Ensayo

Taylormanía


Mi éxito es todo mío

Todos los días Taylor Swift rompe un nuevo récord y destroza techos de cristal a fuerza de métricas brutales. Sus triunfos están diseñados para que los podamos mapear en una narrativa de empoderamiento femenino. A esta estrella ultrapop global le molesta menos que la llamen puta que le digan que un tipo es responsable de su fama: su éxito es todo de ella. Con canciones personalísimas y una comunidad de superfans, las Swifties, que puede dar lugar a activismos hermosos o tomar las más tóxicas formas parasociales, Taylor logra lo más cercano a una beatlemanía en pleno siglo XXI.

Un día normal de Taylor Swift la semana pasada, literal: Despierta. Se convierte en la artista con más oyentes mensuales en Spotify (105,3 millones). Prepara un café. Se convierte en la primera artista de la historia en tener 10 álbumes con más de 3 mil millones de reproducciones. Hace una videollamada con Selena. Se convierte en la primera artista en la historia en tener 6 álbumes con más de 1 millón de copias vendidas en Estados Unidos en su primera semana. Otro día, otro récord sobrepasado que se suma a un ciclo constante de noticias sobre sus triunfos. Techos de cristal destrozados a fuerza de métricas brutales. Una cantautora que, con el poder de sus canciones personalísimas, logra lo más cercano a un fenómeno de monocultura en pleno siglo XXI. Una símil beatlemanía a 17 años de su debut. Una etapa imperial permanente y enchapada en docenas de premios y puntajes perfectos, o casi, de Rolling Stone, NME y Pitchfork. Una popstar dando una vuelta olímpica global en una gira increíble que la volvió billonaria, mueve economías enteras, y que hace 3 fechas en el Monumental (que podrían haber sido muchas más, a juzgar por la demanda). Hoy, la conversación sobre Taylor Swift es principalmente sobre su éxito, y parte de ese éxito es que nos quede bien clarito lo más importante: que es todo de ella. 

La de Taylor, fue siempre una pelea por la narrativa. Ella supo, o se fue enterando a los golpes, que a medida que ascendiera su estrella siempre se iba a buscar al hombre secreto detrás. Podía ser Scott Borchetta, que la firmó en Big Machine Records en sus comienzos; o Nathan Chapman, el productor de su era country; o Max Martin, el gurú pop que la acompañó en su pasaje a estrella global; o hasta su némesis Kanye West, que salió a tirarle en un estribillo “I made that bitch famous”. Por supuesto a Taylor le revienta menos que la llamen puta que vengan a decirle que un tipo es responsable de su fama. “Quiero decirles a todas las mujeres jóvenes que habrá personas en el camino que intentarán socavar su éxito o atribuirse el mérito de sus logros”, dijo en 2016 cuando se convirtió en la primera mujer por segunda vez el Grammy a Álbum del Año. “Pero si simplemente te concentrás en el trabajo y no dejás que esas personas te desvíen, algún día, cuando llegues a tu destino, sabrás que fuiste vos y las personas que te aman quienes te pusieron ahí, y eso será todo. El sentimiento más grande del mundo. Gracias por este momento.” 

Cada momento triunfal de Taylor está diseñado para que lo podamos mapear en una narrativa de empoderamiento femenino. Cuando no pudo comprar los masters -la parte de la propiedad intelectual de una pieza musical que pesa no sobre la composición sino sobre la grabación original y que suele pertenecer a las discográficas- de sus primeros 6 discos y quedaron en manos de otro archienemigo, Scooter Braun, Taylor anunció que iba a regrabarlos. La maniobra, que otros artistas han usado antes con mucha menos pompa, en el caso de Taylor no solo diluye el valor de mercado de las grabaciones originales que no le dejaron adquirir, sino que le propone a sus fans una ética del consumo de su música: ¿Querés estar en el lado correcto? Escuchá los discos en su Taylor’s Version: están regrabados al dedillo, incluyen inéditos y, sobre todo, le dan más poder a su autora. No es una pelea cínica por plata, es una mujer reclamando su voz. El disco más vendido de 2023 en Estados Unidos es la Taylor’s Version de 1989, aquel por el que se llevó el Grammy en 2016. Taylor gana otra vez. Final feliz. Todo esto también es storytelling. Y en toda esta constante victoria, Taylor es buena también contándonos cómo, a pesar de su rotunda infalibilidad, es el perro chiquito del meme en todas las situaciones: una antihéroe. 

No se llega a ser Taylor Swift sin una confianza descomunal en una misma. Se pueden rastrear sus instintos de acero en decisiones tempranas, como cuando decidió cortar lazos  con RCA Records a los 15 años. El sello la había puesto por un año en etapa de desarrollo con productores y escritores de Nashville, pero no creían en ella como compositora. Taylor les dijo bye, porque también tenía espalda y asesoría para tomar una decisión así. Hija de un corredor de bolsa de Merryl Lynch, criada en el estado azul de Pensilvania donde fue a una escuela Montessori, se había reubicado con su familia en la Music City, el lugar más propicio para cumplir sus sueños de estrella country. Ahí también llamó la atención de Scott Borchetta, un ejecutivo de DreamWorks que se estaba preparando para formar un sello discográfico independiente, Big Machine Records. Y así fue que en 2006 Taylor salió a conquistar a la América profunda, con canciones bastante ingeniosas sobre ex noviecitos rednecks que no le prestan la camioneta, la tienen llorando sobre su guitarra, o se están por ir a estudiar a la gran ciudad. 

Taylor es buena contándonos cómo, a pesar de su rotunda infalibilidad, es el perro chiquito del meme en todas las situaciones: una antihéroe. 

Esto no era la precocidad reverente que había visto el género con LeAnn Rimes y las Dixie Chicks la década anterior. Era una millennial hiper romántica explorando la adolescencia femenina de una forma bastante inédita y, fundamentalmente, que genera identificación. Un ángel teen cantando las entradas de su diario íntimo o de su blog y, tal vez sin buscarlo, encajando orgánicamente con las ideas de respetabilidad de la chiquillada de Disney Channel que promovía los purity rings. Esas políticas implícitamente conservadoras, que años después Taylor tuvo que desandar, se cristalizaron en hits como “Love Story”, donde juega a ser una Julieta esperando a su Romeo, y la verdaderamente buena “You Belong With Me”, de su disco Fearless (2007). En esta última -más un power pop con banjo que un tema country- Tay le confiesa su amor a un chico que está enroscado con otra, una de las divinas de la secundaria. “Ella usa tacos, yo uso zapatillas/Ella es la capitana de las porristas, yo estoy en las gradas”. En el videoclip, Taylor interpreta a las dos: La morocha mala, de pollera corta, facilonga. Y ella, la que canta la canción, en su versión patito feo, con anteojotes y un cárdigan que hacen bastante poco por ocultar que Taylor es, a la vez que una nerd, una rubia hegemónica de un metro ochenta. Transformada en princesa para el baile de la graduación, al final la rubia angelical y recatada se queda con el chico. 

La estrategía de crecimiento de Taylor nunca pasó por un destape sexual o período de reviente retroalimentado por los blogs de gossip  -en la tradición de Britney, Christina y, posteriormente, Miley- pero siempre estuvo astutamente online. Una heavy user de MySpace y Tumblr, a finales de los ‘00s Taylor ya había generado y alimentado a una base de superfans que se volvía masiva incluso antes de encontrar el mote de swifties. Ellos ya se encargaban a ascender a estatus de fama a los protagonistas reales de las canciones, como Abigail, amiga de Taylor de la secundaria, o varios noviecitos que no eran nombrados pero que, gracias a esa prosa vívida y detallista, se podían rastrear atando cabos sueltos y stalkeando en Facebook. 

Taylor se divirtió y explotó esa naturaleza obsesiva de su fandom, que con el tiempo fue muchísimo más allá de ponerse a dilucidar si tal o cual canción es sobre Harry Styles o no. Hoy cada uno de los discos, vinilos, videos, teaser o posteo en redes sociales está regado de pistas, easter eggs y guiños secretos que los swifties se la pasan decodificando. Pueden ser mensajes ocultos en las letras capitalizadas de los booklets de los discos, o un papel que hay en el fondo de la foto que subió Taylor a las 13:13 de un viernes 13 (la numerología del universo Taylor podría requerir otra nota entera). Cuando se piensa en el éxito de Taylor entre centennials, no hay que subestimar este juego de acceso. Pocas cosas más placenteras para la generación TikTok que seguir una teoría conspirativa y que resulte cierta. Sumado a esto, al invitar a sus fans a su casa para “Secret Sessions” donde escuchar sus discos antes del lanzamiento o compartir las páginas de su diario íntimo en las versiones deluxe de sus discos, Taylor termina de cultivar una ilusión de cercanía con sus fans que no está libre de problemas. El fandom de Swift puede dar lugar a cosas hermosas, como el adorable y valioso activismo de Swifties contra La Libertad Avanza, los fans de Taylor en Argentina que están haciendo campaña contra Milei siguiendo la postura de su ídola frente a Trump. O tomar las más tóxicas formas parasociales, como cuando se organizaron para exigirle que deje a un supuesto novio que no aprueban.

Históricamente Taylor ha sido capaz de despegarse del ruido y redirigir estas obsesiones de vuelta a la música, que tiene suficiente densidad propia. Su famoso primer incidente con Kanye West en los VMAs lo procesó en “Innocent”, una absolución que la deja parada como la mejor persona. En “Better Than Revenge” alude a la nueva novia de un ex como “una actriz mejor conocida por las cosas que hace en el colchón”. En “Dear John”, el momento más deliciosamente vengativo de esta etapa, es un cañonazo contra John Mayer. Es la tercera canción que contribuyó a la tradición de Taylor de ubicar baladas “emocionalmente vulnerables” como quinto track de sus discos, y expresa no solo su frustración con Mayer por la forma en la maltrató, también con ella misma, por haber ignorado las advertencias de los demás. Sumado al título, hay referencias directas a Mayer y sus 10 años de diferencia de edad. “Querido John, ahora lo veo todo, estaba mal./¿No crees que 19 es demasiado joven para tus juegos oscuros y retorcidos cuando te amaba tanto?/ Debería haberlo sabido”, canta Taylor mientras usa muy deliberadamente los fraseos y licks de guitarra típicos del estilo de Mayer. Preguntas sobre la canción persiguen a Mayer al día de hoy en todas sus entrevistas. Cuando en julio de este año salió Speak Now (Taylor’s Version), Taylor salió a poner paños fríos con un pedido al fandom: “Tengo 33 años. No me importa nada de lo que me pasó cuando tenía 19. No publico este disco para que vayan a Internet a defenderme contra alguien a quién ustedes creen que le escribí una canción hace 14 millones de años.” La regrabación también incluye un cambio en aquella letra sobre la actriz que “le robó” el novio, una nueva rima esta vez libre de twang y de slut-shaming. Es el signo de sus tiempos. 

La adaptabilidad de Taylor fue crucial en su transición a estrella del pop global. Cuando en Red (2012) tomó la decisión consciente de poner un pie afuera del country, sabía que se podía despedir de una demográfica enorme y redituable. Pero también que podía sacarse de encima valores y demandas rígidas que la estaban limitando. “La crítica más popular a un artista country es no ser lo suficientemente country”, se quejaba en una entrevista de ese momento. El cambio empezó por unas pinceladas tímidas de sintes aquí y allá, y algunos drops de dubstep típicos de la época pero inesperados para su sonido. Pero también subiendo fuerte el nivel de su pluma: Una de sus canciones más valoradas por crítica y público es la balada épica y demoledora “All Too Well”, con frases que se volvieron captions de Instagram clásicos como “Y me llamas de nuevo, sólo para romperme como una promesa / Tan casualmente cruel en nombre de ser honesto”. Se sabe, aunque Taylor jamás confirma estas cosas, que está hablando del romance frustrado con cierto actor que el fandom detesta. No importa el nombre, lo que importa es que solidificó un imaginario potente, en el que una bufanda olvidada en la casa de Maggie Gyllenhaal late inquietantemente como el corazón delator del cuento de Edgar Allan Poe. 

Conservar estas credenciales de compositora fue todavía más importante en el disco siguiente, 1989. Compuesto estrechamente con Max Martin y Shellback, los super productores suecos que trabajan mucho con las chicas del pop que no escriben, fue su mayor hit. Taylor sumó a una edición especial del disco los “voice memos” del momento en que ella les tocó en la guitarra sus ideas de canciones por primera vez, mientras ellos reían en shock por el nivel de fuego que Taylor estaba trayendo a la mesa. La excusa era ofrecer una ventana al proceso compositivo de sus hits a los fans, pero había un mensaje implícito para la gilada, algo así como: no crean ni por un momento que no soy la máxima responsable de esto, hijos de puta. ¿Alguien puede culparla? 

A veces, Taylor escribe de “Taylor Swift”, la idea pública, el personaje debatido y distorsionado por todas las percepciones que existen de ella. Hay canciones que hacen suyos esos puntos de vista y los mezcla con el que tiene de sí misma en diferentes formas. El hitazo “Blank Space” está escrito desde la perspectiva de la mujer, dice Taylor, “loca, pero seductora, pero glamorosa, pero manipuladora” que los medios pintaban al hablar de ella sus romances de alto perfil con poster boys como Harry Styles. “Tengo una larga lista de ex amantes que te dirán que estoy demente, pero tengo un espacio en blanco y voy a escribir tu nombre”, canta en una satirización que podría interpretarse como feminista. 

Otras veces parece apuntar los cañones a ella misma internalizando las críticas del mundo.  “¿Escuchaste mi narcisismo encubierto que disfrazo de altruismo como si fuera una especie de congresista?”, dice en “Anti-Hero” de su reciente Midnigths (2022). “Soy yo, ¡Hola! El problema soy yo.”

En sus discos pandémicos Folklore y Evermore, Taylor buscó dejar ese dispositivo de lado con un mood folkie e intimista y diciendo basta a su literatura del yo: probando narrativas ficticias, personajes y situaciones inventadas, primeras personas de otros géneros y épocas. Tuvo el mismo éxito monstruoso-y campaña de marketing ídem- de siempre, con otro Grammy a Álbum del Año y un récord guiness por sus streams. 

Al invitar a sus fans a su casa para “Secret Sessions” o al compartir las páginas de su diario íntimo en sus discos, Taylor cultiva una ilusión de cercanía con sus fans que no está libre de problemas.

Pero la “Taylor Swift” maligna fue uno de los grandes espectáculos del pop de la década pasada. Cuando vida, imagen pública y obra de Taylor se fundieron en un multiverso de celebrities en pie de lucha a lo Avengers Endgame el mundo entero agarró el balde de pochoclo. Taylor y su supuesta falsa humildad, la cara de sorpresa que pone cuando recibe un premio como si no ganara cada fuckin vez, algún que otro punto ciego en conversaciones sociales, y la misoginia que hay en el aire por default armaron el caldo de cultivo de su primera gran derrota en la arena pública. Otra pelea tediosa con Kanye West y Kim Kardashian en la que bastó que pescaran a Taylor diciendo una media verdad para que se genere un linchamiento virtual y una inundación de emojis de serpientes en las redes sociales (Su cuenta de Instagram fue el primer caso de prueba de un filtro para eliminar palabras seleccionadas o emojis en ciertos feeds). La reacción de Taylor antes de llamarse a silencio por meses dejó una frase icónica: “Me gustaría mucho ser excluida de esta narrativa”.

Pero Taylor no puede con su genio. Es una máquina extraordinaria que puede transformar casi cualquier escándalo en automitología e imaginario swiftiano. En Reputation (2017), otro disco que vendió millones, abraza todo con lo que la apuntaron: aquella frase, la imagen de la serpiente, las acusaciones de falluta y la destrucción de su imagen de America’s sweetheart. En el puente del primer single, “Look What You Make Me Do”, un electroclash que sorprendió por el volantazo sonoro, una Taylor en modo diablo dice: “La vieja Taylor no puede atender el teléfono ahora ¿Por qué? Porque está muerta”. Sabemos que solo estaba cambiando de piel. 

Si en algún momento Taylor pareció villana, en “Mastermind”, de Midnights, parece haber hecho el trabajo de autoanálisis necesario para encontrar su origin story: “Nadie quería jugar conmigo cuando era pequeña/Así que he estado planificando como una criminal desde entonces/Para que me amen y que parezca fácil”.

“Todo mi código moral se basó en la necesidad de ser considerada buena”, dice Taylor en Miss Americana, su documental semi-revelador que salió en 2020. “Era el sistema de creencias al que me aferraba desde niña: haz lo correcto. Obviamente, no soy una persona perfecta para nada, pero generalmente siempre intenté ser una chica buena”. El viaje de Taylor se trató de hacer convivir la búsqueda de ese imposible y su inteligencia -en el mejor de los sentidos- maquiavélica. Fue el cóctel que la convirtió en estrella de country y después en un ícono mundial. Pero es también el que la llevó, por ejemplo, a guardar silencio político por casi toda la era Trump y a ver con horror cómo la ultraderecha yankee se la apropiaba como “diosa Aria”. Ser una “chica buena”, en el mundo del que viene, puede ser sonreír, cantar tus canciones y guardarte todas tus opiniones políticas donde más te guste. Y no conformar a nadie. O puede ser posicionarse “en el lado correcto de la historia” frente a una candidata a senadora racista, misógina y homoodiante (lo que no debería ser un gran desafío). Y enojar a un montón de potenciales clien… ejem fans en el proceso. 

Taylor estuvo en el “lado correcto” en debates de la industria de la música, por ejemplo en su pelea por regalías con Apple Music y Spotify. Y su fallido contractual que derivó en la regrabación de sus masters tiene un impacto incalculable en una industria que, más allá de sus manotazos, no va a poder borrar la toma de conciencia que Taylor generó sobre los contratos espurios. 

Hoy se anima a levantar la voz sobre temas sociales. Y puede que sus buenas intenciones pifien un poco, como en “You Need To Calm Down”, su “himno LGBT” que reduce el homoodio a un fenómeno de “haters” que se tienen que calmar. Puede también que un tema excelente como “The Man” sea super incisivo a la hora de marcar la doble vara con la que tuvo que lidiar toda la vida, y a la vez la deje parada en la vereda de un feminismo girlboss que se conforma con ocupar un cupo en el directorio. Pero Taylor Swift nunca podría haber sido tan grande y trascendental como Taylor Swift si fuera anticapitalista. 

Hace unos años, Fender anunciaba un “efecto Taylor” en las ventas de guitarras: por primera vez la mitad de las nuevas guitarristas eran mujeres y niñas. Quizás se puede esperar también que las haya inspirado a salir al mundo, ya no a intentar ser “buenas chicas”, sino a construir las Taylor’s Versions de sí mismas.