Ensayo

Chat GPT en las universidades


Promptear no es pensar

El ser humano está siempre a un prompt de distancia de perder su esencia: la capacidad de pensar. Los chatbots están específicamente diseñados para que no debamos lidiar con las complejidades del razonamiento. Los autores de este texto exigen cautela frente a los cambios que trae la inteligencia artificial. En el espacio universitario, la idea de “aprender a usar IA” es en muchos casos un slogan de época, vacío de sentido. “Si como docentes seguimos compitiendo por adaptarnos lo más que se pueda al cambio tecnológico, terminaremos sacrificando la educación al entrenamiento técnico”. ¿Es posible una tercera posición entre el tecno-escepticismo y el tecno-optimismo?

El ser humano está ante una tentación irresistible. En todo momento, a sólo un prompt de distancia, puede dejar en manos de una máquina aquello que parece ser su esencia: la capacidad de pensar. Como sucede ante todo shock que cambia de repente el mundo tal como se lo conocía, pronto aparece un ejército de tempranos adoptantes que, ante el temor de llegar tarde a la fiesta, se adaptan de manera acrítica. Algunos argumentan que con la IA tendremos mucho más tiempo libre, que seremos mucho más productivos y que trabajaremos menos horas por día. Otros dicen que la IA no va a generar desempleo porque los modelos no reemplazan a las personas, sino que tienen un efecto “aumentativo” (así se habla hoy) y nos vuelve a todos mucho más capaces. Aquellos aficionados por la historia sentencian que cuando aparece una nueva tecnología, surgen miedos sobre el futuro de la humanidad; y eso es lo que pasó con la Internet, la televisión, la máquina de coser, la imprenta y hasta con la escritura.

¿Y si ahora sí es diferente? Por primera vez, la capacidad más intrínsecamente humana puede tercerizarse. Internet permitió la circulación de información de manera más rápida y descentralizada, pero ella debía ser producida por humanos. Algo parecido ocurrió, siglos atrás, con la imprenta. La inteligencia artificial, en cambio, “piensa” por nosotros. A decir verdad, no es claro que los Large Language Models (LLMs), como Chat GPT o Gemini —chatbots de IA generativa que son el foco exclusivo de este artículo—, puedan pensar, pero sí es seguro que, en muchos casos, nos relevan de la necesidad de hacerlo. Esto es un desafío para el desarrollo de aquellas capacidades que consideramos esenciales a nuestra condición humana. Advertir a tiempo no debe confundirse con un retardatario acto de ludismo. No se trata de romper los servidores del Chat GPT para salvar a la civilización, ni de frenar este cambio tecnológico. El punto es reflexionar sobre algunos cambios que, según nuestra experiencia, genera este shock.

Los cambios que trae la IA, evidentes en el espacio universitario, ameritan ser cautelosos. Si bien es una herramienta en extremo potente para obtener resultados a toda velocidad, es dudoso que tenga algo para aportar al desarrollo de capacidades que consideramos críticas. Así como la calculadora no nos ayuda a aprender a sumar y restar, la IA de los LLM no nos ayuda a aprender a escribir, analizar o razonar. En un clima de tecno-optimismo que se irradia desde Silicon Valley, muchos plantean que los docentes debemos preparar a los estudiantes para desarrollar nuevas formas de pensar adaptadas a la nueva herramienta. Es una idea ingenua: la IA está específicamente diseñada para que los humanos no debamos lidiar con las complejidades del pensamiento. Y esta tecnología evoluciona a una velocidad tal que cada aprendizaje respecto de cómo sacarle mejor provecho pronto queda obsoleto, porque requiere cada vez menos información para responder a nuestros pedidos.

Así como la calculadora no nos ayuda a aprender a sumar y restar, la IA de los LLM no nos ayuda a aprender a escribir, analizar o razonar.

Hay habilidades que quizá estemos dispuestos a dejar de entrenar ahora que existe la IA. Pero identificar las capacidades tal vez prescindibles —¿quizá en un futuro no haga falta saber de ortografía?— también nos permite reflexionar sobre los aspectos de la formación humana a los que no debemos renunciar. La educación universitaria no sólo transmite conocimiento, sino que también cultiva la capacidad de análisis y razonamiento. Invita a las y los estudiantes a preparar la mente para “ir y venir”: entre los conceptos y las observaciones, entre el conocimiento existente y las ideas propias, entre distintas miradas. Los prepara para unir puntos, encontrar patrones y relacionar elementos que parecen desconectados. El docente universitario busca motivar a los estudiantes en el ejercicio de cartografiar y sintetizar el mundo. Para ello, es necesario desarrollar la creatividad y la autonomía intelectual, de forma tal que los estudiantes puedan en el futuro auto-educarse en el uso de herramientas y métodos que hoy aún no existen.

Debería ser claro que esta capacidad de ir y venir, propia del pensamiento, no es sólo un medio, sino un fin en sí mismo. ¿Acaso alguien duda de que la capacidad de generar una idea a partir de la articulación de conceptos y observaciones nos constituye como personas, aunque sea más fácil llegar a esa idea por medio de un veloz pedido a la IA? Es sólo cuando razonamos por nosotros mismos que vivimos los anhelos, las frustraciones, los entusiasmos, las decepciones y los placeres involucrados en formar ideas. Esta experiencia no puede ser delegada, porque es inherentemente emotiva y sentida. Aprender a pensar no es sólo aprender a utilizar herramientas, sino también aprender a conocerse, a relacionarse con uno mismo y, sobre esta base, a relacionarse con otros.

La IA es un atajo para muchas cosas. Pero para entrenar el pensamiento no hay atajos: la educación universitaria es un proceso de gestación necesariamente lento. Toma tiempo. Quien durante su paso por la universidad tercerice el trabajo de pensar probablemente deje pasar una oportunidad difícil de recuperar. La educación tiene una base emocional ineludible: aprender desafía y frustra, pero también, y por eso mismo, es gratificante. La educación es un proceso emocional porque uno aprende en la relación con otras personas.

No se trata de romper los servidores del Chat GPT para salvar a la civilización, ni de frenar este cambio tecnológico. El punto es reflexionar sobre algunos cambios que genera este shock.

Por su propio diseño, la IA remueve las frustraciones y desafíos propios del razonamiento y el análisis. Y es un tipo de interacción que tiende a darse en el aislamiento. Eso puede ser útil en muchos casos, pero es un peligro si, por priorizar la eficiencia, dejamos de atravesar la complejidad intelectual, afectiva y social involucrada en el pensamiento. Una educación que busca linealmente obtener resultados se erosiona a sí misma. Ante herramientas cada vez más autonomizadas de la necesidad de intervención y control humanos, esa educación se volverá más superflua. La IA no está diseñada para resolver un eslabón en un proceso complejo: está concebida para resolver el proceso entero.

Cuando los niños ya han aprendido a hacer las operaciones matemáticas elementales, en la escuela se los habilita a utilizar la calculadora para resolverlas. La utilidad de la herramienta es clara: el principal desafío de resolver un problema matemático es identificar las operaciones necesarias para hacerlo. Delegar la resolución de las operaciones en una herramienta preserva ese desafío. En cambio, si una herramienta resuelve la totalidad del problema, el estudiante se vuelve por completo ausente. En realidad, la “herramienta” ya no es tal, porque anula el propósito del ejercicio: que el estudiante aprenda. Lo mismo ocurre hoy con la IA en todo tipo de experiencias educativas.

Imaginemos a dos estudiantes que usan IA de manera distinta. El primero es Juan, que está en el último año de la licenciatura en Ciencia Política. Tiene un examen domiciliario de la materia política comparada en el que la profesora pide que las y los estudiantes escriban un ensayo de cinco páginas que responda en qué medida la masificación de plataformas como Tik Tok y X contribuye a explicar la llegada al poder de líderes de la nueva derecha en América y Europa. Juan trabaja ocho horas diarias y necesita recibirse rápido. Llega cansado a casa y a la noche abre la versión gratuita de Chat GPT. Pega la consigna del examen sin más y recibe, en menos de un minuto, un ensayo de una página. Vuelve a promptear: le indica al chat que el ensayo es muy corto, que necesita uno de cinco páginas. Obtiene, ahora sí, su ensayo largo. Lo lee por arriba, lo corta y lo pega en un documento y lo envía por mail.

A la profesora le alcanza con una rápida mirada para detectar que el nivel de escritura es muy superior al que Juan mostró en sus exámenes presenciales: los conectores son perfectos, hay varias oraciones elegantes, la estructura del texto es sólida (hay una introducción clara, un desarrollo y una conclusión). El texto es asertivo de un modo en que rara vez lo es un estudiante universitario, lo que genera la sensación de que quien escribe sabe de lo que habla. La profesora observa también que muchos de los datos y de los argumentos en el ensayo no tienen relación con la bibliografía del curso. Hay múltiples datos incorrectos y citas a autores que no existen, al tiempo que otros que sí existen en realidad jamás escribieron lo que se cita en el ensayo. Con la certeza de que Juan no escribió el texto, pero sin herramientas para probar su sospecha, la profesora lo reprueba con un dos.

La segunda estudiante es Bianca, compañera de Juan. Al no tener que generar un ingreso propio, ella se dedica a tiempo completo a la universidad. Hasta hace un año, leía entre el 70 y el 90 por ciento de la bibliografía obligatoria de todas las materias, pero durante 2025 se volvió una usuaria sofisticada de Chat GPT. Pidió a su familia que le pagaran una suscripción a la versión Plus, que cuesta 20 dólares por mes. Argumentó que este LLM era una herramienta clave para su desarrollo profesional. El uso de IA cambió sus hábitos: pasó a leer sólo el 30 por ciento de la bibliografía y a estudiar lo restante a partir de resúmenes —imperfectos, pero satisfactorios— que el chatbot produce en minutos cuando ella le carga las lecturas del curso.

Chat GPT no está diseñado para resolver un eslabón en un proceso complejo: está concebido para resolver el proceso entero. Si una herramienta resuelve la totalidad del problema, el estudiante se vuelve por completo ausente.

Hacia el final del cuatrimestre, Bianca regresa a casa con la consigna del examen y se pone a trabajar con la IA. Sabe promptear, incluso usa un “ingeniero de prompts” (una instrucción escrita que guía al propio modelo de IA a generar o refinar otros prompts para obtener, al fin, mejores resultados). Frente a la ventana del GPT Plus, a diferencia de Juan, Bianca no pide el ensayo final de un saque, sino que usa varios prompts para encuadrar. Le indica al modelo que recupere los resúmenes bibliográficos producidos durante los últimos meses de cursada y que produzca el ensayo con calma. Que espere antes de escribir. Sabe, por experiencia, que la palabra “esperar” en un prompt mejora el rendimiento de la IA cuando hay que trabajar temas complejos.

Como tiene la versión premium, Bianca pide al GPT que lance un deep research para buscar bibliografía adicional y artículos periodísticos de países como Hungría y El Salvador, con el fin de ilustrar con casos el ascenso de las nuevas derechas en América y Europa. Veinte minutos más tarde, GPT le devuelve una respuesta: unas diez páginas de texto, escritas con un tono de autoridad en la materia, y unas doce referencias en notas al pie. Los papers que cita existen, no hay alucinaciones. Bianca indica a la IA que espere una vez más antes de escribir y le formule lo que el LLM llama “preguntas estratégicas”. Al iterar, ella especifica a la máquina que el tono del ensayo debe ser asertivo pero acorde a la escritura de una estudiante de licenciatura. Una vez obtenido el texto de la IA, Bianca al fin lo edita, agrega modos de escribir más propios de ella y quita algunas pocas alucinaciones.

Bianca calcula que dedicó seis horas a desarrollar el examen, en contraste con los cinco o seis días que demoraba antes de utilizar IA. Siente que hoy su productividad vuela. La IA “la aumenta”. Está orgullosa por cómo usa Chat GPT, de un modo que sus compañeros, como Juan, ni siquiera imaginan que es posible. Se saca un nueve. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría durante los primeros años de su licenciatura, Bianca terminó la materia sin haber leído el 70 por ciento de la bibliografía, sin haber hecho el esfuerzo de diseñar una arquitectura lógica para su ensayo, sin haber generado un argumento creativo y sin escribir una sola página. 

La idea de “aprender a usar IA” como parte de la educación universitaria es en muchos casos un slogan de época, vacío de sentido.

¿Qué refleja este contraste? Primero, los niveles de sofisticación en el uso de la IA. Segundo, y más importante, que ninguno de los dos estudiantes recorre el proceso de aprendizaje. La estudiante “sofisticada” logra avanzar en su carrera, pero aprende casi tan poco como el estudiante más “básico”. El punto del contraste es, en este sentido, que la idea de “aprender a usar IA” como parte de la educación universitaria es en muchos casos un slogan de época, vacío de sentido. El supuesto buen uso de la herramienta suele ser apenas una forma más refinada de evitar el trabajo esencial al proceso de aprendizaje. Un atajo, por más largo que sea, sigue siendo, siempre, un atajo.

El gran beneficio del shock de la IA es dejar caer un adoquín sobre las arrogancias de la universidad: empuja a los profesores a ya no dar nada por sentado bajo la comodidad de sus togas doctorales. La IA nos obliga a pensar ya mismo en un futuro universitario que tardaba en llegar y nos deja la pregunta incómoda de qué aspectos de la universidad han perdido vigencia y debemos dejar morir. Nos lleva a volver al origen y reflexionar sobre lo esencial del proceso educativo.

Pero subirse a una ola de entusiasmo para preguntarle a la propia IA cómo cambiar la universidad, y así dejar de pensar el problema con nuestros tiempos de humanos, no nos va a conducir a algo mejor. En la medida en que quienes formamos parte del mundo universitario sigamos compitiendo por estar lo más adaptados que se pueda al cambio tecnológico, terminaremos sacrificando la educación al entrenamiento técnico. Y uno no particularmente complejo. Quien se sienta inteligente por haber aprendido a promptear con astucia y a entregarle un número creciente de sus procesos cognitivos a un modelo, pronto descubrirá que cada día piensa un poco menos. Lo que la IA no puede hacer es atravesar el proceso formativo propio de quien aprende. Promptear no es pensar. Educar es, esencialmente, formar: generar las capacidades que nos hacen autónomos y capaces de entendernos con otros. Son las capacidades indelegables que le dan sentido a nuestras actividades y, en definitiva, a la vida misma.

La IA nos obliga a pensar ya mismo en un futuro universitario que tardaba en llegar y nos deja la pregunta incómoda de qué aspectos de la universidad han perdido vigencia y debemos dejar morir.

El tecno-escepticismo no es deseable porque cae en el conservadurismo: prescribir soluciones prohibicionistas en el aula no parece ser el mejor camino. Pero tan cierto como eso es que el tecno-optimismo nos lleva hacia la rendición de nuestras capacidades críticas y reflexivas ante la lógica de la eficiencia y el resultadismo. Si bien hoy proliferan los descubridores de virtudes de la IA para cada una de las actividades humanas, muchas de ellas no se adecuan a esa lógica. En el apuro por no quedarnos atrás del cambio tecnológico, corremos el riesgo de rendirnos a una herramienta que, con un uso irrestricto, amenaza con empobrecernos intelectualmente. La carrera por adaptarnos a la novedad nos hace perder de vista que si no la utilizamos con espíritu crítico, la IA puede convertirnos en seres menos pensantes, menos reflexivos y menos autónomos. En definitiva: menos humanos. En esa búsqueda febril por aumentar la productividad y hacer goles fáciles, pagamos un precio demasiado alto y cedemos, alucinando un prompt y una iteración a la vez, algo mucho más valioso.