Crónica

Verano Anfibio


Rosada y boca arriba, como salmón muerto

Después de chupitos y chupitos de vodka, cuatro turistas borrachas caminan por las gigantescas calles de San Petesburgo. Sólo una de ellas había dicho la frase que los guías turísticos aconsejan para detener las invitaciones de tragos: “estoy embarazada”. Iban juntos con varios rusos que las llevaban hacia quién sabe dónde. Quizás por el silencio que las cubría en ese lugar enorme, la cronista María Fernanda Ampuero empezó a pensar directamente en la posibilidad de que las violaran. Un nuevo texto de la serie Verano Anfibio.

Fue al doblar una esquina cuando vi el graffitti de Banksy.

“Who the fuck is Banksy? “

Y dije para mis adentros “Who the fuck is Banksy? Who the fuck is me?”.

Me reí como sólo me río cuando estoy muy borracha y me di cuenta de que no tenía ni puta idea de dónde estaba ni de dónde venía. Y al ver a los rusos recordé que los acababa de conocer en un bar, ¿eran siete o diez?, descubrí que estaba borracha en San Petersburgo y, quizás por el silencio que nos cubría mientras caminábamos en ese lugar enorme, pensé directamente en la posibilidad de que nos violaran. 

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Llovía. Tenía que ser verano, pero llovía y hacía frío. Olaia, Concha, Nuria y yo caminábamos por calles mojadas, grises y con una iluminación que recordaba a las películas: paupérrima y tenebrosa. Yo zigzagueaba, pero aún así, pensaba ¿a dónde vamos?, ¿a dónde coño vamos?

Recordé la advertencia de la guía de viajes San Petersburgo para principiantes: ojo con las invitaciones de los rusos. Empiezan y siguen con chupitos de vodka. Inhalar-exhalar. Arriba, abajo, al centro y pa’dentro. Ad infinitum.

Creo que fue Nuria quien se aprendió la frase en ruso que, según nuestro San Petersburgo para principiantes, era casi tan importante como ¿Cuánto cuesta? ¿Dónde está el baño? Nuria sabía decir Estoy embarazada.

En la guía explicaban que para las mujeres que viajan solas por Rusia es fundamental poder decir esta frase para que termine la insistencia tenaz de invitaciones a vodkas. Sino, al carajo. Puedes terminar en el río, rosada y boca arriba, como un salmón muerto.

Pero las cuatro no podíamos estar embarazadas, eso nadie se lo iba a creer y estábamos en Rusia, maldita sea, donde el vodka no sólo es más barato que el agua (la traducción es, literalmente, agüita) sino que es riquísimo.

Tomamos y tomamos, primero solas y luego se nos unieron estos, ¿siete? ¿diez?, chicos y chicas rusos –de mejillas rojas, un tanto asalvajados en sus facciones, ni feos ni guapos, ni chicha ni limoná, rusos- que creo que celebraban algo y después, cuando el bar cerró, salimos a por la última, esto que en España se hace tanto, la famosa copa del estribo, pero en España hay un bar en cada esquina, taxis, gente, y allí, en San Petersburgo, de madrugada, dios sabe en qué zona, todo era oscuridad.

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Cuadra tras cuadra, se sucedían los edificios gigantescos, iguales: moles negras con zaguanes siniestros. Allá todo es inmenso, de proporciones épicas y parece que va a tragarte. Esa noche, luego de haber tomado un litro de vodka, con ¿siete?  ¿diez? extraños, mientras temblábamos mojadas como pollos, la arquitectura soviética completaba nuestra paranoia.

 Doblamos una esquina. Ellos no hablaban español, apenas inglés, nosotras nada de ruso. Pero es el trago y no la música, el trago y no el arte, el trago y no el amor, el lenguaje universal.

Y entonces, el graffitti:

Who the fuck is Banksy?

En esos diez segundos de lucidez fue cuando pensé:

—No sabemos dónde estamos, nadie en el puñetero mundo sabe dónde estamos.

Nos llevaron a un edificio okupa que, según dijo alguien en inglés, era de la Primera Guerra Mundial: ahí vivía el amigo de un amigo de un amigo. Recuerdo la entrada, un pasillo estrecho y larguísimo donde se alineaban, uno tras otro, cochecitos de bebé, pequeñas bicicletas, carritos de niños y juguetes. Todo era viejísimo. De segunda, tercera, cuarta vida. No había luz, así que iluminaban el camino con los celulares. Había algo de pesadilla en ese ver y no ver. Ahora una muñeca, ahora un cochecito vacío, ahora un caballito de madera.

Pero si hay niños está todo bien.¿Si hay niños no nos van a matar? En ese edificio, explicó uno de ellos en un inglés imposible, escondidos sin agua ni luz vivían decenas de inmigrantes indocumentados. Como en teoría no existían, no podían ir a la empresa eléctrica o de agua a pagar la factura de la luz.

Nuestro anfitrión, dijo él, tenía electricidad y agua porque era ruso.

Hasta llegar al piso del amigo ruso, caminamos y caminamos. A nuestro paso, se abrían  despacio algunas puertas y un ojo, iluminado por el celular, nos miraba fijamente. Se oían susurros incomprensibles. 

Llegamos. El golpazo olfativo que recibí al entrar al salón del amigo del amigo del amigo no lo olvidaré en la vida. Media borrachera se me fue con el impacto: ese lugar no se limpiaba desde la Primera Guerra. Calcetines, calzoncillos, gases, secreciones. 

Si nos iban a matar, que fuera en la calle, pero no en la indignidad de esa pestilencia, sobre esa alfombra que pisaron todas las botas llenas de mierda de la historia. Sí carajo, sí, era perfectamente posible que nos mataran allí y que salieran todas esas personas de sus cuevecitas oscuras y apestosas para devorarnos con dientes putrefactos en un ritual abyecto, lleno de odio y mal olor. Mi cerebro era una esponja de vodka y películas gore. 

De repente, uno de los rusos, uno parecidísimo a Putin, enorme, de unos veinticinco años, cara colorada, pocos dientes, pantalón  metido dentro de la bota, sacó de uno de sus muchos bolsillos un cuchillo enorme.

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Se nos fue la borrachera. O casi se nos fue, porque en el momento en que yo ya estaba pensando en agarrarla a Olaia del brazo y empezar a correr, no sé si eso hubiera servido pero fue un momento y un instinto y ni los momentos ni los instintos se deciden, el parecidísimo a Putín sacó un tarro de pepinillos del tamaño de su muslo. Lo abrió con el cuchillo enorme y empezó a cortar rebanadas que fue repartiendo los que estaban tirado en el suelo mientras cantaba una canción, que luego supimos, además de ser rusa era de amor (existen, suenan bélicas).

Cuando me llegó el turno, tuve que agarrarme una mano con la otra para que no notaran el temblor. Empecé a reírme como tonta, como gringa tonta de una mala película gringa. Despertamos a Nuria que se había quedado dormida y babeaba sobre la alfombra y, no podía ser de otra manera, el vodka volvió a rodar.   

En honor a su hospitalidad y a que me permitieron vivir para contarlo, me animé con la guitarra y les canté Back in the U.S.S.R. de Los Beatles, la única canción que dice algo de Rusia que me sé.

No debió de gustarles mucho, porque no aplaudieron.