Ensayo

¿A quién le molesta la locura?


La realidad puede ser una rata

“Una vez tuve miedo de volverme loca”, dice la autora de este ensayo. Ovillada dentro de un dolor impronunciable, vio una rata allí donde nadie más la veía. Ya no pudo estar segura de estar cuerda porque la realidad es un consenso. Irnos del mundo a veces es necesario, pero también descubrir cada tanto un lugar donde encontrarse con otros que no sea necesariamente haber visto lo mismo, sino creer que el otro lo vio o al menos que le resulta importante creer que lo vio. Sencillamente, que algo común exista.

Por ahora, preferiría no ser un poco razonable, responde Bartleby, a la súplica del jefe para que se preste por fin, al engranaje laboral. 

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Cuando trabajaba como psicóloga en el hospital Moyano, hace veinte años, atendí a Encarnación, una señora pequeña de pelo largo completamente canoso, siempre peinado en una trenza, cuyo delirio consistía en un complejo entramado que no sólo explicaba la reencarnación, sino todas las complicaciones a las que se veían sometidos los difuntos por la ignorancia de cómo funcionan en realidad las cosas después de la muerte. Nos compelía a organizar congresos interdisciplinarios para debatir las leyes sucesorias, con frases como: “se debe hacer algo para que la gente muerta no pierda lo que ha ganado en su vida. Los vivos se apoderan de los bienes y eso no es justo”. Era su primera internación psiquiátrica, a la que había llegado con la policía, por estar deambulando en la calle. “No entiendo por qué tengo que quedarme acá, yo no estaba molestando a nadie”, insistía y nos explicaba que nosotros, los profesionales que estábamos a su forzoso cuidado, no dábamos crédito a los problemas sucesorios por una sencilla razón: no lo veíamos. 

Recuerdo una mañana en la sala de internación, un gran recinto con amplios ventanales y una hilera de camas a cada lado, en la que dos enfermeras forcejeaban con Encarnación, que estaba a los gritos, porque prefería no tomar psicofármacos dado que se sentía bien; exigía que la dejaran irse de una vez, que ella no había pedido, ni necesitaba nuestros cuidados. En ese entonces yo tenía menos de un año de recibida y circulaba a salvo por el hospital, dentro de un guardapolvo al que le había hecho bordar mi apellido detrás de un orgulloso “Lic.”. Ahí, dentro del guardapolvo, recuerdo haber pensado: tiene razón. Recuerdo haber fracasado en la búsqueda de mis propias razones para justificar la internación y recuerdo haberme mantenido funcional al sistema, es decir, presente y absolutamente inmóvil. Encarnación terminó medicada y atada a la cama. En la historia clínica algún psiquiatra consignó: agitación psicomotriz, negativismo, contención mecánica. 

Al mejor estilo freudiano, Encarnación amaba a su delirio como a sí misma: “yo necesito creer porque es mi sostén (…) amo profundamente a mi familia y quiero volver a verlos (…) no me lo van a tirar al piso”. Encarnación, como cualquier delirante, sabía que los fenómenos en los que creía eran de un orden diferente al compartido por todos, pero lo que estaba en juego, diría Lacan, no era la realidad sino la certeza de que esos fenómenos le concernían, porque es de ahí de donde adquieren su valor de verdad. 

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Aby Warburg (1866-1929) fue un historiador de arte alemán de reconocida inteligencia y rigor académico, cualidades que llevadas al extremo parecen haber devenido en un cuadro de paranoia que provocó su internación psiquiátrica durante al menos tres años, en los que escribió un diario sobre su locura: una suerte de capacidad de relacionar todo con todo, pero al margen del mundo. La escritura colaboró tanto que dictó una conferencia, todavía internado, para comprobar la recuperación de su salud mental y obtener el alta médica. “El ritual de la serpiente”, nombre con el que fue editado tiempo después, fue el título de su discurso. La elección de la serpiente comprende un simbolismo que incluye tanto a un animal venenoso como a aquel que es capaz de cambiar de piel. La cordura, una piel, una tela. 

El movimiento de Warburg muestra en acto su propia idea: los símbolos, las palabras, la mitología, el arte, permiten tramitar la angustia de la muerte y trascender el sufrimiento. En la medida en que fue capaz de organizar un discurso lo suficientemente coherente como para ser escuchado, entendido y, además, admirado por su proeza, en la medida en la que fue capaz de encontrar algún tipo de factor común, obtuvo su pase de regreso al mundo de los cuerdos. 

Me animo a conjeturar que pudo escribirlo gracias a haber perdido la realidad, haberse ido a ese lugar incomprensible para los otros, ese lugar donde el arte tiene una posibilidad, donde la realidad puede ser puesta en suspenso. Quizá es gracias a que Van Gogh no podía ponerse de acuerdo con la naturaleza, que tenemos La noche estrellada, otra noche, la de él. Para escribir literatura, para descansar, a veces para vivir, es necesario irse del mundo. Hay quienes se van cerca por temor a no poder regresar y quienes, como Encarnación, pierden el camino de vuelta.

Me pregunto, entonces, por la buena prensa que tiene el regreso de la locura o más bien, lo que la sociedad toma a cambio, la obra, ese otro cuerpo que sí es capaz de conseguir un lugar en el engranaje. Se suele aceptar de buen grado a los genios locos, quizá porque la obra se desprende de su autor. Se acepta una obra consolidada y eventualmente a su artífice, cuando ya no es un loco sino un artista o un genio y está en condiciones de dar algo. El mientras tanto, en ausencia de obra y factor común, suele ser un problema, el verdadero problema de la locura, lo incomprensible, lo distinto, lo que no puede dar garantías, la incertidumbre a cielo abierto y el consecuente temor y sufrimiento que puede producir. Se dice que una pieza gira loca en un engranaje cuando se suelta del resto y gira sobre sí misma, independiente. Me pregunto, entonces, qué pasa con quienes, como Encarnación, no dan nada a cambio.

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Una vez tuve miedo de volverme loca. 

En español usamos ese verbo: volver(se), es curioso, porque en inglés se dice go mad, algo así como irse loco, mientras que el francés parece ser más capaz de condensar en una palabra la idea de un proceso, puesto que se dice devenir fou; devenir puede ser traducido tal como nuestro devenir, llegar a ser. En italiano, por su parte, se dice diventare matto, algo así como convertirse en loco, cercano a nuestro volverse

Lo que es seguro, entonces, es que hay un tránsito, lo que no queda claro es en qué dirección. 

En español, volver(se), dice Ivonne Bordelois, no alude a “la idea del regreso (como si se hubiera estado loco antes), sino más bien a la expresión del revés de una cosa (como dar vuelta la media), mostrar(se) el otro lado de la cordura.”

Una vez, entonces, tuve miedo de volverme loca. 

Ovillada dentro del pozo que deja la muerte de un hijo, tuve la certeza de ver una rata en el portarrollos de la ventana de mi dormitorio. No había nadie más que pudiera confirmarlo, pero estoy segura de haber visto el último resto de cola, escabulléndose. 

Tan segura de haberla visto como de su inexistencia. 

Muchos años después vi otra rata, entera en esta oportunidad, caminando por la cornisa exterior de una casa de vacaciones en Brasil, una casa a la que acabábamos de llegar, en la que nos esperaban quince días en familia. No quise que mis hijos la vieran, preferí para ellos un mundo sin ratas, así que me mantuve inmóvil. Al día siguiente, cuando tuve que pedir al dueño que por favor resolviera el asunto de las ratas, fui mirada por él y por mi compañero como una loca. El dueño argumentó que llevaba veinte años viviendo en la misma zona y que jamás había visto una rata. Algunas otras personas a las que preguntamos, respondieron lo mismo. Estoy segura de haber visto la rata, de lo que no pude estar segura es de estar cuerda porque no contaba con el elemento esencial de la cordura: la percepción compartida, el factor común.

La realidad es eso, un consenso. 

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En el ensayo “Neurosis y psicosis”, Freud dice que “el delirio se presenta como un parche colocado en el lugar donde se produjo una desgarradura” entre el yo y el mundo exterior. Es decir, hay muchas razones por las que una tela puede desgarrarse, y casi que sabemos que de un modo u otro eso sucederá, puesto que es imposible adaptarse al apremio de la realidad. El delirio -en la teoría de Freud- es el intento de curación, la intención de reconstruir esa porción perdida de la realidad, el intento de regresar, la sutura de la tela o de la piel. El delirio es ese algo de donde sostenerse, de donde volver a sostenerse; porque la salud mental depende en buena medida, de las posibilidades de estar sujeto a algo, porque de eso también depende la libertad, la facultad de soltarse y sentirse libre en el tránsito de una sujeción a otra. 

La salud mental depende en buena medida, de las posibilidades de estar sujeto a algo, porque de eso también depende la libertad, la facultad de soltarse y sentirse libre en el tránsito de una sujeción a otra.

El psicótico termina pareciéndose a “el hombre que sabía demasiado”, dice el psicoanalista Leonardo Leibson porque el parche no solo da cuenta del agujero, también funciona como reflejo o envés, como si dijera, dando vuelta la tela: ¿acaso eso que tienen ahí no es un parche también? El mecanismo de construcción del delirio sirve para pensar las condiciones de construcción de la realidad porque sabemos que entre la realidad y la materialidad de las cosas hay una distancia suturada con palabras, sabemos que vemos a través de las palabras y que terminamos viendo, muchas veces, lo que ven los demás. 

La locura, como la razón, como lo absurdo, nacen de un contraste. Como dice Camus, surgen de la comparación entre un estado de hecho y cierta realidad, entre una acción y el mundo que las supera. La locura, como cualquier asunto social, paradójicamente, nunca puede ser pensada en soledad. No es en sí misma sino por los efectos y dificultades que revela de su alrededor. Se dice que la pieza gira loca porque pertenece a un engranaje, de otro modo, simplemente giraría

El loco sabe que su delirio no es compartido, tanto como cree en su existencia y, sobre todo, sabe lo indispensable que le resulta. Es por eso que pone en jaque a su alrededor, al engranaje, porque propone la absoluta necesidad de algo que los otros no ven, no comparten, necesitan, ni entienden.

“Entender siempre es limitado. Pero no entender puede no tener fronteras” escribió Clarice Lispector, que propuso que no entender puede ser un don, una inteligencia extraña, una especie de locura sin ser demente. 

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Lo opuesto al juego no es la seriedad, dijo Freud, sino la realidad. Los niños toman muy en serio su juego y lo bien que hacen. Los adultos admiten, en el mejor de los casos, esa realidad paralela, hasta que el paraíso encuentra su ocaso con frases que podrían resumirse en una: ya sos grande. Los adultos, niños crecidos, adoctrinan a sus descendientes en los consensos de la realidad. El juego, con suerte, se transforma en fantasía y la fantasía sabe muy bien su relación jerárquica con la realidad, incluso cuando es materia prima para la creación literaria, por ejemplo. La subordinación a la realidad debe estar clara si se quiere permanecer del lado de los cuerdos, pero cuál es ese lado si para crear, para descansar, a veces para crecer, hay que irse de algunos mundos. 

Estaría demasiado cuerda si pretendiera dar una respuesta cabal a este asunto. Tengo, simplemente, la flecha orientada en una dirección: lo errático. 

Gracias a que perdemos por momentos la realidad, gracias a que la realidad no es un dato irreductible, tenemos ilusiones, sueños, fantasías y también delirios. Vivir en total adhesión a la realidad puede resultar enloquecedor. El exceso siempre enferma. El factor común no siempre está en el mismo lugar y la salud mental quizá consista en saber encontrarlo a veces y tolerar su ausencia muchas otras. La posibilidad de lo errático como ritmo natural de perder y recuperar el mundo. Encontrar un factor común cada tanto, un lugar donde encontrarse con otros que no sea necesariamente haber visto la misma rata sino creer que el otro la vio o al menos que le resulta importante creer que la vio o sencillamente, que existe. Si la rata existe o no es lo de menos. 

“Soy feliz. Me han sacado del mundo”
 Héctor Viel Temperley