Ensayo

Sex and the city: And Just Like That


Gucci, Prada y binariedad

Subirnos a unos Manolo Blahnik imaginarios gracias a Carrie y enfrentarnos a la incertidumbre de los cambios de época, a pérdidas y placeres consumistas culpables mientras nos preguntamos qué es un grupo de amigues, qué es una pareja, que está bien, qué está mal. Duelos, apropiación cultural, transiciones de género, metidas de pata, racismo y humor. La nueva temporada de Sex and the City puede criticarse por derecha y por izquierda. Y puede gustarnos igual.

Buenos Aires, algún año del 2000. En el diminuto living comedor donde aun vive con su pareja, una chica observa, lagrimeando, cómo dos amigas arman un colchón inflable, le ponen sábanas limpias y convierten, con pericia, una caja en mesa de luz. Sobre ella apoyan un portarretratos con la foto donde su novio -quien se resiste a irse de la casa a pesar de los pedidos reiterados- y la madre sonríen. Al lado, ponen una botellita de agua. Y en el piso, amorosamente, sus pantuflas. Dejan, doblado, pulcro, el pijama.

—Listo. Cuando vea esto no se va a animar a volver a tu cama y rogarte de nuevo. De una vez va a entender que no es un impulso sino que de verdad no querés vivir más con él.

Al día siguiente, el joven en cuestión decía que, si no iban a dormir juntos se iría, algo que ella había pedido varias veces. El poder del equipo funcionó. Quizá, de otro modo no lo hubiera logrado. El trabajo cariñoso, astuto, colaborativo entre mujeres es una constante en cada civilización, sean matriarcados o sociedades misóginas. Pero ¿qué tan frecuente era mostrar este tipo de representación en horario central de la TV?

El regreso de una nueva temporada de Sex and the City (And just like that) reaviva las expectativas y las críticas a sus temporadas previas y a sus nuevos capítulos, vinculadas a la clase, al género, y hasta la estética. Desde el feminismo, la crítica cultural, y desde un punto de vista multigeneracional analizarla resulta un desafío, un tironeo nunca sencillo entre el verosímil, el culto al consumo, el feminismo, los retos contemporáneos y lo políticamente correcto.

Siempre hay un Desconocido de IG

Febrero de 2022. Subo a una historia de Instragram la captura de pantalla de un momento de la nueva temporada. La imagen muestra el rostro de Charlotte. Ella dice (evitaremos el spoiler) a un personaje quien confiesa sentirse atraída hacia una persona no binarie: “No sos lo suficientemente progresista para eso”. Lo leemos pues la serie está subtitulada. Y al toque, un contacto, un hombre a quien no conozco, llamémosle “Desconocido de IG”, responde a mi historia, sin mediar saludo ni introducción ni emoji: “¿No están un poco grandes para hablar de sexo las actrices originales? A ver, no para hablar, sino para tener la vida promiscua de antes?”. 

Año 2022: la oca progre y la humanidad empática retroceden 20 casilleros. La “promiscuidad” no fue un tema central de la serie, sino las relaciones y diferentes maneras de tener sexo. Y menos en esta última temporada, que aborda distintos tipos de pérdidas y, siempre, los vínculos. De todos modos, si hubiera sido una película de George Clooney y sus amigos, Desconocido de IG, quien representa a muchos más, ¿diría lo mismo en tono de crítica?

Aflora lo más obvio. A pesar de tantos avances culturales y sociales, aún pocos cuestionan que los relatos centrales, naturalizados, prevalecientes son de varones, universitarios, blancos, heterocis. Y todo el resto es margen (hasta tramas de mujeres profesionales de Brooklyn y Manhattan). La inquietud de Desconocido de IG atraviesa varios aspectos de Sex and The City. Primera hipótesis: puede ser criticada por derecha y por izquierda aunque en varios lados la voz más fuerte es, quizá, la de quienes la atacan por considerarla “demasiado políticamente correcta”. ¿Qué pensaría Desconocido de IG? 

Antes de que dejen de leer, anticipamos: ¡la nueva temporada está muy bien! ¡Queremos seguir envidiando la capacidad de Carrie de andar sobre esos zapatos de tacos finos y altos sin dejar de pensar ni de sufrir, como algunes podrían creer! ¿Se puede todo? No lo sabemos.

Primeras temporadas: entre la fantasía y la identificación

Aspiracional, cheta, glamorosa, de fantasía: sí. Zapatos de 400 dólares -el promedio, de los que compra la protagonista, Carrie; departamentos luminosos frente al Central Park, ropa de marcas imposibles para la mayoría de les mortales de todas latitudes pero peor si vivís en América Latina -, coleccionistas de arte exhiben, en sus paredes, cuadros de 100 mil dólares y cientos de elementos de una vida de ricos (Camilo dixit) y de privilegiadas elites. Los ricos suelen ser lindos canónicos y encima cultos. O lucen un alto grado de conocimiento, se dediquen a las finanzas, a los bienes raíces, la gastronomía o a las relaciones públicas. Casi todos los hombres son musculosos, y casi todas las mujeres, aunque no sean modelos, delgadas; la comunidad LGBTI + suele ser aceptada y feliz. El éxito es la pátina de la esmerada fotografía en una época pre Netflix, donde no acostumbrábamos a ver series con tanta producción. Ahí se cuela la trampa conflictiva que intenta desentrañar Carrie al escribir su columna semanal: la vida emocional y relacional.

Vista desde el sur, entonces, la reciente declaración a AFP de Candace Bushnell, cuyas crónicas en New Yorker Observer y su libro inspiraron la serie, pueden resultarnos exageradas: “Pienso en lo que 'Sex and the City' aportó a las mujeres (...) realmente es un mensaje de feminismo que habla de la importancia de ser independiente, de ser independiente financieramente, y tratar de convertirse en tu propio 'Mr. Big' en vez de buscar casarse con 'Mr. Big'”. 

Además de las enormes diferencias sociales y económicas entre New York y la mayoría de las ciudades de América Latina, podemos recordar varios momentos en los cuales la serie tolera gestos de machirulismo y maltratos. La película del año 2008 es un gran ejemplo. Hoy, en extraño gesto irónico del destino, justamente, el actor que personifica al culpable de la oscilación amorosa de Carrie -y bueno, de cierta felicidad también- está cancelado por denuncias de abuso. 

Estamos de acuerdo: Sex and the city no provocó la revolución feminista. ¿Quién sí desde un dispositivo televisivo con ánimos de masividad por sí solo? Entonces no sería justo quitarle valor al poder vicario y catártico de esta ficción. Y un pasito más: ¿por qué todos los relatos deberían ser siempre “transformadores” en potencia? A veces necesitamos dejarnos llevar junto a versiones de otros mundos lejanos, aunque tengan atisbos irreales y solo nos identifiquen o representen en aspectos parciales. Lo mismo, salvando épocas y distancias, en este punto específico, sucede al leer las tragedias amorosas El jugador de Fiodor Dostoievsky o Primer amor de Iván Turgueniev. 

La serie ya en 1998 daba cuenta de la doble vara que en 2022 ejemplifica el señor Desconocido de IG. En la primera temporada, la premisa -muy justificada- es que las solteras suelen ser mejores que los solteros (mientras socialmente a unos se los festeja y a otras se las condena). Y lo evidencia de sobra, sin editorializar sino a partir de escenas reconocibles, de privilegios masculinos y las derivadas injusticias.

Estas representaciones nos identificaban y llamaban la atención por lo inédito. Por eso, la serie provoca, años más tarde, cariño en varias generaciones. En las redes se armaron debates tanto entre nacides en 1990 como en seres que andan en los 60. Nos gustó y sigue gustando ver que los ricos, las fashionistas, las “promiscuas” y exitosas también lloran. Se caen de pasarelas, vomitan en la vereda después de una primera cita, rechazan propuestas de casamiento, hablan mal en momentos incorrectos, sufren abandonos, muertes, las dejan plantadas aún cuando en su relación todo permanece pasional y amoroso: de antología, la escena en la cual Samantha, la más desprejuiciada en cuanto a su vida sexual -y ausente en la última temporada- espera, para un festejo de aniversario en una mansión de Los Ángeles, a su adorado novio, actor y modelo. Desnuda con sushi sobre el cuerpo. Él, por trabajo, demora. La comida casi en descomposición, la escena, humillante. La sorpresa seductora vuelta martirio: ella inmóvil cual cadáver en vísperas de autopsia sobre la mesa.

La ecuación matemática del duelo. Glamour, pop y melancolía

En la semana, vía audio de Whatsapp, hablo con Eloísa, amiga escritora que trabaja en una ONG feminista, sobre los duelos en relaciones afectivas. Dice: “dura la mitad de tiempo que la relación: si saliste 1 año, son 6 meses de procesar la pérdida, y así”. Me da risa porque ella no es consciente de la referencia, no la recuerda. Pero yo sí: recién llegadas desde ciudades lejanas a Buenos Aires, a trabajar y estudiar, ese trío de estudiantes rascas que éramos se juntaba en la casa de Vero, la única que tenía TV. Un canal de aire porteño transmitía la serie doblada. Una de nosotras, Brenda, caminaba hasta 60 cuadras para ahorrar en colectivo y citaba, ante cualquier separación, esa fórmula temporal extraída de Sex and the City: la que hoy menciona Eloísa. Si no remitió a la serie es porque, podemos arriesgar, varios de sus postulados calaron y forman parte de nuestra sabiduría afectiva popular. Y dicho al paso: las familias “de origen” están bastante ausentes en la serie. Durante crisis y festejos quienes bancan son las amistades.

Pregunto a varias amigas qué les gustaba en aquel entonces. Algunas -oriundas de mis pagos- hablan de los escenarios, esa gran ciudad que no conocían, los bares, los restaurantes y boliches. Y la moda, ver cómo se vestían esas chicas generó (y genera) fascinación. Eugenia, amiga porteña, socióloga de la cultura contesta: “En los 2000 me gustaba su frivolidad desfachatada”.  

Valeria, de 43 años, egresada de un colegio católico, madre de una nena de 5, delegada gremial y empleada bancaria jerárquica, dice: “me gustaba la vida que tenían, salían a divertirse. También con sus tristezas porque tenían mucho rollo. Me impresionaba que fueran súper liberadas, cómo contaban con naturalidad anécdotas de su vida sexual. Bah, liberadas y auténticas pero para mí, porque yo no era así, además era más chica y me costaba mucho ser más libre, y expresarme. Quizá ahora no me parece tan novedoso porque tengo más experiencia”. 

Casi todas reiteran que, por primera vez, veían mujeres hablando de sexo. “Con mis amigas no conversábamos de eso”, dice Lucrecia, nacida en Florencio Varela, consultora política. Y criticaban hombres, “nunca lo había visto en otros programas”. Sex and the city nos mostró diferentes modelos de conducta al tiempo que reflejaba experiencias no representadas en TV, ni contadas por mujeres. Desde la forma de volver a casa sola al salir de la disco luego de una salida que no resultó tan bien, una situación más en que ellos son recios y nosotras perdedoras (“Otra noche de viernes se convertía en amanecer”, dice la narradora mientras los taxis la ignoran, en la primera temporada), a embarazos no deseados. Esto no niega la cantidad de “White people 's problems” que permanecen en la nueva serie: en un logrado conflicto entre una de las hijas de Charlotte, aparece un vestido Oscar de la Renta que ella se resiste a usar, por ejemplo.

El filósofo francés Paul Ricoeur (2005- 2013) señalaba que los relatos son “modelos para volver a describir el mundo”. En síntesis: se puede aprender de la ficción; extraer de ellos modelos de interpretación y acción. En este caso los dramas, a veces más crudos, otros más livianos, se abordan con inteligencia y humor. En la nueva serie tal vez extrañemos los recursos estéticos de antaño. Al principio, Carrie, “una antropóloga del sexo” preguntaba a diferentes personajes, por ejemplo, qué pensaban del amor a los 30. Y las definiciones de los testimoniantes, editadas con formato de informe documental, dan gracia aún hoy. “Matt. Soltero tóxico. Asesor de finanzas”. “John. Romántico empedernido. Programador”. Además, cada tanto el relato de Carrie se ponía en otro plano de la ficción, miraba a cámara y comentaba las acciones como quien toma distancia en el análisis de la experiencia, sin dejar de vivirla. Ya no está aquel efecto hibridación entre ficción y no ficción utilizado con ironía impecable.

Se las interpretaba “liberadas” como dice Valeria. Euge cuenta que gracias a la serie se compró su primer juguete sexual (“¡Cómo olvidar a The Rabbit!”) y eso no atenúa la idealización romántica. El primer capítulo investiga “el fin del amor” en la ciudad. Y la narradora en voz over, tira conceptos como “fue amor a primera vista”. Etcétera. 

Más allá de ciertas rebeldías, el estatus quo se mantiene. ¿Es suficiente para condernarla?

La inadecuación 2022. ¡Por derecha y por izquierda!

En sus inicios, mirar Sex and the city implicaba un ritual: reunirte, compartirlo “en vivo”, sin redes, cuando para nosotras no era posible juntarte a jugar un fulbito como los varones. Y cada tanto hasta nos servía verlo con amigos para explorar sus reacciones. El modo de consumo streaming es parte del cambio de época vivido por las protagonistas. Como era previsible, uno de los temas es el paso del tiempo, las pérdidas y la madurez. “Por qué pretender ser las mismas” y el “no podemos seguir siendo iguales” se reitera, mientras eso habilita nuevas incorporaciones, como la agente inmobiliaria, Seema, amiga de Carrie Bradshaw.

Y, como si le contestaran a Desconocido de IG, en un momento las amigas dicen, luego de que una visite a un cirujano plástico: “Hacen que esté mal que envejezcamos”. Los conflictos incluyen muertes, frustración, problemas de salud, cambios de rumbo. Por momentos, abonan al sentido común de que (casi) todo es peor con la edad, algo cierto y socialmente validado. Mientras repensamos la diversidad, la vejez sigue siendo tabú.

“Perdieron la desfachatez de otra época, ahora están muy políticamente correctas”.

El comentario me llegó de varias y varios que vieron y no, la nueva temporada. Mi amiga Marisol, periodista, lo dice con expresiones más técnicas. “Parece que es “woke”, onda tocan temas de género, racismo, etc. Pero muy “on the nose” como dicen los yanquis. Tan obvio que causa el efecto opuesto casi”.

Problemas progres, capítulo uno.

Ya mencionamos el tono humorístico del relato. Y cada tanto, la recurrencia al énfasis, como si desde la dirección de arte, vestuario o el guión jugaran con los estereotipos para hacernos reír gracias a esos subrayados. Con liviandad o amargura. ¡O ambas! Siempre con una sutil autoconciencia del mecanismo. Cuando en los viejos episodios las chicas armaban, por ejemplo, un picnic en el Central Park, parecían disfrazadas de picnic. Cuadrillé rojo y blanco en mantel y vestuario, capelinas, guantes hasta el codo, canastas de mimbre. Clichés revisitados, autoparodia y exageración. Y en aquel mundo “perfecto” también cabía el error, como cuando la admirada Carrie (“vos eras nuestra ella, Vicky era más Samantha”, dice Bren), quien sabe caminar sobre tacos como ninguna, cae de la pasarela durante un desfile de beneficencia. Y cientos de errores que las hacen vulnerables y, por eso, queribles. 

Así pasa también en la nueva temporada, en por lo menos dos planos. En uno, que intenten ser, desde la gestualidad, e incluso forzando situaciones, políticamente correctas. Pero ¿a quién no le pasó? Solo dos de las geniales escenas. Ya al comienzo nos enteramos de que Miranda dejó el buffet de abogados top donde trabajaba. En aquellas tempranas temporadas comprobamos que el tema de “la diversidad” no es un tópico reciente. Durante una actividad recreativa compartida, el jefe cree que ella es lesbiana y la invita a una cena social porque le parece cool. En el ascensor ella besa a su supuesta pareja y luego se dice a sí misma “definitivamente soy heterosexual” pero no tiene problema en fingir no serlo para poder ascender laboralmente.

En 2022, cuando va a la primera clase de una maestría en Derechos Humanos, confunde a la profesora con otra estudiante, porque es negra, y no para de meter la pata a medida que intenta disculparse. Luego confiesa, avergonzada, que de tan preocupada por no decir cosas incorrectas, todo lo que dijo fue incorrecto. Es tan gracioso y exagerado y fallido como cuando Charlotte fuerza invitaciones a personas negras para que no haya una mayoría blanca en una cena en honor a una nueva amiga del colegio de sus hijes. Intentan y a veces les cuesta “hacer las cosas bien”. En lugar de volverse solemnes, el relato es autoconciente y gracioso. El tema es contemporáneo y verosímil dentro del universo de los personajes. 

Cuando Seema invita a Carrie a comprar un traje típico hindú (escena criticada por la comunidad de ese país) para acompañarla a una celebración familiar), le aclara, entre risas: “No te preocupes, nadie va a acusarte de apropiación cultural”. Y luego, gastándola: “Qué difícil ser blanco en esta época”.

White progresive problems 2.

Las preguntas formuladas por esta generación parecen honestas. Sobre formas más fluidas de vincularse, de definir o no identidades y hasta de ganar dinero. Esta misma semana, Analía, amiga licenciada en comunicación me cuenta: una de las universidades donde doy clase lanza búsqueda laboral de tiktoker. ¿Por qué estudiamos tanto para esto?, dice, consternada, y suma reflexión sobre la precariedad laboral, tópico nunca reflejado en nuestra serie. 

Carrie trabajaba de escribir, y ahora hace un podcast con Che García, latine no binarie, standupere, y con un varón (ambos personajes son complejos, y bien construidos, adorables, otra vez). El cambio en Carrie parece natural: ¿cuántos columnistas de diarios tradicionales perdieron su trabajo y debieron reconvertirse? Justo donde la historia se vuelve “más realista” en cuanto a lo laboral, es criticada. Porque, por otro lado, Carrie sigue escribiendo, y manda un libro a la editorial.

Pasan cosas que antes no eran visibles y que a las protagonistas les generan incomodidad, desconcierto. Desde la atracción de alguien, como dijimos, hacia una persona no binarie, a que la hija de un personaje quiera ser llamada Rock en lugar de Rose. Y que los padres se enteren por la escuela porque Rock consideró que había avisado. Ante el reproche materno: “¿cómo no nos contaste a nosotros primero”, responde: “se los dije por Tik Tok”.

Che, coequiper del podcast de Carrie, dice en su show de stand up: todos estamos confundidos. “¡¿Es él, elle, ella, por favor, díganme qué casillero marcar?!”. Y puede sonar un poco dulce pero…sin querer ser tautológicos o sí, sumando al lío, ¿no es eso un poco cierto?. “Es mejor la incertidumbre porque cuando tenés certezas nada puede cambiar”, sigue Che. ¿Es muy radical? 

Admitamos: Sex and the city no nos da códigos naturalizados como en las geniales Please like me, Feel good o Euphoria. Y, quizá recurra a cierto didactismo. No obstante, este último punto, identificará a quienes aún no tienen claras algunas situaciones sin caer en bajadas de línea que aniquilen el poder de la narración. Como en su momento interpelaban en los 90 y 2000 a quienes no solían ver historias contadas por mujeres en el prime time.

Románticas pero amigas. Perdonanos Donna Haraway

Carrie entrega a su editora un libro autobiográfico angustiante. Ella le pide que agregue un epílogo para darle a los lectores “una luz de esperanza”. Para construirlo sugiere una salida con un hombre. Y aparece una app de citas, ya no los encuentros casuales que la llevaron a la relación con Mr. Big. Aunque no tenga ganas de conocer a nadie, acepta la lógica comercial y lo hace. Se vuelve a caer en la categoría simplista, lapidaria y arcaica de que “luz” es pareja, “oscuridad” es no pareja, o renunciar al intento de tenerla… El mandato romántico se mantiene a pesar de todo intento de apertura y fluidez. Si bien hay una brecha, o un bache, señalado entre el mandato social romántico y lo que los personajes quieren, es verdad que la pareja, la familia, les hijes si los hay, siguen siendo centrales.

Aunque seguimos viendo, poderosamente, un grupo de mujeres que se ayudan. Aun al ponerse límites, y mensurando lo importante de lo que no lo es; algo propio de cierta madurez y responsabilidad afectiva. En un momento de discusión durante un picnic en Central Park que ya no disfrutan con mantel sobre el pasto sino en una mesa, Miranda se levanta, enojada. Empieza a alejarse. Y, en tiempos donde las expresiones afectuosas en busca de estabilidad son leídas como “tóxicas”, Carrie le dice: “La gente desaparece en un segundo. Podés no estar de acuerdo, pero no podés irte”. Miranda vuelve. La amistad es casi un valor supremo y no se reniega de sus conflictos. La familia de Seema, de ascendencia hindu, espera que se case. Ella celebra su cumpleaños 53 con Carrie. Y allí festeja: “no conocí un novio, pero conocí una amiga”.

A pesar de los nuevos problemas, la perspicaz comunidad salvadora se mantiene como el primer día. Como dijimos, es posible criticar la serie por derecha o por izquierda. Pero, ¿por qué pedirle, mientras nos involucra con una realización y guión que iniciaron un estilo con una mezcla tan propia de drama, glam, pop aspiracional, risa y llanto, que vaya más allá de las propuestas de vida comunitaria a lo Donna Haraway? Ojo: sería interesante. Quizá debamos esperar la próxima temporada. 

Mientras, podemos regodearnos en el valor de la amistad. Y equivocarnos junto a ellas aunque no seamos tan privilegiadas, sentirnos reflejades y responder desubicadas preguntas en IG. Varias cosas todavía hacen sentido: mi amiga Marisol, sabiéndome triste, sugirió viera la nueva temporada. Y me pasó la clave de HBO, que comparte con el marido. Gracias a ella y al resto de las mujeres que siempre me ayudan a pensar, entonces, surgió este artículo. Porque en definitiva, el cariño de las cofradías permite vivir y analizar los vínculos que, como las ficciones y las fantasías, no son más que estrategias para sobrevivir en un mundo “tan contemporáneo” que, a veces, estemos donde estemos, puede resultar muy hostil.