Fotos de interior: Alejandra Vitale
—Bueno —resopla—. Veamos qué camino de decadencia tuve que recorrer para llegar a esto que soy hoy —dice mientras se acomoda en la silla y se lamenta de un dolor en el pie, tal vez por problemas de circulación.
Ese camino de decadencia —en realidad, un camino de genialidad— comienza en los años cuarenta, en una casa de 100 metros de largo en el barrio de Caseros, y traerá, con el tiempo, una ópera, cinco libros e incontables radioteatros y comedias musicales para radio y televisión. Alejandro Dolina tiene destino de calle y monumento —de hecho, desde 2009 la plaza Pedro Eugenio Aramburu del barrio de Flores fue rebautizada como “Plaza del Ángel Gris”—. Toca guitarra, piano y acordeón y es una máquina de recordar canciones: desde hace 40 años sus oyentes le piden cualquier tango y él lo toca y canta cada parte de la letra sin leer y sin soplar.
—A lo mejor, más que talento, lo que tengo es buena memoria, y lo que escuché hace mil años lo recupero y lo articulo cuando lo necesito —dice Dolina.
El pequeño Alejandro Dolina vivía con mucha gente: su papá, su mamá, su abuelo, su abuela y sus tías. Entre todos sumaban un manojo de siglos. Él era el más chico y por mucho. Se convirtió rápidamente en un genio diminuto: lector desde los tres y aprendiz de acordeón desde los siete. En la casa había un piano que nadie usaba. Hasta que un día se sentó y lo tocó con naturalidad. Lo mandaron a clases, pero a él no le gustó.
A lo mejor, más que talento, lo que tengo es buena memoria, y lo que escuché hace mil años lo recupero y lo articulo cuando lo necesito.
Alejandro Dolina
—Yo era un grasa, sólo quería el acordeón. Todavía tengo uno y lo toco muy bien.
La habilidad para ejecutar cualquier tango también nació en Caseros y estaba cifrada en los genes de Alejandro Antonio “Bebe” Dolina, su padre, contador de la empresa Plavinil Argentina, que “sabía todos los tangos del mundo”. Cada domingo llamaba a su único hijo a la pieza y juntos hacían tangos de aquí, de allá y de todas partes. Delfa Virginia Colombo, su madre, era maestra y armaba comedias con sus alumnos. Alejandro asistía a esas obras con sorpresa y mucha atención.
—¿Ves? —dice el Negro— Ahí puede estar el origen de mi vocación de actor y de farsante. Lo mío fue una erudición involuntaria.
En esa casa le enseñaron a escribir, pero también a decir malas palabras. Le enseñaron melodías al piano, pero también versos obscenos para escandalizar a tíos. Su familia encontraba en la burla y en el cinismo un extraño placer. Con el tiempo también empezaron a cargarlo a él. Se reían de sus defectos o de cualquier error.
—Me dejaron algunas consecuencias nefastas, aunque yo sabía que había cariño detrás de eso.
Con los años él también se convirtió en verdugo social. A pesar de su buena condición académica, en la escuela secundaria lo mejor era tenerlo lejos.
A pesar de su buena condición académica, en la escuela secundaria lo mejor era tenerlo lejos. “Yo era un adolescente muy poco recomendable al que nadie soportaba”, dice.
—A los catorce lo mejor del mundo era encontrar un gil y jorobar. Yo era un adolescente muy poco recomendable al que nadie soportaba. Hoy me arrepiento.
Por esos años, Dolina pensaba que nunca le iba a gustar a nadie, hasta que dos amigas le develaron un tesoro: “Estás confundido, Alejandro, a las mujeres no nos gustan los rubios que se peinan para atrás y se visten bien. Nos gustan los negros atorrantes como vos”. No lo podía creer: desde entonces, su vida amorosa cambió para siempre.
—Las mayores felicidades de mi vida, exceptuando las de la paternidad, las tuve en el amor. No hay ninguna otra cosa que me haya hecho tan feliz como el sentirme enamorado y sentir que alguien me amaba —dice hoy, con 81 años, y aunque aclara que no se retiró del amor, puede mirar hacia atrás con perspectiva—. Noto un aire de familia entre las mujeres que me han amado. Siento que la mejor razón para vivir de nuevo esta misma vida son esas mujeres. A todas las recuerdo con agradecimiento.
***
Nito D'Alessio es productor cultural, fue director de la FM 2x4 y conoce a Dolina hace 40 años.
—El Negro es un excelente amigo, cuando mi madre tuvo problemas le consiguió un médico que le alargó la vida seis años. Dolina es Dolina todo el tiempo, no es un personaje. Es un poeta, un tipo que vive las 24 horas como artista. Esa mezcla de Borges y la esquina lo hace único.
Con D'Alessio se hicieron amigos como los nenes: enseguida y por el fútbol. Más tarde, Dolina lo mencionaría como personaje en su primer libro, Crónicas del ángel gris. Se convirtieron, desde 1981, en una dupla ganadora. Dolina se paraba de 5, delante de los dos defensores —tal como sigue haciendo hasta el día de hoy— y asistía a D'Alessio, que jugaba de punta y hacía los goles.
—El Negro es un jugador muy inteligente que conoce sus recursos —dice D'Alessio—. Por eso va a poder jugar hasta los 120 años.
No hay ninguna otra cosa que me haya hecho tan feliz como el sentirme enamorado y sentir que alguien me amaba.
Alejandro Dolina
Dolina es famoso por sus reflexiones, por su humor y por sus improvisaciones, pero hay algo que la gente no sabe y su amigo conoce muy bien.
—En los primeros partidos el Negro era amable con todos; no solamente jugaba bien sino que era callado —dice D'Alessio—. Pero cuando agarró confianza empezó a putear cada vez que algo no salía como él quería.
En el equipo hubo un reacomodamiento: sólo se quedaron jugando con Dolina los que tenían más carácter. El resto se pasó al otro equipo.
—Hay que aguantarlo enojado al Negro —reconoce su amigo.
Así también es Dolina, un gran puteador. Pero hay más, es dueño de un talento especial. Cuando se enoja es capaz de pronunciar frases a la vez hirientes y graciosas, como: alguna patada que te sobre dásela a la pelota.
A veces, cuando el fútbol se termina la calentura no se apaga. Su amigo lo vio en reiteradas ocasiones: “A Dolina lo enoja la pérdida de tiempo y la estupidez”. D'Alessio revuelve su cortado, tiene voz de locutor y parece 10 años más joven de lo que dice el documento.
—Lo que pasa es que en su programa de radio usaban catorce micrófonos inalámbricos, entonces no era fácil operarlo —dice D'Alessio, que además de productor de artistas es sonidista—. Un viernes en el Teatro Alvear algo falló con los micrófonos, se filtraba un relato de fútbol. Dolina paró la función y empezó a descargarse ante el público —cuenta D'Alessio e imita a su amigo—: “uno se pasa noches enteras intentando encontrar una palabra justa para que ustedes la disfruten y un señor que solamente tiene que tocar una perilla arruina todo”.
Dolina es Dolina todo el tiempo, no es un personaje. Es un poeta, un tipo que vive las 24 horas como artista.
Nito D'Alessio
Lo que siguió fue caos y confusión, pero no para el público.
—Mientras el Negro hablaba, un técnico intentaba cambiarle el micrófono conectado desde su espalda y él no se daba cuenta. Se movía por el escenario esquivando, sin querer, al tipo que quería arreglar la situación. La gente se reía y el Negro no entendía por qué —recuerda D'Alessio—. Y eso lo calentaba aún más.
Excepto el del enojo, no le quedó ningún vicio. A los 40 logró dejar el tabaco. Según D'Alessio, siempre priorizó su cabeza y su cuerpo. Su amigo siente que, a pesar del éxito, Dolina no tiene el reconocimiento que se merece. Y cree saber el motivo:
—Es un tipo íntegro, pero arisco. Lo vi pegando portazos justos, pero que profesionalmente no le convenían. Se mantiene siempre a flote por su enorme talento. Nunca transó con nadie y eso tiene un precio. Yo siento que al igual que con Piazzolla, el tiempo le dará a su obra el reconocimiento que se merece.
Dolina y D'Alessio se juntan a charlar una vez por semana, aunque algunos temas ya no sean los de hace 40 años. “Lo veo muy padre al Negro, muy querido por sus hijos y más comprensivo con los boludos que nos rodean”.
Dolina es un gran puteador. Pero también es dueño de un talento especial. Cuando se enoja jugando al fútbol es capaz de pronunciar frases a la vez hirientes y graciosas, como: alguna patada que te sobre dásela a la pelota.
***
Año 1966. A Alejandro Dolina lo invitan a una fiesta y recrea La última cena en tono gauchesco junto a amigos tan divertidos como él. Todo el mundo en aquella fiesta ríe y celebra su performance. De un momento a otro, se le acerca una persona.
—¿De qué trabajás?
—De nada.
—¿Qué estudiás?
—Ahora nada.
—¿Qué sueños tenés?
—Ninguno.
—¿Querés trabajar en publicidad?
El que hace las preguntas es Manuel Evequoz, que con el tiempo se convirtió en su jefe, más tarde en su amigo y finalmente en Manuel Mandeb, el alter ego de toda su obra.
—A mi amigo le decían “Turco” y me pareció que, siguiendo con esa tradición de llamar “Turco” a los árabes, no estaba mal ponerle Mandeb.
Este benefactor, inmortalizado en la obra de Dolina, tuvo un trágico final. Abogado defensor de los detenidos por la dictadura, está desaparecido desde 1976.
Después de aquella fiesta Evequoz contrató a Dolina para la agencia de publicidad Tipsa. Allí conoció a muchas futuras estrellas, desde el Negro Caloi y Fontanarrosa hasta Carlos Mundstock, pasando por el historietista Carlos Trillo. Dolina se unió al grupo con facilidad.
En 1971, con 27 años, se fue a Europa. En la cama de un hotel parisino de mala muerte Dolina escribió a mano una novela fallida sobre brujas, ángeles y demonios en el barrio de Flores. Allí aparecieron por primera vez Manuel Mandeb, el ruso Saltzman, el poeta Jorge Allen y los personajes que lo acompañarán toda su vida. Un año después Dolina volvió a Buenos Aires y colaboró con la mítica revista Satiricón. Escribió notas de humor junto a Carlos Trillo durante cuatro años hasta que, por presiones del gobierno militar, la revista cerró.
En 1978, Andrés Cascioli, creador de Satiricón, lo invitó a escribir en una revista que marcará la Historia: Humor. A Dolina, con 34 años, le costaba entregar sus notas. En Satiricón, con un par de arengas de Trillo desde la máquina de escribir (“dale, Negro, dale”), le aparecían las ocurrencias. “Empujado, yo caminaba”, dice. Pero en Humor estuvo solo hasta que Cascioli le mandó a un pibe con la misión de no irse hasta que el Negro le entregara la nota. Un día de poco vuelo creativo, Dolina recordó aquel cuaderno con la novela abandonada en París y, después de releerlo, eligió un capítulo: lo envió entero a la revista. Para su sorpresa, “El reparto de los sueños en el barrio de Flores” fue un éxito.
En 1971, con 27 años, en la cama de un hotel parisino de mala muerte, Dolina escribió a mano una novela fallida sobre brujas, ángeles y demonios en el barrio de Flores. Allí aparecieron por primera vez Manuel Mandeb, el ruso Saltzman, el poeta Jorge Allen y los personajes que lo acompañarán toda su vida.
Ese cuaderno que atesoró durante siete años era una mina de oro que saqueaba en cada publicación. Dolina abandonó las notas que se parecían a las que escribía con Carlos Trillo en Satiricón para buscar otro registro, más personal, con elementos de ficción y poéticos.
—Se volvió todo más complejo y más profundo —dice Dolina y hace una pausa—. Y menos gracioso.
En el medio tuvo otros trabajos. Fue director creativo en una agencia de publicidad de Editorial Atlántida. Trabajaba desde las nueve de la mañana hasta las siete de la tarde y se aburría tanto que hasta tomó clases de griego con Teresa, una compañera que entonces era la madre de un jovencísimo Teto Medina. Con otro compañero aprendió a bailar tap. Finalmente consiguió un acuerdo. “Muchachos —les dijo Dolina a sus jefes—, páguenme menos, pero yo llego a la una de la tarde”. Así consiguió el tiempo para hacer lo que más le interesaba: leer y dedicarse a la música.
De su etapa de publicista y de autor de jingles surgieron cosas del saber popular cuya autoría le pertenecen y pocos lo saben. Por ejemplo, que Dolina es el inventor de la expresión che pibe y de algo que también sigue vigente: la melodía de la canción con que muchas hinchadas reciben a sus equipos, la de “llegan los borrachos del tablón”.
***
En 1985, el humorista Adolfo Castelo invitó a Dolina a participar de un programa en Radio El Mundo junto al licenciado Las Heras, experto en sucesos inexplicables y parapsicología, a quien ambos se tomaban seriamente para la joda. El gerente creativo, Fernando Marín, decidió correr el programa a un horario inhóspito, de 1 a 3 de la mañana y quizás, poco proclive a las divagaciones esotéricas, les dijo algo más: “Y termínenla con los platos voladores”.
—Adolfo, no lo hagamos. No nos va a escuchar ni la familia.
Sin mucho esfuerzo, Castelo lo convenció:
—Probamos un mes y si no, chau.
Le cambiaron el nombre a Demasiado tarde para lágrimas y arrancaron el 2 de abril de 1985.
—La respuesta fue superior a lo que esperábamos —recuerda Dolina, que aquel día despegó con su nave radial, en un horario imposible, pero perfecto, para no aterrizar nunca más—. A mí las mejores cosas se me ocurrieron de noche, debe ser porque sufrí mucho tiempo insomnio.
Hay cosas del saber popular cuya autoría le pertenecen y pocos lo saben. Dolina es el inventor de la expresión che pibe y de algo que también sigue vigente: la melodía de la canción con que muchas hinchadas reciben a sus equipos.
Todo aquello derivó en La venganza será terrible, que hace algunos meses cumplió 40 años y llevó a Dolina por todos lados —desde las principales ciudades del país hasta Montevideo, pasando por Italia y España— y por distintos formatos, hasta incursionar en el streaming. Allí Dolina despliega todo lo que aprendió: música, literatura, mitología griega, improvisación, chistes y actuación. Armó el programa de radio más exitoso de la medianoche con una particularidad: desde el primer día hay público presente.
—La permanencia de Alejandro no es magia —dice el periodista Carlos Ulanovsky, su primer compañero de radio—. Es capaz de juntar a Boca Juniors con Leopoldo Marechal, y en ambos casos con enorme conocimiento de causa. Hablando de alguna banalidad termina reflexionando sobre el estructuralismo, física cuántica, filosofía o el incendio de la Biblioteca de Alejandría.
El equipo estable de La venganza será terrible se armó de casualidad. Jorge Dorio llegó a Dolina por un amigo en común; a Gabriel Rolón lo conoció por la música, porque además de psicólogo es un gran guitarrista; Guillermo Stronati era un locutor aburrido que trabajaba de noche en la misma radio que Dolina y Castelo. “Lo mejor de mi carrera fueron los 21 años con él”, dice.
—Con estos tres —dice Dolina— me saqué la lotería.
***
Alejandro y Martín tienen muchas cosas que los unen a su padre y, en el caso del mayor, Alejandro Ricardo, no sólo porta el mismo apellido sino el nombre completo.
—Aunque mi nombre me gusta, creo que no fue una buena idea ponerme todo igual que mi viejo —dice Alejandro en el living de su PH en Villa Ortúzar, mientras estrena la máquina para hacer soda que le regaló su hermano, sentado al otro lado de la mesa—. Pero en esa época se usaba, y además cuando nací mi viejo aún no era famoso.
Sus hijos comparten el mismo estilo de humor. El film La pistola desnuda y Les Luthiers les dejaron un código propio de chistes. Alejandro y Martín trabajan en La venganza será terrible desde hace 17 años, corrigen los libros de su padre, participaron activamente en dos de sus proyectos televisivos y hasta escribieron un musical junto a él que nunca se estrenó.
Martín es guionista, músico, cantante y colabora con su padre desde los nueve, cuando cantó en la opereta Lo que me costó el amor de Laura, haciendo el rol de un Manuel Mandeb niño. No tiene ningún parecido físico con su papá. Alejandro, en cambio, no sólo se parece, sino que replica muchos de sus gestos. Es compositor, cantante, tecladista, docente y, al igual que su papá, cuando habla golpea la mesa con los dedos, como si toda superficie horizontal tuviera teclas de piano.
—Siempre fue muy cariñoso y muy presente. Disfrutaba pasar tiempo con nosotros y, además, era un gran incentivador de jugar al fútbol adentro de la casa —dice Alejandro mientras abre un paquete de galletitas.
En un partido donde el promedio es de 40 años, Dolina sigue habilitando a sus compañeros con pases filtrados, por arriba —tiene una facilidad llamativa para empalar la pelota— o por abajo.
—Sí, adentro y en el patio, y cuando se iba la pelota se pasaba a la casa del vecino —dice Martín, y le hace un gesto de queja a su hermano por el ruido que hace cuando mastica.
—¿Y sabés qué edad tenía cuando saltaba tapiales? —pregunta Alejandro y responde rápidamente— Cincuenta años.
—También jugábamos mucho a las cartas y leíamos entre los tres.
—Papá nos acercaba libros, nuestro preferido era uno llamado Hombres lobos, vampiros y aparecidos y otro, Bestias míticas.
—Leíamos sobre casas embrujadas también.
—Nos encantaba la mitología —recuerda Alejandro mientras sirve otra ronda de soda casera—. Una vez papá nos contó Los doce trabajos de Heracles y, a partir de ahí, le empezamos a pedir que nos contara mitos griegos. Mi viejo era muy didáctico, pero nunca se ponía en un lugar solemne.
La música, la literatura y la radio no es lo único que tienen en común.
—El fútbol nos unió. Ahí sí creo que puso mucho empeño, para bien y para mal —reflexiona Alejandro—. Yo era muy chico y me enseñó a tomar carrera en diagonal y no de frente a la pelota como haría cualquier nene. Para mi viejo, al fútbol había que jugar bien y eso me sirvió mucho porque en Villa Ortúzar, donde crecimos, todos los pibes jugaban bien. Con la ayuda de mi viejo y por copiar a los buenos, pudimos tener un lugar en el fútbol del barrio.
Mi papá tiene un desinterés por lo mundano cercano al desprecio.
Martín Dolina
—Papá tenía esa ponderación del fútbol porque sabía que los que no eran buenos la pasaban muy mal.
Los tres juegan el mismo partido desde hace más de 20 años. Todos los martes a las siete de la tarde, blancos contra azules. Alejandro juega para los blancos; Dolina padre y Martín, para los azules. La selección de jugadores está a cargo de Alejandro. A diferencia de cualquier partido amateur, juegan con arqueros fijos que atajan con guantes y jugadores que respetan sus posiciones —principalmente en el equipo azul, donde Dolina, con su presencia y sus indicaciones enérgicas, ordena al equipo—. Dolina juega, como toda su vida, en el medio. La pelota pasa casi siempre por él y desde ahí distribuye el juego. En un partido donde el promedio es de 40 años, Dolina sigue habilitando a sus compañeros con pases filtrados, por arriba —tiene una facilidad llamativa para empalar la pelota— o por abajo.
Cuando se volvió famoso, decidió cuidar a la familia de su popularidad y exposición.
—No tuvimos una vida marcada por la fama de mi viejo. Vivíamos en Villa Ortúzar, teníamos nuestros amigos del barrio y jugábamos todo el día en la calle —cuenta Alejandro—. Mi viejo no nos mencionaba. Teníamos, por suerte, una vida muy normal.
—Me llamaba la atención que le gritaran por la calle —dice Martín. Una vez me quiso comprar unas revistas y el tipo del puesto de diarios me las dio gratis. Cuando me explicó, con mucho pudor, que me las habían regalado en agradecimiento porque el vendedor era oyente del programa, lo increpé: “¡Le hubieras pedido más cosas!”
De tanto volar, los genios tienen problemas con el tren de aterrizaje. Dolina es uno de ellos. Para decirlo en criollo: son un desastre con el tramiterío que implica estar vivo.
—Mi papá tiene un desinterés por lo mundano cercano al desprecio —dice Martín.
—Odia esa parte del mundo y decidió renunciar a ella —agrega Alejandro—. Su genialidad aparece en todo su esplendor cuando está al aire. En la posibilidad del error funciona mejor. Crece en el peligro de la sala llena.
Papá inventó una expresión artística. Inventó ser Dolina y nadie más puede serlo.
Alejandro Dolina (hijo)
—¿Sabés qué me pasa con mi viejo? Lo mismo que cuando veo videos de Maradona jugando al tenis, cantando, bailando. Me da risa que haga todo bien. Bueno, mi papá es erudito, habla bien, en las entrevistas se le ocurren respuestas geniales, escribe espectacular, improvisando es brillante, canta como los dioses y compone espectacular —Martín se llena la boca con elogios y agrega algo más—. Siempre fue ansioso, pero ahora que pasó los 80 está más tranquilo.
—Papá inventó una expresión artística -concluye Alejandro-. Inventó ser Dolina y nadie más puede serlo.
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Dolina tiene una deuda pendiente. Sueña con que sus textos lleguen al cine y que —algo que nunca ocurrió— un empresario le proponga, al menos, un proyecto viable.
—Jamás me dieron una mano ni auspiciantes ni dueños de medios —se lamenta el Negro, aunque aclara que no cambiaría nada de su carrera ni de su pasado—. Es mejor pensar que cualquier cambio en lo que fui provocaría algo peor —dice y hace una pausa mientras piensa un ejemplo—. Si la noche en que engendré, sin saberlo, me hubieran preguntado si quería tener hijos, yo hubiera dicho que no y me hubiera perdido lo mejor de mi vida. Así que, más por supersticioso que por poeta, mejor no cambiar nada.
Dolina siempre gestionó sus proyectos. En los noventa una novia lo abandonó y poco después compuso la opereta Lo que me costó el amor de Laura. La publicó en 1998 y salió de gira por distintos teatros del país. A falta de inversiones, autogestión pura. Se encargó desde conseguir que la Orquesta Sinfónica Nacional grabe sus canciones, hasta escribir la trama, las letras y componer todas las músicas y arreglos, pasando por convocar a un verdadero seleccionado de artistas: Ernesto Sábato, Mercedes Sosa, Joan Manuel Serrat, Les Luthiers, Sandro. Todos se acercaron al proyecto de Dolina por admiración y cariño. Y hasta Serrat dijo que una de las canciones parecía escrita por él.
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Si bien Dolina no tiene una vida social establecida sobre el núcleo de la farándula —“mis amigos no son famosos”— le sobra chispa para hablar de algunas celebridades vernáculas de ayer y de hoy. Los enumera y los describe así: “Lionel Messi: la destreza en todas sus formas me produce fascinación. Es lo más cercano al milagro. A diferencia de Maradona, a Messi nunca lo traté y a diferencia de Maradona, todavía no llegué a amarlo; Jorge Luis Borges, el mejor escritor que ha existido. Me tocó estar de colado en una serie de entrevistas que le hizo Antonio Carrizo. Mis diálogos con él se limitaron a saludarnos cuando llegaba y cuando se iba, pero lo pude ver en acción: pensando; Bioy Casares, nos llevábamos tan bien que me invitó a varios eventos e incluso fui a su último cumpleaños. Me contó que en su casa yo era muy querido, que sus nietos eran oyentes del programa y que a él le había gustado; Alberto Olmedo, un artista muy popular, pero hacía un humor que yo no disfruto; Cristina Fernández tiene una enorme capacidad e inteligencia. En una celebración por el Día de la Militancia me sentaron en la misma mesa que ella. Me quedé un ratito y me escapé porque me daba vergüenza que me preguntara algo que yo no supiera. Si cometió algún delito, la Justicia debería reaccionar al respecto, pero si no los ha cometido, también. Como política me parece superior a muchos genios que andan por ahí; Javier Milei no sé si está loco, si lo manejan, si es una persona honesta. Sí sé que representa a la extrema derecha en su versión más tremenda y rozando la parodia”.
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En un capítulo de El libro del fantasma, de 1999, una empresa de jabón de ropa contrata a un joven para escribir las instrucciones de uso. El muchacho aprovecha la oportunidad para colar algunas reflexiones filosóficas entre las instrucciones. Veinticinco años después, Dolina opina sobre algunos de aquellos fragmentos.
—Toda alegría no es más que un olvido momentáneo de la tragedia esencial de la vida.
—Yo creo eso y Unamuno también creía en eso. Ahora me parece demasiado terminante, pero no está mal.
—Todo lo que se escribe es de evasión, menos la metafísica: las noticias políticas, los libros de sociología, los horarios del ferrocarril, los estudios sobre las reservas de petróleo, no hacen más que apartarnos del tema central, que es la muerte.
Dolina se ríe. Dice que piensa en Heidegger.
—Él decía que el tema de la muerte era el único tema serio. Todos los demás temas eran, para él, literatura de evasión.
Lionel Messi: la destreza en todas sus formas me produce fascinación. Es lo más cercano al milagro. A diferencia de Maradona, a Messi nunca lo traté y a diferencia de Maradona, todavía no llegué a amarlo
Alejandro Dolina
—Cuanto más inteligente, profunda y sensible es una persona, más probabilidades tiene de cruzarse con la tristeza.
—Hay una ocurrencia que Borges le adjudica a Macedonio Fernández: si los dolores son de juguetería, también los placeres serán de juguetería. En cambio, si uno es capaz de sentir dolores de herrería, los placeres también serán de herrería. Es decir, Macedonio ponía el acento en la percepción. La inteligencia, que es la buena percepción, produce dolor porque implica entender mejor la condición humana y esta es trágica.
Dolina no es nostálgico, pero sí melancólico. No hace un elogio del pasado, pero no lo puede olvidar.
—En un punto es verdad que nada se parece más al paraíso que la infancia —Dolina levanta las cejas—. Pero a ese pensamiento hay que soltarlo porque es imposible volver. Solamente sirve como idea poética. Mi época es esta que estoy viviendo y, si tengo suerte, me imagino perseverando en todo lo que hago: en el pensamiento, en la lectura, en el aprendizaje, en la música, en el programa, en el fútbol —dice y señala con el índice; habla más lento—. Y, por supuesto, en el amor.
Aunque se pueda pensar lo contrario de alguien que escribió la táctica y la estrategia del juego “La escondida” y que se preguntó, en ese mismo libro inaugural, por el paradero de las bolitas de la infancia, en realidad, en sus textos la añoranza aparece encarnada en personajes que la rechazan y hasta la tratan con cinismo. Dolina se sumerge en la melancolía en su obra, pero sale a tiempo. Escribe en “Refutación del regreso”, en Crónicas del ángel gris: “No es posible regresar a ninguna parte. Los puntos de partida no se quedan quietos y a la vuelta ya no están. Para poder volver se necesita, por empezar, un punto de partida eterno e inmutable. Pero todo se mueve y no hay forma de detener el universo”.
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El show de La Venganza empieza el viernes a las 21. El público en el Chacarerean teatre conforma un abanico de edades y de consumos. Están quienes lo escuchan a la manera histórica, por radio, y quienes hoy lo siguen por aplicaciones. Cuando no lo ve en vivo, como ahora, Alejandra, 67 años, lo escucha al día siguiente por YouTube. Con apenas 9 años, Gala es la fanática más chica entre el público; ella le pide a su mamá que le ponga la parte humorística en Spotify. Juan Pablo, de 42, lo escucha mientras viaja a la mañana al trabajo. Todavía faltan 30 minutos para que empiece.
—No oigo bien mi teclado —dice desde el escenario—. Y la voz no tiene cuerpo ni brillo.
Dolina canta un vals de Cadícamo. “Yo te escucho con resto, pa”. Se queda solo y una luz particular lo ilumina. Canta con fervor como si las 146 butacas no estuvieran, todavía, vacías. Tras bambalinas está todo el equipo del programa: sus hijos Martín y Alejandro, que forman junto a Manuel Moreira El trío sin nombre, Patricio Barton y Gillespie. Todos comen hamburguesas, menos Dolina, que repasa unos papeles sueltos sobre tres historias de escritores que se convirtieron en asesinos seriales y que usará en el programa.
Los demás charlan y hacen ruido, pero Dolina se apoya la cabeza en la mano y pasa una página atrás de otra sin distraerse. “Tengo tres temas para la parte humorística”, irrumpe la productora Maica Iglesias. “Tienen que elegir dos. Comportamiento en un servicio de tenedor libre, Instrucciones para elegir un safari y 15 consejos para educar al loro”.
Cada tanto Dolina afina la garganta. El show tendría que haber comenzado hace seis minutos.
Todavía tiene mucho por hacer: películas, canciones, libros. Sólo necesita una cosa, tiempo.
—¿Ya entró toda la gente? —pregunta, y le contestan que sí—. ¿Entonces por qué no empezamos?
Dolina aprovecha para contarle a Barton que en una época tomó clases de baile de tango. Finalmente dan el aviso y se ponen de pie. Camina detrás de Gillespie, sube las escaleras y aparece en el escenario. Las butacas, que ya no están vacías, lo reciben con una ovación. Dolina saluda con una sonrisa y se sienta al piano como hace 40 años.
Dos horas más tarde, con el show terminado, Dolina se encuentra con Nito D'Alessio, su histórico amigo. La charla recorre algunos problemas de salud, nombres de médicos y fútbol: recuerdan aquel verano en Chapadmalal donde fueron imbatibles en una canchita de balneario. Esta noche van a ir a cenar.
—Vamos, Negro, que tengo el auto a unas cuadras —dice D'Alessio.
—¿No querés que nos tomemos el 42 para buscarlo? —bromea el Negro.
Mientras hacen chistes los amigos cruzan Fitz Roy y se pierden por la calle Nicaragua. Dolina no arrastra los pies ni su pasado. Todavía tiene mucho por hacer: películas, canciones, libros. Sólo necesita una cosa, tiempo. Un pibe en un cuerpo de 81 años que, para completar su propia leyenda, reclama la eternidad.