Ensayo

Timba, política y corrupción


Nos persiguen los 90

Debilidad Humana, el último libro de Lila Siegrist, es una ficción basada en hechos reales: la intimidad del hogar desde el que se comandó una de las grandes obras públicas de los 90, el Puente Rosario-Victoria sobre el Río Paraná. Es una novela tan vial como fluvial: cuenta la construcción de la rosca política, la guita loca, la sordidez, el lujo, las violencias y el extractivismo. La política nacional gestionada desde una estancia entrerriana. Todo, desde la mirada de la hija menor de esa familia de nuevos ricos, parte de una generación de adolescentes, muchas veces, sin amor ni proyectos, desafiliados de todo.

El sol cae sobre el lomo del Paraná. La pampa litoraleña se parte en dos. Una mole de cemento cruza las aguas marrones, se levanta erecta y une dos ciudades bien distintas: Victoria y Rosario. Y al revés también. India cabalga una Honda Dax. Lleva entre las piernas la moto emblema de los noventa, el equivalente a una cupé Fuego pero con un motorcito de baja cilindrada y dos ruedas. Saluda a los operarios, pasa por cada tramo hormigonado que vio nacer. Alza la mano, se despide. Durante el tiempo que llevó la monumental obra fue la encargada de darles de comer. India se llevaba a escondidas las vituallas de las alacenas de su madre, les armaba una vianda, metía en la canasta algunas bebidas alcohólicas o cigarros sueltos (“los vicios” que entretenían a esos cuerpos trabajadores) y se las vendía a la hora del almuerzo. Con eso se hacía de una entrada en negro que reemplazaría su sueldo. Es que “El Ingeniero” no le quería pagar por sus diligencias. Y de ese menudeo India se hizo un porvenir. 

Alerta spoiler. Todo lo que se acaba de contar es una escena de Debilidad Humana, el último libro de Lila Siegrist. Es una ficción ambigua, basada en hechos reales: Menem era presidente en esa década que terminó hace rato pero que es una de las pocas que tiene nombre propio y aún lo conserva. Los oros, el animal print, las hombreras, las pieles, el brushing y el jopo, la cama solar, los conjuntos deportivos de sire, el “Ritmo de la Noche” y el “Qué tendrá ese petiso” marcaron el comienzo de una era que se parió sola en 1989 pero que aún hoy no murió del todo. La cultura de masas y entretenimiento de esos años se concentra en clave clipera en la serie más vista en América Latina a través Prime: Menem, el show del presidente. Pero también vuelve como paisaje la rosca política, la guita loca, la sordidez y el lujo en Debilidad Humana. El contexto es el de una obra pública esperada y demorada a la vez: la del Puente Rosario-Victoria que unió más que dos ciudades, dos provincias, Santa Fe y Entre Ríos. 

¿Qué ganamos con desempolvar esos años? ¿No reincidir? ¿No volver a caer? O al contrario: ¿La paradoja actual nos pone esa historia de frente, para reconocernos de nuevo ahí? ¿Cómo pensar la época? Aquella y esta. Algunos ganaron, muchos perdieron, todos se transformaron (como la clase media argentina) a partir de ese nuevo orden: el neoliberal. El que privatizó el Estado. El fundador de una época donde toda política se simplificó a una realpolitik y donde lo kitsch también fue una estética de gobierno. 

Odiado y amado, el caudillo riojano que fue presidente dos veces se nos aparece post morten a cierta distancia (de rescate) a través de los artefactos culturales que lo traen de vuelta. Pero su imagen retorna por estos días para demostrarnos que las cañerías de la corrupción llevan casi siempre al apellido capicúa: ahora, en 2025, una empresa de seguridad vinculada a los Menem ganó una licitación del Banco Nación por casi $4.000 millones. No todo pasa. Más bien todo vuelve. Y los 90 están acá. Recién vivos.  

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En Debilidad Humana, India, la protagonista, se transforma al ritmo vertiginoso y eficaz del puente. En una especie de coming of age la protagonista crece, pasa de la infancia, a la juventud y la adultez, más como un portento que como un prodigio. Con determinación y ambición, mezcla de gaucha urbana y chica salvaje, cabalga los años menemistas, hija de la rosca política de esa década que se fue amasando mucho antes.

Las fiestas de los noventa en esta novela toman la forma de carneadas como ritual masculino por excelencia donde se mezcla la violencia, la sangre, los facones y el extractivismo. Los costillares asados al fuego para cerrar tratos y acuerdos, la dueñidad de los territorios y de los cuerpos. Acá ya no se trata de la política palaciega, sino de la que se hace a la estaca en un quincho, en un casco de estancia entrerriano.

La novela de Siegrist es tan vial como fluvial y cuenta la construcción de algo que es mucho más que un puente. Con detalles técnicos, propios de ordenanzas, legislación, pliegos y licitaciones, la historia abarca la creación de todo un complejo vial compuesto de pasarelas, grandes alcantarillas, terraplenes y tramos de ruta que ocupan unos 60 kilómetros sobre el río. Pero a los movimientos de suelo que demanda la obra, se suman los de la gente del lugar, los invitados a copetines y comilonas y los muchos flujos de guita que eso genera. 

Los dólares que crujen y las “balas” (cubos termosellados de billetes que no necesitaban ser contados porque garantizaban la portabilidad, el correcto almacenaje y la conservación) que simplifican el recuento. El ritual de India y su madre organizando las tandas de billetes sobre el matelasse de dos plazas: de 100, de a 10 para sumar 1.000 y luego 10.000. La faja de papel con cinta scotch. La plata iba y venía. Lo privado y lo público se abrazaban con algunos dejos de esa militancia que los personajes de la novela traen de los 70 pero que también aprendieron a moldear para dejar atrás todo lo que fuese necesario.

Un relato nunca es inocente, siempre tiene implicaciones políticas, identitarias, de orden artístico. Cuando se dice que algo está basado en hechos reales se sugiere que el espectador debe creer, de manera inocente, en que esa ficción responde o es fiel por completo a la realidad. 

“En la literatura el efecto de verdad depende del lenguaje. El estilo y las formas de enunciación de un relato definen mejor que nada la realidad de una trama que intenta reconstruir el pasado”, dice Ricardo Piglia. 

¿Por qué le pedimos más verosímil a la ficción que a la realidad? ¿Por qué insistimos en adentrarnos en los mecanismos que alguien utiliza para contar una historia? 

El tercer capítulo de la serie de Winograd comienza con una leyenda entrecortada por una mala transmisión o una falla de la cinta VHS: “Los invitamos a desprenderse de todo dedo acusador y a ahorrarse análisis tales como: ‘Esto pasó en otra fecha’. ‘Esa persona no era así’, ‘Eso no fue lo que pasó’. Recuerde que usted está viendo una ficción”. 

Buscar la realidad en la ficción es una exigencia desmedida que ningún artista merece que le reclamen. ¿Si una obra está basada en hechos reales cómo debe ser juzgada? ¿Qué se le pide? ¿Veracidad total o imaginación pura? 

Winograd no quería hacer una serie solemne ni juzgar a los personajes. La idea no era bajar línea sino más bien situarse en el punto de vista de los protagonistas para darle verosimilitud. “No los teníamos que amar, no los teníamos que odiar”, dijo el director y buscó hacer de la serie un viaje inmersivo a los noventa para quien la viera. No hubo ninguna intención de hacer un análisis político y aunque hay un relevamiento de voces testimoniales como plafón, tampoco la idea fue mostrar una investigación sobre los noventa. Por eso quien la enciende esperando un documento que dé cuenta del cambio en la historia nacional se queda con las ganas. 

La banda sonora nos devuelve de golpe a la fiesta de nuestros propios 15 años, al viaje de egresados a Bariloche o al Bar Mitzvá de la compañera de colegio. Todo brilla, pero no todo es oro. El lujo es vulgaridad, como cantaron Los Redondos. Se ofaltea el estallido que en la serie (seguro habrá segunda temporada) no termina de llegar. Esa explosión que toda olla a presión anticipa cuando se sacude para ponerle fin a la cocción. Es la época del aguante pero también del reviente. Todo se rompe en algún momento. Todo se quebró. Y así estamos hoy: todos un poco más rotos. 

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Siegrist, que es artista visual, poeta y trabajó en políticas culturales públicas, pone a operar los lenguajes que conoce por su recorrido profesional y laboral: la historia del arte, la gestión política y administrativa, la poesía y el manejo natural de la flora y fauna litoraleña. 

María Moreno, quién realizó una lectura atenta y acompañamiento del libro, escribe en la contratapa: “El estilo de Siegrist es materialista, fierrero, experto en autopartes y en gestiones administrativas pero también en bañados pantanosos, arroyos que se consideran ríos y criaturas terrestres, saberes como esos que Walsh utilizaba para describir una dársena como si fuera un personaje o dejaba caer, en medio de una negociación entre adversarios, ‘a la pastora le falta un bracito’”. 

La escritura cruza tecnicidad y lirismo como si fuesen una misma cosa. Y ante la pregunta sobre realidad/ficción, Siegrist clama: “Viva la imaginación al poder. Viva salir a inventar nuevos lenguajes”. Aguante la ficción, carajo. 

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Unos nacen sabiendo que van a heredar. Se pasan toda una vida esperando un patrimonio palpable. Amasan una paciencia eterna pero en ese letargo postergan la acción. Lo opuesto a India que era una factotum: un cuerpo joven, hormonalmente inquieto, operativo y ejecutante. 

La plata que India supo acumular no era producto de una herencia. Como el puente, fue una construcción instrumentada, ceremoniosa y otro poco changarina. Si en algunas familias hablar de plata es algo prohibido y escatológico, en la de India a la guita se la traficaba a la luz del día y a toda hora. Pero para ella nunca había. La veía, la contaba, la sacaba de las entrañas de una caja fuerte cada vez que “El Ingeniero” tenía que poner en funcionamiento el engranaje financiero de la rosca política. Era la encargada de llevar los fajos en la motito. Y aunque “El Ingeniero” le tenía confianza se resistía a pagarle por el trabajo. Insistía en que ella no necesitaba cobrar: “¿Para qué darle plata si vivía en la casa con ellos?”. Un miserable profesional.  

India era la buena piba y al mismo tiempo el cero al as. La nada o la nadie. El flanco débil de una familia poderosa. La infravalorada a la que le tenían piedad. La que querían por descarte. La menor de tres hermanos que no se le parecían en nada. La que no estudió pero que tampoco se casó para que la mantengan. La mandadera, pero no la secretaria. La bastarda pero gauchita. La que provenía de un linaje fantasmal: hija biológica de un padre ausente que no era “El Ingeniero” y según la niñera sería un tipo importante que tuvo un amorío con su madre cuando militaba en La Rioja en el 75 junto al Padre Enrique Angelelli. 

India no tenía vocación ni novio. El día que se terminó el puente lo cruzó con un único objetivo: no volver nunca más a Victoria. Dejar atrás la infancia, los baños vestida en el arroyo en la adolescencia, esa familia, el pueblo entrerriano de colinas en altura pero con mente lo suficientemente chata. 

Lo hizo como siempre montada a su Honda Dax y la guita propia. Uno por uno vio crecer los billetes que en esos años eran equivalentes. La convertibilidad al palo: un peso era lo mismo que un dólar. Los sacó de la caja de zapatillas Topper tenis, otro signo de la época, y se fue para siempre. La sobreviviente y al mismo tiempo, la desertora. Una auténtica hija de los 90. ¿El fin de la historia? Al menos, un punto y aparte, en su propia historia.    

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A India le dicen la “Turquita” en un guiño al “Turco” Carlos Menem, dos veces presidente de la República Argentina, quién sería su padre biológico. La expertis de la hija bastarda es un poco anfibia, se mueve a la perfección entre las cualidades más conocidas de los dos hijos legítimos del caudillo riojano: fierrera y tuerca como Carlitos Junior, calculadora y engranaje de confianza cual Zulemita. 

De chica la conmovía el brillo de los autos nuevos y los olores sintéticos. Le parecía que un auto era un signo de libertad total. Era una sibarita de circuitos y mecánica, y prestaba atención a marcas, modelos, diseños y colores. La Honda Dax era su único órgano de excitación. 

Para Beatriz Vignoli “India es una antiheroína muy realista. Encarna un tipo social que existió, pero del que la literatura argentina y el imaginario social hasta ahora no daba cuenta”. 

A la protagonista de esta novela podríamos leerla como una expresión de la elaboración literaria de un tipo de mirada feminista. 

India aparece subalternizada, en los márgenes del poder, pero tejiendo alianzas con quienes, como ella, también son oprimidos. Un personaje femenino subordinado en la sociedad y en los propios feminismos. 

Se cifra en ella el arquetipo de muchas mujeres nacidas y criadas en los ductos de una clase media alta aspiracional devenida en las últimas décadas en “nuevos ricos”. Chicas jóvenes sin amor ni proyecto, utilizadas por sus padres en la misma medida en que eran completamente invisibilizadas. Nadando en la opulencia pero sin lugar (ni permiso) para administrarla. De  afuera, vistas como niñas burguesas. Pero puertas adentro son sólo niñas ricas que sienten tristeza. 

A ellas, a esa generación de Indias, también les supo hablar Carlos Menem allá por el año 1989 para llegar a la presidencia. En plena campaña electoral, en un acto multitudinario donde llenó la cancha de River, el riojano dijo: “Voy a gobernar para los niños pobres que tienen hambre y para los niños ricos que tienen tristeza”. La frase, dicha al comienzo de todo, puede ser una buena brújula para entender a esa generación fallida que también fue la de los noventa. ¿Hijos de quienes? ¿Desafiliados de todo?  

La serie de Winograd traza un arco temporal que va desde la muerte de Carlitos Junior en 1995, antes de la reelección de su papá, hacia atrás: el “Menemóvil” para ganarle primero la interna a Antonio Cafiero y luego al radical Eduardo Angeloz. El primer episodio se cifra en esa despedida del cuerpo joven del hijo que fue en parte sacrificado para seguir la carrera política. 

En la novela de Siegrist, el arco temporal abre con los años 90 y termina en las puertas de la pandemia. Esta vez, en la Casa Rosada, frente a otro presidente de igual signo político que aquel pero sin el mismo carisma, y está obligado a comprar bolsas de óbito en cantidad para una nación. 

India toma nota, como siempre, hace lo que mejor le sale: registrar. En silencio, con mirada sagaz, apunta. Como si acaso quien escribe recordara en nombre de todos los demás.