Ensayo

Elecciones presidenciales en Chile


Voto Kastigo

La oficialista Jeanette Jara se impuso anoche con el 26,8% de los votos pero sus chances de llegar a la presidencia son mínimas. Con el viento a favor y toda la derecha alineada detrás de él, José Antonio Kast arranca la campaña del balotaje como el favorito indiscutido para llegar a La Moneda. Juan Elman reacciona a los resultados electorales de Chile y explica la decepción del gobierno de la generación Boric y cómo abrió la puerta a un nuevo giro a la derecha en el país.

José Antonio Kast representará a la derecha chilena en la segunda vuelta. Con esa ecuación despejada, el resultado de las elecciones de este domingo parece anecdótico: la comunista Jeanette Jara se impuso con el 26,8 por ciento de los votos, pero sus chances de llegar a la presidencia ahora son mínimas.

El 23,9 por ciento que obtuvo Kast se ve a simple vista como un resultado magro, un piso menor al que obtuvo en la elección de 2021, cuando también accedió a segunda vuelta, pero en el Chile de hoy es casi una hazaña: no sólo logró mantener su vigencia, sino que aumentó su caudal de votos, evitó el sorpasso del otro candidato de ultraderecha –Johaness Kaiser, un ex diputado de su partido, que alcanzó el 13,9 por ciento– y volvió a doblegar a la centroderecha, esta vez representada por Evelyn Matthei, que se quedó en 12,4 por ciento. Ambos candidatos se trasladaron al comando de Kast casi inmediatamente después de que se conocieran las primeras tendencias, y le confirmaron su apoyo. 

Visiblemente cansado, con el mismo tono seco y apagado con el que dirigió su campaña, Kast agradeció la foto de unidad de las derechas y volvió al guión que ejecutó prolijamente durante todos estos meses.

–Lo que hoy día quedó claro es que la oposición derrotó a un gobierno fracasado, a un gobierno que no supo dirigir los destinos del país, pero la única victoria real, la única victoria que nos hará celebrar es cuando derrotemos al crimen organizado y al narcotráfico. 

Kast: de pinochetistas nostálgicos a liderar la derecha

El Partido Republicano, la fuerza con la que Kast quebró la unidad de la derecha hace menos de una década, se convirtió ayer en la bancada más grande del Congreso. Fue gracias a ese armado territorial que Kast pasó de ser un candidato de pinochetistas nostálgicos (que en 2017 le dieron el 8 por ciento de los votos) a superar a todo el resto de sus competidores y protegerse de los vaivenes cada vez más agresivos de la política chilena y su electorado, experto en triturar liderazgos y expectativas en tiempo récord. Kast había perdido el aura de novedad y cierto impulso anti establishment, pero cultivó un despliegue y una disciplina partidaria que lo recompensaron.

Militante ultracatólico, perteneciente al movimiento apostólico Schoenstatt, de origen alemán, Kast es uno de los pocos políticos chilenos que ha recorrido todo el país. Aunque ahora aparenta un perfil más moderado, cuando en esta campaña le preguntaron por sus posiciones sociales –como su oposición, tan temprana como reaccionaria, a la distribución de la píldora del día después– decía que él “sigue siendo el mismo”. Que no ha cambiado. Sus seguidores sostienen que es un hombre de “convicciones firmes”; sus detractores, algunos de derecha, dicen que es esta rigidez ideológica la que lo vuelve peligroso. 

En 2016 abandonó la UDI, el partido heredero del pinochetismo, alegando que el partido se había alejado de sus valores fundacionales, el legado de Jaime Guzmán, un abogado del Opus Dei que fue el cerebro político del régimen de Pinochet y el ideólogo de la Constitución de 1980, todavía vigente. Kast conoció a Guzmán cuando entró a la Facultad de Derecho de la Universidad Católica a principios de los ochenta, todavía en dictadura, y se considera su discípulo. Guzmán, el arquitecto del sistema político de la transición que se reventó en el estallido, postulaba que la derecha tenía que tener cuadros jóvenes formados, que prediquen la moral y las ideas conservadores en terrenos adversos. 

El derrumbe de la esperanza

“Esta vez Chile sí despertó”, dijo Kast anoche. Fue una de las pocas alusiones al estallido social de 2019: el léxico de la revuelta se extinguió en el discurso de la izquierda, y ahora sólo aparece en forma de war flashbacks, invocados por la derecha. La relación entre Kast y el estallido es directa: el Republicano aprovechó la parálisis del gobierno de Sebastián Piñera y la coalición de centroderecha para ser el primer opositor al proceso de reformas, una posición marginal que luego capitalizó con el fracaso del primer proceso constituyente, el 4 de septiembre de 2022.

La derrota que sufrió la izquierda aquella noche amortizó en cierta forma el resultado de ayer, el peor desde el retorno a la democracia. Casi todas las esperanzas de cambio depositadas en el gobierno de Gabriel Boric fueron sepultadas el día del plebiscito. Los partidos de izquierda, los viejos y los nuevos, asumieron la derrota como un punto de inflexión, el fin de un largo ciclo de movilización social que había comenzado en 2011. El descrédito, la rabia y la desafección seguían ahí, pero ya no la representaba la izquierda. Con la pandemia como prólogo, las calles se vaciaron. 

Luego llegó el miedo: ese mismo 2022, Chile vivió un pico de homicidios que instaló a la seguridad como el principal problema ciudadano. El crimen aumentó, pero lo que realmente explotó fue la victimización: hay pocos países donde la brecha entre el delito y su percepción sean tan pronunciadas, una trama que se explica en parte por una sucesión de casos de alto impacto mediático –secuestros y asesinatos a empresarios y agentes de seguridad– cometidos por bandas extranjeras. El aumento de la migración irregular, que se disparó por esos años, terminó de configurar una nueva coyuntura que favorece estructuralmente a las derechas (las cifras oficiales muestran que los ingresos se triplicaron entre 2021 y 2022, pero el Gobierno afirma que el cuadro se explica por el empadronamiento, y que la mayoría de ingresos habían sido previos a la asunción de Boric).

El abultado triunfo de Jara en las primarias del oficialismo a mediados de año expuso el descontento del resto de la izquierda con el Frente Amplio y el gobierno, al que le señalan tibieza y concesiones desmedidas a la derecha (el gobierno responde que, ante un Congreso y un clima de opinión adverso, no es mucho lo que se puede hacer). Quizás por unas semanas, pareció que el momentum con la candidatura de Jara, una veterana militante comunista bien evaluada durante su paso por la gestión, en la que ocupó la cartera de Trabajo, se iba a traducir en una buena elección en la primera vuelta (para la segunda casi nadie formulaba muchas esperanzas). Pero el resultado de ayer, en el que la candidata no logró alcanzar el 30 por ciento –el piso de aprobación de Boric– fue un balde de agua fría, apenas compensado por una performance no tan desastrosa en el Congreso, donde la derecha tendrá mayoría pero no absoluta. 

Jara entra a la segunda vuelta con el lastre del gobierno, al que se le suma su militancia en el Partido Comunista, un tabú para votantes de centroderecha y afines, a pesar de las históricas demostraciones de apego partidario a la institucionalidad vigente, desde Salvador Allende hasta Boric, pasando por Michelle Bachelet. El hecho de que Jara seguramente anuncie en las próximas horas que no competirá en el balotaje como militante del PC es un testimonio de la dificultad que enfrenta, así como del devenir reciente de la izquierda.

El candidato de “la gente”

Todas las miradas ahora apuntan a Franco Parisi, el candidato que obtuvo el tercer lugar con casi el 20 por ciento de los votos. Al igual que en la elección anterior, a Parisi las encuestas lo daban cuarto o quinto, y volvió a dar la sorpresa. Es la figura que mejor representa a la desafección del electorado: con un discurso enfocado en la crítica hacia los partidos políticos, asentado en las regiones del norte –el territorio minero de donde proviene una parte significativa del PBI del país–, el líder del Partido de la Gente apela a un mundo que a la industria de encuestadores y académicos de Santiago se le sigue escapando. En la campaña anterior sacó 13 por ciento sin siquiera pisar Chile - residía en Estados Unidos a causa de una demanda por pensión alimenticia - , un flanco que suplió con una activa presencia digital. Esta vez pudo pisar el terreno y triplicó sus votos.

El destino de esos votos no está definido. En la elección anterior, la mayoría de su electorado se inclinó por Boric, aunque Parisi había apoyado a Kast luego de una encuesta online entre las bases de su partido. Ayer evitó pronunciarse por ninguno de los dos candidatos, y dijo que lo primero que tenían que hacer era bajarse los sueldos. Pero la izquierda guarda pocas esperanzas de que los votos de Parisi tuerzan los pronósticos: el clima de oposición al gobierno, sumado a una compleja sociología de sus votantes, más afín al discurso actual de la derecha, hace difícil pensar en una transposición mayoritaria a Jara.

Kast y Parisi son dos manifestaciones diferentes de la crisis de representación chilena. El primero representa la demanda por un liderazgo fuerte, la reacción conservadora que sucedió al estallido y se consolidó con la llegada de la crisis de inseguridad. Kast ya no menciona su oposición total al aborto o a la “ideología de género”, banderas que en esta elección fueron tomadas por Kaiser, el otro candidato ultra que contribuyó a “moderarlo”; se concentró en seguridad y migración, proyectando la imagen de un sheriff. La ampliación del campo de la derecha, que parecía debilitarlo al inicio de la campaña, ahora posiblemente lo ayude a alcanzar la presidencia. Pero la irrupción de Kast no se puede entender sin la crisis de la derecha tradicional.

Parisi, en cambio, representa al Chile que está totalmente al margen de la política partidaria, y por eso sintoniza con algo del espíritu del estallido social: su componente antiélite. Es el mundo que está abajo, lejos de los centros urbanos de Santiago (aunque parte del éxito este año se debe a su mejora en la Región Metropolitana). “Los del Partido de la Gente mañana se tienen que levantar para ir a trabajar”, dijo en su discurso, replicando el lugar común tantas veces dicho por tantos votantes, que ahora tienen un candidato que repite y representa esa misma distancia con el sistema político. 

Por lo mismo, ni la supervivencia de Kast ni el ascenso de Parisi se explican sin el factor más relevante en estas elecciones: la incorporación del voto obligatorio, que debutó en el plebiscito constituyente de 2022 y ahora llegó a las presidenciales. Casi seis millones de votantes nuevos, rotulados como “obligados” por los encuestadores, salieron a votar, inclinando la balanza por candidaturas de partidos no tradicionales. Por eso Kast mejoró su caudal de votos a pesar de contar con un campo más fragmentado, y el apoyo de Parisi se disparó. El comportamiento de este universo, en teoría compuesto mayormente por menores de 40 años de sectores populares, sigue siendo difícil de predecir, pero las elecciones de ayer vuelven a demostrar que el voto obligatorio desafía a los lentes con los que se miraba a la política chilena desde hace poco, y que ahora cambió para siempre.

Si hace cuatro años, cuando pasó a segunda vuelta, José Antonio Kast tenía un techo electoral, los nuevos votantes parecen haberlo derribado. Con el viento a favor y toda la derecha alineada detrás de él, Kast arranca la campaña del balotaje como el favorito indiscutido para llegar a La Moneda. Si lo consigue, se dirá que la nueva estación del famoso y citado al hartazgo péndulo chileno ahora favorece a la ultraderecha. A un ex o renovado o arrepentido pinochetista. La pregunta será la que este nuevo Chile todavía no logra resolver: ¿Cómo se gobierna este país?

Fotos: Prensa