Ensayo

Italia: el triunfo de la extrema derecha


El pesimismo de la razón, 100 años después

Por primera vez desde 1945, una coalición de derecha de tradición neofacista va a gobernar Italia. Giorgia Meloni se impuso con más de 26% de los votos. Una alianza con los sectores liberales le permitirá librar su batalla, según declama, en defensa de la familia y de los valores amenazados por la modernización. La derecha aprovecha la crisis de la política y se endurece. A cien años de la Marcha sobre Roma, que llevó al poder a Mussolini, el ocaso de los grandes partidos de masas del siglo XX pone en riesgo el consenso antifascista de Italia y Europa. La brecha de los resultados entre el norte y el sur del país reedita la vieja fractura italiana que conocerá un nuevo capítulo en los próximos años.

En algún momento de la segunda mitad del siglo XX, la cultura política italiana, heredera directa del antifascismo triunfante, contenía entre sus protagonistas al partido comunista “más grande de Occidente”, esa organización de millones de inscriptos que Palmiro Togliatti había sabido construir a la salida de la Segunda Guerra Mundial. Siempre bloqueada para acceder al poder, ella animó sin embargo una zona importante de la cultura de ese país,  y fue parte crucial de esa infinita cantidad de textos y discusiones que, rápidamente, podemos llamar “marxismo italiano”,  que tanto interés suscitaron en nuestras latitudes. Su gran otro en la política local fue la Democracia Cristiana, protagonista ella sí del poder institucional y también garantía contra cualquier tentación que llevara a Italia a la esfera de influencia soviética. La DC también tuvo una prolífica cultura intelectual y una presencia considerable en diversas formaciones políticas latinoamericanas. 

(Confesión del punto de vista: vine a Italia tras las huellas de ese potente marxismo italiano y  de las tramas en las cuales se desplegó. Vine con la consciencia de que algo de todo eso se terminó, pero con la secreta hipótesis de que algún resto, en algún lado, tiene que quedar. Lo que sigue, un conjunto de impresiones de las elecciones del 25 de septiembre, no parece marchar en el camino de la mentada hipótesis, o sí, pero no de un modo feliz).

La imposibilidad de leer hoy la política italiana como la confrontación entre cultura comunista (o cultura de izquierdas en general) y cultura católica no solo se verifica por el hecho de que restos empobrecidos del PCI y de la DC conviven actualmente en el opaco Partido Democrático, sino también por el curioso giro que tomó la “cuestión vaticana” con la transmutación de Jorge Bergoglio en el Papa Francesco. Antonio Gramsci pensaba con esos términos uno de los dos elementos cruciales del problema campesino en Italia (la otra “cuestión” era la meridional, el problema de las diferencias entre Norte y Sur). Gramsci se negaba a desmerecer, desde un punto de vista ilustrado, al catolicismo popular, como si fuera una mera superstición que tomaba las mentes de los campesinos. Al contrario, se proponía comprender “las exigencias de clase” que aquel representaba e incorporarlas a un programa comunista no exento de pasiones y mitos forjados al calor de una potencia que contenía siempre algo de religioso.

Hoy las cosas se presentan de un modo bastante diferente: en un importante programa dominical en el cual un pelotón de periodistas interroga con mayor o menor simpatía a las distintas listas electorales, aquella que posiblemente representa de modo más explícito una opción de izquierda -“Unione Popolare”, que reúne varios sectores políticos y sociales alrededor de la figura del ex alcalde progresista de Nápoles Luigi De Magistris- debió responder por su programa político. En un primer contrapunto, con el estilo violento de la “cosa juzgada” que podría caracterizar a casi cualquier operador periodístico del cable argentino, se interrogó acerca de la “evidente” posición pro-Putin de la lista. El movimiento de escape estuvo a cargo del secretario general de Rifondazione Comunista, el partido que más directamente reivindica al viejo PCI, quien, huyendo de la culpa, afirmó: “nuestra posición no es otra que la del Papa Francesco”. Ocurre que en el árido discurso público italiano, es la palabra del Papa la que autoriza la inscripción de posiciones progresistas. Para la guerra, pero también para el espinoso tema de los migrantes (los africanos, aquellos que llenan de naufragios el Mediterráneo, o los de Medio Oriente, que atraviesan inhumanas peripecias por las rutas balcánicas, porque los desplazados ucranianos son, claro, recibidos con los brazos abiertos) o para los más diversos aspectos de la “cuestión social”. La siguiente intervención de la lista, a cargo de una activista ambiental, también operó intentando sintetizar: “seguimos los planteos de la encíclica Laudato Si” (aquella en la cual Francesco, al inicio de su papado, expresó la preocupación por la destrucción del medio ambiente). La cuestión vaticana ya no constituye el centro de una pregunta táctica –una pregunta entre muchas otras preguntas, y acaso no la más importante-, sino una suerte de último reducto que hace apenas audible la palabra de izquierda.

Este comienzo por el desafortunado lado izquierdo (Unione Popolare no alcanzó el 3% requerido como umbral para ingresar al Parlamento, mientras “Sinistra Italiana”, junto a los verdes, fue adosada al PD, logrando de ese modo asegurar alguna banca) no es el inicio de una descripción exhaustiva de todo el tablero político, sino más bien una indicación de la inclinación general hacia la derecha que parece caracterizarlo.

Pero demos un paso atrás: el llamado a elecciones es el producto de la caída del “Gobierno Draghi”, una suerte de gobierno de “unidad nacional” o, como gusta llamárselo por aquí, un “gobierno técnico”. Tanto la unidad nacional como la técnica aparecen allí donde se reúnen condiciones de crisis con incapacidad del sistema político para procesarlas. Ocurrió en varias ocasiones en los últimos decenios, y por supuesto no se trata de constelaciones neutrales ni pre-ideológicas. Mario Draghi fue Presidente del Banco Central Italiano y luego del europeo, antes de llevar adelante uno de los gobiernos más entusiastas con el perfil neoliberal que ha tomado el europeísmo y, con ello, con el apoyo incondicional a la política de la OTAN ante Rusia. Cuando sus políticas perdieron unanimidad en el Parlamento, Draghi dio por concluido su gobierno, seis meses antes de la fecha prevista para elecciones. Produjo algo de sorpresa y desazón en casi todos los espacios políticos y también un poco de entusiasmo en la derecha, que se veía vencedora de las elecciones. En cualquier caso, el gobierno técnico que asumió en el contexto del COVID es también signo de un sistema político que hace tiempo no da respuestas a los italianos, enrededados en sistémicas crisis políticas y en un gris y persistente panorama económico. A todo lo cual se debe sumar el drama que viene creciendo consistentemente: la inflación. Italia tiene sus memorias al respecto, pero las había dejado allí, en el pasado. Y hoy generaciones enteras que no habían conocido esa experiencia comienzan a confrontarla. Empezó antes de la guerra, pero con ella solo va a agravarse. Se espera un invierno con facturas de gas difíciles de pagar en las mejores hipótesis. Las más sombrías traen el fantasma del racionamiento.

En ese contexto, las elecciones no generaron un gran entusiasmo (64% de participación), pero sus resultados tienen consecuencias importantes. El ya mencionado Partido Democrático ocupa el centro europeísta del tablero, con varias experiencias recientes en el gobierno y poco para mostrar en materia de desviación del camino neoliberal. Sin embargo, con menos del 20% de los votos, hizo uno de los peores desempeños electorales –sino el peor- en su corta historia. La centro izquierda la comparte con el Movimiento 5 Estrellas, cuya propia existencia parece sintetizar las desventuras de la política italiana de las últimas décadas: en torno de la crisis del 2008, en algunos lugares antes y en otros después, varios sistemas políticos europeos se vieron conmovidos por la irrupción de espacios que implicaban nuevas experimentaciones de las izquierdas, frente a socialdemocracias agotadas por su triste papel de ejecutoras de un neoliberalismo progresista, como diría Nancy Fraser. Syriza en Grecia, Podemos en España, la figura de Melenchon en Francia y la de Corbyn en Inglaterra. Y el M5E en Italia. De todos los mencionados, el M5E expresa de modo más explícito una autopercepción de ruptura con la historia. O, peor aún, un explícito desdén por las tradiciones políticas que lo anteceden. Cuando surgió, no se presentaba como una nueva izquierda, sino fundamentalmente como un espacio anti elitista, que entremezclaba las más diversas pasiones (algunas de ellas interesantes, otras menos) que una crisis de lunga durata venía poniendo en juego. Lo curioso es que no solamente los otros cuatro casos mencionados, con todas sus complejidades, están habitados por una pregunta fuerte por la izquierda histórica de sus respectivos países, sino que en los casos de Podemos y de modo más contundente aún de Syriza, es posible encontrar una ligazón con la vieja experiencia del Partido Comunista Italiano: en los símbolos, los discursos, las referencias, la formación política de sus cuadros. 

En Italia, en cambio, el Big Bang del PCI –su disolución en 1991- solo deja ver cómo los hijos y nietos se empequeñecen y se alejan cada vez más entre sí. Hoy, el M5E se acomodó más decididamente como una opción progresista, afincada especialmente en el sur del país, en sus juventudes afectadas por la precariedad y a veces solo contenidas por el ingreso ciudadano que el propio espacio logró imponer en 2019, y que es uno de los objetos contra los cuales se lanza la derecha. Un Sur con buena presencia del amarillo (color del M5E) y un Norte decididamente azul (color del partido de la vencedora Meloni) marcan una línea de una vieja fractura italiana que conocerá un nuevo capítulo en los próximos años.

Télam

Las derechas, por su parte, llegaron a las elecciones en una saludable condición y, como se esperaba, las vencieron cómodamente. Están compuestas por tres cabezas que reunirían un poco menos de la mitad de los votos pero, por obra de la extraña “ley electoral” vigente, bastantes más escaños parlamentarios: Forza Italia, de Silvio Berlusconi, La Lega de Matteo Salvini y Fratelli d’Italia, de Giorgia Meloni. Si Berlusconi encarna una especie de derecha liberal -adornada con su inconfundible estilo personal ácido y grotesco-, Salvini reposa sobre los temas más agudos de la agenda reciente de las derechas europeas, especialmente la migración (de nuevo, africana) y la cuestión de la libertad en torno de las medidas restrictivas que se dictaron en pandemia. El caso que suscita más interrogantes para mirar bien de cerca es el de “la Meloni”, que aplastó en la competencia interna a sus compañeros de coalición (triplicando los votos de cada uno de ellos), por lo cual sería ella quien encabezaría el gobierno. Esta es quizá la principal novedad, que es más un desplazamiento interno en las derechas que un crecimiento de sus números absolutos: Meloni creció como figura fuerte de la política nacional en la medida en que se desinflaron Salvini y Berlusconi.

En este sentido, se percibe  una derecha que se endurece y que es más hábil para aprovechar las condiciones de una crisis política que a esta altura es casi una crisis de la política como tal, que se podría remontar en cierto sentido al ocaso de los grandes partidos de masas del siglo XX. No se observa entusiasmo militante en las juventudes, sino más bien una distancia con el mundo político que seguramente explique los altos números de abstención.    

Pero la ideología siempre está, y algunos temas en discusión son los temas de siempre. En este sentido, Fratelli d’Italia niega ser un espacio fascista o “posfascista”. Lo hace a pesar de que sí se reconoce heredero del Movimiento Sociale Italiano, formación fascista de la segunda posguerra. Los temas de Meloni son los de Salvini y Berlusconi pero son también los de una batalla épica contra los efectos perniciosos de la Ilustración: defensa de la familia y de los valores de Italia, siempre amenazados por las distintas formas en las cuales la modernización habría seducido a los políticos italianos. No es anti europea –de hecho viene intentando mostrar consistentemente una alineación firme a la OTAN-, sino la cara más representativa de una Europa derechizada (antes de la medianoche del domingo electoral, Meloni ya había recibido la felicitación de Viktor Orban, Primer Ministro de Hungría). Aunque Fratelli d’Italia no critica públicamente al Papa Francesco, ha dejado entrever cierto afecto y nostalgia por el papado de Ratzinger y sus diatribas conservadoras. La batalla se juega en todos los barrios, también en el Vaticano. Acaso como una muestra más de la tristeza del panorama general, se observa que en los periódicos –incluso los progresistas- se alude a la coalición ganadora como la “centro-destra” (centroderecha). Quién sabe hasta dónde han empujado al “centro”.

Al lado del pavor que produce la victoria de esta forma de la derecha, podría señalarse el pequeño consuelo de que todo indica que no alcanzará las dos terceras partes del Parlamento, lo cual le permitiría modificar la Constitución sin pasar por un referéndum. Ese temor era, solo en un primer nivel, el del cambio de la forma de gobierno (la derecha insiste con la necesidad de un pasaje al presidencialismo). De fondo está el golpe simbólico que implicaría para la Constitución republicana que las fuerzas antifascistas unidas pudieron redactar en 1947. 

Posiblemente estas elecciones, transitadas con algo de apatía y bastante de resignación, signifiquen, en un registro temporal un poco más largo, un mojón significativo en la crisis de la herencia del antifascismo democrático italiano (y europeo en general). Incapaz de garantizar el bienestar hace ya unos cuantos lustros, últimamente ha mostrado también una notable zozobra en materia geopolítica: de orgullosa garante de una democracia presuntamente cosmopolita a defensora de los “valores de Occidente” –en alianza con los nuevos fascismos si es necesario- contra la renacida bestia eslava.

A finales de octubre se cumplirán cien años de la Marcha sobre Roma, que puso a Mussolini al frente del poder político en 1922. Más allá de coloquios y evocaciones académicas y culturales que abordarán en sus múltiples sentidos el centenario del acontecimiento, todo indica que la memoria y la reflexión compartirán escenario, amargamente, con la celebración.