Crónica

Primeras generaciones universitarias


El lugar donde todo comienza

Las historias de distintos estudiantes de “primera generación” muestran que la llegada a la universidad puede implicar el descubrimiento de todo un mundo: aprendizajes y saberes, lenguajes y experiencias, relaciones y afectos. Estar en la universidad, antes que una experiencia fugaz, puede implicar una profunda transformación subjetiva. Pero una transformación que, de ningún modo, está exenta de incomodidad, malestar e incluso de sufrimiento; todas sensaciones que se expresan en una frase recurrente: “¿qué estoy haciendo acá?”. Una pregunta que puede leerse como una sensación de extranjería pero, también, como una forma de interrogarse sobre lo que esos jóvenes buscan hacer en la universidad con lo que ellos ya eran antes de entrar ahí.

—Bueno, cómo empezó todo.

Así traduce Roberto la pregunta por su llegada a la Universidad Nacional de San Martín. Cómo empezó todo, se interroga. La frase es curiosa porque también Ernesto Laclau definió alguna vez a la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA como el lugar “donde todo empezó”. Laclau se refería a los inicios de su trayectoria intelectual, pero también a la experiencia de una generación, la juventud de los años sesenta, y a su encuentro con la militancia política y un deseo de revolución. La historia a la que Roberto hace referencia es muy distinta pero, como la de Laclau, remite a una decisión que establece un antes y un después. Pasado y presente se cruzan en esa frase sencilla pero clarificadora, y nos da una pista para iniciar este recorrido. La universidad, para gente distinta, en tiempos diversos, y por razones diferentes, puede ser el lugar donde algo o todo comienza.

Roberto es un joven del barrio Independencia de la localidad de San Martín. Nació en el seno de una familia de trabajadores algodoneros en Chaco. Mayor de once hermanos, fue el primero en su familia en terminar la primaria, luego la secundaria y, finalmente, en recibirse de psicopedagogo en la UNSAM. Eligió esa carrera (o mejor dicho, eligió ir a la universidad) motivado por una pregunta que lo acompañaba desde chico (¿qué voy a hacer de mi vida?) y por una cartografía de apoyos, por la insistencia de personas (sus padres, su tío, sus vecinos y sus profesores de escuela) que le decían que siga, que salga adelante. Pero estudiar una carrera implicó, para él, mucho más que dejar los changarines y volverse un profesional. Porque Roberto, como sugiere la frase, descubrió en la universidad todo un mundo: de aprendizajes y saberes, de lenguajes y experiencias, de relaciones y afectos.

La historia de Roberto, como la de muchxs otrxs estudiantes de "primera generación", son parte de la vida y los relatos de las universidades públicas. Historias que se movilizan con frecuencia porque nos hablan de la función igualitaria del sistema universitario argentino. Todas esas historias encarnan una promesa: la generación de procesos de movilidad social ascendente, de vías para que las clases medias bajas y las clases populares puedan mejorar sus condiciones laborales, su estatus social y también así su calidad de vida.

Pero esas historias y esa categoría también están presentes en el discurso universitario por una razón muy distinta: porque sabemos que ser "primera generación" puede ser además un fuerte obstáculo. Como muestran diversas investigaciones, esta categoría es, junto con el nivel de ingresos, la otra gran variable predictiva de las trayectorias formativas en la universidad. Lo que explica, a su vez, la correspondencia estadística entre ésta y los fenómenos de deserción.

Si nos interesa indagar en la historia de Roberto, y a través de él, en la de otros/as estudiantes de "primera generación", es porque entre esas dos maneras de apelar al concepto (una que nos habla de la función igualitaria y otra que nos advierte sobre los posibles fracasos que esta condición lleva en su seno) queda de manifiesto una ausencia: conocer los sentidos que lxs estudiantes le dan a esa identidad y, más precisamente, a la experiencia universitaria. 

En ese sentido, la frase "cómo empezó todo" que Roberto comparte con Laclau, nos revela que estar en la universidad, antes que una experiencia fugaz, puede implicar una profunda transformación subjetiva. Pero una transformación que de ningún modo está exenta de incomodidad, malestar e incluso, de sufrimiento.

Llegar

Aunque muchas veces se supone que el ingreso a la universidad comienza con la elección de la carrera y los dispositivos de ingreso, las historias de varios estudiantes de "primera generación" muestran que la llegada a la universidad puede empezar antes: con la posibilidad de imaginarse allí. Eso implica, en ciertos casos, cambiar la manera de pensar en uno mismo, para usar la expresión de Roberto; o como describían Natalia y Sofía, dos estudiantes de antropología y arquitectura de la UNSAM, dejar de sentirse menos y convencerse, una y otra vez, de que ellas también podían ser parte.

Y esto es así porque si bien las universidades públicas argentinas son instituciones con una impronta igualitaria ligada a dos de sus "tradiciones plebeyas" —el ingreso irrestricto y la gratuidad—, muchos de los imaginarios que circulan sobre ellas entre jóvenes y adultxs "primera generación" parecen contradecir la idea de un espacio accesible para todxs. Por el contrario, la universidad puede ser vista como un lugar estructurado; un ambiente al que se debe ir bien vestido, en el que se sufre, no se duerme y te hablan en árabe; y también un lugar en el que las personas que por ella transitan son distintas: gente que tiene una voz diferente, que nacieron así. 

Por todo eso, para poder proyectarse como estudiantes, los esfuerzos de estxs jóvenes no solo deben estar abocados a los desafíos académicos sino también a contradecir una sensación de ajenidad que suele expresarse en la pregunta “¿qué estoy haciendo acá?”. Un interrogante que puede acompañarles en distintas instancias de su trayectoria formativa, empezando por el ingreso. Es en ese momento cuando éstxs se encuentran frente a una "anarquía organizada", un mundo regido por reglas, requisitos, formas de hablar y comportarse desconocidas y, en muchos casos, ininteligibles. Y cuando los acompaña, frente a todos estos nuevos desafíos, la sensación de una falta, vinculada fundamentalmente a los hábitos de estudio y a los aprendizajes adquiridos en el secundario.

Ante la opacidad de la institución universitaria para explicitar sus reglas, muchos de estxs estudiantes terminan aplicando, entonces, una lógica de prueba y error. Y van  construyendo, en soledad, estrategias para amoldarse: reorganizan las rutinas y el tiempo propio, cambian la forma de expresarse, arman grupos de pertenencia, establecen nuevas prioridades y equilibrios entre el trabajo y el estudio y entre ambos con los deseos propios de la juventud (aceptando en muchos casos la necesidad de tener que hacer sacrificios). 

Así, el estar en la universidad (en sus aulas, en el campus, con sus pares) genera una identificación como estudiantes, pero también, en algunos casos, afecta a lxs estudiantes como personas. Lo que explica por qué algunos expresan que ir a la universidad les engrandece y otros manifestan en torno a ella una necesidad, no ya en el sentido clásico del término, asociado a las necesidades materiales, sino para combatir las incertidumbres, para no ir por la vida flotando y para romper con los destinos que parecen escritos de antemano.

Permanecer

Esa sensación de ajenidad también puede sentirse más adelante en una carrera, cuando avanzan en su experiencia estudiantil y logran apropiarse de un habitus. Es decir, cuando logran ser parte de una sociabilidad universitaria (un tipo de sociabilidad que incluye nuevos desplazamientos urbanos, un acercamiento a lo político y lo público, el encuentro con personas de distintos orígenes sociales) y empieza a generarse un vínculo con el saber que habilita fuertes transformaciones: nuevas formas de preguntarse, de pensar, de mirar y de hacer en el mundo.

Estos cambios, sin embargo, no implican la eliminación de las huellas de socialización previas. Por eso, algunxs estudiantes cuentan que aprenden a hablar dos o más lenguas, que se vuelven traductores entre sus distintos mundos de pertenencia. En algunos casos esas transformaciones pueden implicar tensiones con el entorno donde crecieron, por las distancias que se van generando con sus familias, sus amigos de la infancia o juventud y sus vecinos. Y esa experiencia puede implicar, a su vez, en algunos, la sensación de haberse quedado en un no-lugar: ni acá, ni allá. O aún peor, el miedo a sentirse unxs conversxs como el Chacal de Nahueltoro.

El temor a la traición, la incomodidad de reconocerse academizado e incluso el esfuerzo por hablar dos o tres lenguas hacen suponer que la energía puesta en adquirir un habitus universitario coexiste en muchas oportunidades con el esfuerzo por no perder en la universidad aquello que estxs estudiantes eran. Es decir, el interrogante “¿qué estoy haciendo acá?”, además de plantear la experiencia de incertidumbre o de incomodidad que pueden vivir al insertarse en el ámbito universitario, también puede leerse de otro modo: como una pregunta sobre lo que esos jóvenes hacen o buscan hacer en la universidad con lo que ellxs ya eran antes de entrar allí.

Extranjerxs

Mencionamos anteriormente la inquietud por los sentidos que la categoría "primera generación" tiene entre los propios estudiantes. Quizá la primera curiosidad en relación a esa pregunta es la escasa apropiación que hacen del término. Y esto puede explicarse por algunas razones. En primer lugar, porque el uso institucional de la categoría supone un orgullo: el de lxs estudiantes y sus familias por haber “llegado aquí, viniendo de allá”, como dice Valeria. Pero se trata de un sentimiento que no siempre está presente: a veces la universidad, para esxs estudiantes, es “un tema tuyo” o incluso es vista por sus familias como “una pérdida de tiempo”. La categoría pone el acento en una diferencia (y en algún sentido, en una distancia) entre les estudiantes y sus familias, que no siempre sucede, que muchas veces no es vivido de ese modo y que cuando sí, no siempre es experimentado positivamente. 

Pero el término produce, además, una situación paradojal para la propia institución. Porque si la idea de "primera generación" indica una diferencia entre lxs estudiantes y sus padres, también establece una segunda diferencia al interior de la propia universidad, entre lxs estudiantes a secas (sin importar a qué generación de universitarios pertenezcan) y lxs estudiantes de "primera generación", como una identidad estática, inamovible, definida por un solo atributo, y que además se encuentra vinculada a un posible fracaso. En ese sentido, el término pone de manifiesto una extranjería en los términos de Simmel: el extranjero no como aquel que vino y mañana se va, sino aquel que llegó hoy y mañana se quedará, pero que no pertenece al círculo desde siempre.

Final

Las universidades públicas atraviesan un presente complejo para desplegar su misión igualitaria, para garantizar el cumplimiento efectivo del derecho de todxs lxs ciudadanxs a ingresar a ellas, pero también a obtener una formación de calidad y graduarse. Recuperar los modos en los que lxs estudiantes de primera generación viven esa experiencia, conocer sus deseos y sus motivaciones, pero también los desconciertos y los malestares que acompañan esas trayectorias puede ser una forma de revitalizar esa misión. De actualizar una promesa con los sujetos de la justicia social que se busca poner en acto. Personas que, como vimos, depositan en la universidad no solo un conjunto de expectativas sino, como decía Natalia, también mucho de sí mismas.