Ensayo

El fin del amor: la serie feminista que sale del nicho


Ñoña, intensa, encantadora

El fin del amor, creada por Erika Halvorsen y Tamara Tenembaum, habla de afectos, vínculos, sexo, identidad, familias, trabajo, literatura, pedagogías. Ya es parte de nuestra religión. No sólo porque pone en primer plano la menstruación, la precarización laboral, las familias por fuera de las familias, las bobes que necesitan estar solas, que se puede hacer carrera sin entregar la tesis. La serie no evangeliza; muestra a los feminismos como pensamiento crítico y con contradicciones. Y demuestra que las protagonistas exitosas y hasta un poco infumables también pueden ser sororas, amichas, divertirnos y representarnos.

—Siempre me fui de los lugares antes de tiempo. Ahora me quiero quedar.

Tamara habla con Fede, su novio goi, en medio de la fiesta de un casamiento judío ortodoxo. Varones y mujeres bailan por separado, y las bandejas de comida pasan por arriba de todas esas cabezas que dejan entrever rizos, pelucas y kipás. De pronto, y con ayuda de alguna que otra sustancia que mete en su cuerpo Tamara, todo se vuelve psicodélico. Suena “Hava Nagila”. Ella se rodea de sus ex compañeras religiosas. Se transforman en bombas sexuales. Sexys, insinuantes, entregadas. Ya ni siquiera sabemos dónde quedaron los knishes. Y no importa. 

El casamiento de Sarita (Brenda Kreizerman), que es judía ortodoxa, lleva a Tamara (Lali Espósito) a lugares que tenía adormecidos o callados casi intencionalmente. Tienen la misma edad pero vidas totalmente alejadas. O, por lo menos, así lo creen. Sarita es encantadora y tradicional. Tapa sus rizos con una peluca, usa pollera larga y la luminosidad de sus ojos derrite de ternura. Tamara es fuego: moderna, pelo teñido de rosa, hermosa, se muestra hosca, algo soberbia y por momentos infumable.  

Esa misma noche Tamara decide separarse de su novio. Duerme en la casa de su madre. Antes de acostarse se imbuye en la bañera, se siente en una mikve. A la mañana siguiente, se lleva un corsé que la acompañó de adolescente y se instala -usurpa- en la casa de su bobe (Dora Mils), en el Once. 

¿Tamara va a empezar una nueva vida o no hace más que volver al origen? 

El fin del amor no está contada en pasado y presente, apenas comparte destellos de la historia de la protagonista. Es una mujer exitosa, egresada de Filosofía, da clases en la universidad, es periodista, escribe notas desde “su consultorio sentimental”, tiene una columna radial en el programa de Rodo Pizzicato (Mike Amigorena, el típico canchero, acosador desde su lugar de deconstrucción berreta). Tami vive con su novio (Andrés Gil) y tiene dos grandes amigas: Juana (Vera Spinetta) y Laura (Julieta Giménez Zapiola). Fue criada en una familia judía moderna ortodoxa. Tiene a su madre Ruth (Verónica Llinás), médica pediatra, y a sus dos hermanas menores, Deby (Candela Vetrano) y Mijal (Martina Campos). El marido de Ruth, y padre de las tres hermanas, murió en la AMIA; su familia se constituyó en una dinámica monoparental y de mujeres. Con el tiempo, Tamara se aleja de la ortodoxia judía y se convierte, como dice en la serie, en una “paria del Once”. Casi no se habla del padre en la historia pero él está, de alguna manera está. Y esa manera nunca es solemne. Alerta spoiler: como relata Ruth en el último capítulo: “Siempre digo que la vida es un Plan B. Por ejemplo, no hubiera querido jamás que Javier se muriera. Pero si él siguiera vivo, no sé, capaz las chicas no hubieran podido seguir su camino… no, sí, sí, hubieran encontrado la forma ellas. Y él… él, se habría adaptado. También”.

Protagonizada por Lali Espósito, creada y escrita por Erika Halvorsen y Tamara Tenembaum, la serie está basada en el libro de Tenembaum que lleva el mismo nombre. Recorre un momento particular de la vida de la protagonista: cuando el judaísmo reaparece, y de dos maneras. Una, con Sarita y la invitación a esa fiesta. Antes, con Ofelia (Mariana Genesio Peña), bartender del lugar que ella y sus dos amigas frecuentan. Ofelia es trans y tiene tatuada una estrella de David en su muñeca. Tamara se sorprende y le pregunta: 

—¿Por qué lo tenés? ¿Es estético? ¿Es irónico?

—Es un recordatorio. 

Tamara se queda sin respuesta.  

***

¿Qué es el fin del amor en su vida? 

El título es elocuente. Juega con las palabras de manera sutil. Y explícita. 

El fin habla de un final pero también de un objetivo. De una búsqueda. 

¿Acaso es el final del amor o el objetivo es el amor? Quizá sean ambos. 

De eso trata esta serie. 

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Arranqué a mirar El fin del amor en un estado turbulento, con una mezcla de rabia, nostalgia y melancolía. Tengo mi casa en obra, algunos conflictos personales y mi vieja internada en terapia intensiva por un mes y medio. El problema de salud tendría que ponerme más triste que ofuscada, pero es que ella fue mi primer acercamiento con el feminismo: en mi infancia, luego en mi carrera abocada al género, en mi militancia, en mi crianza basada en la libertad sexual y afectiva. Siento que parte de eso se me está yendo, y me enoja. 

El recorrido por la lectura feminista me enseñó que el pensamiento crítico siempre implica trastocar nuestro propio presente. Ya lo definió Simone de Beauvoir: nadie nace mujer, se llega a serlo. Ya lo planteó Judith Butler: el género se repite performativamente y se actualiza en todo momento. Nada es así. Todo se hace así, y ese hacer nos va constituyendo. Días atrás, una amiga (la bauticé “Mi amiga brillante”) me dijo: “Ser mujer es no cumplir expectativas jamás”. 

Esa tesitura cuaja para narrar la subjetividad de Tami. Así lo refleja ella en su terapia con su particular psicólogo (Alejandro Tantanian), que por las noches se monta para cantar “Vivir así es morir de amor”. ¿Cómo es vivir en un mundo con cinco laburos y no poder pedir aumento ni para pagar el alquiler? ¿Cómo es haber tenido sexo con un tipo cancelado, que además es su jefe, que además es mucho más grande y se cree interesante porque hace “lectura de conchas”? ¿Cómo es darte cuenta de que el feminismo, igual que otras militancias, tiene protagonistas de cartulina que hacen del nicho un kiosco, como lo caracteriza Barby B (Leonora Balcarce)?

Muchas preguntas recorren la historia de Tami mientras su hermana del medio, Deby, se está por casar; su hermana menor, Mijal, se posiciona como influencer de terrorismo; su mejor amiga lesbiana está por entregar el cuerpo a un embarazo para complacer a su novia psicópata, Mora (Lorena Vega); su otra amiga es estafada por su propio viejo; su amiga trans quiere acercarse más al judaísmo; su amiga Sarita quiere sentirse aceptada por Tami. 

A pesar de ser exitosa, a pesar de ser brillante, a pesar de ser elocuente y de tener siempre la palabra justa, Tami tiene que resolver situaciones de su vida que la muestran más vulnerable de lo que ella creía. En ese recorrido, más allá del esnobismo o de ciertos momentos en el que se muestra demasiado intensa, nos conmueve. Como en Fleabag o en Vida perfecta, los personajes cínicos nos enseñan que incluso sin ser tiernos nos identificamos con ellos, nos emocionan y nos divierten. Si en algo es experta Tami es en hacernos reír. ¿Quién no quiere una amiga así? 

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El fin del amor se enuncia desde una voz feminista porque sus autoras, Erika Halvorsen y Tamara Tenembaum, se posicionan en ese lugar. Pero puede ir más allá de esas lecturas, y no lo digo de manera despectiva o justiticatoria, al contrario. Me refiero a que es una historia que se ríe todo el tiempo de los lugares comunes y de las bajadas de línea panfletarias que a veces inundan este tipo de narraciones. 

En ese sentido, se aleja de toda mirada iluminista. Nos muestra que el feminismo es crítico, nos deja entrever sus contradicciones. Pone en primera plana la menstruación. Nos enseña que existe un bachillerato trans llamado Mocha Celis al que asiste Ofelia, y que una judía ortodoxa comparte con ella la fascinación por las pelucas y la religión. Nos dice que los tríos sexuales a veces nos dejan amigas más que una experiencia erótica calentona. Que una bobe se escapa porque necesita vivir un momento sola en su vida. Que se puede encontrar familia por fuera de la familia de origen; que a un paso de dar el sí nos puede agarrar un cagazo padre y que una hermana puede resolver todo gracias a la proporción de un porro traído a tiempo; que existen rabinas (muy bien interpretada por Tamara Tenembaum); que aunque nunca hayamos entregado la tesis igual podemos ser felices y exitosas.  

La serie cuenta que muchas veces nos arrepentimos de nuestras acciones, que eso nos duele, nos hace llorar pero también nos hace reír. ¿Quién no se identifica con todo eso? 

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Cuando me convocaron para escribir esta nota, no aguanté y le escribí a Erika Halvorsen (creadora, showrunner y autora de la serie). Erika me abrió una puerta fundamental en este medio. La considero una de las mejores autoras locales. Me dijo tres cosas. 1) Me contó detalles preciosos de la grabación. Entre ellos, que muchos objetos que vemos son de la verdadera Ruth, madre de Tamara. Que el nombre de Ofelia es un homenaje a un bar-teatro en el que Mariana Genesio Peña trabajó de camarera. 2) Me mandó una nota que ella publicó en Planeta Urbano. Dice: “Hacer una serie de una filósofa punk ex judía ortodoxa no tenía que ser una serie de nicho. Al nicho nos mandan cuando nos quieren bajar el precio y cuando buscan que no ofendamos a nadie. En el nicho se hablan y se escuchan siempre los mismos. En el nicho cuesta generar un diálogo interesante porque solo llegan ecos de la propia voz (…) Hagámosla. Hagámosla. Pero no la vamos a hacer chiquita, la vamos a hacer a todo culo”. 3) Me pidió que se la compartiera cuando estuviera publicada, que quería leerla, que escribiera con total libertad.

El fin del amor es una serie hecha por mujeres, posicionada en una industria patriarcal liderada por varones. No es poco. Y eso, a mí, ya me pone más que contenta. Con una banda de sonido preciosa, con directores y directoras de una sensibilidad impecable (Leticia Dolera, Constaza Novick y Daniel Barone), a El fin del amor ya le reclamamos segunda temporada. Y no sólo yo. Hace pocos días hablé con mi vieja. Me dijo: “¿viste la serie de Lali?”. “Sí. ¿Vos?”. “Sí, claro”. “¿Y qué te pareció?”, le pregunté. “¿La verdad? Es un gol”. Y sí, a pesar de estar enojada con ella, tiene razón mi mamá. Como siempre.