Ensayo

La autobiografía de Simone de Beauvoir


Se toma entre sus manos

El segundo sexo en el Río de La Plata (Editorial Marea) compilado por Mabel Bellucci y Mariana Smaldone recupera el poder de Simone de Beauvoir. Su obra tuvo una profunda influencia en el auge de los feminismos y fue el faro de varias generaciones de activistas, periodistas, escritoras e intelectuales en el Río de la Plata. Volver a su mirada permite comprender la acción política y teórica del feminismo, y a su vez, iluminar las luchas presentes y futuras.

En uno de los capítulos de El segundo sexo en el Río de La Plata (Editorial Marea) se reconstruyen los dos celebratorios que se realizaron en Buenos Aires a Simone de Beauvoir en el cincuentenario de su libro El segundo sexo. El primero fue en junio de 1999 en la Biblioteca Popular José Ingenieros. El segundo se efectuó en agosto de 1999 con las Jornadas en Homenaje a Simone de Beauvoir en el Cincuentenario de El segundo sexo, organizadas por el Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género, de  la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. María Gabriela Mizraje, escritora, crítica literaria, filóloga, no solo fue una de las principales promotoras de dicho evento, sino también, originalmente presentó la ponencia “Se toma entre sus manos: la autobiografía de Simone de Beauvoir”. 

En 1999, Mizraje, sin saberlo, con su trabajo crítico se adelanta a la novela recién editada en 2020, Las inseparables, referida a la trágica historia de la amistad juvenil entre Simone de Beauvoir y Élizabeth Mabille, llamada cariñosamente Zaza. A continuación, un extracto (en dos fragmentos) de aquel anticipado texto que forma parte de esta flamante publicación.

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Tal era el sentido de mi vocación: adulta, tomaría de nuevo en­tre mis manos a mi infancia y haría de ella una obra maes­tra sin mengua. Me soñaba como el absoluto fundamento de mí misma y mi propia apoteosis.

S. B., Memorias de una joven formal *

Es más o menos célebre la frase con la que Sartre la convoca a Beau­voir a poco de conocerse –cuando ambos acaban de aprobar su examen en la Sorbonne–: «A partir de ahora, la tomo en­tre mis manos» (Beau­voir, 1989, p. 345). Esa promesa, siendo al mismo tiempo un mandato, que Simone elige no vivir como amenaza sino tensamente como des­tino, se ar­ticula en la autobio­grafía –que ella comienza a publi­car a fines de los años cincuenta– a modo de clausura de la etapa ini­cial de su vida (pri­mer volumen) y apertura de la siguiente (se­gundo volumen). Las Memorias de una jo­ven formal (1958) serán con­ti­nua­das por La fuerza de la edad, (1960) y La fuerza de las co­sas (1963) y, de otro modo, por Final de cuentas (1972) pero también por el ensayo La ve­jez (1970), La ce­remonia de los adioses (1981) y Car­tas al Cas­tor (1983), más tar­de.

Sobre el rumbo de Mi Vida My Life (1927)– de Isadora Duncan, Simone sueña la propia. Mujer de cincuenta años, se sienta a re­cons­truirla, a buscar a aquélla que buscaba ser ésta que ahora escri­be: «[…] y soñé con mi pro­pia existencia» (Ib. p. 325).

El ejercicio autobiográfico la deposita lúcida sobre su pro­pia experiencia ensayística en torno a la situación del `ser mujer´.

La deseante

Si hay algo inapelable en la autobiografía de Beauvoir, pre­cisamente parece ser su escritura. En las Memorias asevera: «cuando a los quince años escribí en el álbum de una amiga las predilecciones, los proyectos, que en principio debían definir mi personalidad, a la pregunta: `¿Qué quiere hacer más tarde?́ contesté enseguida: `Ser una autora célebre´. Respec­to a mi músico preferido, a mi flor favorita, me había inventado gustos más o menos ficticios. Pero sobre ese punto no vacilé: codiciaba ese porvenir, excluyendo cualquier otro» (Ib. p. 145).        

Formalidades y no de la memoria, tras La larga marcha (1957), aquel tomo de Memorias hace con­verger, al final, libertad y muerte. Según la visión de la auto­ra, las acechanzas de la existencia son expiadas con la muerte de la me­jor amiga, Élizabeth Mabille, llamada cariñosamente Zaza. Se trata de una continuidad y un relevo entre mujeres, que dejan al des­cu­bierto, en el orden simbólico tanto como en el real, la ne­cesi­dad de un sacri­ficio enfático e irreversible para alcanzar el objeti­vo propues­to, el precio de la propia libertad. Beauvoir, salvándose, se destruye y se construye sobre el dolor de la otra (por encima del hueco del amor en la desapari­ción física y la permanencia de la imagen en la imagi­na­ción o en el universo onírico).

Zaza no sólo la acompaña en la infancia y adolescencia, ese tránsito pesaroso de la niña a la mujer que le torna imposible a Simone concebir la vida sin ella, sino que también escande el texto que la nom­bra en tanto hecho insustituible y necesidad de que la trama y el conglomerado de sensaciones de la joven protagonis­ta puedan avanzar. En este sentido, Zaza anticipa a Sartre (en su impacto sobre la subjetividad de Simone y en lo que ésta arma). Zaza es un doble menos idéntico que complemen­ta­rio de Si­mone. Si todo el volumen postula el relevo entre uno y otro per­sonaje, la ins­cripción de esa muerte final insiste en él y es es­tructuran­te de la relación. Ese corte es el salto de­finitivo al encuentro con Sartre y a una memoria autobiográfica que le permi­tirá a Bea­uvoir sustituir los intercambios de aquel mundo de variedades dispersas por otro más concentrado aun en su variedad (Sartre, el entorno Sartre y el efecto Sartre).

Al cierre de la primera parte, una revelación desgarrado­ra tiene lugar: «Y de nuevo una evidencia me fulminó: `Ya no pue­do vivir sin ella´. Era un poco aterrador: ella iba, venía, lejos de mí y toda mi dicha, mi existencia misma descansaban entre sus manos» (Ib. p. 96). Y al cierre de la última, la salida de Zaza es para­lela a la entrada de Jean-Paul. Sin em­bargo y por ello mismo, a causa de lo que llega a significar para Beauvoir, más que los varones con los que se vincula hasta ese momento, es Zaza quien, en muchos aspectos, habilita y pre­cede la intensidad de aquella alianza con él.

Así la autobiografía la deja lista para Sartre, para el encuentro con él, en el punto exacto; allí se deja Beauvoir, con pér­dida y adquisición, señalando con demasiada claridad el pasaje de una etapa a la otra. Hacia el desenlace se acumulan las muertes y los desprendimientos (la muerte del abuelo, la de Jacques –la cual, aunque cronológicamente acontecerá mucho des­pués, se narra aquí para ya sacarlo del relato y de la memoria– y la muerte de Zaza; el alejamiento de Herbaud y de los otros persona­jes más o menos circundantes). Lo único que queda para ese pre­sente y futuro son Sartre y el estudio, la Sorbonne, los proyec­tos intelectuales.

Antes, a lo largo de las Memorias, la admirada Zaza, a pesar de la devoción que despierta en Simone, le revela a ésta en nega­tivo lo que Simone no es ni habrá de ser (cree que por imposibi­lidad, aunque más tarde comprende que por elección). El juego de comple­mentariedades que en forma tácita el relato postula, hace que pri­mero la triunfadora sea la amiga, pero al final lo sea ella. Inicialmente, las cartas se reparten entre el pecado, el secreto, la con­fesión de Simone, la insolen­cia de Zaza, su auda­cia, su adultez, su sar­casmo y has­ta su seve­ridad mayor que la propia.

Zaza funciona también como la pieza imprescindible de una autobiografía que, al interior, al mismo tiempo se constituye como novela de aprendizaje. Zaza conduce, organiza, desdice. Des­de su irrupción está presen­tada para abandonar. El texto promete que, en algún momento, Si­mone habrá de quedarse sola, sin Zaza, pero durante esa travesía lo que no puede vislumbrarse es su muerte. El abandono más invo­luntario, pero también más radical tiene lugar con el desenlace. Así termina el volumen: «Juntas habíamos luchado contra el destino fangoso que nos acechaba y he pensado durante mucho tiempo que había pagado mi libertad con su muerte» (Ib. p. 366).

La joven formal había perdido paula­ti­na­mente com­postura a medida que pasaban los años y las pági­nas (de la escritura de la adul­ta narradora y de las lec­tu­ras efec­tuadas por la joven ávida). La formalidad de la re­la­ción con la mejor amiga se grafi­ca verbalmente en el hecho de que en­tre ellas nunca anulen el correcto tratamiento del «us­ted», es bajo esta fórmula que se articula incluso la complicidad.  

Se nos dibuja una infancia excesivamente razonada y un lí­mite impreciso entre la voz de la adulta narradora que organiza su memoria por escrito y los pensa­mientos de aquella joven a la que se evo­ca –no por­que la perspectiva narrativa sea ambigua sino por el efecto que se genera, de manera inevitable–. Estamos frente a una juven­tud relatada de cabo a rabo para servir a la futura (ac­tual) Bea­u­voir, por más sincera que ésta sea: una peti­te Beau­voir trans­for­mada en una enorme memoria. Escribirse a sí misma irreme­dia­ble­mente debe con­ducir a sobrees­crituras, es decir, a sobrede­ter­mi­naciones.

Las fronteras entre la autobiografía y la novela que­dan desdibujadas, el sello de esa resolución formal novelesca lo da la muerte final. (Una novela sin final feliz, aun­que no des­ga­rra, ya que es mucho lo que promete para una próxima entrega, mucho lo que abre.) El cierre de las Memorias articu­la con claridad una apertura y la convo­catoria a una continuación. Sabemos que allí lo que acaba es la jovencita, que la memoria seguirá su curso. Pues, la inquie­tud que inmediatamente sale al paso con aquel títu­lo –Memoires d’ une jeune fille rangée o dicho de otro modo, la ambi­güe­dad ahora sí casi insalvable y deli­berada, es la de quién de­tenta la memoria; como en varios otros ejemplos del géne­ro (auto­biográ­fico), estas memorias de Beauvoir se presentan de una manera do­ble. «Memorias de» pueden ser tanto las memorias “acerca de” como las memorias que “pertenecen a” una joven formal, puesto que el relato presionará por cubrir esa bre­cha y recons­truir el punto de vista de aquella joven. El efecto final de esta doble presión es que las memorias se disponen como si la joven hubiese vivido (más) para contarlas, como si las hubiera consignado mientras acontecían para narrar­las después.

El texto tiende cada vez más a ello. A medida que la narración avanza, la voz se va cediendo en mayor proporción a la joven y a quienes la rodean. El dúo que conforma la materia vivida inseparable de la ma­teria narrada en el ejer­cicio de la memoria también parece inver­tir su causalidad natu­ral: la materia narrada precede a la mate­ria vivi­da, puesto que la narración organiza la vivencia.

[…]

A pesar de sus advertencias fuera del tex­to, éste también se presenta como representativo de las mujeres en general, ella se yergue a sí misma como exemplum, uno que puede fun­cionar como tal en el círculo de lectoras libera­les (fundamentalmente blancas, oc­cidenta­les, cris­tia­nas, peque­ño-burguesas, hete­rose­xuales, edu­cadas, etc.), sos­te­niendo una de las claves de su efi­cacia en la identi­ficación, pero el ejem­plo no cuaja con igual eficacia, sin ser for­zado, fuera de su clase y su perfil (de intelectual, etc.). Ahí reside cierta dimensión de la política liberal, indi­vidualista y universal de ese exis­ten­cialismo, por más limitados y paradójicos que resulten estos términos. Quizá sea cierto que «la fuerza de su análisis, pero tam­bién sus dificultades, tienen su origen en este supuesto cru­cial, que es al mismo tiempo un signo de generosidad y de arro­gancia», según cree Walzer, y que sirvió después y sirve «en la actualidad como el contrapun­to teórico ne­cesa­rio para un feminismo diferen­te», pues el pensador norteamericano sugiere en 1988 que, en dicho senti­do, «El segundo sexo constituye […] una equivoca­ción sos­tenida y brillan­te» (Michael Walzer, La compañía de los críticos. Intelectuales y compromiso político en el siglo XX, Buenos Aires, Nueva Visión, 1993, p. 157).

Esta afirmación fogonea la polémica instalada alrededor del mismo, pero, aun cuando la equivocación fuese tal, habida cuenta de su contexto, de lo imprescindible que resultó y del antes y el después que trazó, con todas las revisiones históricas a cuestas, es fascinante el hecho de la imposibilidad de soslayar su lucidez y su coherencia. Ojalá todas las equivocaciones de la historia fueran tan sostenidas y brillantes como la de aquella mujer que, amo­rosamente, se tomó entre sus manos. Y aún toma las nuestras.

Buenos Aires, 1999.

*Memorias de una joven formal, Buenos Aires, Sudamericana, 1989, p. 60. Trad. Silvina Bullrich. Todas las citas en adelante corres­ponden a esta edi­ción y los resaltados me pertenecen.