Ensayo

Testosterona, la obra de Lorena Vega y Cristian Alarcón


La masculinidad dañada

En “Testosterona”, Cristian Alarcón decanta sobre el escenario un trauma personal y a la vez colectivo: junto con él, miles de homosexuales fueron sometidos en los setenta al tratamiento de inyecciones de testosterona para revertir su sexualidad. En su sangre vulnerada coexistían pasado, presente y futuro buscando una espeluznante perfección química y sexual. Esa cosmovisión del desvío y su condena que estaba presente en sus padres y en la medicina de la época hoy prolifera en las redes por parte de comunidades virtuales de jóvenes machos heridos por la revolución feminista y la deconstrucción del género. ¿Cómo se expresa ahí la masculinidad dañada?

Fotos: María Arnoletto

Frente a la convicción científica del deterioro del planeta, los humanos corrientes hemos ingresado de lleno (¿de nuevo?) en la experiencia del fin del mundo, si no al menos de la especie. 

Es cierto que hubo innumerables fines del mundo a través de toda la historia del Homo Sapiens, pero esta vez la probable extinción se siente en la propia carne como síntoma de vejez irreversible. El colpaso llega con  certificado extendido por las nuevas tecnologías de información. Por eso, piensen si las profecías apocalípticas o el pensamiento distópico y tecnofílico no funcionan hoy como los signos que emite un cuerpo obsoleto en el tomógrafo:

 El cambio climático, el aumento del nivel del mar, el agotamiento de los recursos naturales y las consecuentes crisis migratorias son la artrosis del ecosistema y su tratamiento será inseparable de las nuevas teorías sobre técnica, antropología y política en un mundo tensionado entre tecnofeudalismo, con base en los señores de Silicon Valley, y tecnodiversidad, esperanza de la periferia de desarrollarse según sus propias percepciones culturales. Es decir, entre un programa libertario con sede en California que barre de un plumazo la herencia humanista de Occidente (la igualdad, la justicia social, lo común) y otra que busca, apoyándose en los avances técnicos, un atajo para que la humanidad no quede entrampada definitivamente en el desarraigo de la tierra y el encierro en los dictados narcisistas del poder financiero y tecnológico mundial.

El arte y el pensamiento crítico habitan nuestro Zeitgeist (espíritu de época) en imágenes, aventuras epistemológicas, y el cuerpo a veces sacude el rigor mortis de la angustia en la construcción de fiestas. ¿No lo dice ya el saber popular? El último orgasmo no se debe negar a ningún condenado. Cuando Heidegger dijo en una entrevista en 1953, enigmáticamente, que solo un dios podrá salvarnos, seguramente se refería el definitivo desarraigo del humano de la tierra, mediante las consecuencias del imperio de la técnica. Un dios que no podremos traer siquiera con el pensamiento sino apenas estar dispuestos a recibirlo mediante ritos.

Es decir, la catástrofe, como la de la propia finitud,  aconteció ya en sueños anticipatorios, en esos fantasmas dirigidos que son la literatura, el arte, la performance y las preguntas que suele formular un niño con la mirada puesta en la luna o el ataúd del abuelo. Hace unas semanas, durante noviembre, asistí al Festival Futuro Imperfecto en el Centro Cultural de la Cooperación, en Buenos Aires. Un encuentro de líderes de medios de comunicación y referentes de las ciencias, los activismos y el pensamiento crítico con la comunidad anfibia, en el que se debatía sobre los efectos del colapso medioambiental y la avanzada de las derechas alternativas.

En la muestra del work in progress de Testosterona, una performance de una hora de duración en tres actos , dirigido por Lorena Vega (y coproducida por el Festival Internacional de Buenos Aires -FIBA- y el Festival Santiago a Mil de Chile), Cristian Alarcón, director de Anfibia y autor de la novela El tercer paraíso (Premio Alfaguara 2022) decanta sobre el escenario un trauma personal y a la vez colectivo, en la medida que lo sufrieron, junto con él,  miles de homosexuales sometidos en los años setenta al tratamiento de inyecciones de testosterona para revertir su sexualidad. Escondido en el imposible olvido, en tiempos de crisis de la masculinidad, Alarcón da testimonio de aquella invasión de la farmacología sobre sus gónadas, que un padre de esa época consideraba una práctica de auxilio sanitario y el diván del psicoanalista la huella de la barbarie eugenésica. 

El niño inyectado por el poder biomédico en los ´70 podría ser también una criatura literaria de Jean Genet que contrasta con el modelo gay actual, un triángulo rosa capturado por los nazis como cobayo, o el niño proletario de Osvaldo Lamborghini, cuyo sacrificio es un hecho natural y lógico. Pero ¿acaso ese llamado a presencia de su propio pasado en Alarcón, utilizando soportes tecnológicos, el propio cuerpo como puente y como máquina en reparación, el descentramiento de una masculinidad rota, no emite ya células del futuro en la escena teatral, incluso en la puesta vivificante, ansiosa, de una fiesta? La eugenesia en los nazis era el efecto extremo de las teorías biologicistas acerca de la raza, el cuerpo y las predisposiciones de estas en la personalidad. El desvío producía, para los administradores de organismos, los organicistas, subjetividades criminales y un embrutecimiento de la especie. Quién inyectó a Alarcón era heredero de ese linaje teórico, hoy considerado por el derecho y la ética una aberración. 

La eugenesia libertaria ¿difiere en lo esencial o es un epígono del totalitarismo? Si se reescribe en las narrativas políticas de hoy, no es porque la Alt-right (derecha alternativa) pretenda una mejoría racial de la especie sino porque aspira a la supervivencia social del apto, que tiene como contrapartida el sacrificio del pobre. Para este, apenas derrames de caridad. ¿Alarcón era objeto de sacrificio, de mejoría clínica, de caridad, o la tríada formaba una unidad contradictoria? En su sangre vulnerada coexistían pasado, presente y futuro buscando una espeluznante perfección química y sexual.

¿Las criaturas que habitamos el planeta contamos con el futuro? ¿Un émulo de Elon Musk y su proyecto Space X readaptará el mito de Noé para llevar lo que sobreviva de cada especie a Marte, en cohetes reutilizables, luego de que haya sido artífice de la rapiña acá en la tierra?  Sobre la casa común convertida en yacimiento, los usureros aceleracionistas de extrema derecha inspirados en el filósofo británico Nick Land sueñan con devenir los salvadores del capitalismo occidental frente al avance de China:

“El movimiento reaccionario y la alt right (derecha alternativa) son expresiones de una angustia acerca del hecho de que Occidente es incapaz de superar la fase actual de la globalización manteniendo el privilegio del que ha gozado durante los últimos siglos”, escribe el ingeniero informático y filósofo de la Universidad de Hong Kong Yuk Hui en Fragmentar el futuro, ensayos sobre tecnodiversidad.

En una situación como esta, emergen espectros. El magnate creador de PayPal e integrante del equipo de transición de Donald Trump, Peter Thiel, financia proyectos para revertir el envejecimiento y jugarse entero a la ¿propia? inmortalidad, mientras Ray Kurzweil adhiere a la teoría de que el cerebro es un software con información y puede ser escaneado en una hipercomputadora, para separar definitivamente cuerpo (con su hábito ancestral de volverse polvo) y mente (en una nube virtual). Recuerden el extraordinario capítulo de Black Mirror, San Junípero, en el que dos mujeres amantes hacen cargar su consciencia en un simulador de la realidad y vivir así para siempre en un paraíso inventado. 

Los multimillonarios de Silicon Valley financian estos programas extremos porque creen que Occidente está en pleno declive y hay que traspasar los límites impuestos por la biología, la cultura, la sociedad, las religiones y la política. Resetear Occidente. En fin, abandonar el cuerpo finito junto con la ética en la que crecimos, porque, como dice Thiel, “todo en la vida es un sistema operativo”. Luego del derrumbe de las Torres Gemelas en 2001, este austríaco tuvo una oscura iluminación: sus propios valores, como el sistema democrático, habían vuelto a Occidente vulnerable a los ataques y era hora de asumir la contradicción: “¿Hay alguna manera de fortalecer a Occidente sin destruirlo por completo, alguna manera de no arrojar al bebé con el agua sucia de la bañera”. Los libertarios anarcocapitalistas no creen que la libertad puede alcanzarse a través de la política sino del despliegue del súper individuo liberado de toda institución. El capitalismo está por delante, piensa Thiel, y su viabilidad actual atada a la exploración del ciberespacio, el espacio exterior y los océanos.  

El enemigo desde entonces reside en lo que el bloguero estadounidense libertario Mencius Moldburg llama en registro Voltaire “la Catedral”, esto es la academia, la prensa progresista, la democracia tradicional, el feminismo, el movimiento lgtbiq, el Estado distribuidor de riqueza (la casta), el credo de la corrección política y ese muro sucio de los derechos humanos. Y reclama para los Estados Unidos un gobierno que lo trascienda, una especie de tecnomonarquía, deslumbrados por el éxito de Xi Jinping y Singapur. 

El viejo transhumanismo -el término ya se utilizaba a principios del siglo XX- aboga por la “libertad morfológica” para utilizar cualquier dispositivo tecnológico para el control de la evolución biológica, entre lo humano y la máquina, pero muchos de sus antiguos cultores lo imaginan en un horizonte de mejora colectiva, incluso socialista. Con los años y los avances de la tecnología, el transhumanismo dio un paso hacia el posthumanismo, en su vertiente existencial (descentramiento de la posición del sujeto en el mundo, por ejemplo) y su vertiente tecnológica (la emergencia de la IA, la ingeniería genética, etc). 

El posthumanismo neoreaccionario en mente de Musk, Thiel, Kurzweil, Land, Moldburg, en cambio, busca inmunizarse frente a la catástrofe y desplegarse en un más allá de la tierra o en un más acá de la muerte. El resto, vasallos, habitando continentes arrasados por la crisis alimentaria y los desastres naturales. Es decir, la fragmentación de la casa humana, semejante a la película Metrópolis, de Fritz Lang (1927): un “arriba” urbano paradisíaco habitado por los dueños del conocimiento y los medios de producción, y un “abajo” infernal en el que subsisten los trabajadores esclavizados. Y China como el rival admirado que le encontró la vuelta a través de una autocracia. 

Mientras tanto, otros piensan en cómo reensamblar lo social, lugares específicos en la vida colectiva, yendo incluso más allá de la dicotomía humano y no humano propia del transhumanismo, la reconstrucción de puentes con el propio pasado y la naturaleza, de donde rescatar eventos ancestrales para enfrentar el ocaso, lenguajes creativos que venzan las lenguas muertas, jardines cuya construcción figuren un retorno íntimo a su propia infancia. Consideran que habitar el futuro (el papa lo escribió en las cartas encíclicas Laudato Si y Laudato Deum usando la metáfora “concierto de criaturas”) deberá contemplar un pacto entre las especies, a la vez que con las nuevas tecnologías. Volver sobre la memoria del mundo y de los ancestros. Una renuncia a la centralidad destructiva del hombre sobre el entorno y sobre sí mismo.  

Los posthumanistas fans de Silicon Valley proliferan hoy en redes sociales, postulando la eugenesia tecnológica, el anarcocapitalismo, la liquidación de afectos que no cotizan en bolsa y el derrumbe de los puentes hacia el pasado, que de por sí está ya en ruinas. En la encerrona doméstica que produjo la crisis del Covid a partir de 2019 la vida en la interfaz opera como mutación existencial en infinidad de jóvenes, y sobre todo en los varones, que crecieron esos años con identificaciones ya no de sus mayores sino de productos culturales como los superhéroes de manga japoneses: algunos son personajes masculinos débiles o rotos en su versión humana, que ante la amenaza del contexto se vuelven invencibles (posthumanos). En la red X, durante la toma de mando de Javier Milei, un libertario postea una imagen del protagonista del manga Dragon Ball, Goku, con una bandera argentina atravesada en el pecho. El obstáculo a vencer, para una generación crecida en la realidad alternativa, puede ser todo aquello que se interpone en el despliegue de sus proyectos individuales de vida y sus opciones ideológicas narcisistas. Desde el cosplayer, hater callejero o de redes, acumulador de criptomoneda, misógino, homofóbico o no binario, hasta el exitoso emprendedor sin impuestos, creador de Onlyfans o filántropo mediático sin regulaciones del Estado.    

Esta cosmovisión del desvío y su condena estaba presente en el médico abusador, pero prolifera ahora en las redes por parte de comunidades virtuales de jóvenes machos heridos por la revolución feminista y la deconstrucción del género. ¿Cómo se expresa ahí la masculinidad dañada? ¿Qué sucedáneo hay para la vieja manipulación con testosterona? En esos chats pende-libertarios impera el espíritu de la barra deportiva y el colegio secundario, pero lo masculino ya no reside en su fuerza sexual pregonada entre los pares, sino en el control de la propia sexualidad, como si se tratase de varones de un gimnasio de la antigua Atenas descriptos por Michel Foucault. La competencia es ahora entre ellos por quienes retienen más y mejor el derroche energético seminal, como los NO FAP (movimiento anti masturbatorio). El presidente Javier Milei aseguró en una entrevista que él eyaculaba cada tres meses. Toda una tecnología de sí.

El desborde siempre pertenece a la femineidad (o al gay de la Pride Parade). El barroquismo sexual feminiza. Por ejemplo, hay una celebración del ideal masculino grecorromano en el libro Brozen Age Pervert, del teórico italiano fascista y anti humanista - además de ocultista- Julius Evola. Evola y su obra regresan hoy después de décadas de olvido y son objeto de admiración de Steve Bannon, grupos de youtubers misóginos como los Incel (célibes involuntarios que odian la selectividad afectiva y sensorial de las mujeres) o los Macho Sigma (supremacistas libertarios y antifeministas), simpatizantes del partido de extrema derecha griego Amanecer Dorado o el entorno de Donald Trump.

Hasta la homosexualidad, cuando se es hombre, exige un patrón de conducta que no serán los oficiales de las SA, insaciables sexuales imaginados por Visconti en la Caída de los dioses. De lo que se trata, precisamente, es de evitar la caída, no en el pecado, sino en la incapacidad de autocontrolarse. La ternura cristiana, el concepto de derechos humanos, la muñeca quebrada y la herencia igualitarista son, para ellos, un tigre por “estrangular”, como escribió el conocido neonazi sueco Daniel Friberg en su blog. Siendo “lo viejo”, el tigre es causa de la spengleriana decadencia de Occidente.    

En la clausura provocada por la pandemia, miles de jóvenes se convirtieron en youtubers, tiktokeros, parte de comunidades antifeministas, rupturistas del orden demoliberal, premodernos, anarcocapitalistas, conspiranoicos, obsesos de realidades alternativas o el Nuevo Orden Mundial, del  manga y el cossplay. Su subjetividad se resetea con el consumo de productos culturales en los que están sumergidos, navegando en la confluencia de simulacro y realidad. Ya mencioné, por ejemplo, a Dragon Ball (creado en 1989 por Akira Toriyama), con Goku de protagonista, un personaje asexuado, originariamente débil, que frente al bullying se transforma en invencible. 

Esa infancia rota ¿no es quizás la que la nueva masculinidad libertaria busca reparar mediante una coreografía discursiva de agresiones? En las redes puede ya sustituirse el anticuado epíteto de puto por el de comunista, zurdo de mierda o cerdo colectivista. En la Argentina hicimos un curso acelerado estos últimos años. Habría que pedirle a la sociología un análisis más completo sobre el voto en las últimas elecciones, más allá de la alta inflación.

Últimamente, capítulos de Dragon Ball fueron censurados en algunos países por normalizar el abuso sexual de niñas por parte del viejo maestro Roshi, un pedófilo venerable. O por el estereotipo facilitado por la joven animé Lan Fan, que utiliza el strip tease o el fingimiento de debilidad para manipular varones y vencerlos. Personajes comprensibles en la tradición japonesa.  Otro héroe de la saga es el príncipe Vegueta, cuya masculinidad es paternal y presentada como nada tóxica; bajo su influencia las mujeres optan libremente el hogar como destino. “Y ahora salen los niños de cristal a decir que Dragon Ball ridiculiza a las mujeres”, escribe en la red un tal Hércules Rockefeller, toda una declaración de principios su seudónimo. 

 Una juventud buceando dentro del miasma de realidades alternativas, una civilización fragmentada en tribus (fandom) por las nuevas tecnologías de la información, entre los señores feudales que las crean e instituyen y los millones de vasallos que la consumen alimentando algoritmos; en las que el concepto de lo verdadero es una reliquia, el cuerpo finito y los derechos humanos un impedimento, y el sexismo, el clasismo, el supremacismo, la crueldad funcionan como materiales de un laboratorio posthumano, a la espera de un triunfo ideológico y científico universal. 

El futuro nunca será perfecto (Futuro Imperfecto es el nombre del Festival de la comunidad anfibia) pero en su imperfección reside también la esperanza. Heidegger, citando a Hölderlin, escribió sobre la técnica, “donde está el peligro, crece también lo que nos salva”. En la medida en que podamos reapropiarnos de nuestra biografía y de la imagen de un mundo histórico, tecnodiverso y no tecnounilateral, el irrefrenable avance tecnológico será nuestro huésped y no el okupa perfecto. El apocalipsis es la narración del presente en una planilla de cálculo. Pero algo puede sustraerse a ese método unívoco de conocimiento. El filósofo Yuk Hui en su ensayo Sobre el límite de la inteligencia artificial postula contra la racionalidad occidental el cultivo de la intuición intelectual propia del antiguo pensamiento chino, una razón sintética “que entiende la relación entre el yo y los otros seres (o el cosmos) desde la perspectiva moral. Sujeto moral y sujeto del conocimiento son dos tendencias del desarrollo humano”.

Los fines del mundo marcan, como en el comienzo de la novela de Cristian Alarcón, una heredad ancestral que exige ritos de preservación sobre la emergencia de traumas personales, históricos y cósmicos. Los jardines son trazados por el sueño de un ser humano que entiende la luz y el ocaso, las diferentes maneras de reparar el daño, con intuición intelectual más que con inteligencia analítica.