Crónica

Gustavo Santaolalla


Sexto sentido

Del mítico “De Ushuaia a la Quiaca” hasta las melodías de Hollywood, el sello Santaolalla puede rastrearse en los estudios de grabación de todo el continente. Ganó dos premios Oscar consecutivos, empujó a la masividad a una decena de bandas  y supo domar como pocos los egos del rock argentino. Él se define así: no vivo en una mansión, no manejo un auto lujoso pero genero cosas que el mundo necesita: mi negocio es el contenido.

Foto de portada: Luna Santaolalla

Fotos interior: prensa y Facebook de Gustavo Santaolalla

Gustavo Santaolalla mostró sus bíceps trabajados y dijo:

—Salgo a correr todas las mañanas con un personal trainner. A las 6:30 me toca el timbre.

Era el invierno de  2013 y el músico, productor y empresario se mostraba como cada vez que viene a Buenos Aires: hiperactivo y entusiasmado con sus múltiples proyectos. Por si los músculos de los brazos no alcanzaban, dio otra muestra de vitalidad. “Me agarró fuerte la gripe pero ya estoy recuperando, fijate”. Y arremetió con un canto vocal budista, throat singing (canto de garganta), para probar el estado de sus cuerdas vocales. En la habitación del quinto piso del Hotel Alvear resonaron durante tres minutos sonidos vocales muy graves y con consonantes ricas en armónicos “Ommm, mmmaah, mmmuh, nnnnah...”.

En 2005, la revista Time lo eligió como uno de “los 25 latinos más influyentes del mundo”. Doce años después, Santaolalla proyecta sus ideas hacia diferentes direcciones de la industria global: nuevo disco de Bajofondo Tango Club, documentales con Leonardo Di Caprio y Eric Clapton, la música del videojuego “The last of us”. Y antes hubo un libro de fotos de su esposa Alejandra Palacios, otras publicaciones de su editorial Retina y también los vinos de la bodega “Cielo y Tierra”. Y siempre ainda mais. También es un melómano con entusiasta espíritu infantil.

—Gustavo tiene el alma de un niño curioso e incansable. Basta verle esos ojos llenos de fuego. O verlo tocar y brincar furiosamente con su banda —dice  Alejandro González Iñarritu, el multipremiado director mexicano de Amores perros, Babel, Birdman y El renacido. Son amigos hace 18 años. Por la música de la película Babel (2006),  el argentino ganó un Oscar.

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Santaolalla es un hombre consciente de influencia. Lo hace valer. En 2010 se mostraba a favor del gobierno de Cristina Kirchner, respaldaba con declaraciones políticas públicas. Eso no fue un impedimiento para que un ejecutivo importante del grupo Clarín –entonces enemigo del kirchnerismo- lo convocara a una reunión. Quería hablarle de los planes de expansión del multimedios que, tal vez, podrían llegar a incluirlo. El ejecutivo lo citó en las oficinas de la calle Tacuarí. Y Santaolalla le mandó a decir por un asistente que no iría a esas oficinas. Y que si se quería reunir con él, debían verse a  las 14 horas en el lobby del Hotel Alvear. El directivo de Clarín aceptó y llegó puntual.

Su empresa es su nombre y apellido. Y cree que allí reside su poder. Desde su casa de Los Ángeles lo dice así:

—No vivo en una mansión, no manejo un auto lujoso. Mi negocio en la vida es éste, viajar por el mundo y no hacer nada que no me guste. Mi negocio es el contenido. Y yo sigo bien porque siempre genero cosas que el mundo necesita.

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—Es un visionario, tiene una antena. Y me sigue sorprendiendo por ese sexto sentido —dice Aníbal Kerpel, ingeniero de sonido de todas sus producciones, casi un hermano y un socio del silencio.

Para dar un ejemplo, cuenta que en 1988, Santaolalla le trajo el cassette de una banda que había visto tocando en la calle, un domingo por la tarde en la gigantesca feria El Chopo de Ciudad de México. “Tenés que concentrarte y leer entrelíneas, acá hay algo muy grosso”, le dijo.

—Lo escuché y dije ¿qué mierda es esto. Tocaban con instrumentos súper primitivos pero me encantaron. El sonido era pésimo pero los tipos tenían una personalidad increíble. Era Café Tacuba en estado embrionario.

Y el mundo supo de Café Tacuba. La clave, dice Santaolalla, es escuchar detrás del ruido.

—Ver, escuchar y percibir algo del artista.

En noviembre de 2001, cuando ya era un productor de renombre, contó cuántos demos de nuevas bandas le acercaban, y cómo hacía para llevárselos a casa. “Recibo 15 cds por día y cuando me voy, completo una valija. Escucho todo, pero siempre aviso que me den por lo menos tres meses. Sigo descubriendo y sorprendiéndome”, respondió entonces. El escenario de aquella entrevista era un departamento de Recoleta que alquilaba para quedarse en Buenos Aires con su familia (su esposa Alejandra, sus hijos Ana, Luna y el por entonces pequeño Juan Nahuel). Había transformado el departamento en un estudio casero. En una de las habitaciones el músico uruguayo Carlos Campodónico grababa las bases del primer disco de Bajofondo Tango Club.

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Desde los ‘80 hasta el presente, Santaolalla produjo un centenar de discos de todas las texturas y colores, entre los que se destacan varias de las obras capitales del rock latino de todos los tiempos: Los Prisioneros, Café Tacuba, Divididos, Molotov, Bersuit Vergarabat, Maldita Vecindad y Juanes entre otros, llevan su firma al pie.

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—Él nos regaló, compartió con nosotros el lenguaje y el universo del éxito. Como aliado fue insuperable en mi historia personal. Estoy totalmente agradecido de haberlo conocido —dice desde su exilio uruguayo Gustavo Cordera, el ex líder de Bersuit en tiempos de gloria y multitudes, que Santaolalla contribuyó a generar.

En medio de tantos logros de producción internacional, en el rock argentino plantó tres mojones ineludibles: De Ushuaia a la Quiaca, con León Gieco; La era de la boludez, con Divididos y Libertinaje, con la Bersuit. Con el primero, monumental proyecto de integrar definitivamente la cultura rock a la música popular argentina, hizo posible que más de una generación supiera quienes eran Sixto Palavecino, Leda Valladares o Cuchi Leguizamón. Y se recibió de productor: llegó con una idea revolucionaria y quijotesca resumida en el título del proyecto.

—Influyó tremendamente el mapa musical de nuestra identidad y la manera de abordar o acercarnos a nuestras raíces. De Ushuaia a la Quiaca es mi manual Kapelusz al que siempre vuelvo a consultar —dice su cuñada, compañera de banda y también cantante Barbarita Palacios.

Con Divididos y Bersuit se graduó como certero director técnico de bandas de rock en estado de rock, a punto de estallar y con personajes ásperos de conducir. En los ’90, Diego Arnedo, Ricardo Mollo o Gustavo Cordera atravesaban montañas rusas personales.

—Gran parte de su talento es domar fieras —dice Kerpel—. Saca de los músicos lo mejor de cada uno. Controla todo. En general, todos los músicos somos muy inseguros, paranoicos... Pero si viene un tipo así, se gana el respeto y la confianza.

Así lo recuerda Santaolalla:

—Las dos bandas tenían una vida desordenada, la música se mezclaba con otras cosas y perdía el foco, la potencia. Por eso fui muy claro siempre: ‘No soy el papá de nadie, cada uno hace lo que quiere’. Cuando hay algo más importante que la música, si tenés que parar cada 10 minutos para ir al baño… No funciona. Donde se come no se caga. Hay un momento para cada cosa. Lo entendieron. A alguien que no voy a nombrar lo tuve que empujar contra una pared y preguntarte: ‘¿Cómo tocás mejor? Me tenés que decir la verdad. ¿Cómo querés hacer tu disco? Porque esto va a quedar para siempre´”.

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En una de las pocas referencias que ha hecho sobre el trabajo de Santaolalla y Divididos, Ricardo Mollo dijo:

—El tipo tiene mucha personalidad y obviamente muchísimas ideas. El hecho está en saber qué hacer con esas ideas.

La cantante y compositora Erica García, que vivió bien de cerca el proceso de La era de la boludez y que luego también fue producida por Santaolalla, lo recuerda así:

—Es una persona particular por su intensidad. No por nada en su vida le pasaron cosas divinas y de las otras. Tiene pleitos y peleas con alguna gente porque es brillante e intenso.

Con Bersuit la historia tiene ribetes graciosos, casi absurdos e incluso míticos.

—Fue a verlos en sus años mozos y obviamente salió corriendo… Era una época en que marcaban cuatro y cada uno empezaba una canción distinta —dice Cristian Merchot, manager (hasta el presente) de la banda.

—Vino por primera vez en el ‘94 a un concierto en el Viejo Correo, traído por Daniel Kon. Se fue a la segunda canción, por el estado deplorable de la banda… Dijo ‘fue suficiente para mí’  —recordó Cordera.

Lo que parecía una relación imposible de concretar, dio un giro inesperado. Según la memoria de Merchot, la historia dice que Santaolalla vio en un bar de Los Ángeles la trasmisión de un show de la Bersuit en Dr. Jeckyll. Cuando sonó el estribillo de Comando culo mandril, subió al escenario un gordo de 200 kilos y se puso a bailar con el culo al aire. Cuando vio esa escena, Santaolalla dijo ‘¿Qué es esto?’.

Según Cordera, en un concierto de Árbol -otra banda que llevó la marca de origen Santaolalla-, se le acercó al productor y le dijo “Vos sos la única persona que puede manejar este barco y quiero que hagas un disco con nosotros”. Le dieron un demo que contenía clásicos instantáneos como El estallido, Sr. Cobranza y Murguita del Sur.

—A la semana, nos llamó y ¡cantó todas las canciones! De punta a punta. Quedamos totalmente azorados y sorprendidos por el nivel de compromiso que tenía. Fue una inyección de adrenalina y energía para nosotros que estábamos prácticamente devastados.

El hermetismo de sus protagonistas hace que la historia íntima de La era de la boludez sea un poco más difícil de desentrañar

 —Lo conocimos en una conferencia internacional de EMI, en 1992. Esa noche me quedé hablando con él y ahí nació la idea. En Argentina no estaba muy establecida la figura de productor, pero yo ya venía insistiendo con la idea desde “Acariciando lo áspero” porque eso era lo que había faltado. Aunque su trabajo no era tan conocido todavía, Gustavo me parecía el candidato perfecto —dice Federico Gil Solá, baterista de la banda en aquella época.

Antes de ir a grabar a Estados Unidos, Santaolalla pasó varias semanas en la sala de la banda en Hurlingham.

—Al principio planteó la típica de productor “muéstrenme cuarenta canciones y de ahí elegimos”. Le explicamos que sólo teníamos esas que luego se grabaron. Nos enseñó a probar distintas cosas y a no perder tiempo diciendo que no a nada. Así cambiamos varios arreglos. Contribuyó con el puente de Paisano de Hurlingham, el estribillo de Dame un limón, y varias cosas más. Gracias a él logramos ese balance entre lo acústico y lo eléctrico, un rock con aires de folklore que queríamos tener. Además fue un buen referí cuando no nos poníamos de acuerdo —dice Gil Solá.

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La estrategia del productor se sirvió de la misantropía propia del dúo Mollo-Arnedo. En cierto modo aislados en el elegante complejo habitacional Oakwood de Burbank, los Divididos cumplieron con la máxima peronista “de casa al trabajo y del trabajo a casa” durante más de 60 días.

—Estaban como encerrados. Sentían que los tenía agarrados de las pelotas, que los dominaba —dice Erica García, pareja de Mollo en aquellos años.

—Del bardo de Castelar pasaron a esto, y no pudieron hacer nada. Pedían cosas pero los enfocamos en laburar: lo único que podían hacer era estar en el estudio grabando. Eso influyó —dice Kerpel.

Es posible que aquel disco inolvidable, que contenía la extraordinaria versión Hendrix de El arriero de Atahualpa Yupanqui, resultara también una desgastante lucha de poder.

—Al producirnos él tenía más para ganar que nosotros. Luego pasó todo lo que pasó, pero el contexto era ese. La relación fue de igual a igual, de mutuo respeto, nunca intentó imponernos nada. Su método fue el de la persuasión —dice Gil Solá.

***

En julio de 1978, Gustavo Santaolalla se fue a vivir a Los Ángeles. Estaba a punto de cumplir 27 años. Había integrado la experiencia comunitaria-musical Arco Iris (los de Mañanas campestres, primer hit hippie argentino) que terminó bastante mal para él. Luego había formado Soluna, una banda de folk-rock que duró poco aunque el único disco que editó, Energía natural, sea considerado una joya en la historia oficial del rock que se insiste en llamar “nacional”. Igual se fue del país.

—Creo que se quedó para ver el Mundial y después partió —recuerda Aníbal Kerpel, que había llegado un poco antes, en enero del ‘78. Kerpel era tecladista de Crucis, la gran banda de rock progresivo de ese tiempo. Y se había encontrado con Santaolalla gracias a Charly García. “Un poco antes de irnos tocamos en el Luna Park en El Festival del Amor”, cuenta. De ahí salió un disco en vivo, Música del alma. Gustavo subió como invitado para cantar Volver a los 17, de Violeta Parra, y lo silbaron.

Llegó a la Costa Oeste de los Estados Unidos con una cinta de canciones folk en inglés y un contacto en Warner Music. No pasó nada. Desazón. Puede leerse una dura descripción de su salida traumática (y hasta violenta) de Arco Iris y su mirada hacia el futuro en la letra de Ando rodando, primer hit pleno y propio, publicado unos años después (1981) en su primer disco solista: “Si no sé para qué vivo, si en el mar se muere el río, de la tierra prometida sólo me quedan heridas. Pero de ésta, voy a sacar la respuesta. Voy a interrogar a cada ser viviente a ver si sale quién es el que nos miente”.

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Los Ángeles no era lo que los rockeros argentinos imaginaban desde Buenos Aires. Nada de flower power ni cultura alternativa, todo era corporate rock con Boston, Electric Light Orchestra, Styx y bandas por el estilo.

—Edelmiro Molinari y Gabriela vivían acá desde antes. Y un día Edelmiro organizó una zapada en su casa: tocaba él, un bajista, Gustavo y yo. En un momento empezamos a tocar un 6x8...Gustavo arrancó con la guitarra, lo seguí con un mini Moog que tenía: hubo un cruce de miradas cómplices y a partir de ahí nos enganchamos en armar algo juntos. Ya empezaba la new wave. Así que arrancamos con la idea de curtir un poco toda esa nueva música. De ahí salió Wet Pic Nic. Y comenzó nuestra relación de familia —cuenta Kerpel. Wet Pic Nic fue la primera banda hecha en Estados Unidos que lideró Santaolalla, con el pelo corto y sin barba, con trajes y corbatas finitas. Durante ese tiempo, tocaban hits del Top 40 en fiestas y eventos para sobrevivir.

Unos años después hizo su primera (y redituable) inversión en la ciudad. Compró una casa en Echo Park, un barrio montañoso entonces poblado por latinos y asiáticos, cerca del downtown, del Elysian Park y del estadio de los Dodgers. Junto con el lindero barrio de Silverlake, Echo Park es ahora una zona hipster de la ciudad con mucha vida nocturna (bares, restaurantes, clubes de rock como The Echo y Echoplex). Allí también instalaría años más tarde el estudio de grabación de su productora y sello Surco Music. Fue una apuesta a futuro que rindió sus frutos. Nunca se mudó de ahí y suele repetirlo como mantra cuando discute de dinero en alguna negociación:

—Yo vivo en Echo Park, no soy millonario.

***

Santaolalla cumplió 66 años y no para. Atrás quedó un período muy personal, blureado por decisión propia y “reservado a la intimidad” del que emergió con renovada energía, física y espiritual. Es su renacimiento, o algo parecido según puede interpretarse de sus siguientes actos públicos. El productor de un centenar de discos, multipremiado con 15 Grammys, dos Bafta y un Globo de Oro entre otros, llegó a su cumbre profesional con los dos Oscar consecutivos que ganó en 2006 y 2007 como compositor de bandas de sonido para Secreto en la montaña de Ang Lee y Babel de Alejandro González Iñarritu.

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—Gustavo es un caso sin precedentes en la historia de compositores de música para películas en Hollywood. Ésta es una rama muy tradicional de la Academia y hasta podría decirse obsoleta… El hecho que sea un músico autodidacta, ajeno a la tradición clásica, de puro instinto y sumamente ecléctico, rompió ciertos paradigmas de esa industria y les arrebató dos Oscar —dice González Iñarritu.

Se conocieron por una amiga en común en 1999. El director mexicano editaba Amores perros y Lynn Fainchtein le dio a escuchar el disco Ron Roco.

—Me gustó tanto que edité la película con gran cantidad de esa música y viaje a Los Ángeles para conocerlo y pedirle que hiciera la música para la película.

En 2008, poco después de aquel impactante doblete, la revista Entertainment Weekly ubicó a Santaolalla entra las “50 personas más astutas de Hollywood”. Y justificó: “Astuto porque alteró el paisaje aural de Hollywood. Los punteos íntimos e inquietantes para Brokeback Mountain y Babel, que le valieron los Oscar, demostraron que no necesita una entusiasta sección de vientos o cuerdas altísimas para conmover a la audiencia. Es el anti-John Williams, capaz de romper corazones con un simple instrumento de cuerdas”.

La no-formación clásica lo distingue pero le trajo miradas desconfiadas: en la Academia hubo oposición a sus nominaciones, debido a sus “técnicas no tradicionales” de composición según él mismo contó. Santaolalla compone según el guión, incluso antes que la escena sea rodada. Así la música ambienta la filmación.

—La música es en ocasiones la piel de una película. Es esa capa fina que encubre, descubre o acaricia un film. La música de Gustavo no solo acaricia mis películas sino que las dotó de una dimensión y resonancia emocionales. Juntos buscamos sin descanso esa nota o armonía santaolallezca que define un momento al sumar 2 más 2 y que el resultado sea 3.

Ese mismo proceso, Santaolalla lo explica así:

—Me gusta ser discreto. Dejar que la escena termine y luego entrar con la música como apoyo, para que el espectador capte emocionalmente esa escena con la ayuda de la música.

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En paralelo a la música, Santaolalla desarrolló con los años un perfil de activo hombre de negocios: hace una década armó propio emprendimiento vitivinícola. En la finca La Luna, 21 hectáreas ubicadas en Lunlunta, Luján de Cuyo (Mendoza), produce desde 2005 vinos de alta gama en los varietales Malbec, Cabernet Sauvignon y Petit Verdot.

—Cada uno de los proyectos creativos que realicé se inspiraron la identidad, la visión y la búsqueda de la excelencia. Esta trilogía está plasmada con pasión en estos vinos —dice.

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Como en Hollywood, también fue mirado de reojo por el establishment del negocio.

—Desde ese mundo aristocrático que tiene la producción de vinos en Mendoza, siempre lo miraron como un bicho raro —dice un amigo cercano—. Él intentó acercarse pero la verdad es que le cortaron el rostro. Claro, después de los Oscar la cosa cambió un poco pero a él no le importa. Se involucra en todo el proceso y es un excelente vendedor y relacionista público. En la última feria de vinos en California, él personalmente atendía su stand.

La historia de Santaolalla y el vino comenzó en 2004 cuando el músico local Raúl “Tilín” Orozco, amigo y conocedor de la zona, salió a cabalgar y encontró el terreno apropiado para el emprendimiento que ya daba vueltas en la cabeza del músico.

—Era una finca que tenía más de 100 años, en una zona que se había inundado, un lugar maltrecho, poco valorado. Pero estaba en un valle muy bonito,  con vista al cordón del Plata. La montaña se te venía encima…Tuve la visión y se lo conté. Vino y se fascinó, vio lo mismo que yo. Así empezamos —dice Orozco.

Hoy, la bodega Cielo y Tierra desarrolla –con la dirección técnica del enólogo Juan Carlos Chavero– varios exponentes varietales bajo las etiquetas Don Juan Nahuel, Celador y Don Juan Nahuel Reserva, y acaba de lanzar el ensamble (por cuestiones de “identidad”, evita denominarlo blend como indica el uso y costumbre de esta industria) Callejón de las Brujas, un corte de Petit Verdot, Malbec y Cabernet Sauvignon. 

—Al tercer año había tensiones, todos preguntaban ¿para cuándo? Salimos cinco años después de arrancar y los tres Malbec ganaron medalla de oro en el concurso Monde du Vin en Canadá. La magia llega, pero eso lleva mucho tiempo y mucho trabajo. Con la música es lo mismo —dice Santaolalla.

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Santaolalla dice que no suele mirar al pasado, pero que ahora “una sucesión de circunstancias” hicieran que revisara su vida a través de las canciones.

—Es un tiempo refrescante y excitante. Mi rango vocal creció y las vivencias acumuladas hacen que cada canción cobre otra dimensión. Es el mejor momento para hacer justicia con mi obra —dice, convencido. Siente el reconocimiento pero también se topa con jóvenes que le dicen: “¿Cantás también?”. Por eso cree al tocar su repertorio está saldando una deuda consigo mismo.

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El recorrido por su obra musical comienza en los tiempos de Arco Iris y Soluna, pasa por Wet Picnic, el disco homónimo y new wave que grabó en Buenos Aires a principios de los 80, GAS editado en 1995 y Ronroco de 1998. Nunca más tocó en vivo esas canciones. Con la edición de Raconto, armó una banda y una gira que explicita el sentido de este momento: Desandando el camino se titula.