Venezolanos en Brasil


Sobrevivir en la frontera

En la periferia de Boa Vista 660 migrantes y refugiados venezolanos ocuparon Ka’ubanoko, un territorio en el que desde la autogestión y la interculturalidad sobreviven al desarraigo, la precariedad y la exclusión. Allí, la vida cotidiana no está en lo importante, se va en lo urgente. Nicolás Cabrera recorrió la ciudad, entrevistó a criollos e indígenas que habitan el espacio y dice: lo que testifica esta experiencia es que la crisis humanitaria de Venezuela es real y grave y la acogida brasileña se avizora inconducente.

Fotos: Nicolás Cabrera

Primero fue pendular. Ir y volver. Después por goteo: unos pocos llegaban para quedarse. En los últimos tiempos, cuando los bienes más cotidianos –arroz, luz, jabón, pañales– se convirtieron en privilegios y las balas cazaron hermanos, la peregrinación forzada de venezolanos a Brasil se convirtió en éxodo.

Entre 2017 y 2018 la migración aumentó un 245%. El 2019 confirmó la marea: 500 personas por día cruzaban la frontera que divide al estado venezolano de Bolívar del estado brasileño de Roraima.

Conocer las cifras del drama venezolano es imprescindible. Contextualiza, mensura, interpela. Pero ponerle rostros, nombres, dialectos y hasta colores a esos números resulta urgente. Detrás de cada persona hay una crisis vivida.

Por eso importa conocer Ka'ubanoko, una ocupación enraizada en la periferia de Boa Vista, la capital de Roraima, donde viven 660 personas de todas las edades. Una mitad es “criolla”; la otra indígena. Pese a aquella diferencia –que en el día a día se torna asimetría– hay un trasfondo común: todos son venezolanos, han migrado a Brasil sin buscarlo y se organizan para sobrevivir y convivir.

 

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Ka'ubanoko, que en la lengua indígena Warao significa “lugar para dormir”, funciona como una “zona gris”. Un territorio de fronteras difusas: no es un refugio formal de la ONU pero cuenta con el beneplácito del ejército brasileño. Y de la “Operación Acolhida”, una iniciativa en el que ONGs, congregaciones religiosas, organismos internacionales, gobierno brasileño y ejército cruzan actores y recursos para brindar “ayuda humanitaria” a los migrantes y refugiados venezolanos. En Ka'ubanoko los moradores, hartos de la xenofobia y la discriminación de la ciudad, se protegen entre paredes de chapa, concreto y cartón. Comen, aunque sólo una vez al día. Todos escaparon de la privación y la violencia pero la cuentan en español, portuñol, warao, kariña, pemom o e’ñepá.

 

La ocupación nació el 3 de marzo del 2019 cuando 150 indígenas venezolanos, entonces en situación de calle, entraron a un predio abandonado conocido como “Club del Trabajador”. Entre la maleza descubrieron a un puñado de familias –también venezolanas pero criollas– que vivían escondidas. En ese encuentro pactaron una convivencia que dura hasta el presente.

El organigrama actual de Ka'ubanoko dibuja un matriarcado. En la “coordinación general” de los criollos está Yidri y como “cacique general” de los indígenas aparece Fiorella. Pero los imponderables de una ocupación que hoy resguarda a 600 venezolanos nunca dependen de una única voluntad. En Ka'ubanoko hay que delegar para coexistir.  Por eso, además de las líderes hay comités –educación, salud, cultura, infraestructura, alimentación, mujeres, niños, religión, seguridad, higiene– y responsables con nombre propio, tanto para la parte criolla como indígena. Una división omnipresente. 

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Camilo es regordete y de piel color bronce. Al estirar su mano para saludar muestra parte de su pasado: palmas de pescador. Fue de los primeros Warao en llegar a Boa Vista cuando la ausencia de futuro ya era una certeza. Partió con una bolsa de ropa al hombro, un machete en la mano diestra y un diente de jaguar al cuello. Abrigo, protección y fuerza.

Al hablar redunda con las mismas palabras. Una mirada ingenua sospecharía que todavía no domina el español. Una escucha atenta sabría que la repetición, para muchos pueblos indígenas, es pedagogía.

Como “Aidama” –cacique en Warao– Camilo es el autorizado para hablar en nombre de las 26 personas de su familia que lo acompañaron desde el Delta del Orinoco, en Venezuela, a 688 kilómetros de su nuevo hogar.

Los Warao venimos de muy lejos porque hay grupos armados, muchos, muchos grupos armados en la tierra. Roban canoas, trafican, matan, secuestran, bandas organizadas que matan. Gente armada en nuestras tierras, masacrando, matando a nosotros, con armas. Tenemos miedo. La comida es muy cara, no hay medicamos, no hay turismo para artesanías. Estamos muriendo. Por eso venimos de lejos: los Warao estamos con miedo.

 

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Los Warao son los primeros y los más numerosos de todos los grupos indígenas venezolanos que migraron a Brasil. Hay quienes dicen que son nómades por su propia cosmología. Lo fundamentan en mitos de origen que narran un errar incansable. Otros estudiosos lo justifican etimológicamente: Warao significa “gente de embarcación”, “pueblo del agua”, navegantes.

Lo cierto es que Camilo y tantos otros Warao hablan de causas más concretas y terrenales. Enumeran ataques, grupos armados y muertes. Nada descabellado si reparamos en que la mayoría de los Warao de la ocupación vienen de la comunidad de Mariusa, donde el 29 de abril de 2019 una embarcación de encapuchados gatilló plomo contra canoas indias y mató a una mujer embarazada y a su hija de seis años. Dos meses antes, otro grupo de encapuchados había saqueado la misma aldea y secuestrado al cacique de la comunidad.

No son casos aislados, son causas recurrentes. Las ramificaciones fluviales del Delta del Orinoco, tierra nativa de los Warao, se han convertido en zona de tránsito para el tráfico y los grupos armados que operan entre Venezuela y Trinidad y Tobago.

 

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La situación económica y social de Venezuela también afecta de manera directa a los Warao. Con una inflación incalculable la escasez es regla. Y sin turismo no hay venta de artesanías. Si la salud, la educación y el trabajo se deterioran para la mayoría de los venezolanos, imagínense para los indígenas que siempre padecen una desigualdad recargada.

A ese escenario se suma que los Warao todavía sufren las consecuencias del ecocidio ocurrido en la década del sesenta cuando la Corporación Venezolana de Guyana cerró el Caño Manamo y quebró el equilibrio ecológico del Orinoco. Los resultados fueron la muerte de miles de indígenas como así también la migración en masa de los sobrevivientes.

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—¿Qué hacen para divertirse en la ocupación?

 

—¿Divertirse? Acá intentamos sobrevivir.

 

—Pero uno necesita divertirse para sobrevivir.

 

—Sí.... y bueno, a veces tomamos cachaça.

 

Con Alida intento huir de los clásicos diálogos entre reporteros y migrantes donde unos salan las heridas de otros. Aprovecho el afilado sentido de humor de los Warao, que nunca olvidan que no hay exorcista más eficaz que un espasmo de risadas. Imaginamos banquetes, susurramos chismes, exigimos favores y nos burlamos de los brasileños.

 

Y ella habla de rituales. Nadie mejor que una profesora Warao para ilustrar en el tema. Enseñar costumbres era el trabajo de Alida hasta que con su sueldo en mano tuvo que elegir entre comprar un pollo o dos kilos de arroz. No dio para más, ni su dinero, ni su paciencia.

 

Alida lleva hoy un hermoso vestido rojo. El pelo atado resalta dos ojos negros de párpados caídos. Con didáctica paciencia describe el “Nahanam”, un baile en honor al “Kanobo”, el “dios todopoderoso”. En su nombre los Warao festejan un mes. De noche se come y se baila. De día se trabaja la “Yuruma”, una masa hecha a base de moriche, ese mismo árbol que los Warao usan para sus artesanías y hoy extrañan por tradición y necesidad.

 

Los Warao saben que lo cantado es contado. Tienen canciones para sus ancestros, dioses, hermanos y enemigos. Porque no hay pueblo sin música. Y Alida canta sobre el río Orinoco, al que define como “río padre” porque los alimenta, los arrastra, los limpia.

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Dentro de la población indígena de Ka'ubanoko también hay segmentaciones, pues allí conviven 330 personas de cuatro etnias diferentes: Warao, Kariña, Pemom y Eñepa. La distinción es política, cultural y espacial. Cada pueblo tiene su cacique, su idioma, un territorio delimitado. Y su historia.

 

Los Pemones tienen una ventaja si los comparamos con las fatalidades de los Warao. Al habitar una tierra transfronteriza entre Venezuela, Brasil y Guyana, varios de los venezolanos fueron recibidos por sus parientes brasileños. La mayoría se ha refugiado en aldeas hermanas y por eso en Ka'ubanoko se cuentan con una mano. Pero sufren una maldición: gran parte de sus territorios venezolanos son ricos en oro.

 

En febrero de 2016, el presidente Nicolás Maduro bautizó vía decreto a un área de 111 843,70 km² –12,2 % del territorio venezolano–al sur del río Orinoco como “Zona de Desarrollo Estratégico Nacional Arco Minero del Orinoco”. Allí se concentran 7000 toneladas de reservas de oro, cobre, diamante, coltán, hierro, bauxita y otros minerales. La idea del Gobierno es sustituir la renta petrolera por el lucro minero. Extractivismo depredador como condición del “Eco-socialismo”. Una iniciativa que hasta el momento sólo incrementó la violencia, dinamizó mercados ilegales, contaminó ríos y expulsó vastos contingentes indígenas que hoy se refugian en Brasil.

El viernes 22 de noviembre un grupo de hombres vestidos de negro llegó a Ikabarú, municipio Gran Sabana del estado Bolívar, Venezuela. Dispararon con puntería. Mataron 8 personas. Uno de ellos, Edidson Ramón Soto, era Pemón. Las investigaciones apuntan como principales responsables a personas del “sindicato del oro”, un grupo armado paraestatal que intenta controlar la explotación minera de la zona. Los Pemones, por comunicado oficial, exigen justicia y recuerdan que no se trata de un hecho aislado. Los “parientes” asesinados por la nueva fiebre del oro se cuentan de a decenas.

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En un principio la “Operação Acolhida” tenía tres fases: primero se hacía un registro fronterizo de los refugiados. Luego los venezolanos eran derivados a uno de los trece abrigos oficiales que hay en Roraima. Una vez abrigados se procedía a la interiorización, es decir, se los reubicaba en otros estados brasileños bajo la promesa de trabajo y con el objetivo de descomprimir el estado. Ya fueron interiorizados más de 25000 venezolanos según las fuentes oficiales de la operación.

Pero el esquema está colapsado. En Boa Vista hay capacidad para abrigar solo a 6500 del total de 53.000 venezolanos que hoy viven en la ciudad. Los abrigos están desbordados. Eso incentivó la ocupación de inmuebles abandonados, como Ka'ubanoko. Era invasión o calle.

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La “Operação Acolhida” muestra serias dificultades frente a la cuestión indígena a pesar de tener un abrigo exclusivamente para ellos, como es el de Pintolandia. Los actores que intervienen, sobre todo ACNUR –Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados– y el ejército, no tienen experiencia en abrigar pueblos originarios. Son una población incómoda para los protocolos operacionales estandarizados con los que se organizan los refugios. Tal vez por eso muchos de los indígenas fueron expulsados de esos lugares o simplemente se retiraron voluntariamente por sentirlos muy contrarios a sus costumbres.

Por último está la polémica en torno a la interiorización o no de los indígenas. La operación decidió por la negativa. Aduce incompatibilidades entre aquel formato de relocalización y las “tradiciones” migratorias indígenas. Hoy, en consecuencia, la interiorización es un “derecho” reservado para los criollos. Una diferencia que en la opinión de los Warao se nombra como desigualdad.

Fiorella, cacique general de Ka'ubanoko, es quien mejor ordena los reclamos de la comunidad. Tal vez porque en su formación universitaria como médica aprendió a decir lo que los blancos queremos escuchar; o porque, como cacique máxima de los Warao, entiende el efecto de las palabras. O, simplemente, porque, como ella dice, pide lo que el sentido común exige:

Queremos reubicación en un lugar específico para los indígenas, donde se creen proyectos acordes a nuestra tradición. Nosotros tenemos muchos profesionales: maestros, ingenieros, agrimensores, técnicos superiores en higiene y alimentos, enfermeros. Sólo pedimos un lugar para nosotros.

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Aunque los criollos venezolanos que viven en Ka'ubanoko cuentan con algo más de oportunidades que la mayoría de sus vecinos indígenas, su suerte sigue siendo una moneda al aire. Ni llegar a la ocupación ha sido fácil.

Yidri trabajaba en una empresa de seguridad. Largo currículum y vasta experiencia. Hace un año ganaba dos salarios mínimos que se evaporaban en la primera semana del mes. Se vino embarazada de siete meses junto a su hijo de 10 años.

Reinaldo fue mozo, guardia de comercio, recepcionista de hotel, salvavidas, cocinero, barman y locutor de radio. Una polifuncionalidad que nunca supuso ingreso suficiente, pero sí cierta riqueza para la principal actividad de subsistencia en la Venezuela actual: el trueque. En 2018 Reinaldo se cansó de dar para recibir y recibir para dar y vino a Brasil detrás del vil metal.

El prontuario laboral de Rosa también es una oda al emprendedurismo. ¿El resultado? Carestía. Cuenta con fastidio como hacía filas de ocho horas sin saber qué iba a poder comprar. Lo recuerda describiendo góndolas vacías. Para ella el problema no era la falta de comida que el estado racionaba, sino el goloso mercado negro donde lo planificado estatalmente se privatizaba.

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Luis y Alejandra caminaron 215 kilómetros desde Pacaraima hasta Boa Vista. Demoraron cinco días. No de lentos sino por cargados. Luis, de 22 años, arrastraba una valija azul. Alejandra, de 21, llevaba entre brazos a su hija Estel de tres y en su panza al pequeño Abraham de 6 meses.

Yo trabajaba en la calle, carretando. Al principio se vivía bien, pero llegó un tiempo que no daba más y nos vinimos. No alcanzaba para nada: ni comida ni pañales, cosas básicas.

Recién un hombre me contó que con su salario compraba apenas un pollo.

Compadre, el hombre tenía un buen sueldo.

Pocos hablan de una falta de trabajo en Venezuela. Muchos acusan su informalidad –por ende, inestabilidad–. La mayoría padeció la depresión por la falta del dinero y la ausencia de lo mínimo.

Todos cruzan fronteras intentando no tropezar.

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El 95% de las personas adultas que vive en Ka'ubanoko está desempleada. La mayoría de los hombres se la rebuscan revolviendo basura, revendiendo chatarras, juntando aluminio o arreglando bicicletas. Las mujeres venden comida, producen artesanías, atienden en la feria, escuchan cursos o piden en la calle. Cada día “matan un tigre” nuevo, como la sabiduría popular de Venezuela llama al trabajo informal.

Entre la población “nativa” de Boa Vista sobran los que responsabilizan a los venezolanos por la desocupación en el estado. Es decir, brasileños con empleo que dicen que está faltando trabajo porque hay migrantes y refugiados que no consiguen trabajar. Inconsistencias de la xenofobia.

La educación es otro problema. Ningún niño venezolano de la ocupación consigue escolarizarse. Por eso entre iglesias católicas, movimientos sociales como el MST y donaciones internacionale, los que tienen entre 5 y 15 años reciben apoyo escolar dos veces por semana.

La salud también está en alerta aunque muchos confiesan una alevosa mejoría en relación a su pasado en Venezuela, donde los medicamentos se tornaron una quimera. El problema es que en Brasil, como en cualquier país con brotes xenófobos, el desprecio al extraño se interpreta en clave higienista. Para ciertas autoridades brasileñas la migración venezolana trajo enfermedades viejas como el Sarampión. La ex Gobernadora de Roraima Suely Campos, en 2018, firmó un decreto que limitaba el atendimiento de venezolanos en la red sanitaria estadual.

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“4 cigarros por un rial” dice, con carbón, la pared de la casa de Consuelo. Ella es de Caracas, tiene 52 años y se queja, entre risas, porque la pobreza la está desalineando.

Ni pintarme el cabello puedo. ¿Cómo voy a conseguir marido ahora?

En Venezuela trabajaba por su cuenta. Vendía cigarrillos, café, bebidas y “comiditas caseras” en la terminal de ómnibus. En Boa Vista encontró una historia repetida.

Ya venía triste porque me habían matado un hijo, los malandros, y sucede que me roban la bomba del gas. ¿Podés creer? Además de que no alcanzaba por nada, con la violencia y el robo estaba imposible. Ahí mi otro hijo, que ya estaba acá, me dijo venite, venite, venite.

En el relato de Consuelo aparece un motivo que se repite en muchas historias venezolanas: la inseguridad compite con la economía a la hora de justificar la migración. No es casual para un país con una tasa de homicidio de 81,4 por cada 100.000 habitantes, la más alta de toda América Latina. Cifras de guerra sin conflicto armado.

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Pero estos venezolanos no han llegado a una tierra más pacífica: algunos brasileños empezaron hace tiempo una escalada de violencia hacia los foráneos. Se cuentan, al menos, cinco 5 “venecas” – el rótulo despectivo que todo proceso xenofóbico demanda– asesinados en 2019 por grupos de caza.

No hay apenas rabia “desde abajo”. Los discursos incendiarios también llegan “desde arriba”: el ruralista Antonio Denarium, electo gobernador de Roraima por el ex partido político de Bolsonaro –quien a su vez fue elegido en Boa Vista por el 78, 61% de los votos–, manifestó que la Operação Acolhida no tenía ningún beneficio para los brasileños y sólo favorecía a los venezolanos: “No da para la canasta básica de los brasileños que están pasando hambre. Pero, para los venezolanos dan todo: almuerzo, cena, alquiler”.

El propio Bolsonaro, a la semana de asumir, retiró a Brasil del “Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular” suscrito en la asamblea general de la ONU y firmado por 152 países miembros.

Brasil, por encima de todo.

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No todo es odio. Tampoco hay fronteras inquebrantables. Las biografías son más ambiguas que los esquemas dicotómicos y las notas merecen ser algo más que una pornografía de la tragedia. En Ka'ubanoko también hay amor, solidaridad y alegría. Como el romance entre Carlos y Mariane, un venezolano criollo de Barcelona de 36 años y una venezolana indígena eñepa por parte paterna y yanomami por vía materna que tiene 29.

Los dos migraron solos. Y en Roraima se vieron, se coquetearon y se amaron. Primero vivieron en el lugar donde él trabajaba. “El patrón nos hizo un lugarcito”, comenta Carlos. Después, cuando ella descubrió que en Ka'ubanoko vivía parte de su linaje eñepa, decidieron mudarse a la ocupación. Ellos se sonrojan cuando se les pregunta por sus momentos de intimidad en medio de tanta gente.

No es fácil –responde Carlos– pero uno se la rebusca, como en todo. ¿No? Ahora estamos tranquilos, parece que ella está embarazada. O eso creemos, no hicimos eso del test pero tiene un atraso de dos meses.

Conocer Ka'ubanoko no supone entender Venezuela. Tampoco invita a posicionarse con firmeza en el barro partidario de su coyuntura polarizada. Y mucho menos a conjeturar sobre los intereses geopolíticos que el ajedrez global reposa en la República Bolivariana.

Ni los indios ni los criollos que aquí habitan priorizan hablar de revolución o régimen; de presos políticos o políticos presos; de chavistas o boliburgueses; de imperialismo yanqui o dependencia rusa.

La vida cotidiana en Ka'ubanoko no está en lo importante, se va en lo urgente. Porque lo que sí testifica esta ocupación es que la crisis humanitaria de Venezuela es real y grave. Y que la acogida brasileña, tal como está, se avizora inconducente. No funciona un esquema transitorio para un problema estructural.

Mientras tanto, los que huyen hacia adelante, siguen llegando.

Colaboró: Carolina Cabrera