“No sé qué dice esto sobre la época en que vivíamos, sobre el lugar de donde provengo, pero la mayoría de los protagonistas de mi infancia están muertos. Muertos antes de tiempo. Al releer estos diarios ya no sé si se trata de realidad o ficción. Todo retorna con la nitidez de un mal sueño que te hace saltar temblando de la cama; leo esto, no como mi propia vida, sino como la vida de otro, como si el sufrimiento nunca hubiera sido mío. ¿Cómo podría haber sobrevivido?”
Así introduce Jonás Mekas la lectura de Ningún lugar adonde ir, los diarios de exilio que escribió hacia el final de la primera guerra mundial. ¿Cómo podría haber sobrevivido?, se pregunta al releer sus propios diarios, como si el dolor narrado ya no le perteneciera, como si le fuera ajeno. Como si al dejar registro del frío, del hambre, del idioma que empieza a olvidarse, pudiera afirmarse en medio de la disolución. Mekas escribe para seguir existiendo.
Ese extrañamiento sobre su propio dolor es el que le permite narrarse. Y esa narración de sí como un otro, como un testigo, esa introducción de distancia entre uno y la propia historia, es el mecanismo fantástico por el cual en algún momento Juan Salvo se convirtió en el eternauta, un navegante del tiempo, un viajero de la eternidad: la condición de posibilidad de un relato imposible. Si la pregunta que sugiere Mekas es cómo podría haber sobrevivido, cómo seguir existiendo cuando todo alrededor se derrumba, en El Eternauta, la pregunta resuena de otro modo: ¿cómo sostener la humanidad, la memoria, lo colectivo, el amor, cuando el mundo se vuelve inhabitable? Juan Salvo también narra desde una ajenidad. Cuenta lo que pasó en una Buenos Aires nevada, sitiada, invadida. Pero hay algo que se rompió en él. Algo que se desplazó. Que quedó atrapado en otra dimensión, en los pliegues del tiempo.
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Hay tantas lecturas de El Eternauta, la novela gráfica más importante de la historia argentina, que adaptar la historieta al lenguaje del cine tiene una complejidad mayor. Porque la materia con la que trabaja está muy cargada de sentidos. Está el libro y está el relato, la épica, la exégesis. Entonces volvemos al papel. Volvemos a leerlo o lo hacemos por primera vez. Nos preguntamos por su sentido, siempre en disputa, conversamos con el libro latiendo entre las manos. Nos preguntamos por su lugar en la historia, su carácter mítico, profético y literario. Volvemos a las viñetas, al espíritu de esa historia existencial que supera incluso a su propio eslogan. ¿Qué decían las caras de Juan y Favalli cuando por primera vez vieron los copos mortales caer del cielo? ¿O los ojos de terror de Martita y Elena mirando por la ventana? ¿O la locura del suicida que gritaba: ¡quiero despertar! ¡no doy más!? ¿Cómo volvemos hoy a esos lugares, a esas cosas? ¿Qué impacto tuvieron en 1957 los dibujos de la cancha de River, de las barrancas de Belgrano, del subte, de Plaza Italia, de la avenida Santa Fé o del Congreso? ¿Cómo fue la irrupción de esas viñetas en sus lectores? Una invasión extraterrestre había elegido como blanco Buenos Aires, la ciudad propia, el escenario de la vida cotidiana.
Dice Sasturain que la mitología construida en torno a El eternauta fue deformando ciertas imágenes. La más importante es la del mismo Juan Salvo. Ese hombre valiente y decidido al combate no existió nunca. La única motivación inicial de salir a la nevada mortal tiene que ver con proveer de alimento a los suyos y atrincherarse mejor. Y más aún, el deseo de organización y combate no surge del grupo inicial, sino que son los vecinos, los trabajadores y el ejército los que los convocan. Esa mezquindad, la desconfianza, el miedo, cuidar lo propio, querer escapar, están presentes en la adaptación. La serie no sucumbe al deseo externo e idealista de que estos personajes sean héroes desde la hora cero, es fiel a lo que Oesterheld contó sobre esos hombres de Vicente López que se juntaban todos los viernes a jugar al truco en la buhardilla y permite una mirada menos moralista de la historia.
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Con el libro entre las manos, la primera decisión que tomaron el director Bruno Stagnaro y su equipo fue trasladar la historia que transcurría en la década del cincuenta al siglo XXI. Casi como si hubiera sido la única posibilidad, porque El Eternauta es una historia que trasciende el tiempo y a la vez es siempre presente. Desde su aura de profecía que, escrita en los 50 y narrando tangencialmente su propia época -una podría aventurar: los bombardeos a la Plaza de Mayo en el 55, la proscripción peronista, los asesinatos de José León Suárez en el 56-, funciona 20 años después para contar una dictadura que terminaría con la desaparición de Oesterheld, sus cuatro hijas, sus nietos y yernos. De modo que El Eternauta, como memoria del porvenir, tiene un don: funcionar en cualquier contexto. Pero en un sólo territorio: Buenos Aires. Para Stagnaro el juego que propone la obra es el de la contemporaneidad, un mundo paralelo pero cercano, en el que los lectores podían sentir las calles que habitaban a diario. Haber forzado una historia en los cincuenta hubiera ido en contra del propio espíritu del libro y hubiera impedido una de las cosas mejores logradas de esta producción: que la ciudad sea un personaje, una presencia viva.
El miedo que le tenía a los fanáticos lo superó, dice Stagnaro, porque él mismo se considera un fan y, por lo tanto, una voz autorizada. Resulta una respuesta preciosa: a la amenaza del fanático abstracto y purista, anteponer la confianza propia de quien es materialmente un autor. Aunque una traducción perfecta sea imposible, la libertad con la que los realizadores miran el libro y piensan su serie vuelven a esta adaptación fidedigna porque es fiel a sí misma.
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Volviendo a la materia prima de la serie, en los primeros fascículos de tres páginas de El Eternauta estaba muy presente la necesidad de crear suspenso y enganche para la próxima entrega, un vértigo muy propio del cómic, pero impensado en el minuto a minuto de una serie de seis capítulos. La temporalidad de la entrega semanal permitía que los eventos decantaran en el lector. Las primeras tres horas de la historia (truco, nevada, muerte de Polsky, búsqueda de recursos, asesinato), en la historieta transcurrieron a lo largo de tres meses de entregas. En la serie los eventos se comprimen en capítulos de cuarenta minutos. La historia tiene otro ritmo, los estímulos aparecen distribuidos de otro modo, con momentos de mucha tensión y otros, a lo Stagnaro (pero podríamos decir también, a lo nuevo cine argentino), de humor que distiende.
El otro cambio fundamental que produce la serie es narrativo. En la versión de Stagnaro, el eternauta no se le aparece a un guionista de historietas a las tres de la mañana mientras trabaja, y la historia no tiene, como la original, un narrador. La serie transcurre en una sola línea temporal y Juan Salvo no le cuenta esta historia a nadie. Sin embargo, el protagonista sí narra una segunda historia a través de alucinaciones y recuerdos. “¿Cuándo volvieron las islas?” le pregunta su mujer cuando lo ve temblando en el baño en el que están encerrados: el Juan Salvo de Stagnaro estuvo en la guerra, combatió en Malvinas. Si El Eternauta siempre había servido para alumbrar la historia argentina, aquí el director produce un giro inédito: el hombre dibujado una y otra vez con traje impermeable, escafandra y escopeta, ese hombre solo que usamos para, paradójicamente, ilustrar al héroe colectivo, es veterano de Malvinas, un hombre roto que teme, tiembla, alucina. Pero a la vez, si en la historieta Juan Salvo se convertía en el eternauta al fallar en el intento de salvar a los suyos activando una máquina extraterrestre, resulta orgánico pensar que el eternauta del siglo XXI sea un hombre que peleó en Malvinas y que quedó encapsulado en esa guerra.
Cuando Pasolini se preguntaba qué arte hacer, la respuesta era: un arte menor. Un arte que logre fusionar lo íntimo y lo colectivo. Al Juan Salvo de Stagnaro la nevada mortal, la paranoia, la violencia en las calles, las armas, el combate, el refugio en Campo de Mayo, lo acorralan contra su historia personal que también es nuestra. Tanto Stagnaro como director y Oesterheld como guionista, logran hacer un arte menor, logran que lo nimio se mezcle con lo extraordinario, que la vida material se mezcle con la tragedia sin perder su espesor, su densidad cotidiana. Hay envido y real envido, hay una rappi venezolana que trae un whisky, hay un tren celeste y blanco, hay una radio que se enciende en medio del desastre. Hay terror, pero también hay encuentro, y eso es quizás lo más estremecedor: que en el medio del fin del mundo siga habiendo afecto, rutina, memoria, cuerpo.
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“Lo viejo funciona, Juan”, dice Favalli manejando la furgoneta y los nostálgicos sonreímos. Aunque la historia se desarrolla en el presente, la serie encuentra un modo de que la tecnología se meta lo menos posible en la trama. En la historieta no había luz ni teléfono, pero los autos y los camiones funcionaban. Acá hay algunos objetos que recuperan su valor por basarse en sistemas analógicos o mecánicos de algunas décadas atrás. Acá se apagó “lo nuevo”, pero lo viejo funciona y el instante en el que desde una radio antigua con una antena casera logran captar la señal de ayuda mientras se calientan con fogones improvisados y gritan “¡se escucha! ¡se escucha!”, se transforma en un oasis. Lo viejo funciona: andan handys, autos antiguos y radios. Aparecen caminos alternativos, artesanales, creativos. Así, sin melancolía pero con ingenio, la distopía cobra otro color cuando vemos esa Buenos Aires nevada con sus autos, carteles y celulares obsoletos. Y lo viejo funciona se transforma también en una declaración de amor a la historieta escrita hace casi 70 años que hoy, reinterpretada por el cine, se ubica en el top de contenidos vistos por streaming en todo el mundo.
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En la serie cambian algunos de los escenarios en los que tenían lugar los combates y la resistencia. Aunque la ciudad sigue siendo Buenos Aires, el recorrido que hacen los personajes no sigue exactamente la cronología del cómic. La serie intenta capturar las atmósferas y el espíritu de la hazaña y lo logra, tiene arraigo: es imposible no apuntar con el dedo la tele cada vez que encontramos una parada de colectivos familiar, una intersección de calles conocida o la pizzería en la que alguna vez tuvimos una cita. Y también inventa, produce un escenario nuevo que da lugar a la escena más stagnaro de todas: la iglesia. Cuando Juan y Favalli intentan cruzar la General Paz y son sorprendidos por los cascarudos, terminan siendo salvados por unos boy scouts que armaron una especie de asilo en una iglesia. Ahí se encuentran con un grupo de marginales, humildes, locos y tullidos que los refugian y los alimentan. La atmósfera de ranchada recuerda a Okupas. Hay un contraste, un lugar santo profanado por la necesidad que se impone. Hay gritos y hay organización. Hay obsesiones, en el apocalipsis todavía existe el deseo: “me muero por un cigarro”. Hay peleas y hay soluciones: “algo vamos a hacer”.
En la iglesia, entre altares corroídos y santos caídos, se arma la primera comunidad: lo viejo funciona. Desde ahí se organizan para, juntos, cruzar la autopista tapiada por una muralla de autos. Hay pocas palabras en las escenas de nieve, los protagonistas se comunican con gestos, corren incómodos en sus trajes, apuntan con escopetas al cielo, se esconden de las bestias. Cada pequeño logro, como picar ladrillo y encontrar un túnel, se celebra. Mientras tanto desde el campanario de la iglesia la pareja que eligió quedarse trama una emboscada para los bichos gigantes. Empieza a sonar de a poco el bombo de una chacarera y después las campanas y seguido un charango y después un coro eclesiástico que susurra padre todopoderoso creador de cielo y tierra y los atrincherados derraman combustible por las escaleras de la iglesia y aparece la voz de Mercedes Sosa: creo en Dios, y la iglesia se enciende. Suena la Misa Criolla de Ariel Ramírez. Ese dispositivo argentino que se mete con el mito cristiano y lo trae a la pampa, le mete changos y chinitas a los reyes, albahaca y cedrón, tomillo y laurel al niño, chacarera, chamamé y vidala al texto bíblico. La liturgia y el pueblo. Todo se mezcla. Como Bruno Stagnaro se mete con el eternauta y lo convierte en un veterano de guerra, o como Héctor Oesterheld se metía con el género del norte y arrastraba una invasión alienígena a Buenos Aires. Todas las reglas rotas. Todo lo sagrado profanado.
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El director de Pizza, birra y faso, Okupas, Un gallo para esculapio, siempre filmó con los pies en la tierra. La cámara de Stagnaro se mueve entre veredas rotas, casas prestadas, pasillos que huelen a humedad. Filma lo cotidiano sin estetizarlo, como si el mundo real ya fuera suficientemente dramático. Hay algo llano en su forma de mirar: una apuesta por la verdad del gesto mínimo, por los márgenes como centro narrativo. Para este director, El Eternauta representa un desafío: ¿cómo sostener esa mirada atenta a las cosas cuando la ciudad se llena de nieve tóxica y criaturas monstruosas? ¿Cómo seguir filmando desde la tierra si lo que irrumpe viene desde el cielo? Y sin embargo lo hace. No abandona su lógica realista: la invasión aparece filtrada por lo cotidiano, como si lo extraordinario tuviera que rendirse ante el pulso de lo real. En sus palabras: un neorrealismo de la ciencia ficción. Un neorrealismo distópico. El aspecto físico de la aventura y la escala de producción no encandilan. No hay épica grandilocuente: hay vecinos, hambre, miedo, decisiones urgentes. La ciencia ficción, el CGI, la post-producción, no borran su estilo, lo tensionan, lo llevan a otro umbral. Lo que resiste en su cine —la materia viva de lo social— no desaparece, se transforma. El Eternauta no es un giro en su forma de hacer cine: es una ampliación de su mirada.
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Si la irrupción de El Eternauta con su nevada mortal, que no elegía el norte del planeta sino el Congreso Nacional Argentino para establecer su base de operaciones, quebraba lo que hasta ese momento se podía imaginar en la literatura argentina, la producción de Netflix, hecha enteramente en nuestro país, corre el límite de lo imaginable para la industria del cine nacional y latinoamericano. Hay que hacer un esfuerzo para recordar películas argentinas que se atrevan a la ciencia ficción (aparecen rápido Invasión, Moebius, Hombre mirando al sudeste). En El Eternauta hubo un esfuerzo para que nada se tercerizara en productoras extranjeras, un intento por apropiarse de esa tecnología innovadora para el cine argentino y que todo estuviera permeado por nuestra idiosincrasia. El equipo encontró un camino para hacer ciencia ficción de una forma propia, local, sin convertirse en una traslación o imitación de códigos sajones. Esa decisión, como metáfora de lo que además El Eternauta propone (todo pasa acá, todo se resuelve con lo que hay) tiene un eco importante en lo que vemos: no se parece a nada. No se parece a las películas de ciencia ficción hechas en Hollywood, transcurre en Av. Cabildo, el que dispara es Ricardo Darín y esos cascarudos que envuelven en una especie de baba a sus presas y se comen entre sí cuando están muertos, son nuestros, tienen el sello de la industria nacional.
El Eternauta tiene, desde la historieta, un carácter muy local en la forma en que los personajes enfrentan dificultades enormes con elementos cotidianos. Aunque el libro ya era “muy argentino”, el audiovisual potencia este rasgo. Tal vez por la escena inicial en la que el grupo de amigos queda varado en Cabildo y Vedia por un cacerolazo de vecinos sin luz en diciembre, por el uso de la música diegética (la que los personajes escuchan) que arma una playlist que pasa por Manal, Billy Bond y la pesada del rock, Pescado Rabioso, Soda Stereo, Gilda y Mercedes Sosa (casi todos los episodios tienen nombres de canciones), por esos planos aleatorios del conurbano nevado (hay lugar hasta para la estatua de la libertad de Munro), por la escena inicial del capítulo llamado Paisaje (la canción que dice que no se piensa en el verano cuando cae la nieve) que filma un enfrentamiento en Malvinas con un joven Salvo escondiéndose de las granadas en las trincheras, o por la elección de Darín para encarnar al Eternauta, esos ojos inconfundibles detrás de la escafandra. Lo singular de la serie, su rasgo de argentinidad, vuelve aún más potente su carácter universal, esa apuesta a lo local no circunscribe sus fronteras: en los primeros días de circulación fue la serie más vista en 27 países.
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El Eternauta, escrito por Oesterheld e ilustrado por Solano López, aparece por primera vez en entregas en Hora Cero Semanal, la revista de la editorial Frontera, en 1957. Fue una serie de 106 episodios que llegó a los lectores todos los miércoles hasta 1959. Cuando el libro se reedita en un solo tomo durante 1969, Oesterheld escribe el prólogo donde resuena la frase que conocemos de memoria: “El héroe verdadero de El Eternauta es un héroe colectivo, un grupo humano. Refleja así, aunque sin intención previa, mi sentir íntimo: el único héroe válido es el héroe "en grupo", nunca el héroe individual, el héroe solo”. Oesterheld ofrece una guía de lectura para su libro que, como él mismo reconoce, sin intención previa, ya reflejaba su sentir. La serie parece hacer más pie en la publicación original que en el prólogo del 69. Parece encontrar su arena más en el territorio de la invasión alienígena a Buenos Aires, que en subrayar una intención política o en dar un ejemplo de cómo debería comportarse el mundo frente a una invasión externa. Ese espacio de libertad que la serie deja abierto es su mayor valor. Ese pliegue que produce es el que permite la interpretación de los que vemos y la imaginación política que produjo la imagen más viral de los últimos días, la intervención pública y callejera de los afiches que anuncian la serie con la pregunta que nos hacemos hace casi 50 años: ¿dónde está Oesterheld?
Con el apocalipsis en la puerta y el final abierto, vuelve la pregunta de Mekas: ¿cómo podría haber sobrevivido? La serie no sólo adapta la historieta: actualiza su potencia política. Lo viejo funciona, lo nuevo también. El Eternauta es una memoria que insiste, una pregunta que no se agota: si nadie se salva solo, ¿cómo nos salvamos juntos? ¿Cómo gestamos el héroe colectivo? ¿Cómo nos armamos en este mundo peligroso? ¿Cómo serán nuestras trincheras? La intemperie sigue ahí, habrá que seguir preguntándonos juntos.