Crónica

Sergio Massa


El candidato esponja: de liberal a conservador popular

“Señora, señor, usted elige: ¡Barrionuevo o la UCeDE!” gritaba el adolescente Sergio Massa en San Martín, arriba de una camioneta de campaña. Tras militar en las filas liberales, a los 21 años se pasó al peronismo. Massa es el muchacho del conurbano que levantó cabeza, vive pendiente de los medios y se queda después de los actos sacándose fotos y dando abrazos. Algunos dicen que es una mezcla de los dos caudillos peronistas más exitosos: Kirchner y Menem. “Yo trato de aprender de todos y en ese sentido no tengo pruritos. Diría que soy una esponja”, se define. El cronista Andrés Fidanza y el sociólogo Lucas Rubinich lo entrevistaron y hablaron con sus aliados y detractores. En este perfil anfibio, analizan qué representa. Ven en él la rémora de un conservadurismo popular que le quita potencialidad transformadora a la política.

Publicado el 21 de octubre de 2013

 

 

 

Por sobre la nube de fans con celular que lo rodean, Sergio Massa levanta la mano y pone los dedos en ve. No es la ve peronista clásica, es una ve ladeada de fumador. Massa quiere puchos. Y con ese gesto, una de sus asistentes de campaña ya entiende que tiene que alcanzarle un encendedor y los cigarritos negros Café Crème.

 

Massa es un hombre que fluye en la marea del post-acto. Habla perfectamente su lenguaje toquetón. Besos, carcajadas, abrazos y auto-fotos para el face. “¡Chicas!”, grita Massa y se tira de bomba sobre una banda de sesentonas. Le amaga una piña al intendente Gabriel Katopodis, anfitrión de este acto en San Martín, y en el aire cambia el golpe por un abrazo. Ve de refilón al intendente de Hurlingham, Luis Acuña, y pregunta; “che, ¿alguien vio al viejo puto de Acuña?”. Carcajadas generales.

 

Massa se divierte. “Sí, disfruto de la política”, le dice a Anfibia con una sonrisa permanente. Su jefe de prensa, Claudio Ambrosini, quien lo ayuda en el destilado fino del discurso, trabajó para el ex gobernador bonaerense Carlos Ruckauf, la sonrisa más perenne del menemismo. También el histórico Ernesto Savaglio coucheó a Massa para la perfomance de campaña, hasta que Daniel Scioli le exigió exclusividad cuando se cayó el acuerdo electoral por el cual casi, casi, termina mezclado con Scioli y Francisco de Narváez.

“¡Ernesto!”, llama de nuevo desde el centro del amontonamiento. Esta vez reclama a uno de los miembros de su equipo de prensa, que se encarga de grabar y filmar cada una de sus declaraciones. El tono imperativo de Massa hacia su círculo de colaboradores es una forma de ser lúdico y amable. O eso supone él, que parece funcionar con Duracell, para desgracia de sus asistentes y secretarios, que trabajan 24 horas al ritmo del jefe.

 

“Quiero que la nota del acto la editen larga y que esté la parte en que pido lo de la policía municipal, ¿viste? Llamalo a Rolo Graña y avisale que se lo mandamos. Yo después le pego un refuerzo”, indica un segundo antes de zambullirse en un abrazo amplio hacia dos hermanas que conoce de su adolescencia en San Martín. “Aunque el Papa dijo que hay que hacer lío, no lo dijo pensando en ustedes”, les advierte a las hermanas rubionas.

 

—Para mí la política pasa por el territorio. Es mentira que pasa por las cuestiones super-estructurales.

 

—Pero tampoco desatendés a los medios de comunicación.

 

—Porque el mejor puente de comunicación con la gente son los medios, porque vivimos en una sociedad de 40 millones de personas. Ahora, los medios sin contacto físico, no sirven. El contacto físico sin los medios, no sirve. Es la suma de las cosas.

 

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Para el intendente de San Miguel y uno de sus principales aliados, Joaquín de la Torre, el carácter de Massa es una mezcla de los últimos dos caudillos peronistas más exitosos: Kirchner y Menem.

 

—¿Es así, Sergio?

 

—Yo trato de aprender de todos y en ese sentido no tengo pruritos. Te diría que soy una esponja.

 

El intendente de San Isidro, Gustavo Posse, un radical que se sumó al kirchnerismo en 2003 y ahora juega sus fichas para ser el gobernador de Massa en 2015, le percibe el mismo ADN del mítico Kirchner de 2003. El que fue más práctico que ideológico, antes de ser el Nestornauta.

 

—Aprendió mucho de él y tiene su impronta en eso de convocar y en el tiempo que le dedica al contacto con la gente. Lo hace de manera genuina. Después no se sube a un tráiler y se baña. El tipo disfruta, le gusta. No es producto de ningún tutelaje. Se hizo a sí mismo y nace del Gran Buenos Aires— cuenta Posse.

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Desde la dirección de la Anses, Massa vio a Kirchner tratar con intendentes, gobernadores, funcionarios, periodistas y empresarios. Esas lecciones informales duraron hasta 2007, cuando decidió ir por la intendencia de Tigre, en una decisión contra-intuitiva, si se comparaban los 6 mil millones de pesos del presupuesto de la Anses con los 300 millones de Tigre. “Sabés que pasa, que la de allá la manejo yo”, le explicó a un periodista entonces.

 

El salto de Massa a la escena nacional también es una consecuencia no deseada por una estrategia de Kirchner: puentear a los gobernadores y negociar recursos nacionales directamente con los jefes comunales. Los intendentes al fin dejaron de depender del estrecho presupuesto que les daba el cobro del impuesto por el alumbrado, el barrido y la limpieza. Depender del ABL quedó en la historia como un momento de vacas flacas. Ahora, con los recursos generosos de la nación hacer política en el Gran Buenos Aires era otra cosa. Massa lo entendió.

***

Llegó a Punta Mogotes el sábado y todavía era de la UCeDE. Volvió a San Martín el domingo, tras un paso breve pero intenso por la casa veraniega de Luis Barrionuevo, y su nueva condición era la que había ido a buscar: peronista.

 

La magia seductora del PJ se aplicó esa vez, como otras, sobre la identidad de clase media ascendida de un muchacho del conurbano, 21 años, católico, casi abogado y con ideario someramente liberal. Manejó desde su casa, en San Martín, el Ford Escort negro de su papá Alfonso, un inmigrante italiano que progresó hasta convertirse en pequeño empresario de la construcción.

 

El proceso intergeneracional del ascenso social, en realidad, había empezado en el padre de Alfonso, un albañil que le puso esfuerzo personal al marco establecido por el primer peronismo y, así, logró mejorar las condiciones de vida propias y las de su descendencia. Como resultado de esa cultura del trabajo, ahora su nieto manejaba un Ford brillante, que era toda una muestra de status digno para la familia. Recorría la ruta de las clases medias con aspiraciones y estaba ansioso como un chico que va a conocer el mar.

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Había ido al colegio Agustiniano, donde hizo amigos de la nueva elite de San Martín, como Matías Brown, hijo del intendente Carlos “Tato” Brown. “La política entró al colegio y a mi casa, pero fue una cosa accidental”, contará Massa, minutos antes de subir a la camioneta Volkswagen Touareg gris repleta de camisas y sacos para cambiar el look entre actos, y continuar con la gira bonaerense.

En aquel viaje iniciático a Punta Mogotes lo acompañaba su amigo y concejal de la Unión de Centro Democrático, Alejandro Keck. Por voluntariosos y audaces, con Keck y otros jóvenes habían conseguido llamar la atención de los votantes y del establishment local.
A tal punto se habían vuelto visibles, que aquel sábado de febrero de 1994 en Mar del Plata tuvieron cita con otro vecino paradigmático de San Martín: el sindicalista gastronómico Luis Barrionuevo.

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En la década del sesenta, los límites partidarios, ya fuera desde el liberalismo hacia el PJ y viceversa, jamás hubieran permitido un intercambio como el que se produciría con ese viaje. Pero en los noventa, con los cambios en la política, la economía y la cultura global, sumada al fervor con el que Carlos Menem cabalgaba sobre ese nuevo mundo, las fronteras del PJ, y también de la UCR, eran más porosas. En el momento de ese viaje a Punta Mogotes para el encuentro con Barrionuevo, renacía un antiguo ideal moderno en el que el individuo se plantaba contra un orden que había limitado su creatividad. Porque en los noventa, instituciones como las empresas estatales, los sindicatos, los viejos partidos políticos con sus listas sábana eran definidas como formas pesadas, productoras de una cultura parasitaria. Hasta la educación pública con su papel uniformizador era vista como obstáculo a la iniciativa individual.

Se revalorizaban, en cambio, las viejas prácticas de los hombres hechos a sí mismos, los tiempos de la sociedad con movilidad ascendente que vivió su papá, Alfonso Massa. Se desprestigiaban las formas de organización con capacidad de construir fuerza política y de hacer oír a los sectores sin poder económico, como sindicatos y partidos.

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Cuando Barrionuevo se enfrentaba al joven Massa, eran tiempos en que el agrupamiento colectivo quedaba reservado para una filantropía moderna, que iba desde las damas de caridad, al Rotary y a Greenpeace, y cuyos objetivos eran transformar a las personas en sujetos proactivos: “empoderarlos”. Las apuestas del viejo republicanismo liberal o los nacionalismos populares, por su parte, se habían ido convirtiendo en retóricas desgastadas; boxeadores cansados que intentaban dar trascendencia a una época en la que el individuo pragmático ocupaba el centro del ring.

Y cuanto más debilitado el sistema político, los emprendedores y los aventureros gozaban de mejores chances de coronarse partidariamente. Era el contexto ideal para Massa y su enorme determinación por jugar en las grandes ligas.

Cuando él y Keck llegaron a Mogotes, fueron derecho al caserón de Barrionuevo, al sur del paraíso vacacional que Perón imaginó para la clase trabajadora.

Llegaron a las 12, hora acordada. Los atendió la esposa de Barrionuevo, Graciela Camaño: “Ah, sí, sí, pasen. Luis está terminando un partido de padle con Herminio, pero ya viene”. A la media hora, toallas blancas al cuello y raquetas en mano, apareció junto a Herminio Iglesias, el que prendió fuego el cajón de la UCR en el 83 y fue estigmatizado por los nietos de inmigrantes analfabetos por su frase “conmigo o sinmigo”.

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“Bienvenidos, compañeros”, los recibió el dueño de casa con ademán contenedor. Herminio se retiró un momento y ahí mismo, en el living del mítico gastronómico, donde una parte de la elite peronista había cerrado mil tratos y cerraría mil más, el intendente de Tigre y actual estrella de la política argentina protagonizó el suyo personal.

A partir de ese sábado de 1994, Massa, Keck y su grupito de militantes de San Martín abandonaron el partido de Álvaro Alsogaray, donde participaban desde la época del colegio Agustiniano. A cambio, se les otorgó una nueva identidad. Sus carreras y proyectos recibirían mayores impulsos y hasta se les designaría algún dinero mensual para afrontar los gastos de la actividad política de tiempo completo.

Para Barrionuevo, según recuerda uno de los ex ucedeístas transferidos, el acuerdo implicaba sumar a bajo costo dirigentes populares y en ascenso. Líderes potenciales que, hasta ese momento, habían sido adversarios menores pero muy movedizos y molestos para su hegemonía municipal.

El propio gastronómico se los había confesado en una reunión previa, en su mansión de San Martín, donde se amasó la transacción:
—Necesito de ustedes porque tengo todos los indios que quiero, pero me faltan algunos que se puedan poner saco y corbata.

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Massa es el muchacho del conurbano que levantó cabeza. Representa el sueño del esfuerzo intergeneracional argentino sin mediaciones. No necesita demostrar o simular que viene de una familia culta. Ni siquiera que conoce en detalle la historia peronista. Es lo que es. Por eso, los rituales de sus actos políticos se parecen bastante a las “presencias” de los personajes mediáticos en algún boliche. También tienen un aire al backstage del programa de Marcelo Tinelli, donde el comentario detrás de cámara, la pelea de pasillo y el run run de camarín en el que todos hablan como si estuvieran en una mesa de café, se vuelven importantes rápidamente y, una vez detectados por el conductor, pasan a ocupar la centralidad del show.

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Massa ya no tiene nada que ocultar. Claro que en los actos de campaña también llega el momento en el que adopta un tono de gravedad y toca algunas cuestiones muy serias. Pero se trata de las cuestiones serias que la gente quiere escuchar. Es el mismo proceso por el que el conductor Marcelo Tinelli pasa del clima de fiesta a una seriedad empática con cuestiones que afectan a zonas sensibles a eso que se llama opinión pública.

El tour electoral de Massa es una gira frenética aunque minimalista por toda la provincia de Buenos Aires. Nada de actos grandes ni muy populosos. La gastronomía se orienta más hacia el catering de jugos y pinchos que hacia el vino y el choripán. El momento histórico no estimula al movimiento de masas, y además, el núcleo de campaña decodificó que, después de las elecciones primarias ganadas por el Frente Renovador, “la gente no quiere que los candidatos la abrumen”.

Como muchos otros dirigentes, Massa es un muchacho de barrio exitoso que no se disfraza: habla en público como en privado, hace los mismos chistes y los mismos gestos, más allá de su actual prédica papal de continuar con lo bueno y cambiar lo malo.

A menos de un mes para las legislativas, canta con prudencia y a pedido de su público. Y si el público quiere escuchar los grandes éxitos, se tocan los grandes éxitos, sin cambios ni alteraciones pretenciosas. Su hit es el “combate contra la inseguridad” con la importación de unos drones holandeses –mini-helicópteros que filman con 25 minutos de autonomía de vuelo- y la instalación masiva de cámaras fijas en Tigre, donde el 60% del territorio pertenece a countries y barrios privados.

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Pero sobre todo, el gesto de mayor alcance fue difundir los videos a través de acuerdos -ubicados a mitad de camino entre el show televisivo, la política y el negocio- con los dueños de los canales de TV. En especial, con Daniel Hadad (ex dueño de C5N) y con su amigo Daniel Vila (dueño del Grupo América, junto a José Luis Manzano y Francisco de Narváez).

Algunas filmaciones a veces no se muestran, como la del 24 de febrero pasado en el que hubo guerra al aire el libre entre las barras de Tigre, el club del que fue vicepresidente y en el que todavía influye. Sin embargo, Massa capitalizó el discurso de la vigilancia en las elecciones y consigue venderse como un peronista razonable.

Gracias a las camaritas, la brutal transformación inmobiliaria de Tigre y el distanciamiento justo a tiempo del gobierno, Massa pasó el test de confiabilidad ante el país empresario.

Falta demasiado para 2015, pero Massa sólo piensa en eso. Primero, deberá superar unas legislativas a las que el resultado de las primarias les aniquiló el entusiasmo.

La agenda de campaña lo trajo, esta vez, a los 41 años, a la Sociedad Alemana de Gimnasia de Villa Ballester, en San Martín, un club agreste en el que Massa jugaba al tenis de adolescente. El intendente Gabriel Katopodis acaba de anunciar que el municipio incorporó 15 patrulleros: 10 autos y cinco camionetas, estacionadas sobre el pasto, con las balizas puestas y agentes parados como si fueran promotoras del TC 2000.

Con ese paisaje de fondo y ante un auditorio sentado, abrió Katopodis y cerró Massa. Superada la formalidad de los discursos, arrancó un ritual culturalmente más poderoso que el acto mismo, parecido a los intermedios del Bailando por un Sueño. Chistes a los gritos, y toqueteos a granel.

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El PJ nunca fue un partido demasiado prolijo ni de manual. Menos cuando Massa concretó su ingreso e inmediata afiliación. Por entonces empezaba su transformación hacia lo que terminó siendo, sobre todo a partir del 2001: una red de contactos y agrupamientos debilitados simbólicamente, con hincapié en la defensa de los intereses locales y con todos sus actores desconfiándose entre sí. Massa entraba sin los titubeos de muchos de sus nuevos compañeros, sobre todo de algunos veteranos que si bien celebraban el carisma del gran jefe riojano, se incomodaban ante las banderas arriadas en nombre de la modernidad.

 

El actual intendente de Tigre arribó al PJ con el vértigo y el entusiasmo de sentirse en la cresta de una ola político cultural. Tenía 21 años y estaba una vez más en la vanguardia de la época. A los 15, ya había hecho pie en un partido que, de ser minoritario, super-estructural y ligado a los golpes militares, se había transformado en un espacio dinámico que conmovía a diversas franjas juveniles. A tal punto que la Unión para la Apertura Universitaria (UPAU), brazo estudiantil de la UCeDE, logró ser competitiva en las elecciones de los centros de estudiantes de la UBA, incluso en facultades con tradiciones de izquierda como Filosofía y Letras.

 

—Sergio siempre se hacía notar: intervenía mucho y le gustaba polemizar. Tenía 15 años y ya sobresalía en su grupo de amigos y le daba dinamismo a la clase— cuenta Claudio Lacapmesure, un profesor de historia sesentón y tirando a peronista que tuvo de alumno a Massa en la primaria y la secundaria.

 

—Yo decía, para llevar un debate, que a lo largo de la historia se pueden identificar dos corrientes antagónicas. Yo me identificaba con la nacionalista y Sergio con la liberal.

 

Desde su etapa ucedeista, la mochila de Massa incluía un capital pequeño pero cualitativamente relevante: energía militante y entusiasmo real.

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En la campaña de 1991, cuando la camioneta llegaba a las esquinas más transitadas de San Martín, Massa se paraba en el furgón sin techo y agarraba el megáfono: “Señora, señor, usted elige: ¡Barrionuevo o la UCeDE!”. Era una línea desfachatada que se le había ocurrido para llamar la atención y, a la vez, aprovechar el desprestigio que el gastronómico menemista ya acumulaba. Sobre todo, entre los sectores medios del municipio, el target favorito de la UCeDE.

 

Massa ya había sido presidente de la Juventud Secundaria Liberal de San Martín y, en ese momento, era presidente de la Juventud Liberal de San Martín a secas. Su influencia excedía el ámbito del colegio, incorporando a su primera novia formal, hoy abogada y casada con un juez. Massa estudiaba en la Universidad de Belgrano y era mano derecha de Keck en el Concejo Deliberante, junto a Eduardo Cergnul (hoy su secretario de Gobierno en Tigre) y el actual funcionario macrista Santiago López Medrano.

“Hacíamos un culto a la transgresión. Éramos unos pendejos insoportables para el establishment político local y, paradójicamente, eso caía bien en la sociedad”, cuenta Keck, hoy convertido en un contenido pero alegre funcionario macrista del área de Desarrollo Social.
En una etapa en la que el dress code de la política atrasaba años respecto al de la calle y exigía saco, camisa, corbata y zapatos, Massa iba a las sesiones del Concejo en bermudas.

En tiempos pre-internet y en los que recién arrancaba la TV por cable, vio que la democracia venía con un carnaval mediático incorporado en el que convenía figurar: una nota para la tele, dos renglones en el periódico local, algo. Así fue que Keck se convirtió en el primer concejal con un jefe de prensa designado, cargo que en ese momento casi no existía y que ocupó Cergnul.

El grupo ucedeísta rompió otros códigos no escritos, como ir a volantear a los actos oficiales que organizaba el municipio. En época de campaña, la ronda de pegatina de afiches –con la cara de Keck o del mismísimo Alsogaray- la hacían ellos mismos en un Citroen 12V al que llamaban “trueno azul”. Empezaban a las 6 de la tarde, para tapar los carteles del PJ y, a la vez, evitar que los trompearan.

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“Un día mi hermana me llevó con un compañero a un acto de la UCeDE y nos quedamos enganchados ahí, hinchando las pelotas un tiempo”, recuerda un Massa todavía cargado de su electricidad franelera, si bien ya discurseó, se besó, abrazó y fotografió con cada criatura que mostrara voluntad.

—¿Pero por qué la UCeDE y no el peronismo o el radicalismo?

— Porque nos abrieron la puerta. Éramos un grupo de pibes del colegio que dijimos: vamos acá. En realidad, era el mismo grupo con el que íbamos a bailar, y lo trasladamos a la política.

—¿Te arrepentís?

— No, no me arrepiento, ni nada. Simplemente fue una etapa más vinculada al secundario.

La teoría social sugiere que, como todos, a lo largo de su vida Massa hizo más lo que pudo que lo que quiso. O mejor dicho, que construyó su propia historia bajo circunstancias que no eligió.

Frente al menú de opciones disponible en San Martín a fines de los ochenta, optó por sumarse al nuevo liberalismo. Aunque terminó captando que el oficio de la política pasaba por otro espacio.

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“En el peronismo vamos a tener otra proyección”, anticipó a sus compañeros. Y al poco tiempo de volver de Punta Mogotes, le preguntó a Graciela Camaño, quien ya estaba de campaña por la intendencia de San Martín:

— Quiero levantar el perfil. ¿Qué hago?

— Necesitás un espacio propio, ponete una Unidad Básica — le aconsejó ella. Al mes, ya tenía dos locales propios y bien peronistas.
“Después de esa sugerencia de Graciela, conseguí el depósito del galpón de una persona que laburaba con mi viejo y armamos dos unidades básicas, una en Villa Hidalgo y otra en Ballester. Y ahí empecé a tener alguna existencia territorial chiquitita en el peronismo de San Martín”, cuenta Massa.

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Desde su luminoso despacho en el Congreso, la diputada Camaño, integrante senior del Frente Renovador, afirma con la satisfacción calma de la experiencia: “No era muy común que un chico de su edad captara tan rápido el valor de la política territorial”.

A sus estilizados 62 años, Marcela Durrieu, la suegra de Sergio Massa y ex mujer de Fernando “Pato” Galmarini, aquel pícaro ministro de Menem y Duhalde, recuerda que, cuando lo conoció en 1996, se sorprendió por la “capacidad de liderazgo de Sergio”, quien ya militaba por el proyecto presidencial de Ramón “Palito” Ortega.

El dedo anular de Durrieu, coronado por un anillo de plata con las iniciales MD, agita eléctrica, un Marlboro. Cómodamente sentada en un sillón del living desnivelado al que llama “el pozo”, de su chalet sobrio de San Isidro, no para de moverse. Sus aros dorados bailan cada vez que cruza y descruza las piernas enfundadas en jean y botas de gamuza negra. “No era una época en la que los jóvenes se interesaran por la política y le dije a Malena que tenía que conocer a Sergio”.

Un ex compañero de Massa, uno de los que prefirió la soledad al barrionuevismo y por lo tanto abandonó la militancia, tiene otra mirada sobre esa precocidad:

— Era el más ambicioso y el único del grupo que entendió que la amistad estaba en un segundo plano. Incorporó rápido las reglas, pero también los vicios. No se asustó y, a los veintipico, no a los cuarenta ni a los sesenta, su prioridad fue juntar plata para hacer política.
Dentro del PJ, Massa encontró la evidencia de que el sentido práctico se había hecho fuerza cultural. La reivindicación del self made man había infectado a los dos grandes partidos y también a la llamada centro izquierda. Conducidas por esa potencia que excedía el ámbito de la política y pasaba a ser norma social, los individuos se concentraron en subir uno a uno los escalones de la carrera personal. Las banderas y los objetivos de la trascendencia estaban descoloridos y no tenían capacidad para erotizar a los jóvenes que llegaban livianos al mundo del peronismo. No acumulaban el peso de la tradición con el que sí cargaban las generaciones muertas de la política.

Ante esa realidad, que se volvió evidente en los noventa, muchos dirigentes optaron por repetir con inercia y sin convencimiento las viejas retóricas. Otros, como Massa, quisieron dominar el oficio para alcanzar el éxito en la carrera.

Ese aprendizaje supone la incorporación de muchos saberes pequeños. Un par se volvieron mandamientos para Massa: conocer las redes de conexión interna de lo que es o alguna vez fue un partido político, como el PJ, pero no exclusivamente. Y saber leer las transformaciones de las viejas reglas, cuando ya no hay dos o tres centros posibles capaces de ordenar el juego, sino un espacio fragmentado. En concreto y según revela por teléfono un locuaz operador del peronismo bonaerense que lo conoce desde sus inicios en San Martín, “Massa te habla de memoria sobre las internas de Bahía Blanca, el Concejo Deliberante de Lincoln y los punteros de Carlos Keen”.

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La relación con los Galmarini le garantizó una enseñanza express. Un proceso sin separaciones entre lo público y lo privado, como parte de su vida diaria y sin las usuales cargas ideológicas que inhiben el pragmatismo.

 

El matrimonio con Malena, además, potenció su capital de relaciones en la gran política. Algo que difícilmente hubiera sucedido si se casaba con Picuchi, la chica de Flores con la que estaba comprometido al momento de ennoviarse con la joven Galmarini.

 

Así logró el cargo de asesor de Ortega en la Secretaría de Desarrollo Social en 1998, el acceso a una banca como diputado provincial en 1999 y la conducción de la ANSES en 2002. Su debut en el peronismo territorial fue de la mano de Palito: en la campaña de 1997 era el pibe que coordinaba la prensa del cantante. Sabía llevar a los periodistas a los actos del conurbano en los que Ortega intentaba construir una base para lanzarse más allá de Tucumán. Sabía invitarlos a tomar tragos los fines de semana; pasar la noche en algún boliche de zona oeste. Palito soñaba con suceder a Menem. Ortega, su fama ganada con el contagioso ritmo del club del clan, era un éxito asegurado al bajar de la combi blanca en la que se movían: el candidato se dejaba tocar, tocaba, abrazaba, se entregaba al ritual que ahora repite Massa cuando la hora le ha llegado.

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Sin Malena, tampoco hubiera existido la intendencia de Tigre: lo de mudarse a ese municipio fue una sugerencia del Pato Galmarini, después de que convivieran casi dos años en la casa de Durrieu en San Isidro.

 

Desde que la carrera de Massa tomó vuelo propio, el capital político que vino atado a Malena dejó de ser un beneficio tan evidente. Las declaraciones públicas del suegro menemista lo incomodaban, al igual que el juego político duhaldista del cuñado, Sebastián Galmarini. La mezcla de sangre y poder se puso casi shakespereana.

 

“Tuvimos siempre una gran relación que, en determinados momentos, se tensaba y hacía que los encuentros fueran más esporádicos”, explica por teléfono Sebastián, el hermano politólogo de Malena y aspirante a senador provincial del Frente Renovador.

 

Por ejemplo en 2008, cuando Galmarini fue candidato a presidente del PJ de San Isidro, Massa apoyó al rival de su cuñado en la interna, Santiago Cafiero. Por entonces Massa era el jefe de Gabinete de Cristina Kirchner: ese impulso desde el gobierno fue clave para que Galmarini perdiera la elección.

 

“En esta casa nos matamos y no siempre todos jugamos en el mismo lugar. Uno le dice a Sergio: ‘mirá, esto que hiciste me parece una cagada’. Pero no son discusiones terminales”, explica Marcela Durrieu, que alterna entre los Marlboro, el café negro y un bombón Marroc.

 

—¿Cómo vivió la decisión de Massa de presentarse como candidato?

 

— En un asado, él hizo una puesta en escena de consultarnos a todos y el padre le decía ‘mejor no te metas, qué van a decir de vos’. Y nosotros le decíamos ‘daaaale, mandate’. Porque además, aunque no lo seamos, nos juntamos y parecemos una gran familia italiana.
Su casa de San Isidro, donde nacieron sus tres hijos y se conocieron Massa y Malena, sigue siendo un centro de reunión de la política, aunque “el pozo” haya perdido la vitalidad y el poder de sus mejores años. “Acá mismo se hicieron todas las roscas desde que los nenes eran chicos y saltaban por la cabeza de los invitados”.

 

Militante universitaria en la JP de la tendencia revolucionaria, luego de la JP lealtad, más tarde menemista y hoy candidata a concejal massista, Durrieu dice “que en esta casa siempre se vivió la política como parte de la vida cotidiana”. Un entretejido de complicidades, contactos y amistades acumuladas, que también se convirtieron en un capital político al servicio de su yerno y actual jefe.

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El 26 de enero de 2002, por pedido de Duhalde, Massa asumió la conducción de la Anses. No había plata ni para pagar las jubilaciones.

 

— El país estaba incendiado — recuerda Massa con jactancia, desde el verde bucólico del club de Ballester.

 

La furiosa modificación de la economía y el Estado había tenido su pico elocuente en la crisis de 2001. En reacción, sobrevino cierta nostalgia por otros tiempos. Sobre el pragmatismo, se levantaron discursos que promovían revitalizar al Estado y la política recuperó parte de la autonomía perdida ante los factores de poder. Un proceso que, sumado a la efusiva condena del kirchnerismo a la violación de los derechos humanos en los 70, permitió el regreso de algunos discursos que conjugaron épica con cierta eficacia. Pero, post 2001, el conjunto de las políticas públicas y una variedad de comportamientos y relaciones llevaron la marca de cambios estructurales y de signo neoconservador.

 

Los ex partidos se afianzaron como redes de grupos fragmentados. Incluso Kirchner fue un líder sin partido. Bajo esas reglas, los políticos de la generación de Massa hoy pueden rendir homenajes a la tradición, pero es un mero recurso técnico, sin compromiso político o moral. El saludo a algunos viejos símbolos han perdido productividad política y ninguno de ellos lo toma demasiado en serio. Amado Boudou puede referirse a la resistencia peronista, Martín Lousteau reflexionar sobre la República al estilo de un viejo dirigente liberal, Horacio Rodríguez Larreta citar a Alberdi y Martín Insaurralde, al igual que Massa, invocar las luchas obreras. Pero en ningún caso se trata de un discurso actuante en el presente y nadie lo entiende de esa manera. Son gestos de compromiso frente a las generaciones pasadas y a los residuos de cada tradición.

 

Queda al descubierto un sentido práctico que, sobre una fachada de republicanismo liberal, sólo alcanza a imaginar una sociedad de ganadores y perdedores. Lo valioso, lo legítimo, es el éxito en la vida; las viejas reglas morales quedan debilitadas. Esa dualidad nunca se verbaliza tan crudamente en los discursos políticos, forma parte central de la matriz cultural argentina e, incluso, es compatible con las visiones predominantes en el mundo.

 

La apuesta vital por el ascenso individual no figura en los programas políticos ni en los discursos públicos más prestigiados, según el sociólogo Jorge Jenkins. Pero sí en una canción de los cincuenta. Sobre coros festivos, platillos, clarinetes y marchas de circo, Alberto Castillo cantaba “todos queremos más, y más y más, y ¡mucho más!”: La alegría y la fiesta popular del primer peronismo se expresaba artísticamente en el poderoso entusiasmo por el ascenso personal. Una energía que venía de antes y continuaría después de ese gobierno de Perón.

 

A fines de los ochenta, con las grandes tradiciones de la política en una decadencia tan feroz como transparente, ese grito “todos queremos más” adquiere, a nivel personal, proyección política. Las experiencias de pueblo, nación, clase y ciudadano entran en crisis, frente a un pragmatismo que reivindica al individuo concreto.

 

Así, Sergio Massa no es un ciudadano abstracto, sino un muchacho del conurbano bonaerense situado en este presente. Claro, “el que tiene más energía” y menos prejuicios para recorrer el camino al triunfo que los muchachos que siguen en el barrio.

 

El ascenso social es, entonces, una marca a fuego de su formación cultural. Y poco importa que haya nacido en mejores condiciones económicas que su papá Alfonso. Bajo el mandato del ascenso obligado, a Massa le faltaba cumplir un paso para que la cultura familiar le reconociera el cumplimiento de los objetivos: el título universitario.

 

A fines de 1994 había abandonado la carrera cuando terminaba cuarto año para dedicarse de lleno a la campaña de Camaño por la intendencia de San Martín. Marcela Durrieu cuenta que la mamá del candidato, Lucía Cherti, Lucy, no se emocionó cuando Cristina Kirchner designó a su hijo jefe de Gabinete en el 2008. Aunque Lucy, ama de casa, lloró de alegría el 16 de junio de 2013, cuando finalmente se recibió de abogado.

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Néstor Kirchner alimentó una generación de intendentes post-ABL como De la Torre, Katopodis o José Eseverri, que hoy son para Massa la base donde apoyarse. Y si bien pueden existir celos, tensiones o choque de ambiciones, porque ya son 20 los intendentes massistas declarados, uno de ellos explica que “Sergio nos propone ir por todo y ahí se abren muchos espacios y cargos atractivos”.
Su fijación por lo que sale en los medios preexiste a Kirchner, aunque se profundizó hasta la obsesión durante su paso por el gobierno. Cuando era jefe de Gabinete, el ex presidente lo llamaba "Rendito", por Jorge Rendo, el director de Relaciones Externas de Clarín y quien sigue siendo el interlocutor preferido de Massa con el Grupo.

La relación con los periodistas es central en la política y responde al coloquialismo de época: el llamado personal inesperado, el tuteo amistoso y la pauta publicitaria. Y lo hace con especial dedicación con los sectores que escriben en los grandes diarios y tienen programa propio en radio y televisión. A la flamante candidata a diputada Mirtha Tundis le hizo sentir su carisma desde la época en la que él estaba en la Anses y ella cubría temas previsionales para TN. Ya de licencia en ese canal de noticias y todavía fascinada con Massa, Tundis revela con orgullo la cocina del ofrecimiento: “Me llamó el celular y me dijo: ‘Necesito que me acompañes y no voy a aceptar que me digas que no’. Me trabajó la culpa y no me pude negar”.

Cuando los invita a su casa, los periodistas se llevan el mismo recuerdo: el asado lo hace él mismo y le sale rico. Sus confesiones y ocurrencias brutales en off, en la línea Wikileaks, también aportan al clima de intimidad con el que envuelve a los comunicadores. Las cenas en Pinamar también pueden ser una efectiva agencia de colocación: “A ver, Porta, ponete las pilas, conseguile un programa al compañero”, le planteó al director de programación de Radio Mitre, Jorge Porta, en un asado de hace dos veranos. “¡Programaaaaa, programaaa!”, cantó y acompañó el pedido con ademán barrabrava. Como resultado de ese lobby informal, hoy ese compañero tiene un programa semanal en la radio.

“¡Ernestooo!”, vuelve a llamar ahora Massa, en el acto de San Martín, mientras rebota entre pedidos de besos y fotos. “Ernesto, escuchame, hagamos una foto apoyado sobre el patrullero, con Kato al lado”, pide, hace una pausa para posar con un adolescente y agarra a Ernesto del brazo para que no se le escape. “Escuchame, y esa la quiero exclusiva para La Nación, que mañana va en tapa con las encuestas”.

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Lejos de la excepcionalidad histórica, Massa es un hombre pragmático y de época. Acepta el status quo y no carga con el peso de las tradiciones políticas. Pero a diferencia de muchos de sus compañeros de ruta, cuenta con dos atributos: oficio y entusiasmo. Oficio para moverse en las redes que conectan el espacio fragmentado del peronismo, para construir política territorial, y acercarse, descontracturado, a la gente y relacionarse en el mundo de los grandes medios, incluso a través de los vínculos personales. Su inagotable entusiasmo, al igual que ocurre con pares generacionales de distintas profesiones, le permite desarrollar su carrera como un fin en sí mismo, sin necesidad de encubrirla con causas morales trascendentes.

Como Boudou, Prat Gay o Martín Redrado, ocupó cargos relevantes en el gobierno, pero a diferencia de ellos supo darse una política territorial. En ese punto se parece al intendente de Lomas de Zamora y candidato a diputado kirchnerista, Martín Insaurralde, con el que también comparte la preocupación y el estilo de relación con los medios.

Con más flexibilidad que el partido de Mauricio Macri, desecha los elementos que no figuran en la agenda de la llamada opinión pública. Se trata de un carácter de época. Y quizás también haya algo allí del viejo conservadurismo popular. Es un estilo que, en su realización, le quita potencialidad transformadora a la política. Se verá si ese techo le permite evolucionar.

En favor de Massa, frente a cierta sobreactuación retórica de tradiciones importantes de la política, aunque improductivas en su aplicación presente, el estilo massista será eficiente en la competencia electoral. Así, sobre una praxis territorial que requiere mucha habilidad, y que incluso puede ser pensada como una lucha, Massa alza una bandera totalizadora, que a la vez es pequeña, prudente y alejada de toda épica:

—Nunca elegí caminos pavimentados. Siempre me gustaron los de baches y adoquines, porque ahí uno demuestra la habilidad para manejar.

—Y en lo ideológico, ¿cómo te definís?

—Ideológicamente, me paro en el centro de la política argentina— explica Sergio Massa, cuando en el acto de Ballester ya no quedan los mozos, ni los fans, ni los sonidistas.