Femicidio, duelo, rabia y justicia


Hoy vuelvo a buscarte

La escritora mexicana Cristina Rivera Garza, radicada en Estados Unidos, volvió al D.F. por un intercambio académico con la UNAM. Quizá fue el viaje, quizá fueron los tiempos de su memoria o la ola feminista. La autora se encontró con una amiga y le dijo: acompañame. Decidió reabrir la causa por el femicidio de su hermana, la menor de la casa, su única hermana, asesinada 30 años atrás. ¿Cómo se escribe una petición así? Fragmento de El invencible verano de Liliana (Random House), el libro de no ficción donde documenta su búsqueda de justicia.

[aquí, bajo esta rama, puedes hablar de amor] 

Estamos bajo un árbol lleno de pájaros invisibles. Al inicio pienso que debe tratarse de un olmo —tiene el mismo tallo robusto y solitario del que salen unas ramas de aspiración vertical que reconozco desde mi infancia— pero pronto, apenas un par de días después, me queda claro que es un álamo, uno de esos árboles que fueron trasplantados hace tanto tiempo a esta zona de la ciudad en donde no hay mucha vegetación  nativa. Ahí, bajo su fronda, sobre el borde de la banqueta pintada de amarillo, nos sentamos. La tarde empieza a caer. Del  otro lado de la pesada reja de hierro se levantan las torres grises de las fábricas y se comban, apenas horizontales, los pesados cables de la luz. Los tráilers pasan a gran velocidad, al igual que los taxis y los autos particulares. Las bicicletas. Entre todos los ruidos de la tarde, el de las aves es el más insospechado. El menos probable. Tengo la impresión de que si traspasamos la circunferencia que marca el follaje, ya no los podremos oír. Aquí, bajo esta rama, puedes hablar de amor. Más allá es la ley, es  la necesidad, la pista de la fuerza, el coto del terror. El feudo del castigo. Más allá, no. Pero los oímos y, de alguna manera absurda, de una manera acaso desatinada, su canto repetitivo e insistente, su canto solo, su canto a la vez pacífico y enorme, a veces desesperado y ardiente, a veces demasiado real o demasiado ligero, produce una calma que no logra borrar la  incredulidad. ¿Crees que llegue?, le pregunto a Sorais mientras enciende un cigarro. ¿La licenciada? Sí, ella. Nunca he  sabido cómo nombrar el movimiento de los labios cuando, sin  intentar abrirse, se estiran hacia uno de los extremos superio res de la cara, descomponiéndola, restándole la ilusión de  simetría. Estamos tan cerca de lograrlo, dice por toda respues ta, escupiendo una hebra de tabaco. No nos cuesta nada espe rar media hora. En realidad, le he hecho esa pregunta porque  he rehuido pedirle de manera directa que esperemos. Suplicar  es el verbo. No he querido suplicar. No he querido suplicarle  que espere aquí, conmigo, un rato más. Porque no sé si puedo  o podré, Sorais. Porque no sé qué animal estoy desatando  dentro. Llevamos ya seis horas y veinte minutos en una jor nada que empezó al mediodía, en lo que ahora parece haber  sido otra ciudad, otra era geológica, otro planeta.  

[veintinueve años, tres meses, dos días] 

Una reja blanca flanqueada de buganvillas y enredaderas. Un  pasadizo de grava vieja. Palmeras. Rosales. Esta casona de  puertas ovaladas y altos techos blancos con el piso de mosai cos verdes, un verde de mayólica. Nos quedamos de ver a eso  de las 12:00 p.m. y, mientras la espero con algo de ansiedad,  con otro poco de algarabía, no despego la vista de la ciudad al otro lado de los ventanales. Es capaz de acoger a cualquiera, esta ciudad. También es capaz de matar a cualquiera. Pródiga y malsana al mismo tiempo, acumulativa, aparatosa. Los adjetivos no se dan abasto. Cuando Sorais llega a la casa donde me hospedo, estos pocos días de otoño en la Ciudad de México, no sé si voy a ser capaz.  

Tengo dos cosas que hacer hoy, le digo justo después del abrazo y los saludos que el tiempo de no vernos, que es mucho, exige o recomienda. El aroma a jabón. La humedad de la piel después del baño. La voz que conozco ya de mucho tiempo atrás. Pues allá vamos, responde sin siquiera preguntar a qué sitio. El cabello suelto. La mochila roja tras la espalda. La sonrisa, apabullante. Puede llevarse todo el día, le advierto. Y es entonces que hace una pausa. Me busca los ojos. ¿Pues a dónde vamos?, la intriga en la voz es de expectación y no de suspicacia. Guardo silencio. A veces es necesario un poco de silencio para que las palabras se junten todas sobre la lengua y, ya reunidas, se atrevan a saltar al mismo tiempo. A la Procuraduría de la Ciudad de México, cerca del centro. Ella también calla por un momento y pone atención. Le aclaro que hace unas tres semanas, en un viaje previo a la capital, John Gibler, el periodista, me ayudó a empezar el proceso para encontrar el expediente de mi hermana. Baja la vista, y entonces sé a ciencia cierta que sabe. Y que entiende. Luego de una revisión de los periódicos de la época, John encontró la noticia justo como apareció en La Prensa. Luego, logró contactar a Tomás Rojas Madrid, el periodista de la nota roja que escribió una serie de cuatro artículos en un tono que, sorpresivamente, evitaba el amarillismo y la  espectacularidad. Y vine, le cuento, continúo contándole, a reunirme con ellos dos y a caminar juntos desde el café La Habana, donde nos habíamos quedado de ver, hasta el edificio de la Procuraduría de la Ciudad de México, para poner ahí la petición. ¿Cómo se escribe una petición así? ¿Dónde se enseñan los protocolos para solicitar un documento de esta naturaleza? Octubre 3, 2019. Ciudad de México. C. Ernestina  Muñoz Ramos. Procuradora de Justicia de la Ciudad de México. Por medio de la presente, la que suscribe, Cristina Rivera Garza, le escribe en calidad de familiar de LILIANA RIVERA GARZA, quien fue asesinada el 16 de julio de 1990 en la Ciudad de México (Calle Mimosas 658, colonia Pasteros, Delegación Azcapotzalco). Le escribo para solicitarle una copia completa del expediente de investigación que en su momento correspondió al acta de Ministerio  Público: 40/913/990–07. En caso de que necesite más información,  por favor, no dude en comunicarse conmigo a las siguientes direcciones. Atentamente. Hay una remota posibilidad de recuperar el expediente, le aclaro a Sorais, después de tantos años. Veintinueve, añado, veintinueve años y tres meses y dos días.  Guardo silencio otra vez. Las cosas son tan difíciles a veces. Pero quedaron de tenerme una respuesta hoy.  

[la hermana menor] 

Decidimos salir caminando. El recorrido, según Google, no nos llevaría más de unos cuarenta y cuatro minutos a pie. Y el día es espectacular. Avanzamos, pues. Un paso tras otro. Una palabra. Muchas más. Si no es porque perseguimos el expediente de una joven mujer asesinada esto podría confundirse con un paseo de entre semana. Ámsterdam es una calle legendaria en la Condesa, una colonia porfiriana establecida  en 1905 que todavía luce con gusto sus viejas casonas art decó o art nouveau, ahora intercaladas entre edificios de departa mentos con grandes ventanales y roof gardens. La Hipódromo Condesa se llamó así porque la avenida por la que avanzamos esta mañana de mediados de octubre fue, en sus inicios, la pista ovalada donde los caballos de la época competían contra el reloj. Es fácil imaginarlos: las herraduras de sus patas contra la tierra suelta de la pista, el estertor del galope, sus pieles brillantes, las crines erguidas. Uno tras otro, los caballos. Como si su vida dependiera de ello. Los ojos muy abiertos. El  aire. El hocico. Ahora, poblada de tantos árboles que impiden el paso de la luz del sol, Ámsterdam es un recorrido obligado para turistas extranjeros y comensales en busca del restaurante de moda. Ovalado y cubierto de ladrillos, el camino es una forma cerrada, una especie devillanelle material que, con las repeticiones de versos al inicio y final de los cinco tercetos y en el cuarteto último, impiden la experiencia de continuidad o la sensación de finitud. Uno siempre da vueltas dentro de un óvalo. Uno siempre es un caballo corriendo por su vida.  

Mientras seguimos a pie juntillas las instrucciones del GPS, se escucha más inglés o francés o portugués que español en las calles de la Condesa. Ahí está, sin embargo, el vendedor de cempazuchitles en una de las orillas del Parque  México. Y pasa, después, el recolector de papel con su cantaleta de otros tiempos: periódicos viejos, papeles usados que venda. Ahí están los albañiles que, con las espaldas flexionadas y los brazos hacia el suelo, se encargan de las remodelaciones que han hecho de esta colonia un oasis para hípsters y millennials y, en general, para estos regimientos de hombres y mujeres de largas cabelleras brillantes y uñas limpias. Los perros, amaestrados. Los gatos, espiando desde las ventanas contiguas. El resoplido lejano del caballo. Si viviera en México seguramente no podría darme el lujo de vivir aquí. Pero voy de paso. Aprovecho esta visita de trabajo en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la unam para rastrear el expediente de la averiguación previa 40/913/990-07, donde quedó asentada la orden de aprehensión que se expidió contra Ángel González Ramos por el homicidio de Liliana Rivera Garza, mi hermana. Mi hermana menor. Mi única hermana. 

[exhausta ya, harta ya, ya para siempre enrabiada] 

Es fácil acostumbrarse a la belleza del espacio. La ciudad, aquí, muestra sus mejores galas. Las boutiques de diseñador. Los perros con correas de cuero. Las glorietas coronadas por fuentes de cantera. Los cafés al aire libre. Los álamos cubiertos de luz. Los grupos de ancianos practicando taichi. Los teatros. Avanzamos a toda prisa y, a medida que la respiración se acelera, las palabras se precipitan de los labios. El sudor. La falta de aire. Hay tantas cosas que tenemos que contarnos. Lo que hemos hecho. Lo que planeamos hacer. Lo que pasa por la cabeza nada más porque sí. Las palabras retumban en el camino que nos extrae de las calles recién lavadas de la Condesa: vamos hacia Michoacán hasta toparnos con Cacahuamilpa, donde viramos a la izquierda, luego hacia la derecha en Yucatán y Eje 2 Sur. ¿Supiste del profesor acusado de acoso sexual al que le prohibieron poner pie en la Iberoamericana? Casi de inmediato, damos vuelta a la izquierda y luego a la derecha para dar con Álvaro Obregón. ¿Leíste el manifiesto de Marea Verde Oaxaca contra la organización de la FILO? Un kilómetro después, viramos a la izquierda sobre Cuauhtémoc y así nos internamos en la Doctores: de Dr. Velasco a Dr. Jiménez y, de ahí, en calles cada vez más estre chasrepletas de autos mal estacionados, hasta el número 56 de la calle General Gabriel Hernández. ¿Ya viste The Joker? Los puestos de sopes y tacos olorosos a grasa frita. Las misceláneas de las muchas esquinas. Los balcones destartalados. Los perros callejeros. Los niños solos. ¿Es eso un gavilán en medio del cielo? Es fácil amar una ciudad donde todo pasa al mismo tiempo. Donde todo tiempo es tiempo real.  

No hace mucho, a inicios de agosto, un pelotón de feministas furibundas se congregó frente a este mismo edificio blanco con ribetes de color verde para exigir justicia. En México se cometen diez feminicidios cada día y, aunque con el paso de los años estas noticias se han ido normalizando, la violación de una adolescente, perpetrada por miembros de la policía local dentro de las mismas patrullas oficiales, desató la indignación de nueva cuenta. Apostadas tras las vallas de hierro, las mujeres exigieron audiencia con la procuradora  y, cuando su representante bajó a reunirse con ellas, asegurándoles que estaban haciendo todo lo posible para seguir el caso, una de ellas —exhausta ya, harta ya, ya para siempre enrabiada —le lanzó diamantina rosa a la cabeza. El gesto, tan espectacular como inocente, le ganó un nuevo nombre al movimiento feminista que congrega a más y más mujeres cada vez más jóvenes, mujeres que han crecido en una ciudad  y un país que las acosa paso a paso y no las deja en paz. Mujeres siempre a punto de morir. Mujeres muriendo y, sin embargo, vivas. Con pañuelos atados a la cara y tatuajes sobre antebrazos y hombros, las mujeres reclamaron el derecho a seguir vivas sobre este suelo tan manchado de sangre, tan desgajado por el espasmo de los terremotos y la violencia. Aquí mismo, por donde pasamos hoy. Un pie sobre una huella. Muchas huellas. Más pies. Nos confundimos ahora. Los pies que se ajustan a las siluetas invisibles de otros pasos. Las siluetas que se abren para dar cabida a nuestros pies. Somos ellas en el pasado, y somos ellas en el futuro, y somos otras a la vez. Somos otras y somos las mismas de siempre. Mujeres en busca de justicia. Mujeres exhaustas, y juntas. Hartas ya, pero con la paciencia que sólo marcan los siglos. Ya para siempre en rabiadas.  

[0029882] 

Para entrar a la Procuraduría hay que colocar las bolsas y chamarras sobre las bandas de seguridad. Buenas tardes. Con su permiso. Adelante. También hay que incluir las botellas de agua que han acompañado la caminata. Hace tanto calor. 

Mira cómo he sudado. Ya después, por favor, hay que pararse en una de las seis filas disponibles para saber a qué oficina dirigirnos. La amabilidad de los burócratas es apabullante. Buenas tardes. Si me hace el favor. La molesto con su identificación oficial. Le muestro el oficio 23971, dirigido a la Procuradora Ernestina Godoy Ramos, el sello de recibido de fecha del 3 de octubre de 2019, a las 14:20. Y me entrega la nota informativa, con folio 0029882, donde se indica que el oficio fue turnado a tres áreas. Colóquese este círculo rojo en la blusa, nos indica. Un círculo de papel. Una calco manía. La marca de que pertenecemos a este lugar de duelo y de rabia. Mi compañera les dirá cómo llegar. Tenemos que tomar el elevador al cuarto piso y, de ahí, caminar por pasillos  cubiertos de linóleum desgastado, un linóleum que, a ratos, deja entrever el cemento oscuro de otros tiempos, hasta salir  por la parte trasera del edificio y dar con las escaleras exterio res, seguramente planeadas al inicio como escaleras de emergencia, de un fierro que alguna vez estuvo pintado de blanco. El rechinido de los pasos sobre los escalones. La sensación de que todo está a punto de caer. Un piso arriba y, ya dentro del edificio de nueva cuenta, dando vuelta a la derecha, hasta el final del pasillo, está la ventanilla de Control de Gestión de la Procuraduría.  

La mujer que atiende desde detrás de una pequeña ventana de vidrio mira fijamente la pantalla de su computadora y, sin voltear a vernos, asegura que nos oye. Sus uñas muy rojas. Sus uñas, muy largas. El cabello mitad negro y mitad rubio, casi  amarillo. Un segundo, por favor. Introduce el número de folio en el sistema y aparece ahí algo que imprimirá. Por unos instantes pienso que ése es el expediente y la respiración se me detiene en seco. ¿Será este el momento? ¿Me atreveré  ahora sí a leerlo todo? Sorais, que escucha de cerca, coloca una mano sobre mi hombro izquierdo. Luego, repentinamente, la respiración regresa. Un salto. Un susto. El documento, con fecha del 16 de octubre, es únicamente una hoja solitaria donde se listan las tres instancias que podrían tener o no tener, o haber tenido, el expediente que busco. ¿Estoy exagerando o  es cierto que la mujer tiene la mirada acongojada cuando me dice, del otro lado de su minúscula ventanilla, que va a estar difícil que consiga un documento tan viejo? Si no está  aquí, puede estar en el archivo de concentración. ¿Y dónde  está el archivo de concentración? Hay varios. Depende de la  naturaleza del expediente. Sin pensarlo, le pregunto si será  posible reabrir el caso. Es la primera vez que pienso en esa  posibilidad. Respira hondo. Vuelve a mirarme. ¿O abrir un nuevo caso? No soy licenciada, me dice, pero sé que no se puede acusar del mismo delito a la misma persona. Es la ley. Baja la vista. Guarda silencio. Vayan primero a la Dirección General de Política y Estadística Criminal, nos sugiere. Está  aquí mismo. Regresen a la escalera y den vuelta a la derecha, ahí le explicarán.  

[inusual] 

Javier Ticante Cruz se encuentra en reunión, pero la mujer detrás del escritorio y de la pantalla de la computadora nos puede ayudar. ¿Número de folio? ¿Un caso de 1990, dice? Se acuerda. Sí. Y sonríe. Lo discutió con su jefe hace unos días. Lo recuerda porque es muy inusual que alguien busque un documento de hace tantos años. ¿Si sabe eso?, me pregunta.  ¿Saber qué? Que es todavía más inusual que lo encuentre. La veo a los ojos, pero con todo recato. Y me pregunto si lo que escucho es un simple comentario o si hay, ahí, en esa pequeña oración puntiaguda, un reproche soterrado. Me lo pregunto en silencio: ¿Por qué me tardé tanto? Pasan tantas cosas en treinta años. Pasa la muerte, sobre todo. No deja de pasar. La muerte de miles y miles de mujeres. Sus cadáveres aquí, rondando. Atrás del hombro. En los pliegues de las manos, que se aprietan. En la comisura de los labios. Atrás de las rodillas, cuando se flexionan. Pasan aquí, al lado, a mi  lado; no dejan de pasar. Sus imágenes en los papeles que  cubren los postes de la luz, en las páginas de los diarios, en  los reflejos de todos los aparadores y las ventanillas: los rostros que tenían antes del crimen, antes de la venganza o el sobor no, antes del amor. El tiempo se agolpa y se contrae. Luego  se distiende otra vez. Un año. Tres años. Once años. Quince  años. Veintiuno. Veintinueve. Luego se contrae de nueva  cuenta. Estamos siempre en el mismo punto del inicio: los  pies adheridos a un duro pegamento hecho de duelo y de culpa mientras el cuerpo se estira, horizontal, hacia un asomo de secuencia. La emoción es la misma: ni se refina ni madura ni se aquilata. Agacho la cabeza y miro el borde perfecta mente horizontal del escritorio por el que pasea con gran  lentitud, con toda la parsimonia del mundo, la yema del dedo  índice. Suspiro, derrotada. ¿Quién tiene derecho a decidir  cuánto tiempo es mucho tiempo y cuánto es poco? Levanto el rostro otra vez, la barbilla, las cejas. Y la ausculto: su piel lisa, sus cabellos lacios, los dientes muy blancos, el delineador negro que enmarca sus ojos tranquilos. ¿Los habrán obligado a tomar talleres de atención al público? ¿O saben nada más por la experiencia que todos los que llegamos aquí traemos el corazón en vilo y la vergüenza al hombro? Su voz, todavía más suave que la piel, pide que bajemos mejor al segundo piso, a la Subprocuraduría de Averiguaciones Previas Desconcentradas. Ahí podrán decirles algo. 

[memorial] 

Policías. Licenciados. Mujeres de tacones. Agentes. Hombres  de traje. Abuelas de mandil a cuadros. Víctimas. Todos vamos hombro con hombro en el estrecho elevador. En el segundo piso, hacia la derecha, está el mostrador verde donde otro empleado nos indica que avancemos unos pasos más hasta llegar a la ventanilla. En el oficio de folio 0029882, turno /300/ 14098/2019, queda asentado que: Mediante escrito solicita se le proporcione una copia completa del expediente de investigación 40/913/990–07. S/N Anexo. Instrucciones del C. Subprocurador: Se envía para su atención y seguimiento, a efecto de que resuelva conforme a derecho proceda; debiendo marcar copia a esta subprocuraduría de la atención brindada al presente haciendo referencia al número de  turno correspondiente. Mtro. Joel Mendoza Ornelas, Agente de Ministerio Público Supervisor. 17 de octubre de 2019. El empleado nos muestra el oficio, pero dice que sólo me lo facilitará si traigo  una copia de mi identificación oficial. ¿Y usted sacará la copia?  No, imagínese damita, son tantos los que vienen aquí. Baje y ahí afuerita, luego luego, cruzando la calle. Ahí va a encontrar una fotocopiadora. Bajamos las escaleras a toda prisa y, en un rellano, aparece ese póster colorido tamaño oficio con una  fecha 4 DE OCTUBRE en letras muy negras. Y, a su lado,  pegado a la pared con engrudo, se despliega ese papel de un  blanco tenue repleto de palabras con el tamaño de las hormigas. Es el memorial en honor a Lesvy Berlín Osorio, la estudiante de la unam que fue asesinada por su pareja. Hace apenas un par de días, luego de un juicio largo, se  dictó la sentencia de 45 años de prisión contra el hombre que, en un inicio, argumentó que la muerte de Lesvy había sido autoinfligida. Nadie le creyó. O, mejor dicho, sólo le creyeron los que siempre creen que las mujeres asesinadas son culpables de la violencia que las mató. Cuando empezaron a circular las noticias, cuando las lectoras se dieron cuenta de que a Lesvy la habían encontrado colgando de una cabina de teléfono, el cable negro alrededor de su cuello, nadie le creyó. Después del desconcierto inicial, su madre, Araceli Osorio, comenzó el trabajo de organización popular que forzó a la Procuraduría a abrirle un juicio. Y, dos años después, al fin la resolución. Se  precisó de dos años de incansable activismo, dos años en que Araceli Osorio cuestionó punto a punto la versión de su suicidio y propugnó, al mismo tiempo, por una investigación rigurosa y conforme a derecho para poder escribir esa oración tan tersa: la estudiante asesinada por su pareja. ¡La valentía de Araceli Osorio! Cuando los más mordaces empezaban a culpar a la víctima, sacando a relucir conductas que ellos consideraban reprobables —tomar cerveza, salir con amigos, tener una vida sexual activa, elegir la pareja inadecuada—, Araceli  Osorio nunca se rindió. Nunca dejó de defenderla. Ni droga dicta, ni puta, ni peda. Una muchacha joven, nada más. Nada menos. Un cuerpo pleno de goce, dueño de su propia libertad. Araceli Osorio lo repitió tantas veces como fue necesario: la única culpa de Lesvy había sido ser mujer. Estamos a punto de pasar de largo por el rellano de la escalera, pero me detengo a mitad del siguiente tramo. ¿Viste eso? ¿Lo de Lesvy? Sí, eso. Y la fecha. Sorais lo niega con la cabeza. ¿Cuál fecha? El 4 de octubre es el día en que nació mi hermana.  

Lesvy y Liliana. El sonido combinado de sus dos eles me obliga a colocar la lengua contra la parte trasera de mis dientes frontales superiores y a empujar el aire por los lados de la boca. Consonante lateral. ¿Podrían haber sido amigas? ¿Podrían haber salido de fiesta juntas, sus cabelleras arriba y abajo, luminosas y salvajes, mientras bailaban un ritmo de  cumbia? ¿Podrían haber corrido una en ayuda de la otra en caso de necesidad, de estrangulamiento, de sofocación y  asfixia? Consonante alveolar lateral aproximada. Liliana. Lesvy. Pueden, lo pronuncio ahora sin el signo de interrogación, sustituyendo el pasado por el presente.  

Todo en este día parece ser un mensaje cifrado: una pequeña caja de Pandora de la que surgen fantasmas, citas, alucinaciones. Dagas. Cuando regresamos con la copia de mi identificación oficial a la ventanilla de la Subprocuraduría todavía llevo la boca abierta, los ojos inexplicablemente esperanzados. Hay alguien más, murmuro para mí. Por supuesto. Siempre ha habido alguien más. El ruido de un caballo enloquecido a lo lejos. Las pezuñas. Este resoplar. Ahora hay que ir a la Agencia del Ministerio Público número 22, en Azcapotzalco. Esto es lo que sigue. Tengo que advertirles que todo mundo sale a comer a las 3:00, nos dice el hombre que me ha entregado el oficio. ¿Y ya no regresan en la tarde? Tienen que estar de regreso a las 6:00 p.m. ¿Tienen que? Tienen que. Hacemos nuestros cálculos. Si nos apresuramos, podríamos alcanzarlos un poco antes de que salgan. Hambrientos. Distraídos. Listos para guardar todos los papeles y salir corriendo. La  imagen no es alentadora. Lo decidimos de inmediato. En lugar de correr, preferimos hacer lo que ellos. Preferimos comer.  

[el mundo continúa allá afuera] 

La Procuraduría está muy cerca del centro de la Ciudad de  México. Según Google, una caminata de 16 minutos nos depositará en El Cardenal, un restaurante que se encuentra en la planta baja del Hilton, el hotel que está enfrente de la Alameda Central, a un lado del grandioso edificio de Bellas Ar tes. Sin pensarlo mucho, tomamos Dr. Vertiz para ir hacia  Dr. Río de la Loza, de ahí continuamos sobre Luis Moya, ya 

propiamente en las callecitas congestionadas y llenas de comercios del centro histórico. Una tienda de bóilers. Otra  de lámparas. Una más de uniformes. Sería fácil decir que el  tiempo parece haberse detenido en este espacio, pero nada  aquí está en suspenso. Una actividad febril recorre las banquetas derruidas, y los intercambios del comercio llaman continuamente la atención de los empleados que atienden detrás de mostradores de vidrio, frente a estanterías repletas de mercancías de estaño, de plástico, de fierro. Hay tanto barullo que, en lugar de caminar una al lado de la otra, nos vemos forzadas a avanzar una detrás de la otra, formando una fila que, a momentos, se vuelve una línea en zigzag. Platicar es gritar. Platicar es perder, poco a poco, lo que queda de respiración. Al cruzar Luis Moya, antes de llegar a la avenida  Juárez, aparece esa mujer espigada, de largo abrigo negro,  que se prepara para cruzar la calle en sentido contrario. Nos abrazamos en medio del tráfico detenido. ¿Pero qué haces  aquí? Contestar es, a veces, un juego. El mundo continúa allá  afuera, sin duda. La gente recoge un pasaporte en una oficina de gobierno y compra un boleto de avión; la gente viaja. La gente rememora, trastabilla, pide disculpas. Bajo el rumor rojizo de un semáforo, la gente habla del verano. El que ya fue; el que vendrá. Hay que hacer cosas juntas, dice una de las dos. Una de las tres. Las sonrisas presurosas. Otras palabras se pierden entre el vaho del mediodía y el hambre. A veces todo en la vida, incluso el cuerpo, parece real.  

[jugos gástricos] 

¿Se puede ser feliz mientras se vive en duelo? La pregunta, que no es nueva, surge una y otra vez durante esa eternidad que es el quebranto. Se habla mucho de la culpa, pero no lo suficiente de la vergüenza. La culpa del sobreviviente puede atraer una sospecha acaso saludable, un titubeo incluso razonable, acerca del placer, del gusto, de la compañía. La vergüenza es una puerta cerrada a piedra y lodo. Pocas actividades requieren más energía, tanta atención al más mínimo detalle, como odiarse a sí mismo. Es una tarea milimétrica. Agotadora. De tiempo completo. Durante los primeros años de su ausencia, cuando los años se fueron acumulando uno sobre el otro y todavía era imposible siquiera pronunciar  su nombre, fue fundamental prohibirse cualquier actividad  que pudiera interrumpir la danza de la vergüenza y el dolor.  Una ceremonia muchas veces repetida. Algo acaso religioso. Nunca es una decisión consciente, pero sí es brutal. Ahora,  a medida que nos internamos en el restaurante, cuando ya  estamos a la mesa y empiezan a llegar las viandas, ese viejo  resquemor vuelve. ¿Tengo derecho a degustar este queso fres co, esta flor de calabaza, esta salsa verde, esta salsa de chile  de árbol? ¿Puedo, en realidad, permitirme el placer de este  fideo seco, este pulpo asado, esta agua mineral muy fría? Los alimentos, como antes, se esparcen por la boca y se atoran en la garganta, pero a diferencia de veintinueve años atrás, he aprendido a masticar concienzudamente cada bocado y, entre plática y plática, he logrado disciplinar el maxilar, la faringe,  el esófago. Ahora sé esperar a que los jugos gástricos degraden  los alimentos poco a poco, concienzudamente, hasta formar  el quimo. Ahora eructo, con recato. Esto es comer. Esto es tomar la decisión de seguir buscándote. 

[lugar de hormigueros] 

No hay manera de llegar a Azcapotzalco a pie. En lugar de  tomar el transporte público, optamos por un Uber. Queremos llegar a tiempo. Queremos estar ahí, en la Agencia Núme ro 22, territorio Azcapotzalco Número 1, antes de las seis de  la tarde cuando todos regresen de comer. Vamos hacia la calle  22 de febrero y Castilla Oriente, en la Colonia del Maestro,  en el noreste de la ciudad. ¿Quieren que siga las indicaciones de Uber?, pregunta el hombre que maneja. Y ambas, sin con sultarnos, decimos que sí al unísono. El conductor sigue recto sobre avenida Juárez y, luego de avanzar a vuelta de rueda  un buen rato, vira a la izquierda en Eje Central Lázaro Cár denas. Una vez ahí, toma el Eje 2 norte a la izquierda. La ciudad se ve más gris. Allá se levantan, sombríos, los edificios de Tlatelolco. Quizá es el cambio natural de la luz, que se prepara para el ocaso, o tal vez es la contaminación o el color desgastado de las construcciones. Ozono. Monóxido de carbón. Óxido de nitrógeno. Dióxido de sulfuro. Tal vez es la pesadumbre. Azcapotzalco es una de las 16 delegaciones de  la Ciudad de México. En náhuatl, su nombre significa lugar  de los hormigueros. Según la leyenda, después de la crea ción del Quinto Sol, Quetzalcóatl tenía como tarea rehacer a la especie humana. Para hacerlo, precisó de entrar en el  ámbito de los muertos y así recuperar los huesos de los hombres y mujeres perecidos. Pequeñas y disciplinadas, avanzando en esa marcha descomunal de la marabunta, las hormigas no sólo guiaron a Quetzalcóatl hasta el Mictlán y, una vez ahí, le ayudaron a cargar uno a uno los huesos de esos muertos, sino que, además, trajeron de regreso los granos de maíz con los que alimentarían a los habitantes del mundo todavía  por nacer.  

La imagen es gris. La sensación también. Una fotografía antigua que se encuentra entre otras tantas, borrosa ya por la fricción recurrente, milimétrica, con otros papeles en blanco y negro. La imagen desciende toda entera de una vez.