Mujeres sindicalistas


Tenés que ser delegada

Las mujeres no nacemos con instinto de amas de casa. Nos entrenan desde chiquitas para eso. En los sindicatos pasa lo mismo: no nacemos para ocupar sólo las secretarías de Género o de Acción Social. Es el lugar que siempre nos asignaron. En La marea sindical. Mujeres y gremios en la nueva era feminista, Tali Goldman cuenta historas de líderes que alzaron la voz, se hicieron delegadas, consiguieron logros para lxs trabajadorxs y se enfrentaron a los conductores varones. Cómo es la militancia feminista en los sindicatos.

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FOTOS: Inés Ulanovsky

CAPÍTULO CINCO

De colaboradoras a dirigentes

 

La llamaron por teléfono para que fuera al despacho del secretario adjunto. Era septiembre de 2016.

 

—Mirá, Gracielita, se armó la lista. Lamentablemente en este mandato no vas a poder estar, se ha designado a otro compañero.

—Ustedes son unos hijos de puta.

—No me digas eso, Gracielita.

—Y sí, son unos hijos de puta que no entregan el sillón.

 

Después de treinta y cuatro años de militancia y trabajo en la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), Graciela Jerez pensó que esa vez, finalmente, sí le darían alguna secretaría. Eso era lo que se rumoreaba en los pasillos de la seccional Capital, donde milita desde que tiene 17 años, cuando la eligieron delegada de su fábrica. Incluso se conformaba con la Secretaría de Cultura, aunque no era la que prefería, pero era la única que veía factible para ser encabezada por una mujer, porque en la UOM ni siquiera existe una Secretaría de Género. Pero ni eso. Una vez más, tendría que estar satisfecha con el cargo de “colaboradora”, el mismo que tuvo desde que era adolescente y salía a hacer pintadas durante la dictadura para apoyar a Lorenzo Miguel, uno de los íconos del sindicalismo argentino. Pero hoy, a los 55 años, conociendo cada recoveco de uno de los gremios más fuertes, más representativos y más masculinizados del movimiento obrero argentino, lo tiene claro. Nunca va a llegar a ningún puesto de envergadura por una simple razón: ser mujer.

En 1976, cuando los militares usurparon la Casa Rosada, Graciela tuvo que dejar el colegio secundario para salir a trabajar. Habían venido con su mamá y sus hermanos desde Tucumán, se habían instalado en la Villa CGL, en La Matanza, y tenía que ayudar en el hogar. Gracias a una amiga que también había dejado el secundario como ella, llegó a la fábrica INFAR de servicios eléctricos, que quedaba en el barrio porteño de Flores. En la metalúrgica eran más mujeres que hombres, por un claro motivo: ellas hacían el trabajo manual. Graciela y las otras setenta se encargaban del trabajo fino de encastre de materiales como la porcelana. Al igual que en tantas otras fábricas, las mujeres tenían la categoría más baja, la de operaria, mientras que los varones eran quienes ganaban más por manejar las máquinas. Pero eso lo entendió mucho tiempo después.

El primer día que entró, a las 6 de la mañana, pensó que tenía un tiempo para desayunar. Hacía mucho frío y necesitaba algo caliente para poder arrancar. Pero le dijeron que eso no era una opción. Cuando la fábrica se activaba no se podía parar, así que Graciela comía a escondidas cuidándose de no ser vista por los supervisores.

Una tarde, los delegados del gremio convocaron a una asamblea. Ella no tenía mucha idea sobre qué rol cumplían los delegados ni de qué se ocupaba específicamente el gremio; pero lo que sí sabía era que había muchas cosas para reclamar. Levantó la mano en medio del semicírculo y habló sin parar. Dijo que no les daban ni quince minutos para desayunar, que hacía mucho frío adentro de la fábrica, que estaban con los salarios atrasados y que no tenían dinero suficiente para viajar ni para comer.

Cuando terminó la asamblea se le agazaparon: “Tenés que ser vos la delegada, tenés que representarnos, tenés pasta”. Pero Graciela respondía que ella no sabía nada, que cómo se les ocurría algo así; para ella, la figura del delegado era un varón adulto y con conocimientos que ella no tenía. Por el contrario, ella era mujer, adolescente y con el secundario incompleto. Apenas salieron los delegados de la reunión con la patronal, un grupo de varones y mujeres los interceptaron.

—Queremos que Graciela sea nuestra delegada.

 

Les explicaron que no podía haber elecciones, que los sindicatos estaban intervenidos por la Junta Militar. Pero ante la insistencia de todos, negociaron que fuera una suerte de delegada de facto, una vocera interna dentro de la fábrica. A los 17 años, Graciela Jerez comenzaba su carrera sindical.

 

* * *

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Alicia Mesa también tenía 17. Había abandonado el secundario cuando pasó por la puerta de Moschioni Hnos., una fábrica de electrodomésticos, y vio el cartel que anunciaba una búsqueda de personal. Alicia había venido de Chaco junto a su familia y se habían instalado en un barrio humilde en la localidad de Quilmes. También tenía que trabajar para aportar en el hogar y por eso no dudó en ingresar a la parte de bobinado de la fábrica, donde se colocaban los motores a los electrodomésticos. Entraba a las 7 de la mañana y salía a las 2 de la tarde, y cuando podía hacía horas extras. Estaba agotada y le pagaban mal.

Una de sus compañeras, bastante mayor que ella, había sido la primera delegada mujer de la fábrica. Con un convenio colectivo bajo el brazo, le explicaba a Alicia cada vez que podía cuáles eran sus derechos, le pedía que participara en las asambleas y, en el fondo, hizo un trabajo hormiga para convencerla de que la acompañara en el sindicalismo. Alicia admiraba a Olinda; la veía como una mujer de carácter fuerte, con conocimiento y mucha personalidad. Sin pensarlo demasiado, se presentó con solo 20 años en una lista junto a ella. Ganaron.

Desde ese momento comenzó una carrera maratónica en el sindicalismo. Después del horario laboral, Alicia se quedaba charlando con los compañeros, y también con los jefes de planta, y así se fue ganando el respeto de todos. En su casa no la apoyaron como ella hubiera querido. La palabra “sindicalismo” estaba mal vista, y más en esa época, en los noventa, cuando gran parte de los dirigentes gremiales negociaban en contra de sus bases. Pero, sobre todo, su familia creía que el sindicato no era cosa de mujeres, y menos de mujeres embarazadas como ella, que en esa época también se enteró que sería mamá.

 

* * *

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Alicia y Graciela todavía no sabían cada una de la existencia de la otra, y aunque en un principio no fueron contemporáneas –Graciela entró a trabajar casi diez años antes que Alicia–, ambas comenzaban a crecer dentro de sus fábricas como delegadas y a conseguir cuestiones muy concretas para los trabajadores, como el desayuno, más tiempo para el almuerzo y hasta la mejora del salario o la paga de las horas extras.

Alicia empezó a ir a la seccional Capital de la UOM con alguna de sus compañeras de la fábrica después del horario laboral. En 1982, cuando faltaba poco para el regreso de la democracia, Graciela se había sumado a la campaña para que volviera a ser electo Lorenzo Miguel, que estaba preso desde el 24 de marzo de 1976: se trataba del discípulo de Augusto Timoteo Vandor y quien había sido uno de los interlocutores más emblemáticos entre Buenos Aires y Puerta de Hierro, el señorial barrio madrileño donde se alzaba la mítica casa del general Perón en el exilio.

A Lorenzo le endilgaban haber puesto y depuesto ministros e incluso haber generado el clima que terminó en el llamado “Rodrigazo”. El jefe metalúrgico acostumbraba hablar en tercera persona, y solía recordar que había conocido a su mujer cuando ella era delegada de la fábrica y le había pedido que resignara su lugar porque “en una familia ya es suficiente con uno, o seguía ella o seguía yo. Y el que tenía más posibilidades era yo”.

Con el inminente regreso de la democracia, en 1982 se avecinaban también las futuras elecciones en el gremio. Graciela y sus compañeras se iban tarde a los alrededores de la cancha de Vélez y con brocha y pintura escribían en las paredes “Lista Azul, UOM, Lorenzo Conducción”. En esa campaña ella conoció a otro joven que se presentaba en la lista, Antonio Caló, con quien tomaba mate en la seccional y charlaba de política.

En marzo de ese año, Graciela sería protagonista de uno de los acontecimientos políticos que marcaron el curso de la historia y el principio del fin de la dictadura. Con algunos compañeros de la fábrica fueron a la Plaza de Mayo, convocados por la CGT Brasil, el sector gremial que encabezaba Saúl Ubaldini. Se perdieron entre los cientos de miles que gritaban “Pan, trabajo, la dictadura abajo”. Las balas se hicieron presentes y Graciela se refugió en un edificio en la calle Diagonal Norte. Lejos de atemorizarla, el episodio la fortaleció. Ella quería, cada vez más, militar en política y en el sindicalismo.

Cuando Raúl Alfonsín ganó en las urnas nacionales y Lorenzo Miguel en las de la UOM, a Graciela le ofrecieron entrar a trabajar al sindicato. Pero, a diferencia del resto de los varones jóvenes a los que también habían convocado, solo podía estar medio día en el gremio; ellos sí podían hacer jornada completa. Ahí comenzó a entender que ella estaba a prueba y que, aunque su tarea era la misma que la de ellos –exactamente la misma–, las condiciones no.

Paralelamente Alicia seguía trabajando en la fábrica de electrodomésticos y militaba cada vez más. Hacía malabares con su hijo chiquito, pero nunca se perdía ninguna asamblea ni dejaba de ayudar a sus compañeros, que era lo que más le gustaba.

Aunque Alicia y Graciela todavía no se conocían, estaban desesperadas por encontrarse: se sentían solas, preguntándose si había alguna otra mujer en la titánica tarea de ser delegada junto a cientos de varones. El encuentro ocurrió en 1995, cuando las convocaron para viajar a Chile a la reunión anual de la Federación Internacional de Trabajadores de las Industrias Metalúrgicas (FITIM) –actualmente IndustriALL–, una organización con sedes en Inglaterra, Francia, España y Rusia que representa a más de cincuenta millones de trabajadores en ciento cuarenta países en sectores industriales y cuyo objetivo es mejorar las condiciones y los derechos laborales.

Cinco mujeres de la UOM viajaron al foro sobre el trabajo de la mujer en la industria metalúrgica: Alicia, Graciela y tres compañeras más de La Matanza, Avellaneda y Caseros. Estaban felices. No solo porque era la primera vez que se subían a un avión sino porque se encontraron en la misma situación, con las mismas problemáticas. Después de Chile hubo viajes a Nueva York y Canadá, entre otros, y cada viaje era seguir afianzando la unidad de las pocas mujeres que se animaban a dar la batalla sindical. Pero nunca iban solas. El que coordinaba la comisión de mujeres argentinas era un varón.

Diez años después de aquel primer viaje juntas, las historias de Graciela y Alicia también se volvieron a cruzar. Por cuestiones políticas y peleas internas entre referentes sindicales, Graciela se desligó de la UOM durante algunos años pero volvió bajo el ala de Antonio Caló, en 2004, cuando él ganó por primera vez la conducción del sindicato. En ese mismo momento Alicia fue convocada por el secretario general de su seccional, otro emblemático de la UOM, Francisco “Barba” Gutiérrez, quien le ofreció trabajar en el sindicato. Era la primera mujer en la seccional Quilmes con un cargo de “colaboradora”, pero, a diferencia de Graciela, ella podía sentarse en las reuniones de la Comisión Directiva. Fue siempre la única mujer. Al principio era muy difícil y la descalificación hacia lo que ella proponía u opinaba era constante. Pero Alicia no cedía el espacio y asistía estoicamente a todas y cada una de las reuniones, aunque eso implicase muchas veces dejar a su hijo al cuidado de otros. Sabía que si faltaba alguna vez le costaría el doble que a cualquier varón, y tuvo que aguantar en varias ocasiones los comentarios machistas y misóginos en esa mesa larga, donde su presencia incomodaba a más de uno.

 

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* * *

 

—“Tano”, estamos en el siglo XXI y vos comprando bicicletas para los pibes. Pero dejate de joder, comprales una netbook, algo más moderno.

—Bajá los humos, “Negrita”, bajá los humos.

—¿Cómo?

—Sos muy soberbia, Graciela.

—Ay, pero Caló, no estamos en los setenta, tomatelá.

Ese año, en el Día del Niño no hubo bicicletas, hubo netbooks. Pero Antonio Caló jamás le agradeció a Graciela la sugerencia.

Tras varios intentos frustrados por crear un espacio de mujeres en la UOM –porque el secretario general se los había prohibido varias veces–, en 2014 Graciela, Alicia y otras tres mujeres delegadas armaron un proyecto y se lo presentaron a Caló. Tenían que ser lo suficientemente estrategas para que el secretario general les diera su conformidad, sin levantar demasiado el avispero, o sea, sin hacerle creer que lo que verdaderamente querían era un espacio para hablar de política. Así que el proyecto contaba con la realización de capacitaciones sobre temas de salud, maternidad, prevención: todos temas que supuestamente les interesaban a las mujeres. No lo niegan, fueron con miedo.

En su oficina privada del noveno piso en el edificio de la calle Alsina, donde funciona el Secretariado Nacional de la UOM, y donde nunca en la historia una mujer tuvo algún cargo, Antonio Caló les daba el primer visto bueno para que se pudieran reunir en esa sede. Pero tenía que consultarlo con los secretarios de las demás seccionales. El cónclave de hombres debía decidir si las mujeres podían tener su lugar. Lo lograron. Desde ese momento, se reúnen todos los miércoles en el décimo piso, no sin que el propio secretario general las pase a saludar, a controlar que todo esté en orden; y si le interesan los temas que se están debatiendo, se queda a charlar con las mujeres.

Pero lejos de la tranquilidad con la que se imaginaba encontrar Caló, muchas de las reuniones suelen ser acaloradas, como cuando Yolanda, una de las pocas mujeres de la UOM de San Miguel, contó que se tuvo que ir de su casa por las amenazas que sufría a manos de la otra facción de su propio gremio, en una pelea interna que terminó por ganar ella. Así. escuchó cómo la puerta de su casa había aparecido adornada con tres agujeros de bala.

O como cuando Graciela puso el grito en el cielo porque el propio Caló les había vetado una actividad que ya tenían pautada para el Encuentro Nacional de la UOM en Mar del Plata. No solo terminó pidiéndoles disculpas, sino que se comprometió a invitarlas a cenar al lugar que quisieran en La Feliz. Ellas no lo dudaron: un buen restaurante de mariscos en el puerto.

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El temor que muchas tenían al ingresar al Secretariado Nacional, y frente a la presencia de Caló, se fue disipando; es más, se animaban a discutirle y a mostrar alguna diferencia política. Incluso, no dudaron en señalarle que les había molestado una declaración suya, previa a las elecciones de medio término de 2017, en la que aseguraba: “No voy a votar a una mujer”. Si bien él les aclaró que habían sacado sus declaraciones de contexto y que se refería pura y exclusivamente a la candidata a senadora Cristina Fernández de Kirchner, ellas lo instaron a que públicamente hiciera esa aclaración. Así lo hizo en el siguiente Congreso Nacional, también en la ciudad de Mar del Plata, ante cientos de delegados de todo el país.

Una pequeña batalla, simbólica, pero ganada.