Ensayo

Doble crimen de Vicente López


La empleada bajo sospecha

Del trabajo doméstico se habla poco, está naturalizado. Muy esporádicamente, se produce una fisura en esa invisibilidad y algunos casos que involucran al gremio de mujeres más importante del país se vuelven virales: el juicio de la niñera de Pampita, las acusaciones de la empleada doméstica de Wanda Nara, los tweets xenófobos de integrantes de Los Pumas. En el “Doble asesinato de Vicente López”, una trabajadora fue la primera sospechada y encarcelada. Defensores y acusadores se apoyan en la condición de clase de la mujer para sostener sus argumentos. La relación desigual y ambivalente entre empleadas y empleadores/as muestra que el pasaje de lo íntimo a lo siniestro puede ocurrir en cualquier momento.

La historia es conocida. Se actualiza minuto a minuto. Una mañana como cualquier otra, antes de las siete, María Ninfa Aquino—apodada Nina— llegó a la casa donde hace once años trabaja como empleada doméstica en el barrio de Vicente López. Como todos los días, había viajado más de una hora en transporte público desde Pablo Podestá, partido de Tres de Febrero.  En la casa de tres pisos, vivían José Enrique del Río y Mercedes Alonso. Él de 74 años, abogado jubilado, policía de la Federal retirado, ex dueño de una empresa de seguridad. Ella de 72 años, “ama de casa” y encargada de la administración de las propiedades que tenía junto a su marido. El matrimonio estaba en plena mudanza. Iban a dejar la casona ubicada en las cercanías de la Quinta de Olivos para trasladarse a un lujoso departamento en la Capital Federal. Esa mañana sus empleadores no bajaron a desayunar como era habitual. Nina, entonces, llamó por teléfono a la acompañante terapéutica de José para comentarle la atípica situación. Siguiendo el consejo de la fisioterapeuta, bajó al garaje. Allí se encontró con la escena del crimen: su empleador y su empleadora dentro del Mercedes Benz, con el cinturón de seguridad puesto, sin vida. 

“El doble crimen de Vicente López” ocupa horas de televisión, radio y las crónicas policiales. Hay horror y hay misterio: dos víctimas brutalmente asesinadas, un botín que, según aseguran los medios contiene 10 mil dólares, un millón y medio de pesos, 50 lingotes de oro y diamantes. 

“¿Usted qué haría en esa situación?”, pregunta el periodista de uno de los medios más importantes del país mientras mira fijo a la cámara. “Si bien no tiene una relación sentimental con las personas que encuentra muerta, pero sí tiene una relación de conocimiento, una relación laboral. ¿Usted qué hace? Llama a la policía”, sentencia este adalid del “sentido común”. Pero resulta que la empleada no llamó a la policía, comenta preocupado, llamó al hijo de la pareja y luego a la terapeuta. Según los fiscales de la causa, periodistas y opinólogos, tuvo “comportamientos extraños”: luego de encontrarse con esa escena, cerró la puerta del garaje con llave y la colgó en el porta llaves. 

Dos días después, Nina —de 62 años, de nacionalidad paraguaya y madre de tres hijos— es detenida acusada como partícipe del crimen. En un allanamiento realizado en su vivienda encontraron la “prueba del delito”: un monedero de una marca conocida, usado, que pertenecía a su empleadora. En la pantalla de fondo que enmarca un set de televisión, se lee en letras grandes “La empleada: ¿entregadora o perejil?”.

Lejos de dictar sentencia sobre un crimen que tendrá que dilucidar la justicia —y que al momento de escribir esta crónica, Nina fue liberada por falta de pruebas, pero continúa siendo investigada— el caso permite reflexionar sobre una relación histórica, invisibilizada y naturalizada: la de empleadores/as y empleadas del servicio doméstico, el gremio de mujeres más grande del país.   

Una pobre infeliz

Tanto quienes defienden a Nina como aquellos que la atacan, comparten una misma matriz argumental. Desde los vecinos que marchan por la liberación de la acusada hasta los medios de comunicación que buscan explicaciones, todos remarcan que se trata de una mujer pobre, que trabaja para sobrevivir, de origen humilde. Una “pobre infeliz, que vive del trabajo y no tiene ni para pagar un alquiler”, señala una vecina que hace énfasis en el mal pago, el mal trato y la condición de cuasi servidumbre a la que estaba sometida la trabajadora.

Los casos en donde la empleada muestra algún tipo de agencia en sus acciones que estaría afectando la vida de sus empleadores —tanto porque se la acusa de sustraer algún bien, realizar alguna acción vengativa o brindar información privada a lo público— tienen una singularidad. En esos momentos, los relatos y teorías tienden a oponerse entre una evidente incapacidad de la trabajadora para realizar dicha acción o, por el contrario, en una evidente estratega con malas intenciones. 

Se hace énfasis en la incapacidad de la empleada para cometer un crimen.

Entre sus defensores, la trabajadora es alguien incapaz de hacer algo así. No tiene maldad para cometer un acto de esa naturaleza y le falta “cultura”, conocimiento, civilidad, todas condiciones para realizarlo. Se hace énfasis en su incapacidad para poder cometer tal crimen. En el noticiero, la notera entrevista al empleado de una ferretería. El señor asegura que conoce muy bien a la acusada y que le parece improbable que haya sido la entregadora porque no sabía ni usar el celular. Nina es una persona humilde, según dice, “quedada”, “de pensamiento lento”, que “no tiene todas las luces”, no podría considerarla a la altura de realizar un acto tal ya que “no puede ser ni cerebro de un asado”. 

La representación de la empleada como un perejil, se asocia a la idea de lo servil y sumiso. Alguien que no podría reaccionar ante una situación de atropello. Su abogado defensor asegura en  una entrevista televisiva: “Es una mujer muy rudimentaria en su forma de expresarse y de moverse, que no tiene capacidad para participar o planear algo semejante”.

Quienes piensan a la acusada como la entregadora buscan “explicar” las causas sociales y los valores morales que la llevaron a ser cómplice de dichos asesinatos. El origen social y las dificultades económicas de ella y su familia son expuestas de forma indirecta como una condición de posibilidad para la acción delictiva. Periodistas consultan insistentemente a los vecinos de la acusada acerca de la condición laboral de sus hijos, de sus comportamientos en el barrio y de las necesidades económicas de la imputada ante evidentes dificultades económicas. Aparece un telón de fondo sospechoso, aunque las vecinas se encargan de enfatizar que la encuentran incapaz de una acción semejante. 

También se destacan errores en un comportamiento guiado por valores diferentes al del resto de la sociedad. Resulta inexplicable y sospechoso que no se percatara del desorden de la casa —que según las imágenes que circularon se podría atribuir a la mudanza o a un robo—  o que no supiera donde estaba la caja fuerte. El comportamiento válido dentro de los parámetros del “sentido común” indican que la empleada doméstica tramaba algo, que constituía una amenaza, que ya es alguien en quien no se puede confiar. 

El discurso del amo

Pero hay algo que estamos obviando. Las voces hegemónicas de quienes opinan, acusan y valoran las acciones y omisiones de las empleadas domésticas, no sólo en los medios de comunicación sino también en las sentencias y en las regulaciones del sector—periodistas, fiscales, abogados/as, políticos/as, funcionarios/as, entre otros/as— han sido socializados/as como empleadores/as. De allí que sus opiniones y explicaciones no sean neutras sino que están moldeadas por sus propias experiencias, positivas o negativas  

Los/as especialistas/empleadores/as hablan y escriben sobre el crimen desde sus historias y temores cotidianos. A la oposición entregadora o perejil se le suman las siguientes preguntas en oposición: ¿Confiable o desleal? ¿Honesta o espuria? ¿Sumisa o conflictiva?, ¿Amiga o avivada?, ¿Abnegada al trabajo o perezosa? ¿Capaz o incapaz? Preguntas que exponen sospechas que se intuyen como ciertas cuando ocurren hechos como el descrito, activan estereotipos y se vuelven profecías autocumplidas. La empleada bajo sospecha. 

Cuando ocurre un asesinato, o un robo, y hay una empleada doméstica incriminada, aunque no esté resuelto el caso, se disparan teorías sobre el orígen social de la persona, su trayectoria laboral y personal, sus decisiones de vida, morales, afectivas. En ese momento, las presunciones reubican a la empleada en un nuevo umbral de la otredad. Ya no es más la trabajadora con necesidades, dificultades y una vida dura, que compartía la intimidad y la vida cotidiana con sus empleadores, que la cobijaban, escuchaban y apoyaban, en el mejor de los casos. Sino que es alguien que, producto de esas mismas condiciones —pobreza, ignorancia, sumisión—, llegó a transformarse en alguien desleal, avivada y que llega hasta el punto de constituirse, más temprano que tarde, en alguien con intenciones espurias.

Esta lectura clasista y empleadorcéntrica se enfatiza cuando inmediatamente la sospecha se extiende sobre los familiares de la empleada —dos hijos mecánicos y una hija policía—. En ningún momento, en cambio, los medios dudan del entorno de un ex comisario retirado, que habría sido propietario de una agencia de seguridad. No se desconfía del dueño de casa, ni de su entorno, sino de la empleada de origen paraguayo y de la posible necesidad económica del entorno familiar. El giro en la causa, con uno de los hijos de la pareja fallecida detenido como posible autor material de los hechos, ocurrió más de diez días después de sucedido el hecho y da cuenta de estas miradas que focalizan a la otredad bajo sospecha como primera opción. 

Un vínculo ambivalente y desigual

La relación entre empleadores/as y empleadas, la mayoría de las veces separados por una distancia social amplia, se caracteriza paradójicamente por una proximidad física, una privacidad e intimidad indefectiblemente compartida y un acceso a una información muchas veces privilegiada. Sin embargo, el caso muestra que  el pasaje de lo íntimo a lo siniestro puede darse en un pequeño movimiento. 

Las voces hegemónicas de quienes opinan, acusan y valoran las acciones y omisiones de las empleadas domésticas han sido socializados/as como empleadores/as.

La aparición del monedero expresa, quizás, algo de ésto. La defensa utiliza la existencia del monedero para explicar la cercanía en la relación, al tratarse de un regalo. Para la familia de los empleadores, en cambio, es factible que allí hayan estado las llaves de la caja fuerte de la casa que fue abierta en el robo. En las crónicas del “Doble asesinato de Vicente López” aparecen al mismo tiempo historias que retratan la confianza incondicional entre las partes, las fotos de los viajes de vacaciones, el llanto de duelo de la trabajadora incriminada en el calabozo, los regalos para los cumpleaños y también los malos pagos, cierto maltrato y el carácter servil de la relación. El hecho de que el monedero pueda reflejar las dos caras de una misma relación revela el carácter ambivalente y a la vez desigual del vínculo. 

Arraigado culturalmente y naturalizado, se habla poco del trabajo doméstico. Pero esporádicamente, como una fisura en la invisibilidad, afloran casos de empleadas domésticas que se vuelven virales en la opinión pública: el juicio que inició la niñera de Pampita, los tweets discriminatorios y xenófobos de integrantes de Los Pumas, las acusaciones de la empleada doméstica de Wanda Nara, etc. En aquellos casos, como en el “Doble asesinato de Vicente López”, las voces hegemónicas de quienes hablan, opinan y acusan son o fueron parte de la relación con un sector sin espacio legitimado para la opinión. Casos en boca de todos y todas que expresan una relación incómoda en la que conviven aspectos de complicidad, intimidad, ambivalencia y desigualdad.