Ensayo

Abundancia: contenidos, pantallas y ansiedad cultural


¿Cuánto tiempo aguantás fuera de línea?

La era digital renovó la pregunta por el impacto en nuestro intelecto y emociones de disponer de tantos contenidos para ver, leer, aprender, informarnos. Cómo condiciona la capacidad para organizar datos, establecer prioridades, enfocar la atención y producir sentido. La ansiedad cultural desatada por uno de los vínculos más estables de la época: las pantallas, y la contratendencia a generar “santuarios”, momentos detox sin wifi. Fragmento de Abundancia, el nuevo lanzamiento de la colección Futuro Anfibio.

Abundancia es el segundo libro de la colección Futuro Anfibio, publicado en alianza con UNSAM Edita. Conseguilo acá

Las historias de Cristian que presentamos en el Prefacio –sobre las interacciones entre una clienta y su hija, y entre él mismo y sus hijos– revelan un patrón presente en muchas entrevistas: la existencia de un alto nivel de apego de las personas a las pantallas personales que habitan sus vidas cotidianas. No es solo que las usen mucho, sino que también suelen sentirse atadas subjetivamente a ellas y a sus interacciones sociales. Así, Martín confiesa: “No quiero apagar el teléfono porque me haría sentir un poco desesperado, como por no saber si mi novio llegó a casa. […] Me preo­cuparía. Por eso no me quedo tranquilo si lo apago”. En líneas similares, Juliana, una maestra de 49 años, señala que ella está “constantemente atenta” a su teléfono móvil.

Estos estados emocionales, como “no quedarse tranquilo” o estar “constantemente atento” a las pantallas personales, están vinculadas algunas veces a la sensación de estar poco conectados con quienes los rodean, como ilustran las historias transmitidas por Cristian.

Carmela, de 30 años y madre de un bebé, comparte su frustración sobre la visita reciente de una amiga que, al llegar, comenzó a revisar repetidas veces su teléfono para seguir una noticia en desarrollo: No podíamos interactuar entre nosotras. Y llegó un momento que [dije] “Basta”. Tenía una sensación terri­ble de que no habíamos hablado en toda la noche porque ella había decidido estar en su teléfono. [Mi hijo] se había dormido y yo sentía que no había valido la pena que viniera a mi casa a conversar.

En líneas similares, Dalia, una empleada de comercio exterior de 27 años, señala: “Siento que me sumerjo en el teléfono celular y miro las vidas de otras personas. […] Es como que te aislás, ¿viste? Y estás muy atenta a lo que hacen los otros y es como que te perdés de lo que pasa alrededor”.

Además de usar mucho los dispositivos con pantallas, nos sentimos atadxs subjetivamente a ellas y a sus interacciones sociales.

Las acciones de la amiga de Carmela, similares a lo que expresaron Martín, Juliana y varios otros entrevistados, hablan de un cierto nivel de urgencia por conectar que los ata a sus pantallas personales. Este es un impulso que no disfrutan y que puede resultarles difícil de controlar por momentos. 

Romina, una estudiante de 19 años, comenta que está “todo el tiempo mirando el teléfono, aunque solo sea para mirar la hora”: “Es muy molesto”. Humberto, un empresario y abogado en torno a los 40 años, le dice a su entrevistador: “Es abrumador ver que tengo un punto rojo [en el teléfono] y una notificación que no contesté”. Román, que está en los 50, transmite una postura similar con respecto a las notificaciones de su teléfono: “El teléfono suena […] y dejás de hacer lo que sea que estés haciendo para ver de qué se trata el mensaje”. El testimonio de Román resuena con el de Marta, la psicoanalista, que en la sección anterior dijo que se sentía “prisionera” de las notificaciones de su teléfono. Es por esto que la combinación de un nivel alto de atención y la sensación de urgencia a veces se conectan con la percepción de pérdida de capacidad de agencia. Es decir, en vez de controlar sus pantallas personales, algunos entrevistados se sienten controlados por ellas. 

En palabras de Romina: Podría intentar no tener un teléfono celular, pero me traería más complicaciones que tener uno. ¿Entendés? […] Una se acostumbra a tener cerca todo el tiempo algo que uno cree que es una herramienta, pero al final, termina siendo dominado [por ella].

El apego a las pantallas es un impulso que no siempre disfrutamos, por momentos se nos vuelve difícil de manejar.

Esta combinación de atención, urgencia y percepción de pérdida de la agencia no está limitada al uso de teléfonos móviles –aunque es más común con relación a ellos–. También se manifiesta en la práctica de popularidad creciente de las maratones de streaming. En la introducción presenté datos de Netflix, la empresa de televisión por streaming, sobre la rapidez con la cual el televidente promedio termina una nueva temporada de un programa. 

Como abordaré más extensamente en el capítulo 5, en las experiencias de los suscriptores esto se traduce, como dijo Martín, “es una manía de tener que mirar un capítulo tras otro”. Añade: “Pongo un capítulo y al final reproducen el siguiente. […] Y te quedás [pensando] ‘no, ¿qué le va a pasar? No puedo dejar de enterarme’ […] Estoy dispuesto a dejar de dormir, solo para mirar varios capítulos”. 

Norberto, un profesor de secundaria, es consciente de la atracción de mirar compulsivamente, sobre todo su programa favorito, House of Cards, pero dice: “No es una adicción como para mucha otra gente. Miro dos o tres capítulos [y] paro. […] Estoy enganchado, pero no tengo una adicción”. 

Norberto no es la única persona que comenta sobre la adicción a las pantallas personales. Por el contrario, varios otros entrevistados expresan lo mismo. El objetivo de la investigación referida en este libro no es hacer un diagnóstico sobre la posible adicción de uno o más entrevistados a las pantallas personales –y la metodología adoptada para el estudio tampoco es adecuada para realizarlo–. Sin embargo, trato el hecho de que los entrevistados utilicen la metáfora de la adicción como una evidencia de la predominancia con la cual perciben la pérdida de agencia y la connotación negativa asociada con ello.

En vez de controlar nuestras pantallas personales, nos sentimos controlados por ellas.

Mora, una diseñadora gráfica de 30 años, usa su teléfono móvil todo el tiempo: “En todos lados. De hecho, últimamente siento que tengo como una adicción. Es como que no sé qué hacer [con mi tiempo] y lo uso para no sé qué”. Germán, un abogado de más de 40, también usa su teléfono móvil todo el tiempo y en cualquier lugar, y agrega: “Es una adicción, ¿viste? […] Es la curiosidad de ver si tengo un email nuevo, un mensaje de whatsApp nuevo, un mensaje de LinkedIn, tuits para mirar. […] Es como una recorrida permanente”. Humberto hace una comparación reveladora: “Yo fumo y a veces salgo al balcón para hacerlo. Entonces, sí, agarro el teléfono y [lo] miro, pero no estoy mirando nada. […] ni siquiera sé qué estoy mirando, es como que sigo escroleando”.

Tal como con el cigarrillo, la abstinencia puede ser difícil, como aprendimos de Isabel: Soy de La Pampa. [Cuando fui a visitar a mis padres] dejé [el teléfono] cargando a último momento y me lo olvidé. Estuve dos días sin él y sentí que me moría. […] Estaba la televisión, pero no era el teléfono. Estaba la computadora, pero no era el teléfono. Tenía que tener el teléfono. Esos dos días me dije: “bueno, no puede ser tan malo no tener el teléfono, no me voy a morir”. Y sentí que me moría. […] Y ni siquiera fue una semana, solo dos días durante los que sentí todo el tiempo que me olvidaba de algo. […] Me sorprendió de mí misma. Me dije: “¿cómo puede ser que algo que es, digamos, externo, sea tan necesario?”.

La historia de Isabel ilustra lo difícil que puede ser para las personas estar distanciadas de sus pantallas personales. En líneas similares, Paola comenta: “No podría estar sin mi teléfono por mucho tiempo. [Sentiría] que me estoy perdiendo algo”. Aunque estos sentimientos son más prevalentes con respecto el teléfono celular que con las otras dos pantallas personales estudiadas en este capítulo, a veces también se corresponden.

Esta combinación de atención, urgencia y sensación de pérdida de la agencia también se manifiesta en la ansiedad con la que nos vinculamos con el streaming.

Agustina, una estudiante de 20 años, dijo: “Mi computadora se rompió hace una semana y estoy desesperada porque me di cuenta de que no puedo vivir sin ella”. La ausencia de pantallas puede ser difícil de tolerar en la vida cotidiana, razón por la cual algunos entrevistados confiesan esforzarse por llenar ese vacío cuando ocurre. Josefina, que tiene 25 años y trabaja en una oficina del sector público, recuerda: “El otro día fui a trabajar, me di cuenta de que me había olvidado [el teléfono en casa] y volví a buscarlo. […] ¿Por qué? Porque dependo de él”.

Varios otros entrevistados compartieron historias similares de cuando dejaron sus oficinas o las casas de amigos para buscar sus teléfonos olvidados. Otros discutieron lo incómodo que resulta no tener sus teléfonos móviles en situaciones sociales, como Tatiana, que dijo: “Me acuerdo que una vez me olvidé el celular cuando fui a una fiesta y todos estaban con sus teléfonos y yo estaba como ‘¡Hola!’. Porque no sabía cómo [interac­tuar con la gente] […] Es como que sentís la ausencia del teléfono”.

Como el nivel de apego a las pantallas personales es a veces muy alto, un patrón común que atraviesa las entrevistas es la necesidad de crear momentos y espacios libres de pantallas. Estos momentos funcionan como santuarios en la vida diaria, oasis dentro del desierto de las pantallas personales. La apariencia de estos santuarios varía según los entrevistados. Para Josefina es cuando va “a misa”. Para Pedro, un empleado del sector público de 24 años, es “quizá” cuando camina “dos cuadras hasta el kiosco”. Para Estela, que trabaja en una organización sin fines de lucro y está en la veintena, es cuando va “a terapia”.

En otros casos, estos santuarios no significan separarse de sus teléfonos móviles, sino apagar su conectividad. Así, Humberto pone su teléfono móvil en modo avión cuando está “en una reunión”. Y Esteban, el administrador de un centro para discapacitados visuales de 45 años, comenta: “Cuando voy al teatro, al cine, a un restaurante, apago mi teléfono personal, [pero] no el laboral”. Otras personas crean santuarios protegiendo sus interacciones sociales en persona. Así, Carmela comparte: “Mi hijo pequeño suele hacer un gesto cuando dejo el teléfono en la mesa [para jugar con él]”.

La ausencia de pantallas puede ser difícil de tolerar en la vida cotidiana, y se traduce en un vacío difícil de llenar.

Romina señala: “Cuando me junto con amigas tenemos una regla de no usar el teléfono […] pero es muy difícil”. Y Lucas dice: “Con mi novia tenemos la regla tácita de no usar [nuestros teléfonos]. […] Pero cuando ella empieza a hacer algo […] me pongo al día con el teléfono”. Como indican Romina, Lucas y otros, crear estos santuarios en medio de interacciones presenciales puede estar plagado de dificultades, un patrón que se ve ilustrado en la anécdota familiar tragicómica que cuenta Susana, una jubilada de 77 años que se siente frustrada por el uso constante de pantallas de sus hijos y nietos durante las visitas a su hogar: Tengo una amiga que […] cuando la visita su familia, los hace dejar los teléfonos en una panera. […] Pero no puedo lograrlo con mis hijos. […] Si los invitás a comer, siempre están con sus celulares [en la mesa] y no me gusta. […] ¡Y yo a veces también lo hago! ¡Un día me sacaron una foto [en una reunión familiar] y tenía el teléfono en la mano [se ríe]!

La principal razón por la cual es difícil implementar estos santuarios parece no ser tanto la atracción de las pantallas personales en sí mismas sino todas las interac­ciones sociales no presenciales de las cuales participan los entrevistados en sus vidas cotidianas. En otras palabras, no se trata tanto de que las pantallas personales compitan con las interacciones sociales, sino más de una multiplicidad de dominios de interacción social –la mayoría no presenciales– que compiten por la atención de las personas. Estos dominios están centrados a veces en torno a la vida familiar. Marcelo, de 62 años y dueño de un pequeño almacén, siempre tiene su teléfono móvil para estar en contacto con todos los hijos. De un modo similar, Jazmín, la empleada de la escuela primaria, dice que tiene su teléfono móvil por sus hijos: Son adolescentes, por eso es más que nada para que se sientan cómodos de mandarme un mensaje. […] Por ejemplo, tengo el teléfono en el trabajo porque mis hijos no están conmigo. […] Y si alguno está fuera de casa, también tengo el teléfono conmigo.

Con la mayor frecuencia, los teléfonos móviles habilitan la participación en múltiples dominios de interacción social con personas fuera del círculo familiar y a través de plataformas de redes sociales. Lucrecia, una estudiante universitaria de 23 años, confiesa: “Soy muy adicta al celular, [con el cual] consumo absolutamente todas las redes sociales: Facebook, Twitter, Instagram, todas las que puedas imaginarte, WhatsApp […] Estoy todo el tiempo atenta a mi teléfono celular”. Sofi, una maestra suplente de 46 años, comenta que en WhatsApp: “Hay doscientos mil grupos: el grupo de padres, el grupo de catequesis, los grupos de amigos, los grupos de hermanos. […] Siempre hay algún mensaje para leer. Y, bueno, estoy más atenta al teléfono que antes de [tener] WhatsApp”. Regresaré a las conexiones entre el uso de teléfonos móviles, las prácticas de redes sociales y la multiplicación de interacciones en el tercer capítulo.