Ensayo

Syd Krochmalny: striptease, capitalismo y subjetividades


El cuerpo, ese instrumento animado

“Mamuschka Syd”: así lo describe Alejandro Modarelli al analizar su obra. Es que Syd Krochmalny es sociólogo, artista, galerista, performer. Y stripper. Su último trabajo de campo lo llevó a exhibirse en un club de striptease neoyorkino. Una aventura etnográfica convertida en literatura. Experimentación a lo Perlongher, uso de la sexualidad como mercancía, proletariado sexual que sabe menos de eros y de dinero y más de misoginia, homoodio y fármacos

Me gusta imaginar que la gran historia del desnudo público y rentable tuvo su origen en una futura emperatriz de Bizancio, precursora de derechos para la mujer. Es que la joven actriz Teodora, más desvestida de lo prescripto mientras representaba a Leda junto a un lúbrico cisne, bajo cuya apariencia se escondía Zeus, se convirtió también en la nudista de Constantinopla más popular de su tiempo. Hasta su estelar participación en las danzas festivas de masas (salpicada de granos de maíz, la picoteaban en el suelo las aves, una metáfora de la violación en manos de Zeus) ese arte del despojo era un espectáculo en su mayoría disponible para escenarios rituales o para quienes, poderosos y lascivos como en su tiempo Herodes o los reyes del norte del África, contaban con el monopolio de todo vientre vivo y mensurable. 

El cuerpo, instrumento animado. Para la previsora Teodora funcionó como móvil de un pacto clandestino en el que ella aceptaba de antemano, sin  caer en la melancolía, que la fugacidad masoquista del show podría ser un paso de la plebe hacia el trono. Admitamos que el triunfo de su performance fue rotundo y extraordinario. Teodora, amada proletaria sexual, consiguió el manejo y la unidad de un Imperio.    

El striptease (término que nació alrededor de 1932) atravesó, con los siglos, la secularización y la emergencia del capitalismo. Como la subjetividad, se transformará en capital humano. Y la vergüenza originaria del laburante que revolea su intimidad en un escenario se sobreseerá midiendo costo y beneficio.

“La única condición de admisión fue cambiar mi dieta vegana por un shock animal. Casi un kilo de carne por día (...) En el estacionamiento del gimnasio, Ulises (del Toro) me vendió un frasco de Estanozolol de diez miligramos. Al mes tuve que comprar Clembuterol, un broncodilatador que funciona como quemador de grasa. En un mes, me dijo, iba a estar cortado y explotado”.

Syd Krochmalny, Coptease.

Estas son las confesiones de una máscara, o de varias: quien las escribe se llama Syd Krochmalny. Es el autor de El tamaño de mi mundo (Mansalva 2021), novela a la vez que biografía cruzadas de donde tomé el fragmento. Además de sociólogo, Syd es artista, galerista y performer. Algunas de sus últimas exhibiciones fueron Diarios del Odio, concebida junto a Roberto Jacoby en 2015 y, un año antes, Políticas de la amistad  y la confrontación, en MoRUS (Museum of Reclaimed Urban Space, New York) y en Yokohama, Japón. 

Pero su seudónimo dentro del mundo del desnudismo rentado que investigó y ficcionó en El tamaño de mi mundo fue León Anaconda. 

“Hay una doble vida porque el mundo que describo en el libro es una sociedad secreta del espectáculo. Los cuerpos desnudos transformados en imágenes de consumo pueden circular acá escondidos gracias al lenguaje”, escribe.   

Syd, el exhibicionista, es una mamuschka que buscó su insumo principal en el intelecto pero con una gigantesca posibilidad entre las piernas. Lo cual le permite, enmascarado, el juego in situ, experimentar a la manera de Néstor Perlongher en su trabajo de campo que derivó en La prostitución masculina. Al desacoplarse del laburo académico, la mamuschka Syd no se empequeñece sino que estalla en fármacos para inflarse, semen que derrocha y dinero -habría que consultarle- que acaso contribuyó a convertirlo hoy en ascendente galerista de arte en Nueva York, desde donde conversa con Anfibia, y dice: 

Hay un diálogo con Néstor Perlongher, una conversación teórica, literaria y política. El libro es un trabajo sobre la mirada del otro desde el punto de vista del chongo que ha sido tratado como objeto del discurso por la historia del arte y la literatura… Intento hacer un sujeto de ese 'objeto', redimirlo, darle una voz a lo que la tradición cultural configuró como un utensilio del deseo”. 

Syd transforma su cuerpo en la mesa de montaje del gimnasio mientras pinta el vestuario como tráfico de químicos. Los lockers son “farmacias clandestinas, canuto de fármacos extranjeros, despachos de farmacias truchas y laboratorios aún más truchos”. Ahí, de coger ni hablar. Muchos antropólogos, le dijo Pablo Semán a Syd, se hicieron de religión afro sin dejar la antropología, y agregó que no conocía otro caso donde volverse “nativo” fuera tan radical como en El Tamaño de mi mundo.

El striptease atravesó, con los siglos, la secularización y la emergencia del capitalismo. Como la subjetividad, se transformará en capital humano.

Y así parece. El autor se incorpora al micromundo del striptease de la mano de Ulises del Toro, su objeto de estudio, en una techné de músculos en vía de atrofiarse, muy demandados por las mujeres del Golden, donde hace el gran lanzamiento, y más tarde por el mercado yanqui. La pija izada como bandera pública (que, confesemos con lascivia, me hubiese encantado probar). Reversible como uno de esos forros/torniquetes, la “trucadora”, con le que se la acogota antes de salir a la pista con Black in Black de fondo, sin embargo consigue salvar su “serpiente de un ojo” del cataclismo clínico, a diferencia de sus colegas, en general hijos trabajadores del conurbano: un proletariado sexual, dice Krochmalny (¿el término podría ser aplicado a Teodora?), fronterizo con la prostitución, con creciente necesidad de guita pero cero conciencia sobre sus derechos y autopreservación.  

León Anaconda, mi seudónimo como stripper, es un polymath, va y viene, vive múltiples vidas y no teme a las contradicciones. De la grieta nace la poética. Va al Conicet, pinta cuadros, hace performances, filma, escribe, poesía, papers, se baja los pantalones y tiene preocupaciones políticas. Experimenta consigo mismo y explora el mundo… No experimenta la decadencia de la mediana edad (que marca el final de la carrera del stripper) porque es intelectual y artista. Anaconda es un visitante temporal de ese otro mundo que teme perderse en el viaje pero que puede evitar el destino trágico. Su papel es privilegiado; puede ser observador y buscar, en la investigación etnográfica, la aventura, al límite de acarrear el peligro de borrar su identidad profesional.”   

El tamaño de mi mundo no es entonces la mera autobiografía del sociólogo devenido en stripper, pero tampoco el relato superpuesto y simultáneo de la carrera moral de su testimoniante y personaje Ulises del Toro (también contador, modelo, supersticioso, aspiracionista social y escritor de un diario íntimo). Es todo eso -un probable desdoblamiento especular, el desborde de las identidades, la subjetividad narcisista exhibicionista que hoy es mainstream- y me parece que Syd sale indenme del exceso. Entre otras cosas, porque el libro, al incitar los órganos bajos del universo que describe, acaba en pensamiento crítico. Reflexión, pija y terror acerca de lo que, me animo a creer, pensó al escribir, debería ser un capítulo dentro de una teoría sobre un uso de la sexualidad-mercancía en el capitalismo de estos tiempos. 

El tamaño de mi mundo es un libro anfibio, es una etnografía novelada o un ensayo ficcional. Y en ese afán de reducir la función comunicativa por la función poética, la literatura permite decir muchas cosas, a la vez es un chiste, y también sirve para reducir la repetición de la palabra pija, la más mencionada dentro del texto. Construcciones verbales ingeniosas del idioma popular con la carnavalización del habla del mundo social que describo”.  

Lagarto, morcilla, flauta, salchicha, artefacto serpiente de un solo ojo, garrote del amor, dispenser de leche, brocha gorda o lo que te cuelga: en la exaltación cómica del miembro viril, que se considera destinado a la fama del portador, se encubre, en realidad, su agonía.

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De Teodora a Syd, pasaron cosas. En el siglo XX, el público de las clases medias ascendentes moría por ser testigo exaltado de las nudistas for export del Moulin Rouge. Incluso Josephine Baker se animó en el jolgorio de entreguerras al destape, pero en el Folies Bergere: l´etoile noire Des Folies en tetas. Por último, ya auspiciadas las mujeres en el mercado de la libertad sexual, consumían el programa de los hiperbólicos chicos del club de strippers masculinos Chippandale, en Los Ángeles (años 80 y 90). 

La función comercial del cuerpo desnudo fue siempre encender la mirada de los conformistas y conseguir administrar el tacto de los toquetones. Que, como utensilio de lujo, se termina de cincelar con quienes sueñan con un salto cualitativo de la monogamia al harem, pero la mayoría de las veces se recorre sin interrumpir el orden conyugal. 

Pero cuando Roland Barthes escribe en Mitologías (1957) que el striptease comercial se trataría de algo así como una promesa sin cumplimiento efectivo (“se anuncia el mal para impedirlo y exorcizarlo mejor”), lo hace antes de que en los años 70 y 80 dejara de ser lo prohibido y se sumara a las infinitas posibilidades de consumo dentro de la sociedad de masas. 

Hoy, la vía regia de ascenso económico para teodoras neoliberales o para jóvenes post chippendales se perpetúa gracias al aporte del voyeur cibernético. No es lo mismo: espiar por la cerradura virtual del Only fans, depender del botón de acceso y una tarifa, no ayuda a superar el nivel de tecnomasturbación solipsista, y de ninguna manera puede reemplazar el ritual báquico de la multitud en el club. Esa manera de cuentrapropismo declina ahora el espacio exterior en beneficio de una intimidad ficticia. La venta de lo seguro justo en un mundo de incertidumbre certificada. 

Syd Krochmalny, Todo el mundo es un escenario.

Pier Paolo Pasolini lo vio venir. Los jovencitos de la periferia romana, reducto para él de la inocencia de clase, no querían ya quedarse fuera del mercado donde se ofrecían los últimos valores, pegando la ñata contra el vidrio. Para los más atrevidos, “si tener es ahora una obligación, matar para conseguirlo es un derecho” (Pasolini, asesinado). En el documental suyo, Comizi d´amore, de 1965, no muy difundido, los jóvenes italianos de la periferia romana confesaban su pasión por ver, exhibir y actuar la minuta de lo clandestino, comunicar lo privado bajo ciertas reglas de intercambio monetario, o no: todo un anticipo de la plataforma Only fans

La desnudez, ese yacimiento de extracción a veces bien remunerada. La procacidad ingeniosa, ese insumo de valor agregado. Equivalente a un documento que se cree de interés público. Incluso si no tengo otra cosa importante que aportar a la historia del Homo Sapiens, me queda la propia y mínima vida privada. Que no aspira a otra cosa que la democratización de la importancia.  

La emergencia del stripper masculino en la segunda mitad del siglo XX sumó episodios dignos de los Borgia. Cuando en aquellos años los chicos del Club Chippendale (los chippendales) pasaron de las penumbras a los flashes, el éxito se volvió fenómeno masivo y empezaron a surgir competidores. Y los crímenes contra los clubes antagonistas se midieron en ingenio y audacia. La serie Los Chippendales narra el encumbramiento y caída de Somen “Steve” Banerjee (Kumail Nanjiani), un inmigrante de la India que fundó ese imperio de strippers masculinos, el mayor del mundo, y que para mantener la supremacía acudió a métodos de Nerón. Incendió locales, y más sofisticado, ordenó el asesinato delicioso mediante cianuro.

El tamaño de la libra de carne en exhibición oculta biografías trágicas. Pocas veces se ha hablado o escrito sobre el infortunio de los varones del oficio. De aquí en más, pues, una narración del striptease masculino como insumo voluminoso de la microsociología, y su testimonio como parábola de ascenso y caída de los ídolos empinados: 

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Ulises del Toro, el testimoniante, ejecuta la primera gran prueba de fascinar a las mujeres mediante la mirada de su propia madre. Sintiendo su presencia en el dormitorio, simula dormir empinado, con la cabeza tapada en la almohada, y ella se detiene sin emitir palabra. La espía sin que se diera cuenta: “o quizá era eso lo que ella quería”, escribe en su diario. Así comienza a verse a sí mismo como deseable porque la madre, ese primer objeto de deseo, lo ve de esa manera. 

El adolescente dotado, ambicioso, con pánico homosexual, celoso con las novias ocasionales y en permanente diálogo íntimo con un dios/amuleto, quiere salirse de esa casa decente del conurbano porque el mundo de los noventa le promete mejores inversiones que unas vacaciones echado en la Bristol de Mar del Plata. Salta al modelaje y de ahí en secreto al striptease con público femenino; su pesadilla es que la madre lo vea pasearse en los locales en tanga. 

La tanga, esa humillante necesidad que las mujeres le exigen para medir el tamaño de la promesa envuelta. Con la desesperación de mantener el espectáculo de la pija siempre en alto mediante la técnica de bandas elásticas, sobreviene, a la larga, la necrosis isquémica junto con el terror a contraer el virus del VIH, del que se cuida con estricta disciplina.

El pene está ahí parado pero no se siente. La ausencia del sentido físico no es asimilado totalmente por el cuerpo, y es en ese caso que se disuelve en la escena por la mirada del público”, dice Syd. 

María Moreno define el libro como “una tierna biografía retro de la pija, su apogeo nervudo y ciego… su mustia muerte en vida”, en plena revolución feminista. Una ternura que, hacia el final, equivale a su ablación por parte de una multitud de mujeres enardecidas por darle pagana sepultura en el propio vientre del pijudo.  

"Intento hacer un sujeto de ese 'objeto', redimirlo, darle una voz a lo que la tradición cultural configuró como un utensilio del deseo”. 

Separado finalmente del cuerpo, sometido a la dialéctica del Amo y el esclavo, el fetiche evoluciona del Olimpo hacia la melancolía y el sacrificio. Como materia prima de la propia pyme, se desangra. Como capital y recurso, es fuente de extracción en esas ceremonias rituales de despedida de soltera, cotillón de cumpleaños o en lo que llamará “el colchón homosexual” una vez que languidece y debe empezar a fatigar locales de encuentro del circuito gay. Porque, según prescribe el libro, todo stripper masculino heterosexual, machista explotado pero sin conciencia de sí, torpe contabilizador de mujeres, pasa de alfa a beta. Degradado, ni las luces bien administradas del show lo salvarán. Abandona entonces la fe en la belleza que creyó siempre superior a la razón. 

En ese pasaje oprobioso hacia el colchón homosexual, la misoginia tendrá que trastocarse en homofobia impregnada de disputas clasistas. Deberá conformarse con saber erectarse en base a la demanda del gay, al que considera un cliente de baja estopa. Imposible el amor con él, siempre reservado para la posesión de una mujer fértil: solo se reclama del sugar daddy la protección económica. Llegado el caso, lo roba o lo golpea, como el taxi boy cuando hace eclosionar su microfascismo dormido.

”Ulises del Toro, el protagonista, es homofóbico y misógino. No es mi caso. Creo que es un libro que dialoga internamente con el feminismo, diciendo cosas irritantes desde adentro. Lo que pocos quieren escuchar. María Pía López anota que en este mundo de los strippers masculinos, que se enseñan entre sí y salen de caza, aunque al cabo resultan ellos los cazados, su misoginia, tan común e irritante para el presente feminista, también opera como un aullido de miedo ante la fuerza desatada por las mujeres”. 

Ulises se lamentará de no haber podido llegar a ser un émulo contemporáneo de Teodora. Él es apenas un vano subproducto de la época. En su consagración ya está implícita su derrota. En lo mejor de su trayectoria conoce el set de la televisión basura, pero enmudece de terror al futuro cuando descubre a un excolega que fue existoso mendigando en muletas a las puertas del Golden. 

Syd Krochmalny Concepto Corporal.

¿Hubiera sido lo mismo si hubiera nacido mujer? El dice que entonces la historia hubiera sido otra: éxito, gloria y dinero. Que el stripper masculino está en el último escalón, como el taxi boy, y que la TV, en cambio, está “llena de gatos” mujeres. Que quizá en otros países sea distinto, porque, a fin y al cabo, Brad Pitt se ponía en bolas en sus inicios: “Mi cuerpo es aún vigoroso, pero está podrido por dentro. No podré sostenerlo más. Solo tengo dos destinos. Morir o sobrevivir demacrado”. Ni la escena a go-go de Miami, donde, escribe, se cuela  junto a Syd en una performance llamada Priafontanas (atraviesan con las pijas lienzos pintados por el conocido artista australiano Pricasso) lo salvará. Regresa a Buenos Aires solo para colapsar en un hospital de Avellaneda. 

Por una vez, Ulises del Toro se enamoró de una mujer mientras buscaba dejarle una marca indeleble. Como se enamora, falla. Su afán totalitario se convierte en una fisura por donde se le escapa el todo. No usa forro y embaraza o cree haber embarazado a Alcmeda (nombre de la mitología griega casi impronunciable, Alcmeda fue engañada y embarazada por Zeus, como la Leda de Teodora), quien sí es secretamente portadora del virus. Como no sabe moverse en el amor, pasa de cazador a cazado. El amor obliga a detenerse y mirar la vida en perspectiva. Un incordio. Tan peligroso como la pérdida de identidad frente a un público de cuerpos indiferenciados, voraces. 

En El tamaño de mi mundo hay melodrama y, por tanto, una pedagogía. Cuando el hijo nace, muere. Por insuficiencia pulmonar provocada, justamente, por el virus de VIH transmitido por Alcmeda, y que Ulises absurdamente nunca contrae. La frase que elige Ulises para acreditar su tragedia otorga dignidad a una trayectoria desastrada: “¿Porqué Dios me quitó lo único que podría haber amado? ¿Porqué estoy condenado a no amar?”.

Con el tiempo, Ulises acumuló una vida como capital humano que le fue definitivamente saqueada a lo último del camino. Cuerpo, bienes, afectos. Toda una parábola El tamaño de mi mundo en la que el autor invita a abandonar toda esperanza en los cuerpos materiales que se ahogan en el espejo imaginario. El hombre-esclavo del capitalismo tardío: el hombre que, usando su cuerpo, es usado por otros hasta su extenuación. Un cuerpo desgarrado por aquello que, oculto en su subjetividad, lo va devorando.

Teodora ganó un trono y cambió un mundo. Ulises del Toro fue derrotado por el artificio, que creyó un trono. Syd Krochmalny abrió hace poco una galería de arte llamada Barro en Nueva York, con trabajos de grandes nuevos artistas.   

“La obra de arte que hicimos con Ulises desnudos en el Art Basel de Miami en 2008 se comía a sí misma. Como el stripper, se autofagocita”, remata.