Crónica

Damián Szifron


El niño cinéfilo

Existencialista, clásico, obsesivo, antisistema y mainstream a la vez, Damián Szifron evoca su infancia como el momento crucial en su destino como cineasta. A los ocho o nueve años su padre le mostró películas como Tiburón o La Profecía, que definieron las coordenadas estéticas y narrativas que lo acompañan hasta hoy. “El pasado me captura”, dice a sus 47 años. Casi una década después de Relatos Salvajes, la película nacional más taquillera de todos los tiempos, el director argentino que supo conquistar a Hollywood regresa al cine con Misántropo, un policial filmado en el extranjero y en inglés. Mientras tanto, trabaja para cumplir un viejo deseo: llevar a Los simuladores a la pantalla grande.

Es un día del verano de 1983. Damián Szifron tiene siete años. Su padre, un comerciante barrial fanático del cine, le muestra un anuncio en el diario sobre el estreno en Argentina de E.T., el extraterrestre. “Tenemos que ir a verla”, le dice. En el anuncio se lee: “Del director de Tiburón”. Su padre le explica que Steven Spielberg es un director genial que antes hizo Tiburón, una película muy fuerte y violenta que ya le mostrará algún día. El dato le llega bajo la forma de una revelación: por primera vez toma conciencia de la figura del director de cine. “Entonces hay alguien que hace las películas —piensa—. ¡Alguien hace las películas!”.

Un par de veranos después, su padre le presenta una nueva adquisición para entretenimiento familiar: una cámara de video. Es una JVC modelo GR-C1, formato VHS compacto, pensada para uso doméstico, la misma cámara de Marty McFly en Volver al futuro, como ambos comprobarán al ver la película en el cine. El padre entrega el juguete novedoso al hijo, que ese mismo verano lo usa para filmar su primera ficción: un asesinato.

—La víctima era mi primo y, como no tenía más actores, la homicida era la cámara —recuerda Szifron ahora, casi cuarenta años después, varias ficciones después, varios premios internacionales como cineasta después, sentado en un bar en Núñez, Buenos Aires, durante una entrevista en la que mencionará un total de 37 películas, casi todas vistas antes de la adolescencia—. Se producía un efecto tipo Noche de brujas, con un plano secuencia de seguimiento desde el punto de vista del asesino. Mi familia se reía a carcajadas, pero la comedia era involuntaria. Yo tenía todas las expectativas de causarles terror.

Para entonces el niño Szifron ya ha visto Tiburón y otras cuantas películas prohibidas para menores de 18 años junto a su padre.

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Damián Szifron dice no sentirse cómodo ante micrófonos o grabadores. Entre 2002 y 2006, dirigió dos series de televisión, Los simuladores y Hermanos y detectives, y dos películas, El fondo del mar y Tiempo de valientes. Desde entonces sólo volvió a estrenar una película, Relatos salvajes, en 2014. Fuera de esos años, en los que habló con la prensa en ocasiones de estreno, las entrevistas que dio pueden contarse con una mano.

—A veces me llaman para dar una charla en alguna universidad, donde vas y están todos con los teléfonos, y pasa que es difícil ser uno mismo cuando tenés que decir algo que será grabado y reproducido. Y para no ser uno mismo tengo pocas ganas de dar notas o charlas.

Tampoco tiene tiempo. Pasó 2022 absorbido por la posproducción de su primera película rodada en el exterior y en inglés, Misántropo, cuyo título original es To catch a killer, un thriller policial filmado en Canadá y financiado por una productora de Hollywood, FilmNation Entertainment, en el que el australiano Ben Mendelsohn y la estadounidense Shailene Woodley interpretan a dos oficiales que investigan a un asesino serial. La película se estrenará en Argentina el 4 de mayo de 2023.

Mientras terminaba Misántropo, Szifron decidió que, después de veinte años, llegó el momento de atender un viejo deseo: hacer una película de Los simuladores. Luego de que Netflix reestrenara la serie, Paramount+ anunció en marzo del año pasado que los cuatro fantásticos de la televisión argentina llegarán al cine en 2024. Desde entonces Szifron ha declinado gentilmente cantidades de pedidos de entrevista, a los que ahora deberá acceder por el estreno de Misántropo.

—Como dijo Bartleby: “Preferiría no hacerlo”.

Bartleby, un empleado de oficina que responde “I would prefer not to” cada vez que su jefe le pide algo, es el personaje de un famoso cuento de Herman Melville, pero Szifron no lo aclara: mientras habla nombra películas, series, libros, músicos, actores y directores sin aludir referencias, como si asumiera que el interlocutor conoce tanto como él. Y no parece pedantería, sino más bien una muestra de amabilidad reforzada por su repertorio gestual: la mueca de sonrisa controlada cuando dice algo que lo satisface, la leve timidez cuando habla de sí mismo, los rápidos y cortos balanceos de cabeza con los que asiente sus palabras, la cadencia de narrador de cuentos de aventuras, la forma en que sus manos anticipan sus respuestas, como si las desplegara en el aire mediante sus dedos largos y expresivos, proporcionales a su metro ochenta y pico de alto.

Ahora está trabajando en la estructura de la película de Los simuladores. Siempre tuvo la costumbre de escribir a mano, en libretas donde vuelca sus ideas y creaciones con total desmesura. Una vez, hace años, una amiga le regaló una birome de astronautas para que pudiera escribir en cualquier posición y contexto. Otra vez, hace años, un amigo le dijo que sus cuadernitos repletos de anotaciones parecían los del psicópata de Seven.

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En 2021, cuando recibió el premio Konex de Platino a director de cine, lo dedicó entre otros a su madre y su padre, fallecido en 2013: “Mi gran maestro, mi gran amigo, ante todo un magnífico espectador. Si alguien hiciera un monumento al espectador de cine, mi papá sería un buen modelo. Poca gente vio tantas películas como él desde ese lugar anónimo y oscuro que es la butaca en la sala”.

Bernardo Szifron era hijo de una familia de polacos judíos arrasada por los nazis. Su padre, albañil, tornero y partisano, huyó de un tren camino a un campo de concentración y perdió una pierna luego de haber sufrido congelamiento. Su madre presenció el asesinato de sus padres y hermanos y pasó varias semanas encerrada en un sótano junto al cadáver de su hermano. Pudieron escapar juntos a América y ella quedó embarazada durante el viaje en altamar. Desembarcaron en Argentina luego de que los rechazaran en Brasil, Paraguay y Bolivia. 

—¿En tu casa se hablaba del drama familiar?

—Yo sabía por mi viejo, pero mi abuela hablaba poco. Una vez la entrevistaron para una fundación que creó Spielberg, cuando hizo La lista de Schindler, para recabar testimonios de víctimas del nazismo. Después de su muerte pudimos leer los registros de la entrevista y tomamos conciencia de las atrocidades que había pasado. Supongo que una tragedia así se imprime en la genética de una familia. Mi abuela me acariciaba la cabeza pelirroja, me hablaba en yidis y lloraba por la emoción de haber procreado, de que hubiera alguna continuidad.

Bernardo Szifron creció en Caseros, en una casa sin puertas ni ventanas a la que de vez en cuando se metían los animales que se escapaban por las noches de un circo de la zona. A los 14 años consiguió su primer trabajo, en el cine Paramount, donde debía subir las latas de las películas por una escalera hasta la sala de proyección. 

—Casi igual que el personaje de Cinema Paradiso —Szifron se refiere a Totó, protagonista de la película de Giuseppe Tornatore sobre el hijo de una viuda de guerra que pasa los días viendo películas en la sala de proyección de un cine, el refugio que encuentra ante las inclemencias de la vida en la Italia post Mussolini—. En el trabajo le dejaban ver varias películas gratis por día, y mi viejo las veía todas.

Para mediados de los setenta, Bernardo Szifron se había radicado en Ramos Mejía junto a su pareja, Marcela Stofenmacher, con quien tuvo tres hijas y un hijo: Damián, nacido en 1975. Cuando pudo acomodarse económicamente como vendedor de electrodomésticos, lo primero que hizo fue comprar una cámara súper 8 y una moviola, en la que pasaba horas editando filmaciones caseras que protagonizaban sus hijos. Luego, por las noches, las proyectaba para la familia en una pantalla que él mismo había construido para que bajara del techo.

—Mi viejo era bueno filmando, totalmente amateur pero muy pasional. Nos filmaba a nosotros andando a caballo, con unos zooms muy violentos de las caras, los atardeceres, y le ponía música de cine tipo John Williams, Vangelis. En esa época a mí ya me volvían loco Por un puñado de dólares o El bueno, el malo y el feo, que entonces se llamaba Lo bueno, lo malo y lo feo, y esa mezcla entre la vida familiar como película y el cine que empezaba a gustarme… en mi cabeza todo quedó grabado como una misma gran cosa.

La cinefilia temprana de Damián Szifron iba desde las horas gastadas en el videoclub y los ciclos televisivos que miraba en casa, como Sábados de súper acción o Kenia Sharp Club, hasta jornadas de dos o tres películas seguidas en las grandes salas del centro porteño, como el Atlas o el Monumental. Siempre junto a su padre, consumía cine como un adulto. En 1984, cuando estrenó Terminator, Bernardo Szifron sobornó a un boletero para que dejara entrar a su hijo a la función.

—En ese sentido mi viejo era una bestia —Szifron se sonríe—, me mostraba cosas prohi-bi-dí-simas. Yo vi La naranja mecánica, con todas esas violaciones y actos del mal, cuando era un niño. Pero el choque de esas películas también me hacía pensar. Sin entender mucho lo que significaban las imágenes, igual me resultaban atractivas.

En algún momento de su infancia, impactado por La profecía, llegó a sentir una conexión con el protagonista, su tocayo Damien, un chico que provoca muertes espantosas a su alrededor hasta que lo descubren como el Anticristo. “Sospechaba que yo mismo era el Anticristo —recordó en 2014, durante un festival europeo de cine en el que le preguntaron sobre películas de terror—. Me llamaba igual que el personaje, era torpe como él, producía accidentes, tenía el mismo corte de pelo taza. Hasta busqué el 666 en mi cabeza”.

Si uno le pide detalles sobre el funcionamiento de aquella cabeza, sobre la personalidad de aquel chico que se preguntaba si era el Anticristo porque lo había visto en una película, Szifron emprende un pequeño monólogo sobre cine.

—Me da mucho pudor hablar de esas cosas… primero que nada, Richard Donner es un gran director y no sólo por La profecía. Hace muy bien algo que pocos logran: cuando las escenas son graciosas te reís a carcajadas, pero después aparece el peligro y estás metidísimo ahí, la acción nunca es tonta. Arma mortal es un gran ejemplo.

Si uno no lo interrumpe, Szifron sigue.

 —O la primera de Un detective suelto en Hollywood, de Martin Brest.

Y sigue.

—Brest también hizo Fuga de medianoche, posiblemente dentro de mi top five de todos los tiempos. Misma lógica: muy graciosa, muy emotiva, pero cuando las cosas se ponen pesadas odiás al villano, lo vivís intensamente.

Y sigue.

—O Duro de matar. De chico tuve un breve momento, en séptimo grado, en el que coqueteé con una cosa más snob frente al cine. Había empezado a ver otra clase de películas, tipo La fiesta de Babette, y cuando estrenó Duro de matar dije: “Naaa”. Pero al final fui a verla, y pocas veces en mi vida volví a experimentar una excitación igual. Salí del cine tan revolucionado, tan eufórico, tan conectado conmigo mismo…

Damián Szifron podría hablar de sus películas preferidas hasta que lo echaran del bar.

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En los noventa, el destino académico natural para alguien como él era la Fundación Universidad del Cine (FUC), semillero de cineastas que compondrían el llamado “Nuevo Cine Argentino”, una clasificación que nunca le cupo a Szifron y de la que nunca se sintió parte. Venía de hacer el secundario en la ORT, una escuela con orientación audiovisual en la que había adquirido destreza técnica y había conocido a profesores deslumbrantes, mentores que le habían dado sustento teórico a la fascinación que ya sentía por ciertos directores.

En la FUC, en cambio, Szifron se aburría. Compartía el tedio con un compañero de curso talentoso y elocuente, Mariano Llinás, cineasta y amigo suyo desde entonces.

—Los dos teníamos un perfil altísimo, siempre hinchando las bolas —recuerda Llinás, quien solía participar en la producción de los primeros cortos amateurs de Szifron—. Supongo que éramos insoportables para los profesores: sabelotodos, indisciplinados, nos íbamos en medio de las clases, todo nos parecía una cagada. La diferencia conmigo era que Damián tenía el don de la popularidad. No en cuanto a su figura, resistida como cualquier persona genial rodeada de gente no necesariamente genial, pero sí en cuanto sus trabajos. Tenía esa estrella: a todo el mundo siempre le encantaba las cosas que hacía.

La predilección de Szifron por el cine de Estados Unidos, sobre todo de la década del setenta, ya estaba definida entonces. Conocía de memoria las películas de Friedkin, Coppola, Scorsese, y los clásicos de Hollywood que había visto de chico configuraban las coordenadas estéticas y narrativas que lo acompañarían hasta hoy.

—Nunca fue muy amigo de la “modernidad”. En la facultad ya mostraba un manejo impresionante del lenguaje del clasicismo americano. Era como si hubiera nacido con eso. Pero a la vez siempre tuvo un humor extremadamente argentino. Damián es tan raro… tiene un sentido del humor explosivo, es un tipo incapaz de reprimir un chiste, pero visto desde afuera debe parecer alguien tenso, que habla de cosas importantes en los reportajes.

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A los 47 años, Szifron dice tener identificados sus “intereses más profundos”, entre los que destaca dos grandes categorías.

Primero, lo que llama una “línea científica”, dominante en proyectos que por ahora no filmó, en especial en uno titulado El extranjero, una historia de ciencia ficción que se le ocurrió a los 17 años, a la que reconoce como su primera idea, a la que dedicó casi diez años de escritura, a la que imaginó primero como película, después como trilogía y después como serie, de cuyo argumento no se sabe mucho excepto que trata sobre las aventuras de un personaje que arregla problemas de índole universal. Szifron dice que también quiere explorar parte de la “línea científica” en la película de Los simuladores, y eso es todo lo que comenta sobre un guión en proceso que todavía no les mostró ni a los actores.

—Me siguen obsesionando las grandes incógnitas. ¿De dónde venimos? ¿Algo nos creó o surgimos por casualidad? ¿Qué somos? ¿Para qué estamos? ¿Qué pasa cuando nos morimos? Pienso en esas cosas todo el tiempo. Desde chico, cuando mi viejo me mostró la serie original de Cosmos, de Carl Sagan, tuve presente que el ser humano sabe muy poquito, casi nada.

Segundo, lo que llama una “línea social”, dominante en su filmografía hasta ahora, en especial en su película más famosa, Relatos salvajes, a la que ha definido como “una película sobre el placer de perder el control, de reaccionar, de defenderte, de no dejarte aplastar”.

—Me ocupa y preocupa la forma en que vivimos, qué queremos como especie, en qué dirección vamos, si podemos lograr una mejor versión de nosotros. Si podemos cambiar, porque somos conscientes de tantas cosas ridículas que nos hacen infelices y perder el tiempo. Vivimos en una sociedad que no está edificada para que hagas uso del tiempo que se te dio en el planeta Tierra. Te lo quieren sacar de todos lados. Tenés que hacer esto, tenés que hacer aquello. Y vos decís: “Pará, ¿por qué tengo que hacerlo? ¿Qué pasa si no lo hago? ¿Qué pasa si no hago nada?”.

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Su debut televisivo puede rastrearse en YouTube, bajo el título “Los Tinellitos” . Es un compilado de cámaras ocultas emitidas en Ritmo de la noche, en 1994, protagonizadas por cuatro chicos de seis o siete años que tienden bromas a gente adulta en la calle. Por ejemplo, una nena le pide a una señora que la tome de la mano para cruzar la avenida, y cuando están cruzando la nena se aparta y deja a la señora con una prótesis de brazo en la mano.

—Damián me va a odiar por haberte contado esto —dice, riéndose, Claudio Villarruel, ex director de contenidos de Telefé y ex productor de Ritmo de la noche, un programa con la conducción de Marcelo Tinelli—. Él era muy joven, estaba haciendo algo con chicos actores y un día me acercó un video. Le pregunté si no se animaba a hacer cámaras ocultas. Yo le ponía un equipo de producción con todo y él me traía las cámaras. Era una cosa simple, muy inocente, pero funcionaba muy bien. Salieron unas quince o veinte cámaras al aire durante un año.

Szifron tenía 19 años y estudiaba cine. En los noventa, su padre se fundió y su comercio cayó en la quiebra. Además de estudiar cine, había que trabajar. La televisión aparecía como un horizonte satisfactorio y viable: Szifron tenía el talento, la técnica y, gracias a la ORT y la FUC, los contactos necesarios. En 1996, después de su paso por Ritmo de la noche, consiguió trabajo como productor en Atorrantes, un ciclo humorístico y periodístico que conducía Pato Galván.

—Al principio le dábamos tareas de realización, pero después vimos que era un talento y empezó a producir las notas más locas del programa —recuerda Galván—. Teníamos un personaje, Ricutti, que Damián había descubierto y lo hacía hacer escenas increíbles por la calle. Ricutti policía, Ricutti millonario, Ricutti esto, Ricutti lo otro, Ricutti nudista… lo sacaba a pasear en bolas por Florida y pasaban cosas rarísimas. Damián traía toda la carga del cine, pero lo primero que aprendió sobre la tele lo mamó en nuestro programa.

Aunque Atorrantes marcó su vida más bien por otro motivo. En el programa conoció a una de las noteras, María Marull, actriz, dramaturga y directora de teatro, hoy su esposa y madre de sus dos hijas, Rosa y Eva, con quien empezó a salir en aquella época: un tiempo antes de convertirse, a los 26 años, en el director de ficción número uno de la televisión argentina.

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Además de su padre, Damián Szifron tiene otra figura familiar en su panteón de influencias cinéfilas. Su abuelo materno, León Stofenmancher, un médico culto y respetado, fue referencia para él desde niño, cuando lo usaba como actor en sus filmaciones infantiles, en las que también participaba su madre. Décadas más tarde, Szifron lo homenajearía en Los simuladores, donde el personaje de Mario Santos, cerebro de los operativos, se presenta como León Stofenmacher cada vez que necesita usar un nombre falso. Al igual que su padre, su abuelo sentía debilidad por el cine. 

—Pero tenían aproximaciones distintas. Mi abuelo era más de la vanguardia, de los grandes festivales, y mi viejo era todo lo contrario como espectador. También eran diferentes ante la vida. Mi abuelo era de una prolijidad y obsesividad notorias, y mi viejo hacía las cosas a lo bestia.

—¿Y vos?

—Yo admiro gente por las dos razones. Woody Allen, que filma religiosamente una película por año, todas con el mismo tono, la misma secuencia de títulos, la misma tipografía. Y Coppola, posiblemente mi director favorito, que tira la casa por la ventana, se funde, se reinventa, se levanta, a veces no se levanta, y en ese proceder y nivel de delirio y ambición hizo El Padrino, Apocalypse Now, Drácula. En mi formación y mi manera de trabajar, creo que las dos fuerzas están en juego y en conflicto permanente: hacer las cosas bien o hacerlas a lo bestia.

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En la Argentina post 2001, la crisis económica castigó a la industria televisiva pero no llegó a frenarla. Después del éxito del modelo Polka en Canal 13, los canales empezaron a recibir decenas de pilotos de producciones independientes. Cuatro actores, Federico D’Elia, Alejandro Fiore, Diego Peretti y Martín Seefeld, se asociaron para producir un proyecto propio de ficción. Contactaron a un director joven, Damián Szifron, con quien algunos de ellos ya habían filmado un par de cortos.

Szifron les presentó una idea: la historia de un grupo de profesionales que, mediante operativos de simulación y engaño, resuelven todo tipo de problemas. El capítulo piloto de Los simuladores —un hombre necesita recuperar a su esposa desenamorada— se grabó con el dinero de los cuatro actores. Antes de terminar de editarlo, Szifron se lo llevó al productor Axel Kuschevatzky, quien trabajaba en Telefé. 

—A los pocos minutos dije: “Ok, esto es otra cosa” —recuerda Kuschevatzky, quien años después también coproduciría Relatos salvajes—. No se parecía a nada. Por lo pronto, mientras en la TV argentina nunca se nombraban lugares puntuales, acá decían: “Nos encontramos en la esquina de Amenábar y tal”. Estaba tan anclado en lo real y a la vez era tan imaginativo. Y era una evolución de los primeros cortos de Damián, con conceptos similares. Ya se veía un autor, un tipo híper consecuente con su forma de mirar. No hay un plano en su obra que no represente su punto de vista.

En el verano de 2002, Kuschevatzky mostró el piloto en una reunión de programación de Telefé. A los cinco minutos, el director de contenidos, Claudio Villarruel, se llevó el VHS a su oficina para verlo en privado. Los simuladores acababa de entrar al prime time por la avenida principal.

—La serie surgió después de la caída de De la Rúa —dice Kuschevatzy—, y la idea de unos señores que podían sacarte de cualquier quilombo aparecía en un contexto de indefensión y fragilidad que todos sentíamos al ver colapsar el sistema. En algún lugar, Los simuladores era la respuesta de un fan de los westerns y las películas de aventuras al fracaso del gobierno de la Alianza. De hecho hubo un capítulo sobre un presidente impotente.

Los simuladores hizo dos temporadas, arrasó en audiencia y premios y tuvo remakes en Chile, España, México y Rusia. Con una apuesta inusual y costosa a los géneros de cine, y con homenajes explícitos a las películas preferidas de Szifron en varios capítulos —el villano de la segunda temporada, Franco Milazzo, es por momentos Martin Sheen en Apocalypse Now, Sylvester Stallone en Rambo y Arnold Schwarzenegger en Terminator—, el programa le impuso una lógica de producción cinematográfica a una estructura apenas preparada para la televisión. Los jefes del canal penaban por los tiempos de entrega de Szifron, que sabía estirarlos al límite. Según Kuschevatzky, a veces llegaba al punto de editar los capítulos mientras salían al aire.

—Terminaba de editar el último bloque mientras se emitía el primero al público. Damián es un director que cuenta fotogramas cuando edita. Convierte la cadena de producción en una experiencia personal, y esa lógica era casi inaceptable para la televisión de la época. Pero el resultado funcionaba tan maravillosamente bien que el sistema nunca pudo discutirle nada.

Existe un anecdotario interminable sobre sus mañas. El día que quiso suspender una grabación porque había pedido una zapatería para filmar y la producción había contratado la zapatería de al lado. La vez que pidió retirar del set a un actor porque no le transmitía la empatía propia del personaje. Las noches que dormía en las salas de edición de Telefé, cuyas puertas dicen que llegó a patear en alguna ocasión en que las encontró cerradas.

 —Damián necesita estar en absolutamente todo —dice Federico D’Elia—. Lo he visto musicalizar y buscar que una nota coincida con el gesto de la cabeza de un personaje. Es demasiado obsesivo, y esa exigencia produce cansancio a todos, por más que el clima de trabajo con él siempre sea súper agradable. Los tipos geniales tienen eso: son divinos y el resultado es increíble, pero a veces vivirlos y entenderlos puede costar un poco.

Cualquiera que compartió un set con Szifron sabe que es capaz de repetir muchas, muchas veces las tomas. Circulan historias: el actor extenuado que necesitó ayuda para salir de las vías de un tren luego de grabar mil veces la misma escena; el actor congelado que pedía misericordia desde adentro de un lago luego de grabar mil veces la misma escena. Pero en los comentarios sobre su método de trabajo nunca aparecen reproches. Al contrario: todo el mundo parece encantado de haber sido objeto del perfeccionismo de Damián Szifron.

María Marull fue dirigida por su marido en Los simuladores, Hermanos y detectives y Relatos salvajes. Es una de las pocas personas a las que Szifron muestra sus guiones, y una de las poquísimas que lo conocen en dos facetas creativas: escribiendo y dirigiendo.

—Damián sabe exactamente hacia dónde va desde el momento cero —dice Marull—. Ve la escena en su mente y conoce el tono justo de la frase para que suene tal como la imaginó al escribirla. Y si una confía en eso, cuando ve el resultado final piensa: “¡Ah! Qué bien que actué”. Por ahí otros directores repiten las tomas porque no están tan seguros de lo que quieren… bueno, no es el caso de Damián. Cuando filma se parece a un chico cuando juega: tiene una cosa muy lúdica pero muy seria. Como los chicos, que juegan en serio.

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En 2003, durante la fiesta de los premios Martín Fierro, Szifron le dijo a un periodista de Clarín que Los simuladores era un programa “anarquista de derecha, no de izquierda”, porque “se rebela contra el sistema, los grupos de poder, las compañías de medicina prepaga, los seguros, cierta parte de la Iglesia, incluso la televisión, pero Los simuladores quieren un mundo bueno, no desordenado”. El periodista le preguntó entonces qué orden quería Damián Szifron. “No quiero el comunismo, donde todos están obligados a morir de la misma manera, pero sí un mundo donde todos estén obligados a nacer de la misma manera. El enemigo mayor de Los simuladores es el capitalismo salvaje, un sistema que deja afuera a mucha gente y que capta lo peor de las personas que están adentro: la frivolidad. Pero Los simuladores tampoco quieren a Stalin”.

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Hubo una época en que decidió parar de filmar. Para entonces había dirigido dos películas: El fondo del mar, su debut en el cine, una producción independiente que mezcla la comedia romántica, el género negro y el cine de acción y que escribió basado en sus propias “experiencias y fantasías como novio celoso”; y Tiempo de valientes, una buddy movie que llegaría a ganar el elogio de figuras como Pedro Almodóvar, desde entonces fan de Szifron. En televisión, además de Los simuladores, había hecho Hermanos y detectives, una serie cuya idea original pertenecía a un colega, el guionista Patricio Vega, y que él había transformado en otro éxito para Telefé.

Era 2006 y ya había ganado suficiente dinero como para no preocuparse. Necesitaba descansar de la presión de los rodajes y dedicar tiempo a otras cosas. Pasó los ocho años siguientes sin dirigir ni estrenar nada. En ese tiempo fue padre por primera vez. Se dejó el pelo largo. Vio películas y películas. Se volvió fanático del jazz. Leyó, estudió. Se interesó por la física cuántica. Abrió una productora, Big Bang. Atravesó períodos de incontinencia creativa, en los que trazó los guiones de varios proyectos que, quizás, algún día filmará. En busca de experiencias transformadoras, viajó en soledad. Pasó noches en lugares remotos, en la montaña, haciéndose preguntas existenciales bajo las estrellas. Durante esos viajes, escribió.

—Siempre lo hice y lo sigo haciendo: viajes cortos, de cuatro o cinco días, pero desconexión total. A veces a otras ciudades, a veces pueblitos, a veces al medio de la nada. Lo hago por placer, pero también porque me sirve cuando quiero hacer o escribir algo puntual. En la vida cotidiana tenés que concentrarte en otras cosas, hay muchas amenazas que generan una neurosis permanente. Digamos que la pérdida de tiempo es uno de nuestros mayores problemas.

Durante los años de repliegue, se le ocurrió volver a las casas de su infancia. Tuvo un pensamiento típico suyo: “¿Por qué no?”. Alquiló por temporadas casas en las que había pasado vacaciones y fines de semana junto a sus padres y hermanas: una en un country, otra en Uruguay. Se instalaba durante días, solo, y se dejaba arrastrar por las marcas del pasado. Las plazas del barrio, los huecos donde escondía sus juguetes, los olores de la casa, el salpicré de las paredes. Pasaba las horas cocinando lo mismo que comía cuando era chico, dibujando con lápices, moldeando con arcilla, escuchando música en casetes y viendo películas en VHS.

—El pasado me captura, pero no en un sentido nostálgico. Cuando sos chico no tenés tantos antivirus. De adulto ya experimentaste dolores, sufrimientos, los resolviste de alguna manera, generaste capas que distorsionan la nueva información. Es como si vieras todo con unos lentes que te protegen de los ultravioletas. En cambio cuando sos chico… ¡bum! Abrís los ojos, los oídos, los poros, y las cosas entran. Probablemente se debe al impacto fuertísimo de las cosas cuando las enfrentás por primera vez. A mí me encanta volver a eso. Vuelvo todo el tiempo.

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Damián Szifron y Mariano Llinás

Entre los textos que escribió durante el período de introspección hubo quince relatos cortos, de los que eligió seis para transformarlos en una película. Relatos salvajes, su regreso al cine, se estrenó en 2014, en el Festival de Cannes, y el público la ovacionó de pie durante diez minutos. Más tarde vendrían muchos premios internacionales, incluidos un Goya, un Bafta y una nominación al Oscar, y millones de espectadores en todo el mundo, hasta convertirse en la película argentina más taquillera de todos los tiempos.

Szifron la concibió con una estructura poco convencional: seis relatos independientes, pensados “como un álbum de rock, con sus distintos momentos y climas”, aunque atravesados por el mismo hilo de altísimas dosis de violencia, ruindad y humor corrosivo. Alguien estrella un avión para vengarse de todas las personas que alguna vez lo dañaron. La cocinera de un restaurante mete veneno para ratas en el plato de un cliente poderoso que le arruinó la vida a una compañera. Un tipo con plata y otro sin plata se matan a insultos en la ruta, hasta que se matan de verdad. Un experto en demoliciones enloquece ante la burocracia de la grúa que le acarreó el auto. Un señor rico hace cualquier cosa para exculpar a su hijo, que atropelló a una embarazada. Una novia con celos justificados destroza su casamiento y por poco lo transforma en un asesinato múltiple.

—La obra de Damián tiene una lógica interna basada en la idea del individuo desprotegido frente a las injusticias del sistema —dice Patricio Vega, coguionista de Los simuladores—. Después hay distintas estrategias de resolución para esa misma mirada sobre la sociedad. En Los simuladores, el choque se supera de manera feliz. En Relatos salvajes, la salida es trágica y violenta.

Se ha dicho que Relatos salvajes retrata las miserias de la sociedad contemporánea, su naturaleza asfixiante, sus fallas irremediables, las reacciones extremas que puede provocar. Cuando habla sobre la película, repleta de personajes tensos y rabiosos por el contexto que los rodea, Szifron diserta sobre el sinsentido del capitalismo. No critica al sistema desde una cooperativa de cineastas independientes, sino desde el centro mismo de la industria cinematográfica. Producida por tanques mainstream como K&S Films y El Deseo, de los hermanos Almodóvar, Relatos salvajes se vale del lenguaje clásico hollywoodense para despacharse contra un sistema al que Szifron califica como “insultante para la especie humana”.

Y lo hace de tal forma que, por ejemplo, cuando un personaje le caga el parabrisas blindado a otro que le gritó “negro resentido”, el público no puede parar de reírse. Lo cual resulta fascinante y bastante terrorífico.

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Relatos salvajes catapultó a Damián Szifron hacia alturas que ningún director argentino había alcanzado. Woody Allen le hizo llegar sus felicitaciones: “No sólo es una notable muestra de talento narrativo sino que rompe con los estereotipos que los norteamericanos tenemos del cine latinoamericano, que debería ser seductor, pintoresco, romántico”. Quentin Tarantino se sentó a beber y conversar con él en un bar de Cannes. Harvey Weinstein lo invitó a desayunar y hablar sobre películas. Hollywood le abrió sus puertas como si siempre lo hubiera estado esperando.

Desde entonces entró en conversación con pesos pesado de Estados Unidos como TriStar, subsidiaria de Sony, para dirigir un thriller; Media Rights Capital, para hacer una miniserie de El extranjero; TWC-Dimension, para filmar una versión de El hombre nuclear, un proyecto finalmente frustrado; y FilmNation Entertainment, para dirigir Misántropo, que se estrenará en mayo y que se vendió a países como China, India, Francia y Alemania, entre otros. Desde hace años también tiene en carpeta un western en inglés, Little Bee, y una comedia romántica, La pareja perfecta.

Ahora mismo, sin embargo, lo único que ocupa su lóbulo creativo es la película de Los simuladores, a la que imagina para un público global y con todos los brillos que permite la pantalla grande.

—¿Hoy seguís viendo películas en el cine?

—En Buenos Aires, casi nada. Dejó de ser un lindo programa, a mis hijas las llevo poco. Está muy infantilizado. Para ir al cine tenés que meterte a un shopping con un patio de comidas y negocios de ropa al lado. Cuando era chico ir al cine tenía aventura, elegancia, las salas daban a la calle. Ahora entrás y te aparecen la animación para apagar el celular, las pelotas rebotando a lo Pixar, la promoción de sumar puntos juntando tapitas, los baldes de pochoclo… no hay nada más anticinematográfico que el pochoclo. Es inmenso, se pegotea en las butacas, hace ruido. Para el campo sonoro de una película es malísimo. Está pensado por el enemigo. Antes no existía, cuando yo era chico vivía en los cines de Lavalle y pasaba el chocolatinero. Pero el pochoclo, no.

En términos más generales, la oferta cinematográfica y el sistema de exhibición actual tampoco lo conforman demasiado.

—Metros y metros cuadrados de salas dedicadas a películas de Marvel, Disney, Pixar… no creo que esto pueda sostenerse como norma durante décadas. Hoy se exhiben cosas que producen algún tipo de placer instantáneo, pero no tienen pregnancia en la memoria. A veces es por la duración del plano: tanto corte, tanto vértigo en las imágenes que no llegan a quedar fijadas en la retina.

—¿Para vos cómo debería ser la exhibición de películas?

—Me encantaría que se proyectaran las películas buenas, no las nuevas. Hoy las plataformas permiten que las nuevas, las de Amazon, lleguen al día siguiente a tu casa, y está bien que sea así. En cambio hay películas que siempre estará bueno ver en el cine. Vértigo, 2001, El Padrino, Tiburón… fueron concebidas para la pantalla grande. Como en las artes plásticas: vos no vas a ver cuadros nuevos, o eventualmente sí, pero en los grandes museos están las obras más valiosas. Y en el cine ya tenemos cien años de obras muy valiosas.

Desde hace tiempo trabaja en un proyecto para recuperar y restaurar una de las salas de cine que frecuentaba en su infancia, cuyo nombre prefiere mantener en reserva, para que en el país exista “un lugar donde disfrutar del cine como corresponde”. Que no es otra cosa que decir: un lugar donde disfrutar del cine como Damián Szifron lo hacía en su niñez, junto a su padre, cuando ir a ver una película era una forma de estar vivos.

—A veces se dice que la gente va al cine para evadirse de la realidad, pero a mí me parece al revés: uno va al cine para encontrarse con su realidad más profunda. En el cine uno ríe y llora con cosas que no se pueden falsear. El escapismo ocurre cuando te sentás todos los días en una oficina a trabajar en algo que te paga las cuentas, pero sabés que no te hace vibrar. Es ahí cuando te estás escapando: ese no sos vos de verdad. El chico que se emociona cuando el sargento Al Powell mata al rubio Godunov en Duro de matar: ese soy yo.