la entiendo porque no se me ocurre qué podría estar más en las antípodas del mundo del té. Le mando los videos de Marco Banderas: es un experimento. Ninguno la entusiasma.

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–El porno mainstream te muestra a un tío que se pasa 22 minutos igual, dándole y dándole, y no te muestra que hay cortes, montaje y edición –me dice Eze, la pareja de Jowy–. Es como si solamente vieras jugar al fútbol a Messi y luego dijeras: “Yo no sé jugar”. No. Cada uno juega a su manera.

Un tipo como Marco Banderas no significa nada para Eze. Como es educado, no lo critica, pero tampoco le interesa demasiado hablar de él. ¿La sala Bagdad? Nunca fue.

Hoy es domingo, estamos en un parque y Eze se acaba de bajar de una cinta plana y elástica, colocada entre dos árboles, sobre la que estuvo caminando trémulamente, balanceándose y hasta brincando. Desde que vivía en Argentina practica este deporte acrobático; se llama slackline. Al verlo, entendí que eso de desafiar los límites y dar en el equilibrio es su vida. Él mismo lo dice en el documental Circus Aerius Perversus: “El equilibrista es alguien que se la pasa buscando el equilibrio. Normalmente, la gente lo confunde con alguien que lo encuentra. Pero no: el equilibrista es el eterno buscador del equilibrio”.

No muy lejos, en un claro entre los árboles, Jowy pasa el rato haciendo posiciones de yoga y torsiones inverosímiles. Se sostiene apenas con sus manos y termina invertida, la cabeza contra el piso y las piernas al cielo. Mirándome fijo.
El hijo de ambos, que es un niño con grandes ojos verdes y rulos castaños despeinados, juega echado en el pasto con un kit de dentista, de plástico, y cuando sonríe muestra sus dientes de leche.

Jowy y Eze vienen de pasar un tiempo difícil: estuvieron separados durante algunos meses (en los que ella tuvo una pequeña relación con otro y él se refugió en el mercadillo de Tinder) y ahora están reconstruyendo la pareja. Decidieron vivir en casas distintas para darse un poco de aire y la idea viene funcionando tan bien que se la pasan durmiendo juntos y es como si tuvieran dos departamentos. Pronto llegará su décimo aniversario. Su hijo crece. Son una familia feliz.

La tarde cae con una luz suave, amarilla como en las fotografías de los años setenta, sobre el Parque de la Ciudadela. Es un pulmón verde enorme, en el que ahora hay niños, acróbatas, hippies, viajeros de LSD, africanos con tambores y enamorados en picnic. No hay hanami, no hay cerezos japoneses, pero ésta es otra forma de la primavera en su esplendor. (El Parque también ocupa un lugar en la lista de los sitios más populares para tener sexo con desconocidos a la noche, cuando ya no hay picnics).

–Lo triste es que el porno mainstream nos muestra una burda teatralización, mal explicada, salvaje, comercial –sigue Eze–. Te venden un estereotipo de lo que deben ser un hombre y una mujer. Y algún tonto se lo cree.

Él, que consume cine xxx desde que Internet llegó a su casa en 1995, ha visto muchas cosas raras en la pantalla y ahora es algo así como un conocedor crítico. Por eso le gusta rodar con Erika Lust, una sueca que hizo su base en Barcelona y que filma cine porno feminista, cine explícito con una visión centrada en la mujer como protagonista y una estética que podría ser premiada en cualquier festival independiente. Además de la película que protagonizan, Jowy y Eze filmaron con Lust dos episodios de XConfessions, la serie de cortos basados en las fantasías que los fans le envían a la directora. En Hysterical Piano Concert y Public Submission, Jowy y Eze aparecen como actores secundarios, besando y tocando, pero sin ofrecerse en carne propia.
Jowy, que volvió a ponerse de pie, se acerca a escuchar.

–Los hombres cogen mal porque han aprendido que la mujer es un objeto, que no disfruta, que tiene que gritar todo el tiempo –dice ella–. Nosotros quisimos hacer porno porque dijimos: “Wow, realmente somos buenos en esto y nos gusta un montón; joder, hemos experimentado muchísimo, con un montón de gente, y nos damos cuenta de que podemos enseñarle algo al mundo”. Por eso hacemos porno, porque no puede ser que lo único que haya sea esa mierda con rubias de tetas operadas y hombres que las usan como un objeto.

En el sexo de Jowy y Eze no hay proezas atléticas ni trucos calenturientos. Lo que más hay en sus películas son miradas pulsionales, atrevidas. Y un volcán que bulle. Se trata de estar en el momento. No es lo que pasa por sus cabezas sino por sus cuerpos, como en ese poema de Oliverio Girondo: “se acometen, se enlazan, se entrechocan”. La cámara y los 20 técnicos de filmación se empequeñecen a su lado. Cuando la larga escena de sexo de Circus Aerius Perversus acabó con un beso que siguió al clímax, Erika Lust comenzó a aplaudirlos, emocionada, y sólo entonces el trance íntimo en el que ellos estaban se disipó, lo mismo que una burbuja de jabón en el aire.

“Me aventuro a decir que para ellos el sexo es un camino de conocimiento”, me explica por mail Núria Nia, la directora de la nueva película que están por filmar. “Una vía para descubrirse, aprender y hasta cambiar, jugar a nuevos roles, ponerse a prueba, arriesgar y seguir creciendo. Como lo llevan al terreno profesional, pueden hacer que otras personas aprendan, descubran o simplemente se diviertan con ellos. Sin duda, una forma sana y natural de verlo”.

Decir que Jowy y Eze hacen porno feminista tal vez sea politizarlos demasiado; yo diría que hacen porno arte. Lo que está ocurriendo mientras las cámaras filman es mucho más que lo que vemos nosotros: es lo que hay entre ellos dos. Porno y amor.

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Quizás el porno pueda enseñarnos a amar mejor.

Toda relación se trata, en parte, de conocer el cuerpo del otro. Amar a una persona es interesarse por ella. Y, en alguna medida, eso significa: saber cómo hacer que esa persona la pase bien en la cama. Así es que la pornografía tiene la oportunidad de ejemplificar y proponer.

Qué lugar ocupa el sexo en el amor, y qué lugar ocupa el amor en el sexo, depende de cada cual. Una investigadora de neurociencias de la Universidad de Chicago, la doctora Stephanie Cacioppo, descubrió que un área dentro de la corteza cerebral, la ínsula, está relacionada con el romance amoroso (en su zona anterior) y con el deseo sexual (en su zona posterior). Eso significa que el romance y el deseo no son opuestos, sino dos extremos de un solo espectro.

A fin de cuentas, el sexo es un misterio que la cultura no puede dominar. El toque que nos animaliza y que nos devuelve a las cavernas. Y sin embargo, colocamos capas de significados sobre todo eso. Lo hacemos erotismo.

Me aburren las teorías políticas del porno. ¿Cómo sería, en cambio, una mirada humanista del porno? Kant dijo que, en el sexo, el otro es el medio y el objeto de placer, y como la moral marca que todo prójimo es un fin (y no un medio), entonces el sexo se vuelve sucio, se vuelve inmoral. Pero hay una salida. Kant dijo: el matrimonio. Un vínculo en el que los amantes se ponen al mismo nivel y se ofrecen al otro como un objeto del placer. Nosotros, en el siglo XXI, podríamos decir simplemente: el compromiso. O el amor. Luego, el filósofo francés André Comte-Sponville hace un razonamiento lógico: no hay amor sin sexualidad y no hay moral sin amor. Resultado: la sexualidad es la raíz de nuestra relación con el otro.

TubeGalore.com, un sitio web de videos porno, tiene 1.175 categorías. En otras palabras, 1.175 comportamientos humanos. “Machine Fucking”. “Job Interview”. “Christmas”. “Blowjob”. “Feet”. Es una enciclopedia de la sexualidad con las dimensiones de un sueño alucinado de Diderot; una híperantología de deseos y placeres hundidos en el puro caos. De los más de 100.000 videos que esta plataforma intenta organizar, muchos son vulgares y sórdidos. Pero otros seguramente te pueden dejar una enseñanza sobre cómo tratar a tu pareja y sobre el valor de tus fantasías.

Y si no, tal vez las puedas encontrar en el cine porno alternativo. O en el post-porno, o en el porno feminista. La serie de cortos XConfessions, por ejemplo, está plagada de escenas felices o, al menos, respetuosas. Además de sus películas, Erika Lust, madre de dos niñas, tiene un proyecto educativo para que los padres hablen de sexo y de pornografía con sus hijos. Se llama The Porn Conversation. “No quiero que Nacho Vidal le explique a mis hijas qué es el sexo”, dijo Lust en una entrevista.

Pero XConfessions y TubeGalore.com son sólo anécdotas. Lo notable es que un tercio de la información total de Internet es pornografía: esa escuela de la educación sexual moderna, esa fuente inagotable de lecciones para el cuerpo.

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Lo que más le gusta a Jowy del cuerpo de Eze es la verga. Siempre gozó de ese miembro, pero luego de ver muchos otros penes se dio cuenta de que, además de todo, esa verga era realmente bonita y grande, bien proporcionada, estelar, y se ponía dura cuando y como Eze quería.

A Eze lo que más le gusta del cuerpo de Jowy es la concha. El conjunto entero: la vagina, el monte de Venus, la pelvis. Y todo eso le gusta en movimiento cuando Jowy coge: cuando hace el amor.

Los dos viven el sexo de un modo especial, sincero, desaforado, por momentos extravagante. A los dos les fascinan los extremos, y la intimidad que construyeron les permite probarlos. En sus primeros encuentros, Jowy, que tenía 18 años y venía de conocer el gusto de las mujeres, se sorprendió con la generosidad de un hombre que se preocupaba especialmente por el placer de ella, y que a la vez era muy femenino: a Eze le gustaba que ella dominara la situación y que jugara con él. Jowy había tenido su debut sexual a los 13 años en el baño de un cine, pero Eze fue su primer novio. Antes de Jowy, él había estado en una relación que no se parecía en nada a la que vino después.

Se conocieron en Buenos Aires. Ella había viajado a la tierra de sus padres a estudiar Psicología y, a poco de llegar, dejó la universidad para aprender circo. Él trabajaba como técnico instalando alarmas y circuitos cerrados de televisión, pero también hacía malabares. Los dos estaban cambiando de piel.

Al principio, ella pensó que él era gay. Habían ido a una convención de circo de varios días, de esas en las que todos duermen en carpas. Como la tienda de Jowy se rompió, él la invitó a la suya. Compartieron la carpa tres días y tres noches y no pasó nada. La última, ella llegó tarde y encontró a Eze durmiendo con otro. En realidad era un amigo, pero ella no lo sabía. Un día, algunas semanas después, ella escuchó: “Eze cortó con su novia”. Se sorprendió. “Con su novio, ¿no?”, preguntó. No, no. Con su novia.

Se encontraron al día siguiente en Plaza Francia, adonde se juntaban los malabaristas y los acróbatas hippies. Esta vez, Jowy lo miró distinto. A Eze, ella le gustaba desde el primer día. De ahí se fueron con diez amigos a una casa, a comer pizza y ver una película del Cirque du Soleil. Ya era tarde cuando todos comenzaron a irse, pero ellos se quedaron. Estaban embelesados. Esa misma noche cogieron.

Después de diez años, si están solos no hay reglas. Todo es ensayo, éxito y error. Todo es: “A ver, ¿y a ti qué te apetece?”. Se calientan (y se divierten) con juegos perversos en los que a veces uno es el dominador y otro el sumiso; y a veces invierten los roles y se entretienen con su colección de juguetes sexuales.

–Es como si cada uno de nosotros tuviera un cuerpo que es la vez de hombre y de mujer –me dice Jowy.

El domingo va alcanzando su crepúsculo y hemos dejado atrás el Parque de la Ciudadela. Me pregunto si allí, en un rato, comenzarán los encuentros fugaces. Nosotros caminamos –el niño va en un monopatín– por una ciudad que luce vacía: Barcelona, que frecuentemente renace como un punto político conflictivo, puede adoptar la forma de un pueblo un domingo a la tarde. En el Passeig de Picasso, una vía bonita que bordea el Parque, vemos la puerta de la oficina de Erika Lust. Nos detenemos. Les tomo una foto: Eze abraza a su mujer desde atrás; los dos posan con el sudor de un día de sol en la cara y se ven naturales y estupendos.

Aunque su evolución los haya conducido a abrirse en orgías, tríos y grupos; a tener sexo en los escenarios de las fiestas gays, swingers y sadomasoquistas; delante de una webcam y también para el cine; aunque hayan llegado tan lejos y sientan un morbo especial cuando ven cómo alguien nuevo está con alguno de ellos, no se consideran una pareja abierta. Ya lo intentaron y no les dio buenos resultados.

–La verdad, en los últimos años esto se ha transformado en que solamente jugamos con otra gente, pero juntos –me dice Jowy, como con cierta humildad.

Una vez se abrieron seriamente a una tercera –una amiga a la que ella invitó a entrar y vivir en su casa unos cuantos días– y la bomba terminó estallando mucho después: mientras Eze pasaba algunas cosas de su teléfono a su computadora, Jowy descubrió que la amiga le había estado enviando fotos sin que ella supiera. Fue un trío que salió mal. Pero no en la cama.

Como sea, cada paso fue necesario para afirmar el siguiente. La búsqueda del sexo grupal comenzó en Mazmorra.net, una red social de encuentros. Eze quería probar a un chico. Era una época de curiosidad y al exponerse se daban cuenta de que nada era tan grave como parecía. Y así, cada encuentro conducía al siguiente. En una fiesta tuvieron sexo en público por primera vez. Eran cuatro parejas heterosexuales al mismo tiempo. Primero las chicas comenzaron a besarse y a tocarse en una piscina; luego se sumergieron los chicos. La gente callaba y miraba.

Hemos llegado al Borne bastante rápido. Aquí está la casa de Eze, que ahora es una de las dos casas de la pareja, y aquí nos despediremos. Ellos deben descansar un poco: mañana filmarán su segunda película. Antes de irme, les pregunto qué sintieron esa primera vez que cogieron ante los ojos de los demás.

–Ganas de seguir –dice él.

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*

“Desde pequeña he pasado horas en las playas de la Costa Brava. Algunas de mis primeras experiencias con chicos fueron en esos parajes únicos, y siempre imaginé a un pescador solitario llegando a mi cala a punto para el atardecer, cuando yo leía las últimas páginas de mi libro y estaba casi a punto de irme, pero él me invitaría a quedarme…

by brava”

La mujer y el pescador, protagonizada por Jowy y Eze, comienza con esas palabras sobre una placa negra. Luego: plano del agua cristalina. “Llegué por error buscando otra playa. Fue como aterrizar en otro mundo”, dice ella. Se ve su pie, luego se la ve entera bajando una colina verde. Pasa una mano por una pared de roca, toca una flor. Se ve su short y luego su rostro y el cabello, que ahora parece más violáceo que rosado. “Descubrí el sitio perfecto para perderme y ser, fuera de lo común, como un animal salvaje”, sigue. Y se echa al mar, donde nada desnuda. Burbujas. Tatuajes. Flores. Tetas. brava sale del agua. Mira a cámara, ríe, se toca la cabeza, lame lascivamente una fruta. Trepa la colina. Finalmente lee un libro. Y lo ve: el pescador aparece caminando entre las rocas del mar, cargando una jaula con peces. Su torso desnudo y sus brazos flacos y fornidos. Él la mira. Llega hasta ella. Se sonríen. Se besan con dulzura y con entrega, con calma.

La directora Núria Nia no cuenta la historia de un modo lineal. No le interesa. La mujer y el pescador es puro impacto sensorial: colores, música, texturas, aire, agua, vegetación. Y planos de sexo subacuático, que es como celestial pero sin dejar de ser porno.

La mujer y el pescador, que antes estaban en la orilla, ahora están en el mar. Cuando vuelven, ella yace sobre un árbol liso y seco, con sus piernas abiertas, y él la prueba con una lengua larga e incansable que hace que la respiración de brava se vuelva entrecortada.

El sol comienza a debilitarse cuando aparece su verga dura. Mientras se besan y gimen, él se la acaricia. Luego ella se la chupa. Apresuradamente, hasta que se detiene para sonreírle. Y continúa en una felación larga.
Ahora ella se sube encima de él y se deja penetrar. Así lo cabalga, y los gemidos pasan a ser suspiros enérgicos. Su cuerpo se mueve como si la concha fuera un animal ansioso.

Cambian de posición, pero siguen en el árbol: él se pone de pie y la penetra desde atrás. Ella cierra los ojos con fuerza y toma el aire de a bocanadas mientras rebota contra la carne del pescador. Él entra y sale, ahora su verga es larga, todo su torso se contrae.

Dejan el árbol y se acuestan en el suelo para lamerse. Él vuelve a la concha con su lengua, pero ahora gentil y lujurioso. La concha de brava tiene un adorno: un piercing de dos bolitas que él acaricia con sus dedos mientras entrecierra los ojos. Después ella toma la verga y se la lleva a la boca. Su cabello ahora se ve rosado.

En el desenlace, él se echa sobre ella y el clímax llega entre imágenes de frutas, pezones y flores. La mujer y el pescador acaban dos veces, una de pie y otra en el suelo, besándose y gimiendo.

Suspiran, se acarician, se besan, y observan el mar.

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