Ensayo

Empleo y economía


Derechos para la sociedad poslaboral

En nuestro país, miles de trabajadores crean, individual o colectivamente, formas de trabajo alternativas que generan valor económico, social y político. El Conversatorio Salario Básico Universal: nuevas respuestas para una democracia en crisis (LEDA, LM, UNSAM) discute la propuesta que busca otorgarles reconocimiento y revertir las condiciones de informalidad y precariedad desde las que, cotidianamente, realizan su aporte a la vida económica.

A partir de los años ‘70, la economía global disminuyó su capacidad de generar puestos de trabajo para la mano de obra disponible. Este problema se agrava con la cuarta revolución industrial, una nueva etapa del capitalismo caracterizada por una aceleración de los cambios tecnológicos que da lugar a una producción más eficiente, ajustada a la demanda y funcionando en tiempo real. La contracara de este proceso es una economía con un mercado laboral menos inclusivo, que para funcionar no necesita del empleo masivo de trabajadores. 

Sin embargo, en el caso argentino, el problema de la generación de empleo es de larga data y responde a otros factores. Uno de los más importantes es la persistencia de una estructura económica dual, en la que sectores que producen con niveles de eficiencia (y tecnología) cercanos al estándar global coexisten con sectores de baja productividad y dedicados a la economía de subsistencia. Para este último sector, el problema pasa por la falta de reconocimiento de un trabajo que ya realizan, que suma valor económico y social, pero que se lleva a cabo en la precariedad y la informalidad. Mientras tanto, las desigualdades se ensanchan y la pobreza crece. 

En este contexto, ¿cuánta indigencia es capaz de soportar una sociedad que se dice democrática? La propuesta que se presentó en el Conversatorio Salario Básico Universal: nuevas respuestas para una democracia en crisis (LEDA, LM, UNSAM) viene a dar una respuesta modesta a una situación indigna: el hambre. 

La sociedad poslaboral

En el reverso de una economía híper tecnológica hay una serie de problemas sociales que los Estados y las sociedades deberán abordar. En principio, el aumento de los sistemas productivos inteligentes y automatizados tiende a generar una caída en la demanda de mano de obra. Crece, entonces, la población excluida del mercado laboral. No por falta de capacidades o dedicación, sino porque las tendencias dominantes en el sistema económico global y el aumento de la productividad vuelven superfluos una serie de puestos de trabajo antes necesarios. 

La hipótesis del “fin del trabajo” sostiene que, dado el ritmo de los avances tecnológicos, podríamos estar a las puertas de una época de superabundancia que, paradójicamente, sería una de las más restrictivas en cuanto a las posibilidades de acceso al empleo y a un ingreso mínimo para la subsistencia. En este contexto, en los países centrales se empezó a debatir la propuesta de una renta básica universal como solución a los posibles cambios en el mercado laboral y como respuesta a los problemas sociales (y de mercado) que puede traer aparejado en un futuro próximo una sociedad “poslaboral”.

Además de estas tendencias a nivel global, como señaló Hernán Borisonik durante el conversatorio, la pandemia del COVID-19 puso en evidencia que “estamos atravesando un cambio de gran magnitud, una transformación profunda de nuestra forma de vida. Nos enfrentamos a una gran crisis que abarca lo ambiental, lo social, lo político, lo sanitario; y parte de ese cambio implica una enorme crisis internacional del trabajo debido a la pérdida de derechos, la flexibilización y ‘freelancismo’, la profundización de la necesidad (y el hábito) de la autoexplotación, la automatización de más y más tareas, etc. Todo eso genera nuevas expresiones y condiciones en lo individual (auto-percepción, depresión), como en lo social (democracia y lazos sociales de baja intensidad) y una mayor toma de conciencia acerca de la gran aceleración de los tiempos, el imperativo de crecimiento que impone el capitalismo (sobre todo en su versión financiera), al punto en que ya no es sólo injusto sino insostenible para la vida humana en el corto o mediano plazo”. 

La población excluida del mercado laboral crece. No por falta de capacidades o dedicación, sino porque el sistema económico global vuelve superfluos una serie de puestos de trabajo antes necesarios.

Como respuesta a esa situación de precariedad múltiple agravada por la pandemia, el gobierno nacional argentino lanzó el Ingreso Familiar Extraordinario (IFE). Superando las previsiones estatales, 11 millones de ciudadanos acudieron al llamado. A esa primera experiencia le siguió, a mediados del 2022, el “refuerzo de ingresos para trabajadores y personas jubiladas” destinado a cuidar el poder adquisitivo de trabajadoras y trabajadores, monotributistas, trabajadoras de casas particulares, jubiladas y jubilados, que alcanzó a 13,6 millones de personas. Como señaló el Diputado Nacional Itaí Hagman, “el concepto de refuerzo de ingresos es muy relevante porque asume que ese universo trabaja en la informalidad, en la economía popular, en tareas de cuidados o incluso de forma registrada pero con ingresos bajísimos, como suele ocurrir en ramas como el trabajo agrícola, el empleo doméstico o las categorías más bajas del monotributo: trabaja pero sus ingresos no le alcanzan”.

Esto nos obliga a hacer una distinción: aunque el diagnóstico global señale que asistimos al “fin del mundo del trabajo”, en el contexto latinoamericano quizás sea más adecuado hablar de “fin del mundo del empleo”. Una parte significativa de la vida económica de nuestros países se realiza en condiciones de informalidad y precariedad. Es ese declive del empleo formal el que lleva a gran parte de la población a “crear” individual o, las más de las veces, colectivamente, formas de trabajo alternativas que generan valor económico, social y político. Esta creatividad del trabajador/a de la economía popular -así como su organización- contrarresta la deficiencia de la políticas estatales para crear empleo formal. Incluso, supera la supuesta creatividad empresarial que, por lo general, tiene escaso impacto social.

Las cifras de la economía argentina

En el segundo semestre del 2021, el 37,3% de los argentinos se encontraba en situación de pobreza. Esto quiere decir que casi 11 millones de personas no pueden cubrir la canasta básica total promedio de un hogar. El porcentaje de personas en situación de indigencia es de 8,2% de la población. Es decir que 2,4 millones de personas no llegan ni siquiera a cubrir la canasta básica alimentaria. A fines del año 2021 el empleo informal llegaba al 33,3% de los asalariados de 14 años y más. La desigualdad social –medida en términos de coeficiente de GINI– alcanzó la cifra de 0,430 en el primer trimestre del 2022.

Este complejo panorama social no es sólo consecuencia inmediata de la pandemia del COVID-19, la extendida crisis económica a nivel global o el impacto de los cambios tecnológicos –aunque es cierto que todos estos factores también influyen de manera determinante–. Estos datos están insertos en un proceso histórico de más largo plazo: la incapacidad para generar puestos de trabajo suficientes para absorber la mano de obra disponible es un problema estructural de la economía argentina, agravado luego del proceso de desindustrialización y de reformas económicas iniciado por la dictadura cívico-militar. 

Los números que observamos en el cuadro a continuación tienen un mensaje claro: durante las últimas décadas, aún en los periodos en que se implementaron políticas de empleo y salariales expansivas, la economía argentina se caracterizó por altos niveles de informalidad y exclusión.

La política económica del macrismo profundizó este proceso: guiada por la premisa de relajar las regulaciones económicas del Estado, dejó a la economía nacional en una posición vulnerable ante la lógica del capital financiero global. Produjo una inserción asimétrica y estructuralmente dependiente del sistema financiero internacional. 

Esta financiarización forzada y subordinada no debe ser entendida como el simple crecimiento del sector de las finanzas a expensas de los sectores productivos, sino como una lógica política de sometimiento de los Estados, los hogares y los ciudadanos a través de la creación de deuda: para el año 2019, el 51% de los adultos argentinos había contraído deudas en el sistema financiero, cuatro puntos porcentuales más que en 2015; en el mismo año, el 52% de las microempresas había contraído deudas, y en el caso de las pequeñas y medianas empresas, el porcentaje alcanzaba al 74% y el 76% respectivamente. Por otro lado, el debilitamiento de las instituciones salariales generó una abrupta caída del salario mínimo real en Argentina, que pasó de USD 320 en 2012 a USD 200 en 2019, una reducción total que ronda el 37%. 

Teniendo en cuenta el deterioro de la formalidad laboral y los salarios, junto con el aumento del endeudamiento, se implantó un patrón de crecimiento impulsado directamente por la deuda que tomaron tanto el Estado Nacional como las empresas privadas y los hogares. Este modelo le asigna un rol menor al salario en la dinámica económica, lo concibe sólo como un costo de producción. Esto genera a la larga problemas de demanda, caída de la participación de los trabajadores en el ingreso, aumento de la desigualdad y, claro está, problemas de repago de las deudas adquiridas. 

Reponer un derecho

El proyecto de Salario Básico Universal puede ser pensado en dos niveles: por un lado, institucionaliza bajo la forma de un derecho un complemento de ingresos para un universo de personas cuyo trabajo no alcanza para acceder a una vida mínimamente digna. Además, se erige como una política social que tiene como uno de sus principales objetivos reestructurar un modelo de crecimiento guiado por los salarios, reemplazando el modelo guiado por la deuda que se instauró durante el macrismo. 

El SBU, al igual que la Asignación Universal por Hijo (AUH), se ubica en la saga de políticas sociales que exponen la universalidad fracasada de un derecho: el derecho al salario. Pretende reparar la injusticia de quienes quieren trabajar y no pueden hacerlo o deben realizarlo en condiciones indignas. 

El SBU, al igual que la Asignación Universal por Hijo, se ubica en la saga de políticas sociales que exponen la universalidad fracasada de un derecho: el derecho al salario.

Es oportuno recordar aquí lo que apuntaba Hernán Borisonik, en el conversatorio: “durante el tercer gobierno de Perón, nuestro país tenía prácticamente pleno empleo, de acuerdo a un momento histórico en el cual las sociedades se integraban por medio del trabajo. Derechos como la salud, la educación o la jubilación alcanzaban universalidad a través del pleno empleo. Hoy, después de varias olas de políticas neoliberales, la realidad es muy diferente. La sociedad está fragmentada, el empleo ya no es un integrador social y hay una enorme parte de la población que no puede hacer uso de sus derechos”. 

Más allá de las consideraciones económicas, el proyecto de SBU involucra una serie amplia de dilemas relacionados a la vida democrática. Uno de los argumentos más contundentes para justificar la necesidad de un ingreso universal, señaló Ezequiel Ipar, es moral: “denuncia un sufrimiento injustificable de nuestros semejantes, que padecen formas de privación económica que no pueden seguir esperando una solución que nunca termina de llegar por otras vías. Si el mercado fracasa en la distribución del ingreso, o si otras formas de intervención pública no logran erradicar la indigencia cuando se cuenta con los recursos necesarios para hacerlo, resulta moralmente justificado plantear nuevas medidas de intervención que apunten a enfrentar realmente el sufrimiento que provoca la pobreza extrema”. Cuando se establece que el SBU equivale al valor de una canasta básica alimentaria individual queda claro que su objetivo es subsanar esta afrenta moral. 

No está de más recordar que aquello que hasta hace poco creíamos inamovible e incuestionable, esto es, el derecho a una vida humana digna, parece hoy quedar en entredicho. Algunos discursos avalan, en el nombre del absolutismo del mercado, el derecho a automutilarse o desmembrarse en caso de necesidad. El SBU podría exorcizar estas ideas. Impediría que los integrantes de nuestra comunidad democrática se encuentren en una situación de indigencia tal que sólo pueda caberle como alternativa dicha opción de violencia extrema. 

Existen también argumentos políticos en favor del SBU. Ninguna democracia puede funcionar de manera sustantiva si un porcentaje significativo de su comunidad se ve excluido del foro de discusión donde se formulan las leyes que, luego, se le solicitará que acate. En opinión del sociólogo Ezequiel Ipar, “es insostenible una exigencia de participación y legitimación de las decisiones que se toman desde las instituciones del poder político si el conjunto de la ciudadanía no cuenta con las condiciones materiales elementales para poder garantizar esa participación en los asuntos públicos”. 

Por lo tanto, si el SBU logra satisfacer las necesidades básicas de esa población excluida, podría “reforzar lazos debilitados de una democracia de baja intensidad”, señaló en esa misma línea Hernán Borisonik. 

Discusiones abiertas 

Las críticas al proyecto del Salario Básico Universal pueden apelar también a argumentos morales. Para quienes defienden la posición “trabajista”, cualquier política destinada a paliar la indigencia que no implique la promoción “de empleo” formal puede ser decodificada como “fomento a la vagancia”, “desincentivo laboral”, “contraproducente en término de creación de una capa parasitaria”, etc. 

La socióloga Luisina Perelmiter señala que estos posicionamientos ideológicos no se fundamentan a partir de los datos que arrojan las investigaciones empíricas. La AUH no aumentó la tasa de natalidad, ni que la existencia del Potenciar Trabajo relevó a esos trabajadores de su ocupación. Al contrario, un gran porcentaje de quienes serían los destinatarios de este derecho ejercen ya un trabajo no reconocido, mal remunerado o invisibilizado. En este universo laboral precarizado ocupan un lugar significativo los trabajos asociados al cuidado y la reproducción; la recolección de  basura, la reducción de residuos y el reciclaje; los trabajos manuales en distintas ramas de la industria (sobre todo en el sector textil y la construcción). Todas modalidades de trabajo tan imprescindibles como subvaloradas en términos económicos y simbólicos.

Otras objeciones se asocian a las modalidades de implementación de esta política. El proyecto afirma que se trataría de transferencias directas, inmediatas y transparentes realizadas desde la cuenta de ANSES a la cuenta bancaria del destinatario. Esta dimensión puede contentar a quienes se oponen a las formas de intermediación y “tercerización” de las políticas sociales. Pero pasa por alto, según Perelmiter, que esas instancias intermedias producen un valor social ligado a modalidades de organización de los sectores populares y de integración de quienes se encuentran marginalizados y empobrecidos. Este déficit puede “corregirse” con la exigencia de “contraprestaciones” atadas al proyecto de SBU. Para su seguimiento y control se echaría mano de esas instancias intermedias de la sociedad civil que la transferencia directa desplazaría. 

Sin embargo, esto podría traer aparejada cierta dificultad. Pelermiter señaló que:  “contraprestaciones para una población tan masiva va a suponer un volumen de trabajo administrativo (para organizarlas y controlarlas) que puede ir en contra de las capacidades operativas de las que hoy se parte”. Escollo con el que coincide Borisonik cuando afirma que “la creación de dos órganos (el ReNaSBU y el CoNaSBU contemplados en el proyecto) puede implicar gastar parte de esos recursos en burocracia. Estudios del grupo “Sin Permiso”, de la Universidad de Barcelona, mostraron que por cada euro dedicado a ayuda social, el Estado gasta otro euro en controlar su recorrido”. 

Existen numerosos argumentos políticos y morales en favor del Salario Básico Universal.

En este punto nos encontramos ante una paradoja: la contraprestación nutre las burocracias e incrementa el gasto, pero sin contraprestación se erosiona el poder integrador de todas las instancias intermedias y de esas mismas burocracias. La afirmación de la contraprestación, agregamos, tiene otro inconveniente: desconocer el trabajo real, efectivo, que realizan en condiciones precarias e indignas un porcentaje muy significativo de quienes percibirían el SBU.

Un punto de partida

Anticipar posibles efectos de estas políticas así como estimar sus alcances es quizás el rol de los y las sociólogas. Realizar recomendaciones puede ser otra de sus tareas. En este sentido Hernán Borisonik señala: “sería bueno plantear esta medida dentro de un paquete que pueda evitar, por ejemplo, el aumento de alquileres, alimentos, o servicios  a quienes reciban el SBU”. 

Tirando de este hilo, nos animamos a recordar la idea de reformas no reformistas elaborada por André Gorz y actualizada por Nancy Fraser. Se trata de inscribir esta medida en el contexto de la heterogeneidad estructural de la sociedad en la que surge. De imaginarla como conquista modesta, capaz de redundar en formas de acumulación de fuerzas y organización para luchas por venir más ambiciosas. 

Para que sea así, esas reformas deberían acompañarse de otras medidas que pongan en debate y visibilicen las múltiples modalidades de la injusticia y la desigualdad imperantes. Que sitúen en el seno de la escena pública la pregunta sobre quiénes producen valor y quienes son los auténticos actores parasitarios de este sistema; que indaguen sobre cómo y quiénes deciden la distribución del excedente del valor y la riqueza socialmente producida.

La coyuntura reclama iniciativas como la del SBU que puedan paliar situaciones que, de profundizarse, podrían conducir al quiebre definitivo de las solidaridades y lazos sociales imprescindibles para la democratización de nuestra sociedad. Permanecer impávidos o indiferentes es contribuir al deterioro de la ya frágil confianza en las instituciones político-democráticas del país.