En la serie Menem desfilan todos los síntomas de la década. A saber: el tapado de piel de María Julia Alsogaray —la “dama de hierro” criolla— como secretaria de Recursos Naturales y Ambiente, símbolo de una contradicción flagrante entre discurso y gesto; la UCeDé y su confusión conceptual; el “Pedro, mirá quién vino” de Calabró convertido en guiño nacional; el teatro de revistas como escenografía política; la ridiculez del menemóvil; la pista de aterrizaje en su Anillaco natal; la supuesta llegada a la estratósfera; Entel, el puntapié de la venta a capitales extranjeros de entidades estatales y su largo etcétera (cualquier parecido con la actualidad no es mera coincidencia); el peronismo versión Versace; Neustadt (Osvaldo Djeredjian revive con mucho talento el recuerdo de un personaje que preferiríamos olvidar) como operador mediático y evangelista de la convertibilidad; el albergue Warnes como metáfora del país; las leyes por decreto (cualquier parecido con la actualidad no es mera coincidencia II); los autos Sierra, la coupé Fuego; la ley de convertibilidad como dogma de fe laica. Todo eso y más como parte del decorado de una época que no se puede contar sin detenerse en su exceso.
Este revival de los noventa, este déjà vu estético y narrativo, tiene algo de flashback encantado y de retroceso edulcorado. La serie Menem, como otras expresiones de época, se mueve en esa tensión: por un lado expone el exceso, la desmesura, la farsa; por el otro, inevitablemente, lo romantiza. La moda, la música, la TV: todo reaparece envuelto en una pátina pop que corre el riesgo de embellecer algo que, en su momento, fue profundamente brutal.
La primera imagen de la serie es en marzo de 1995 en la Quinta de Olivos. Carlos Menem (hijo) ha muerto. No se habla de la caída del helicóptero ni del otro cuerpo, el del piloto de carreras Silvio Oltra. Se impone el silencio. “Las tragedias siempre suman votos”, se escucha entre murmullos. La desgracia flota entre los pasillos del poder sin nombre propio, como si solo uno de los dos muertos tuviera derecho al duelo público.
Con los flashbacks como nudo narrativo se interrumpe el orden cronológico del relato para volver al pasado. ¿El objetivo? Aportar contexto, revelar aspectos ocultos de los personajes y hasta iluminar eventos con una nueva perspectiva, profundizando así la trama. Y la huella y la maestría de Ariel Winograd, el director de la serie, queda establecida. De allí a los tiempos, ocho años atrás, al comienzo de la campaña presidencial, cuando Menem soñaba con derrotar a Antonio Cafiero en la única gran interna peronista. Recién asomaba un susurro, un solitario “síganme, no los voy a defraudar” que terminó con Menem en la Casa Rosada convertido en el hombre más poderoso del país.
La Rioja aparece como el escenario que alberga un futuro poder que vendrá a romper con todo lo establecido. El grupo de personajes locales se completa con Zulema Yoma, sus hermanos Emir y Amira, Carlos Menem Jr., Zulemita y el fotógrafo presidencial con su esposa Amanda (ella, quizás, la mejor representación del ascenso social y económico establecido sobre una fantasía: creer durante toda una década que un dólar valía un peso).
El Menem de Sbaraglia está construido desde el carisma propio que tuvo el expresidente. No desde la ideología ni desde el poder puro, sino desde esa mezcla de simpatía, picardía y cinismo que lo volvió una figura pop. La actuación de Sbaraglia lo encarna sin juzgar ni justificar. Reproduce sus gestos, su “Neesario” cuando quería decir “Necesario”, la cadencia riojana, su manera de caminar y mirar, ¡esa mirada!, pero sobre todo, su capacidad de agradar. Parte fundamental de ese carisma es lo mujeriego, que aparece en la serie como rasgo constante, casi estructural. No se lo esconde ni se lo romantiza: se lo presenta como parte del personaje en convivencia con el poder, la religión, la familia y el duelo. Menem puede besar una estampita de la Virgen y, segundos después, rodearse de mujeres como si fuera una estrella de rock. No hay contradicción: hay estilo. En ese sentido, la serie no intenta desmentir ni denunciar, sino mostrar. La seducción como herramienta política, la masculinidad como espectáculo y el cuerpo de las mujeres como paisaje habitual de la era menemista.
El contrapunto más potente al carisma del Menem está encarnado en el personaje de Zulema Yoma, interpretada con maestría por Griselda Siciliani. Ella no es la ex despechada ni la mujer relegada al rol secundario. Es, en cambio, un personaje incómodo, visceral, contradictorio, que encarna lo que el relato oficial de los noventa quiso dejar fuera de cuadro: el conflicto, la intimidad tensa, lo que no se puede controlar. Siciliani no imita a Zulema, la interpreta, le da volumen y hasta le quita caricatura. Su Zulema dice lo que nadie dice, incomoda al poder desde adentro, reclama un lugar en una estructura que se construyó a fuerza de desplazarla.
No es casual que sea ella la que enuncia las verdades (sus verdades) que todos callan. Es amiga de Seineldín y a su hijo se lo mataron, no se lo guarda. Punto. Mientras Menem avanza entre sonrisas y operaciones de imagen, ella empuja la trama hacia lo real, hacia lo no dicho. Zulema también es madre del hijo muerto. Pero mientras Menem transita el duelo desde lo ceremonial y lo mediático, Zulema lo hace desde el grito. Ese grito agudo, furioso, solitario funciona como fisura en el relato. Lo desarma y lo pone en crisis. En un mundo narrado desde el poder masculino, su personaje es una anomalía necesaria. No puede ser domesticada ni editada. Y esa presencia incómoda, casi espectral, es quizás lo más político de toda la serie.
El fotógrafo Olegario Salas, el gran hilo conductor, es el personaje ficticio que narra una época que hoy se abre paso a las patadas para volver a instalarse. La serie Menem, este retrato fragmentado, más cercano al videoclip noventoso que a la biopic oficial, es todo un documento a observar.
“¿Salas? Capicúa, como Menem”, dice el personaje de Leonardo Sbaraglia (un Menem eximio) cuando le pregunta el nombre al personaje que encarna el actor Juan Minujín (el fotógrafo, también brillante). Palíndromos aparte, hay algo a destacar del hombre a cargo de los retratos: riojano y partidario de la Unión Cívica Radical cuando la Unión Cívica Radical tenía verdaderos estadistas como referentes. Pero esto tiene varios sentidos simbólicos destacados dentro del relato: Salas es, al comienzo, antes de caer frente al embrujo del caudillo, la representación de la mirada crítica y outsider. Que sea radical —en sentido político o ideológico— lo ubica como alguien que no pertenece a su círculo oficial y le permite una mirada crítica, más honesta y punzante sobre la realidad política y social que atraviesan Menem y su entorno. Es un contraste con el poder establecido, una voz disidente que observa desde afuera y cuestiona. O debería.
La radicalidad implicaba un compromiso con ciertos valores sociopolíticos que chocan con la pragmática y a veces corrupta dinámica del poder durante los noventa. Salas funciona como esa tensión viva entre lo que debería ser y lo que realmente fue, mostrando el desencanto con el sistema. Es el conductor narrativo y político que humaniza la historia: como fotógrafo, registra los hechos y también las miserias y contradicciones del poder. Su identidad de radical le otorga una sensibilidad especial para captar esos matices, y su rol de testigo lo hace puente entre la historia oficial y la realidad popular. Lo radical de Olegario Salas no es solo un dato de militancia, sino un lenguaje narrativo para expresar la tensión entre oposición y poder, idealismo y pragmatismo, y para humanizar el relato político desde una perspectiva íntima y comprometida. Salas rompe la cuarta pared, nos hace cómplices de la historia a quienes miramos la serie y acompañamos de la mano a esos personajes.
Lo más humano de toda la serie tal vez sea el encuentro con Raúl Alfonsín. Una escena breve, sin estridencias, pero cargada de peso simbólico y político. Dos figuras antagónicas que, sin embargo, en ese instante, parecen unirse en algo más profundo que la coyuntura: el reconocimiento de lo que significa habitar el poder. La cámara no necesita subrayarlo: alcanza con la pose de Sbaraglia y la sobriedad de Fernán Mirás que encarna a un Alfonsín quebrado para entender que estamos ante otra textura, otra frecuencia. Esa escena —que no es una reconstrucción documental, sino una versión íntima, casi silenciosa— recupera algo que hoy parece un lujo: la política como diálogo, como disenso con respeto, como intento de convivencia institucional en medio de un país roto. Ahí no hay hits de FM, ni frases de marketing. Hay dos hombres con arrugas reales y cansancio acumulado. Dos maneras de pensar el país, pero también dos formas de sostenerlo. O de intentar sostenerlo. Verlos es volver a esos tiempos de transición, con sus promesas y sus miedos, con una democracia frágil que apenas empezaba a gatear.
Para quienes éramos adolescentes entonces, esos nombres formaban parte de un paisaje cargado de palabras serias: “Pacto de Olivos”, “reforma constitucional”, “cohabitación”. No siempre entendíamos los detalles, pero percibíamos la densidad del momento. Y esa escena, ahora, nos devuelve algo: no la historia oficial, sino el temblor que había debajo. Los que mirábamos —nos, jóvenes del rock— esas imágenes en la televisión —el presidente abrazado con los Rolling Stones en su visita al país— no sabíamos qué pensar. Nos descolocaba. Era como si algo se hubiera desplazado de lugar, como si la lógica del mundo hubiese cambiado de idioma sin aviso. La lengua Stone, símbolo de rebeldía, exceso y contracultura, era ahora hablada con fluidez por el poder. El gesto icónico de sacar la lengua —que en otro contexto era desafío, provocación— aparecía domesticado, institucionalizado, convertido en souvenir de una foto oficial. Y ese desconcierto generacional, esa imagen cruzada de dos mundos que nunca habrían debido tocarse, era también una escena de época: el rock ya no mordía y se dejaba acariciar por el Estado.
Todo lo demás transcurre en la serie como lo fue en esos días, con un ritmo de vodevil político; la farsa no es un efecto secundario, es el centro mismo de la escena. El poder se representa como un espectáculo kitsch donde lo importante no es lo que se hace, sino cómo se lo hace y con qué vestuario. El vértigo es la estética de la década: velocidad, cambio, simulacro. Todo parece avanzar, pero en realidad gira en falso, como una ruleta cargada. El decorado importa tanto como el guion: los discursos se dan desde autos convertibles, las entrevistas se pactan con guiños, las decisiones se maquillan de urgencia, se regalan ministerios al mejor postor. La política se vuelve una puesta en escena permanente y Menem, más que un presidente, actúa de sí mismo con aplomo de estrella.
Y la música de la serie. Ah, la música. La banda sonora es otra línea de tiempo: Los Auténticos Decadentes, La Mississippi, Ratones Paranoicos, Los Brujos, la cumbia pop, Ricky Maravilla interpretándose a sí mismo —no actuando, sino volviendo a vivir lo vivido— son más que una ambientación: son memoria emocional, código generacional, materia viva del inconsciente noventoso. Y después está esa desgracia que fue “Batida de coco” de Derek López; suena una vez, y después otra y queda instalada en el loop mental de quien mira, como si llevara la maldición de esa década: pegajosa, falsamente alegre, absurda, irónica y persistente. Un hit del delirio menemista que vuelve y vuelve, como si el pasado no pasara del todo.
Quienes vivimos esos años no hacemos solo un viaje al pasado: volvemos a una época a la que no quisiéramos regresar, pero que, para peor, se parece demasiado al presente que no queremos habitar. Y en ese espejo deformado entre ayer y hoy, reaparece otro fantasma: el del no futuro. Aquel eslogan nihilista del punk que parecía enterrado con las ruinas del siglo XX, revive con fuerza inquietante. Vuelve la sensación de vértigo, de farsa institucional, de realidad sobreactuada. Como si el tiempo circulara. Y ahí estamos otra vez: sin certezas, con cinismo, buscando en la música, en el cuerpo, en el grito, alguna forma de aguante.
Fue una época dura. Un tiempo en el que el poder no sólo se ejercía sino que se exhibía, se festejaba, se burlaba de quienes quedaban afuera. El neoliberalismo avanzaba entre sonrisas televisadas, decretos express y slogans espesos. Se privatizaban empresas estratégicas, se empobrecía a millones y, sin embargo, el relato oficial decía que estábamos mejor que nunca.. El poder parecía reírse en nuestras narices. Y muchos, entre el desconcierto y la resignación, también terminaban riendo cualquier parecido con la actualidad no es mera coincidencia III).
Lo más inquietante de este regreso no es su estética, sino su eco. Porque algunas estrategias políticas que definieron ese tiempo —el indulto, el decreto, el pacto entre poder mediático y poder estatal, el cinismo como estilo y hasta como entendida virtud— vuelven a aparecer hoy, con otros rostros pero con la misma lógica. El indulto, por ejemplo, que entonces clausuró la posibilidad de justicia, reaparece como amenaza o recurso potencial. La concentración del poder ejecutivo, la flexibilización de la legalidad, la política como show: no son solo referencias históricas, son advertencias activas.
Ver Menem es, entonces, también preguntarse por el presente. No desde la nostalgia, sino desde la sospecha. ¿Estamos otra vez en ese loop? ¿Volvemos a aplaudir mientras nos quitan el piso? ¿O esta vez sabremos identificar la máscara antes de que se ría? ¿Volverá Derek López?
Volver a Menem hoy no es sólo un ejercicio nostálgico ni una excusa para maratonear series, es una señal de que el pasado no terminó de pasar, que sigue moldeando la política y la cultura con sus fantasmas y sus cicatrices. La década del noventa, con su promesa de modernidad y su realidad de desigualdad, de despliegue mediático y destrucción social, reaparece bajo un filtro digital que mezcla ironía, viralidad y desencanto. Y en ese punto, la figura del Turco se convierte en espejo para entender no sólo aquel tiempo, sino también nuestro presente inquietante.
Desde la irrupción de figuras en el poder que canalizan la furia marcadas por la precariedad y la desconfianza, hasta la omnipresencia de TikTok, donde la política se vuelve fragmentos, memes y reels de consumo rápido, la narrativa pública se transforma en un espectáculo incesante. Ahí donde antes había discursos extensos y debates, hoy circulan imágenes virales que condensan en segundos posiciones políticas y emociones, muchas veces con un tono sarcástico o apocalíptico. La estetización del daño, entonces, se vuelve un fenómeno doble: dolor y crisis convertidos en contenido para entretener y denunciar al mismo tiempo.
Pero la pregunta sigue abierta: ¿es esta estetización una trampa que diluye la crítica y suaviza las heridas, o puede ser una herramienta para activar reflexiones profundas y movilizar cambios? La serie navega en esa tensión. Por momentos parece recrear la época con un brillo pop que puede resultar seductor, pero a la vez no evita mostrar las grietas, las farsas y las contradicciones que atravesaron aquellos años. En ese vaivén habilita una lectura que puede ser tanto nostalgia disfrazada como una invitación a no olvidar para no repetir.
Ver Menem hoy es mucho más que mirar atrás: es enfrentar el espejo del presente y preguntarnos qué lugar queremos ocupar en ese juego donde pasado y futuro parecen entrelazados en un loop constante.