Crónica

El millonario británico y su estancia en la Patagonia


El hombre del lago

¿Quién es Joseph Lewis, el millonario que alojó en su casa al Presidente Mauricio Macri? En el libro “La Patagonia vendida. Los nuevos dueños de la tierra”, publicado por Marea, Gonzalo Sánchez cuenta las fiestas que el inglés organiza para chicos de la zona y el hospital que , a raíz de las críticas por no dejar que los vecinos visitaran el Lago Escondido, decidió no construir en el Bolsón.¿En qué invierte el empresario?

Fotos 4 y 6: www.worldtravelserver.com

Con el tiempo, lo aprendí: esta clase de hombres proceda de otra forma.

–¿Podés estar  el sábado a las 12 del  mediodía en la tranquera de Hidden Lake?

Preguntó, amable, vía mail, un asesor, Julio Álvarez.

–Bueno, eso depende de algunas cosas –dije, después, por teléfono–. En primer lugar, estoy atado a la disponibilidad de pasajes. Es miércoles. Buenos Aires es un infierno y es diciembre, los vuelos se llenan más rápido en vísperas de Navidad.

Trataba, de la manera más elegante, de pedir margen, dos días más: ¿por qué no el domingo o el lunes?

–Mirá,  Joe vuelve a Londres después de  este  sábado y reservó este  espacio para  que  lo conozcas. Va a venir otra gente,  es la fiesta  de la familia. Confirmemos cuanto antes y decinos si venís con  alguien, así lo contamos para  el almuerzo. Hay asado.

–Ok. Les aviso.

Un pasaje fue la salvación y San Carlos de Bariloche la última escala antes del  destino final, la ciudad de El Bolsón, al sur de Río Negro.

Del otro lado  de las montañas, en la Patagonia, esperaba el magnate (primer detalle: término que  no le agrada en lo más mínimo).

–Ya está. Conseguí.

–Muy bueno, te esperamos: anunciate a las doce  del mediodía en la entrada de Hidden Lake.

–Ahí estaré.

A 92 kilómetros del paraíso, en la ciudad de San Carlos de Bariloche, comienza la  historia del  vecino más  extravagante de la localidad de El Bolsón. Allí  el hombre tuvo un sueño y lo edificó con su fortuna. El edén hecho a la medida del único dueño del  paisaje. O el enclave, un  país dentro de otro país,  el sitio  donde ese hombre siente que es el primero de los hombres.

Un punto de partida: 1996.

Las primeras noticias del vecino inglés en el fin del mundo fueron simultáneas con el segundo mandato presidencial de  Carlos  Menem, cuando el proceso de  venta de  la tierra en la Patagonia entró en una  curva ascendente y sin  freno. Con la llegada de Néstor Kirchner al poder, el “pasamanos” del espacio austral continuó con idéntica voracidad. Frenaría, en algún sentido, muchos años  después.

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Pero es, ahora, el año 2004.

El escenario del primer acto está delimitado por una geografía  popular: frente al casco  histórico del  Centro Cívico de  Bariloche, la estatua del  general Julio  Argentino Roca, líder militar del  exterminio indígena conocido en  libros de historia como  “Conquista del  Desierto”, luce  poderosa, plomiza y “escrachada” con  pintadas de  protesta. Están, en el horizonte, la naturaleza viva,  los picos dentados del cerro  Catedral. La gente  y el consumo. El dinero, el crimen (como  se  verá)  y otro  invierno frío.  La Argentina florece a tres  pesos un  dólar en  la  capital de  los  egresados y el flujo de extranjeros es como  una  avalancha que  arrasa con todo  a su paso.  El turismo VIP es cada  día  más  premium, pero  los barrios pobres que  rodean la ciudad son  cada  día más pobres, y la leña,  igual  que todos los inviernos, cotiza como  el oro. Como la tierra, privilegio de unos pocos.

 (...)


 El misterioso dueño de una  porción del  paraíso, Joseph Lewis,  es un  señor británico de  68 años,  casado, con  dos hijos,  Charles y Viviane. Pero  es,  además, el dueño de  la sexta  fortuna del  Reino  Unido. Eso  equivale a decir que don  Joe es titular de  una  masa  de  dinero en  permanente movimiento que  suma, según datos de  la  revista Forbes,

2.200  millones de dólares. En la lista  2004  de los hombres más  ricos  del  mundo, realizada por  esa  misma publicación,  ocupa el puesto 356.

Lewis  vive entre Londres, Orlando, la Patagonia y las islas Bahamas, el más exclusivo paraíso fiscal.  Sabe cultivar el bajo  perfil  y la discreción a ultranza. En Gran  Bretaña prácticamente nadie conoce su cara.  No quiere publicidad de ningún tipo  y muy  pocos medios periodísticos han  podido publicar fotografías suyas. Pero  sí han  contado historias y se sabe que su fuerte es la especulación financiera, los negocios  inmobiliarios a gran escala y la inversión en investigación genética y tecnológica, entre otras cosas.  Cuando habla de su filosofía  en el mundo de las finanzas, pragmático como  nadie, suele resumirlo todo  en una  sola frase: “Hacer lo correcto, en la forma  correcta”.

Lewis  colecciona obras  de  arte  y suele ser  noticia cada vez  que  destina dinero a múltiples proyectos de  investigación científica. Desde  1997,  en el MD Anderson Cancer Center de Orlando, Florida, funciona el Charles Lewis  Institute –en  homenaje al padre del  businessman británico–, una  fundación dedicada a la búsqueda de vacunas contra el cáncer y otras  enfermedades.

Viene  de  un  típico hogar  de  clase  media y no  fue  a la universidad, pero  eso no parece haber sido  un escollo para él. Se inició en el mundo del trabajo de adolescente, como empleado de  una  empresa de  catering en  el  East  End  de Londres, el barrio de  clase  media de  las  afueras de  la capital británica donde vivían sus  padres, y muy  temprano descubrió una  especial capacidad para  operar con divisas. “Al  principio –suele decir– mi  único objetivo era  poner comida en la mesa”.

Así fue como  se volcó  al mundo de las finanzas y, muy rápido, se convirtió en agente de bolsa. Antes de llegar a ser considerando un  líder de mercado y de opinión, como  sucede  hoy, en la década de los 70 fundó el Tavistock Group, una  corporación que,  como  un  pulpo, supo expandir sus tentáculos a negocios de  todo  tipo.  Según dice  la página web  del  grupo, la familia Lewis  es la accionista mayoritaria del Tavistock, y Joseph su presidente, desde luego.

Como  tal,  Lewis  se  convirtió en  uno  de  los  developer más  extravagantes del  planeta. También en  un  personaje habilidoso para  esquivar escándalos.

En 2001,  antes de  que  la  casa  de  remates Christie’s se viera  envuelta en una  serie  de denuncias relacionadas con el tráfico de reliquias, el financista vendió sus acciones por

350 millones de dólares y se marchó, antes de convertirse en noticia, a continuar con  sus  otros  negocios. Que  son demasiados, prolíficos y de lo más variados.

Las inversiones más  fuertes del  Grupo se producen en el área  de investigación genética y nuevas medicinas. La Tavistock Life Sciences, por  ejemplo, controla las compañías de  biotecnología de  San  Diego,  donde varios laboratorios ensayan experimentos con  nuevas medicinas y compiten por  el hallazgo de una  vacuna que  alargue la vida  o que  cure  todos los  males del  mundo. Lewis  controla  personalmente todos los avances científicos de cada investigación.

En Siberia, invierte en  extracción de  gas y petróleo. En México, el Tavistock pisa fuerte en la industria del aluminio.

Posee  además negocios inmobiliarios en  el Reino  Unido,  Estados Unidos y Bahamas. Y clubes de  fútbol en  el corazón de Europa. La totalidad del paquete accionario del Tottenham Hotspur inglés, equipo del que Lewis  es hincha fanático, pertenece a ENIC, la división del  Tavistock que también es dueña de acciones del Glasgow Ranger  escocés, del  Vicenza italiano y del  AEK griego.  En 2004,  la revista europea de deportes Four Four Two,  publicó el ranking de los dueños de clubes de fútbol más ricos  del mundo: Lewis apareció segundo, detrás del misterioso magnate del petróleo ruso,  Román Abramovich.

Pero  el Tavistock invierte también en negocios textiles. Lewis  es dueño de  la marca de  ropa  alternativa Vans  (indumentaria de skate, snowboard y deportes extremos), de la conocida Puma (deportes en  general) y de  la femenina Gottex  (ropa  interior y otras  prendas).

Las inversiones siguen. Los dos  campos de golf más  exclusivos de los Estados Unidos, el Lakenona Golf & Country Club y el Isleworth, donde juega Shaquille O’ Neal, pertenecen al grupo y están gestionados directamente por  la hija  de Joe, Viviane, de 25 años.  También pertenece al Tavistock el Albany Golf, de Islas Bahamas, emprendimiento del  que  participa el rey  de  los  links Tiger  Woods, y otros golfistas de primera línea.

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Los asesores de Lewis  aseguran que su jefe no tiene intereses  comerciales en la Argentina, que ha elegido este país para  venir a descansar cada  vez que el tiempo se lo permite. Pero según dice la misma página web de la compañía, la corporación que  preside sí que  ha desembolsado capitales en  el  país.  El Tavistock fue  dueño de  la  cadena de  heladerías Freddo, con  treinta filiales repartidas entre Buenos Aires  y las principales ciudades del interior, y otras  cuatro en Uruguay. Igual  que  la cadena de cafeterías Aroma, aparecidas en el país  a fines de la década de los 90.

Pero  el negocio central está  relacionado con  la explotación  de  recursos naturales. Lewis,  a través de  Tavistock, es dueño de Pampa Energía S.A., “la empresa integrada de electricidad más grande de Argentina”, según su página institucional. A través de  sus  subsidiarias, participa en la generación, transmisión y distribución de electricidad en el país.  La página oficial  describe su  actividad: “El segmento de generación de la compañía cuenta con una capacidad instalada de 2.217  MW, lo que  representa alrededor del  7,5% de la capacidad instalada de Argentina. En el segmento de transmisión, Pampa Energía cocontrola otra  empresa del grupo, Transener,  operadora  de  la  mayor red   de  transmisión en  alta  tensión de  Argentina que  abarca más  de 11,7 mil km de líneas propias, así como también 6,1 mil km de líneas de alta  tensión de su subsidiaria Transba”. El segmento de distribución está compuesto por 3,6 millones de clientes correspondientes a Emdersa, Eden  y Edenor, la mayor distribuidora de  electricidad de  la  Argentina, con más  de 2,7 millones de clientes y cuya  área  de concesión abarca la zona  norte de la Ciudad de Buenos Aires  y el noroeste del  Gran  Buenos Aires.  La Compañía se encuentra listada en  la Bolsa  de  Comercio de  Buenos Aires  (BCBA) bajo el ticker  “PAMP” y es parte del Índice Merval con una participación del 5,1%. Además, Pampa comenzó a cotizar en el NYSE (New  York Stock  Exchange) el 9 de octubre de

2009.

Otro  de  los  sectores donde el  grupo se  hace  fuerte es en  la gastronomía –donde Lewis  tuvo  su  primer trabajo–, con  cadenas de  restaurantes en  California, San  Francisco y Napa  Valley.  La lista  en los Estados Unidos es extensa.

A esa  división corporativa pertenecieron dos  franquicias  famosas durante los  años  90: el Planet Hollywood y el Hard  Rock Café, verdaderos colosos de la industria del esparcimiento.

De aquí  surge  una  de  las  creencias falsas  más  famosas de  la  Patagonia vendida. Cuando en  1996,  el  diario Clarín  publicó que  el actor  estadounidense Sylvester Stallone había venido al país  para  comprar tierras en el Sur,  no estaba haciendo más  que  amplificar una  mentira originada  en  Bariloche. Aquellos días  el rumor estaba vivo  y se propagaba con  velocidad. En toda  la región se comentaba que  andaban enviados de  la superestrella de  Hollywood eligiendo propiedades para  adquirir, y que  los Van Ditmar los  estaban asesorando. Algún crédulo, incluso, fue  más allá  y lanzó la especie de que,  en realidad, era Stallone en persona quien había cabalgado como  un viajero romántico por  la zona  de  Cholila, en  Chubut, eligiendo tierras para construir una  mansión con  costa  de  lago.  La mentira tomaba  forma  y el mito  crecía como  crecen los  mitos en  la Patagonia, donde todo  es desmesura.

Pero lo cierto es que era Lewis el único que había llegado para  invertir en naturaleza. No hacía falta  hurgar demasiado para  confirmarlo. A pesar de ser una  ciudad importante, Bariloche conserva un  espíritu de pueblo. Allí  se conocen todos y los periodistas saben hasta lo que  todavía no ocurrió.

(…)


Lewis,   entonces, caminaba la  Argentina por  segunda vez  (la  primera visita había ocurrido en  1992,  luego  de una  invitación de su amigo, el multimillonario australiano Kerry  Packer) y estaba decidido a desembolsar el  dinero que fuera  necesario para  comprar el edén, o lo más parecido. Le interesaban Salta,  Misiones y la Patagonia. Don Van Ditmar le habló de la familia Montero, unos pobladores baqueanos habitantes de tierras soñadas a orillas de un  lago verdaderamente oculto, casi  desconocido, un  lugar  primitivo y fantástico.

Le habló de El Bolsón, una  localidad abrazada por montañas, en donde los  atardeceres son  rojos  y las noches luminosas, con  el cerro  Piltriquitrón como  guardián inobjetable, al sur de Río Negro. Un valle fértil con microclima, habitado por  artesanos, gauchos dedicados a la ganadería, empleados públicos y productores de fruta  fina.(...)

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Lewis  contrató a Nicolás Van  Ditmar como   nuevo capataz (también es  su  socio), y fundó Hidden Lake  S.A.,  una  empresa, en  los  papeles, dedicada a la exportación de  materiales para  la construcción.  En la página web  del  Tavistock, Lago Escondido figura  en  el rubro de  negocios agrícolas. Y se presenta así: “Preservando las montañas y planicies de la Patagonia. A través de la administración de 78.000 m2, Lago Escondido es una  estancia argentina en desarrollo, dedicada a mejorar y proteger el extraordinario paisaje de la región oeste  de la Patagonia. Lago Escondido sostiene programas que favorecen el medioambiente en relación a la tierra, la agricultura, los bosques y la fauna”.

Decidí viajar  hacia el lugar.

(...)


Fines de diciembre. Lewis  celebra, como  todos los años desde que llegó a la región, el día de la familia y la fiesta de Lago Escondido. Todos los chicos de orfanatos de Bariloche y de El Bolsón fueron invitados a la fiesta.  Esa invitación, desde luego,  incluye pasaje de  ida  y vuelta. En la última semana los  empleados de  Hidden Lake  se  encargaron de contratar agencias de micros de toda  la zona  para  traer  a los niños hasta la estancia.

Estoy sentado en el primer asiento de uno  de esos colectivos,  rodeado de colegiales provenientes de un albergue de Bariloche, que me miran como si fuera la novedad. Me ofrecen mate,  me sacan fotos,  hacen chistes, se ríen  de mí. Allá vamos. Pasaron tres meses desde que Van Ditmar prometió que  me pondría en contacto con  Lewis  y, en el medio, una secretaria del magnate me avisó  por correo electrónico que estaban dispuestos a colaborar con  esta  investigación pero que  Lewis  no daba  entrevistas. Me enojé,  insistí y, al parecer,  el magnate y su  gente  cambiaron de  parecer. Pero  las instrucciones fueron muy  precisas.

Julio Álvarez, un periodista que se presentó como  su vocero  y que  también atendía en ese momento la corresponsalía  del diario Río Negro en El Bolsón, fue el encargado de citarme para  el sábado siguiente en la tranquera de Hidden Lake.  “Es una  excelente oportunidad para  que  conozcas a Joe. Y es la única, porque luego  viaja  hacia Europa”, me escribió en  aquel mail  que  me  puso a buscar febrilmente un pasaje a Bariloche en pleno diciembre.

Más  adelante, supe que  Lewis  evita  pasar por  su  mansión  durante el mes  de  enero. Sencillamente, porque esa época coincide con la llegada de los tábanos.

“Bueno, acá estamos”. El micro dejó la carpeta asfáltica y se introdujo en  un  camino de  ripio que  salía  de  la banquina, justo  en  el kilómetro 92.  Llegué  a la tranquera de Hidden Lake a la hora  señalada. Me anuncié frente a Julio, el cuidador, un  hombre de ojos azules como  el cielo,  y me puse a contemplar el  entorno, aliviado por  una  brisa  de aire fresco,  un rumor de viento que sembraba calma. Calma que  nada tenía que  ver  con  mi  ansiedad creciente. Sabía que  la mansión de  2.500  metros cuadrados que  Lewis  se hizo  construir a orillas del lago quedaba 18 kilómetros hacia el interior de las montañas, detrás de dos cerros que se funden en  una  quebrada encapotada por  lengas. A través de  ella,  baja  encajonado el río  Escondido, que  se termina uniendo a la cuenca de  otro  río,  el Azul,  el más  maravilloso  curso de  agua  de  la comarca andina. Delante de  mí, estaba una  de esas postales que los turistas compran en las tiendas de recuerdos. Patagonia viva y en estado puro.

Esperaba cualquier cosa  de  Lewis.  Pero  nunca imaginé que él mismo vendría a buscarme. Y, mucho menos, de qué forma  lo haría. La calma andina, de golpe,  se deshizo.

No eran  pájaros, eran  las  aspas de  un  helicóptero  Bell 430  con  capacidad para  siete  pasajeros lo que  comencé a oír de pronto, como  un latido cardíaco que empezó a rugir desde algún lugar  de la cordillera. Y la secuencia, repentinamente, se convirtió en una  imagen de película, una  fracción  de la danza de los helicópteros de Apocalipsis Now  o una  publicidad de Marlboro. A bordo, venía el amo y señor de esta geografía extraordinaria.

La nave  aterrizó a unos quinientos metros de la tranquera y de su interior salió,  diminuto e inclinado, como  protegiéndose  del  viento que  exhalaba la máquina, Joseph Lewis.  Su apariencia estaba muy lejos de la idea que me había formado.

Frágil,   pequeño,  anciano,  la  cara   colorada,  arrugada como  papel crepé, los pómulos chupados, una  nariz delgada,  Lewis  no bajó solo.  Lo acompañaba su inseparable secretaria barilochense, Silvana Llongaretti; el por  entonces intendente de  El Bolsón, Oscar  Romera, radical, nacido y criado en la Patagonia y admirador del  vecino millonario; y el periodista Julio Álvarez.

Lewis  me  tendió la  mano, hizo  una  seña  con  la  cabeza y nos  pidió que  lo siguiéramos. Nos  internamos en  un sendero boscoso, que  nos  condujo hasta el frente de  una construcción inmensa. Parecía un shopping a punto de estrenar, con un amplio salón principal, de forma  hexagonal, decorado con  palmeras en  el  centro de  un  patio interno y varios pasillos que  conducían hacia habitaciones equipadas para  cuatro, seis  u  ocho  personas. Parecía un  hotel  o, más  bien,  una  casa  gigante ideal para  jugar  a Gran Hermano. Era, en  realidad, un  futuro orfanato para  niños carecientes de la zona  que  el magnate había imaginado construir para  donar a la comuna, pero  podía ser, como  dicen  algunas personas todavía, un  centro de convenciones empresariales de  marcado estilo andino. Lewis  nos  llevó por  los  pasillos, abriendo y cerrando puertas, explicando por  qué  había elegido pintura amarilla para  las  piezas y otros  detalles. Su séquito asentía ante  cada  comentario del británico, que parecía un abuelo agradable, detrás de unos Ray Ban  tornasolados, con  su  gorra  de  Lago Escondido y ese  logo estampado arriba de la visera, un  águila volando su vuelo de libertad.

Más adelante conseguí datos sobre  esa construcción que el filántropo había bautizado All  About Kids.  El complejo cubría 4.200  metros cuadrados por  17 metros de  altura y tenía un  patio central de 900  metros cuadrados. Incluía todos los servicios e infraestructura recreativa para  los niños de la Patagonia y representaba, según sus abogados, la máxima expresión del  “compromiso compartido que  Joe tiene con la comunidad”.

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Joe ordenó volver a la nave.  Nos acomodamos adentro. El piloto, copiado de una  película de guerra (campera verde  de  aviador, el  parche U.S.  Army  y anteojos oscuros), levantó vuelo y se internó en la quebrada que  antes había visto  desde la  tranquera. Apareció primero la  cordillera, eterna y blanca en sus faldeos. Abajo,  manantiales de mil colores. Vi aparecer el lago Escondido y entendí el sentido de su nombre. Bautizar a la naturaleza es una  tarea  azarosa y arbitraria, una  decisión supeditada a la emoción de  los exploradores, por  lo  general. Pero  en  este  caso  no  podía caber  otro  título para  ese paisaje. El lago se halla verdaderamente oculto y es posible que toda  su fama se la deba a la polémica que se abrió  en la región con la llegada de Lewis. De no haber ocurrido así,  varias generaciones de Montero se habrían ido  a la tumba conservando el secreto sobre  el tesoro mejor  guardado. El Escondido, por  su  belleza, podría  ser el fin del mundo.

Pero  ¿qué  vendría a ser entonces esa mansión desmesurada  que apareció después, a orillas del lago? Hidden Lake, un  caserón muy  Beverly Hills  que  no  termina nunca, con jardines que  podrían ser los de Babilonia, parecía desde el cielo  una  maqueta de  Disneyworld. Y la metáfora cobraba cada  vez mayor fuerza a medida que  identificaba desde el aire la figura de miles de personas que corrían por el parque del  millonario: una  cancha de  fútbol, dos  equipos enfrentándose, un  área  de  juegos  inflables gigantes y toboganes. Pensé en Neverland, la mansión de Michael Jackson. Pensé en los niños y recordé que  a Joe le gustan mucho. Después me contaron de qué se trataba.

–A  la  fiesta  de  la  familia vienen todos los  empleados de  Lago Escondido con  sus  esposas y sus  hijos.  También vienen los niños carecientes de la zona  y además se juega la Copa de Fútbol Lago Escondido, de la que participan 20 equipos de  once  jugadores cada  uno  –me  dijo,  en  el aire todavía, la secretaria del magnate–. Hoy es la final.  Hay un asado para  todos y luego  la entrega de premios.

Hasta  ese momento, Lewis  sólo me había saludado, pero no me había dirigido la palabra. Y nadie se detuvo a explicarme cómo  y cuándo podría conversar con  él. Joe viajaba sentado al lado  de  una  niña de  no  más  de  doce  años  y a cada  rato  le señalaba a través de  la ventanilla de  la nave alguna de  las  bellezas del  paisaje. Julio  Álvarez, el periodista que  se  presentó como  vocero, no  paraba de  hablarme.  El helicóptero aterrizó frente a uno  de  los  patios del condominio, sobre  césped cortado con  precisión oriental, delante de una  terraza fabulosa, con  ventanales espejados y grandes portones palaciegos.

Empecé a certificar todo  lo  que  se  decía sobre  ese  lugar,  a destejer el ovillo del  mito  y convertirlo en  un  hilo narrativo y real.  Lewis  caminaba adelante del  grupo por una  senda y a cada  lado  del camino se levantaban esculturas talladas en madera. Saludaba a niños que  se acercaban para  besarlo, les hacía unas morisquetas y se reía.  Yo contemplaba lo que  podía, en silencio. Pero  lo que  había a la vista  era  demasiado y no  sabía  qué  mirar, qué  decir, con quién hablar. Y sin  embargo, todo  el  mundo en  el  mundo privado de Joe parecía moverse con  naturalidad, como acostumbrados a la desmesura que  gobernaba el lugar  y a las extravagancias de su dueño.

Las hectáreas parquizadas de Hidden Lake incluyen hipódromo, cancha de  tenis, de  fútbol, de  básquet, casa  de muñecas, establos para  cien  caballos, alrededor de 80 empleados, cabañas que  parecen las  de  un  cuento de  hadas para  ellos  y sus  familias, gimnasio, un  centro recreativo imponente con  conexión a Internet y sala  de  cine,  vehículos todo  terreno, kartódromo, turbinas generadoras de energía eléctrica en  los  saltos de  agua  del  río  Escondido, un jardín que parece un centro de meditación zen,  casa de muñecas donde podrían vivir  varias personas, juegos  aéreos arriba de algunos árboles, motos de agua.  Y, supongo, herrajes de  oro,  cuadros que  podrían ser  Picasso y cosas que seguiré imaginando porque jamás  me dejarán ver.

A Lewis no le gusta que se hable de él. A Lewis no le gusta dar  entrevistas. Y aunque aceptó el pedido que  le había hecho mucho tiempo antes, a través de Nicolás y en nombre de la revista Noticias, nuestro encuentro fue escueto y a la medida de lo que él mismo decidió. Íbamos rumbo a la cancha de fútbol cuando dio media vuelta y me habló por primera vez.

–¿Cómo  era tu nombre? Dije mi nombre.

–Ok.  Todas las  preguntas que  quieras hacerme me  las puedes hacer ahora que estamos acá, pero  no me pidas que nos sentemos a conversar.

Lewis  miró  su reloj.  Siguió:

–A las tres de la tarde, el helicóptero va a estar  listo  para devolverte a la ruta.

A las 12.40  del mediodía tuve  la certeza de que no iba a ser una  entrevista convencional. Y de que Lewis  manejaría la situación con  holgura y agilidad. Había  que  preguntar ahora. Parado, rodeado de gente,  incómodo. Empecé:

–¿Cómo  fue que decidió instalarse en la Patagonia?

–Bueno, este  es uno  de los lugares más  bellos del  mundo. Y no encontré, honestamente, un  sitio  que  me conmoviera  más que este paraíso.

–¿Cómo  conoció la Argentina?

–En 1992,  un amigo  australiano que tiene campos en La Pampa me invitó a conocer el país.  No dejaba de insistirme en que debía comprar algo. Así que vine,  pero  recién volví para  comprar en 1996.

Uno  de los equipos convirtió un  gol y todos nos  dimos vuelta para  mirar. Una hinchada de treinta o cuarenta personas agitaba banderas que  decían Lago Escondido. Lo vi a Lewis  celebrar el tanto. El equipo de sus empleados (vestían  las  mismas camisetas del  Tottenham Hotspur) se ponía al frente del cotejo  contra los gauchos de la comuna del Río Manso.

Seguí:

–¿Por qué se decidió por Lago Escondido?

–Fue  la mejor  oferta.  Podría haber comprado en las Cataratas del Iguazú o algo en Salta  o Mendoza, pero  este era el sitio  que soñaba. Y cada  vez que regreso, no paro  de disfrutar de todo  esto y de la gente  que vive aquí.

¡Mierda! Otro  gol y el reportaje se me iba de las manos. Arremetí:

–¿Qué  opina sobre  la venta de tierras en la Patagonia y las polémicas que ha despertado el asunto?

–Que  es  una  cuestión que  debería estudiarse, pero  no me parece que deba  hacer comentarios sobre eso. Si algo se puede comprar, pues entonces cuál  es el problema. En mi caso, yo compré lo que me dejaron comprar y aquí  estamos todos. Bueno, me  gustaría que  todo  lo demás que  quieras saber  de mí se lo preguntes a toda  la gente  que  está  aquí  y si necesitas información sobre  mi trabajo, puedes buscarla en Internet.

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Así  fue  como  Lewis  decidió que  nuestro diálogo había terminado. No dejó ni siquiera espacio para  que yo hiciera una  nueva pregunta, dio  media vuelta y chistó a varios de sus  asesores para  que  lo siguieran. Lo vi caminar encorvado  hacia el sitio  donde se concentraba la mayoría de  los invitados y mezclarse entre sonrisas con  el primer grupo de personas que lo integró a la charla. Luego, el magnate se fue a corretear con  los niños que  lo seguían y yo me dediqué  a caminar por  el lugar  y conversar con  algunos personajes.  Un paisano me dijo:  “Este  gringo  es un  fenómeno”. Escuché a unas mujeres hablar de unos regalos que  Joe les había hecho a sus  hijos.  Volví  a ver a Lewis  al cabo  de un rato,  y fue  esa  la  última vez:  pasó  montando un  caballo marrón, seguido por  una  tropilla de alazanes más  petisos, montados por niños.

La copa  Lago Escondido quedó en manos de uno  de los equipos de los parajes vecinos. Y la entrega de premios fue maravillosa. Una  carpa, un  locutor, trofeos, indumentaria para  los ganadores, aplausos. También hubo premios para seis  chicos que  habían ganado una  competencia de  postas  coordinada por  instructores de  educación física  traídos desde Europa solo para  la ocasión. “Para  los ganadores–anunció Nicolás Van Ditmar e hizo  una  pausa como  buscando generar misterio– …viajes  en helicóptero”. Y estalló la ovación. Se advertía un derroche de dinero asistencialista y decidido, una  evidente búsqueda de adhesiones y voluntades solventada por recursos económicos ilimitados.

Me acerqué al sector donde se preparaba la comida, el banquete sería  faraónico: 32 costillares bien  clavados se doraban sin pausa, custodiados por un ejército de asadores hechos con  el  mismo molde, todos vestidos como  paisanos,  con  un  atuendo similar: bombachas de  campo beige, alpargatas de yute,  camisa oscura, pañuelo atado al cuello. Probé  el almuerzo: un  sabroso sándwich de  carne asada. Brindé con  gaseosa porque en  Hidden Lake,  por  decisión del dueño, está prohibido beber  alcohol.

Se hizo  la hora. Cerca de las tres de la tarde, Nicolás Van Ditmar vino  hasta donde me encontraba. “Viste  que  no es lo que se dice... ¿Y? ¿Qué van a decir ahora los periodistas de  Buenos Aires?”, me  desafió. Sonreí lo que  pude. Y escuché el sonido de las aspas. Dos minutos después, volví a ver el lago desde el cielo  y pude contemplar de nuevo el brillo de Hidden Lake. El dueño de casa paga para  que todo brille, pensé mientras veía cómo  discurría por una  quebrada un río de color  esmeralda. Y paga bien.

En principio, Lewis  paga  a sus  empleados –jardineros, mecánicos, cuidadores de animales y administradores, que viven de lunes a viernes en la estancia y que hasta reciben visitas médicas y odontológicas allí–  los  mejores sueldos de la zona.  Pero paga mucho más,  en realidad.

Desde  que  llegaron a El Bolsón, el británico y su  equipo de asesores vienen operando de forma  casi demagógica sobre  el sector de  la población rural con  menos recursos y ocupando, en  muchos casos,  un  lugar  que  debería ocupar  el Estado provincial y nacional. Es evidente el paternalismo con que Lewis  procede delante de sus invitados y de sus  vecinos. No tiene nada de malo,  en principio. Pero existen denuncias que señalan que detrás de ese altruismo en apariencia desinteresado se esconden otros  intereses.

En la Patagonia despoblada es muy  sencillo, si se tienen los recursos y los contactos políticos necesarios, establecer leyes  propias y crear  verdaderos latifundios: pequeños estados dentro de  otros  más  grandes empobrecidos o dominados por familias de la zona.

En  el  caso  de  Lewis,  las  evidencias afloran por  todos lados. No pasa  un  mes  sin  que  los  vecinos se desayunen con  un  nuevo gesto,  en  apariencia solidario, del  millonario. Sus asesores dicen que actúa por pura bondad.

La abogada Dalila  Pinacho fue  hasta mediados de  2009 la encargada de Relaciones Institucionales de Hidden Lake. En  febrero de  2006  declaró a  la  revista Gente:   “Joseph entiende que  los  emprendimientos en  beneficio de  la comunidad pueden ser acompañados por  quienes tienen los medios para  hacerlos. Todo lo que se espera es que el ejemplo  de realizar un  trabajo sin  otro  fin que  la educación, el deporte y las mejoras de las condiciones de salud –siempre desde la  solidaridad– ayude a despertar en  otros  la  conciencia de servicio hacia los demás”.

Sea como  fuere,  la política de seducción del británico es asombrosa por  lo exótica y por  lo sorprendente. Lo primero que  hizo,  mucho antes de que  estallaran las denuncias por  el control de acceso al lago,  fue convertir su mansión en  un  destino recreativo para  la  mayoría de  los  colegios y hogares de  chicos de  la región. Así,  la casa  de  Lewis  se transformó en  el raro  diamante del  que  todo  visitante hablaba  cada  vez  que  volvía de  ese  viaje  hacia otra  dimensión,  el palacete encantado del Escondido.

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En  1999,  Lewis  instaló en  la  estancia un  servicio exclusivo de Mc Donald’s, franquicia que  hasta entonces no existía en  la Patagonia, para  agasajar a un  contingente de varias centenas de  chicos que  fueron de  excursión. Años después, para  un Día del Niño,  llamó por teléfono al intendente de El Bolsón y le dijo en “espanglish”:

–Cachoooo, quiero regalar pelotas y muñecos para  todos los pequeños del pueblo.

Romera aceptó, pero  con  la condición de  que  Lewis  lo acompañara a repartirlos casa  por  casa.  Y así  ocurrió.  El jefe comunal aprovechó para  hacer campaña y salió  a recorrer los barrios pobres de la ciudad, acompañado por  el nuevo vecino, que  repartía regalos, cual  Rey Mago venido de un lugar  lejano, con una  sonrisa de oreja a oreja.

En el invierno de 2003,  un  desborde del  río Quenquentreu  arrasó con centenares de viviendas de pobladores que se afincaron en las márgenes de ese curso de agua que parte en dos a la localidad. Este problema es una  constante en El Bolsón, donde varios barrios, debido a la desidia de funcionarios locales, fueron mal trazados y diseñados dentro del lecho del río, que se vuelve agresivo cada  vez que la lluvia y los deshielos azotan a partir de la primavera. Lewis  llamó al intendente cuando el clima volvió a hacer estragos. Pero esta vez lo hizo  para  avisarle que había depositado en una  cuenta 30.000 pesos y que  utilizara ese dinero para  lo que  fuera  necesario. Luego  donó 3.000  colchones y varios juegos  de frazadas.

Lewis  procede como  un líder populista y muchas de sus apariciones parecen las de un político en campaña. Una de las anécdotas que  más  recuerda la gente  de la comarca señala  que cierta vez, en 1998,  sobrevolando la zona  a bordo de un  helicóptero, descendió en un  paraje de campo de la cordillera, cerca del río Manso, y se puso a jugar un partido de taba con los gauchos del lugar.  Luego los invitó a comer un asado a su casa. Se fue y prometió volver. Lo hizo  varias veces  más,  claro.

Hace dos años,  el magnate volvió a sorprender a sus empleados y a varios vecinos. En ocasión de una  visita de su hijo  Charles a la mansión, ordenó: “Hagamos una  fiesta”. Y Hidden Lake  producciones puso toda  la maquinaria en funcionamiento. La celebración tuvo  su cuota de originalidad:  el británico hizo  traer  desde Buenos Aires,  pagando, desde luego,  a una  de las mejores bandas clon  de The Beatles que existen en el país,  The Beats.  Y todos bailaron Day Tripper, pero  él no se movió mucho: por  aquellos días,  lo acompañaba a sol  y a sombra una  kinesióloga, contratada para  aliviarle una  dolencia muscular, al parecer en las piernas, que no lo dejaba en paz.  La fiesta,  sin embargo, se llevó  adelante, como  tantas otras.

Así se ha ganado Lewis,  especie de Tío Rico que  regala dinero, el  afecto  de  una  parte de  la  población de  El Bolsón y un apodo que lo resume todo:  en la puerta trasera de una  de las dos  ambulancias equipadas con  unidades coronarias que  donó al municipio el Tavistock Group, figura  la siguiente leyenda “Gracias Tío  Joe”.  Y los  vehículos, dos camionetas que  sobresalen por  su  color  naranja y blanco, como  las que se ven en los Estados Unidos y Europa, parecen copiadas del cine.

Pero  el goteo  de los bolsillos del  “Tío  Joe” también salpica  al poder o a quienes pueden darse el gusto  de coleccionar antigüedades. El 13  de  octubre de  2003,  el  diario Río  Negro  dio  cuenta de  otra  celebración, tan  “fierrera” como  refinada, que  Lewis  repitió en  los  años  siguientes.

El artículo se titulaba “Verdaderas joyas  mecánicas en  un paisaje de ensueño”: “el  BolsóN  (AEB). La pasión por  los autos antiguos fue la excusa ideal para  que decenas de amantes de los ‘fierros’ disfrutaran de  las  bellezas naturales del  lago  Escondido, despuntaran el vicio  por  las  carreras de  regularidad y vivieran una  jornada más cercana al ‘jet set’ vernáculo que a la velocidad y las pistas. Las ‘500 Millas Sport’  y sus autos de  época pasaron por  la  estancia del  magnate Joe Lewis dejando anécdotas y el recuerdo de algunos famosos como Gregorio Pérez  Companc, que condujo un Ford  Cobra.

[...] Los autos antiguos y sus  fanáticos pilotos llegaron hasta El Foyel  para  completar una  serie  de  pruebas cronometradas en el kartódromo que  el establecimiento  Lago Escondido construyó en el lugar.

[...] Una  vez  más  la  estancia Lago  Escondido fue  anfitriona de  un  evento de  este  tipo.  En la amplia explanada, frente a la mansión que construyó el magnate Joe Lewis,  se desplegaron los  sesenta vehículos de época que  participaron de la competencia. El Jaguar, el Aston Martín, el Austin o los Porsche, no desentonaban con las líneas señoriales de la impresionante construcción.

[...] La estancia de Lewis,  desde hace  tiempo, viene apoyando distintas actividades deportivas, como  competencias  de kárting, carreras atléticas o campeonatos de fútbol interinstitucionales. Este  fin  de  semana brindó el  marco de  belleza natural para  que  los  competidores de  las  ‘500

Millas Sport’  tuvieran un prolongado descanso.

Fue  paradójico ver  como  algunos ‘ricos  y famosos’ se quedaban boquiabiertos ante  la majestuosidad de lo logrado por Joe Lewis  en Lago Escondido”.

La  lista   no  termina con   el  artículo: los  asesores  de Lewis  –es decir, el ejército de empleados conducidos por Nicolás Van Ditmarse han  empeñado a lo largo de estos años  en convertir a Lago Escondido en el escenario ideal para  cientos de acontecimientos: carreras de aventura, convenciones, visitas de personalidades políticas y del deporte, celebridades del  cine.  Detrás  de esa continuidad de  celebraciones y buenas obras,  están las  historias que irritan a Lewis  y a su  gente.  En El Bolsón, no  son  pocos los vecinos y concejales que creen que debajo de su generosidad se esconden otros  objetivos, como  el posible control  de las nacientes de agua de esa parte de la Patagonia. Pero Lewis  ignora las acusaciones y avanza con su modus operandi.

Cada vez que un político viaja a la zona,  suele pasar por Hidden Lake  a comer un  cordero patagónico. La costumbre la inició el ex gobernador de Río Negro,  Pablo  Verani, cuando festejó  con  una  gran  cena  regada con  tinto de alta gama,  frente al  lago,  su  victoria electoral de 1997.  Pagó Lewis.  Y pasaron varias cosas.  Aquella noche, el británico sacó el tema  del viejo hospital de El Bolsón, que el flamante gobernador pensaba restaurar:

–¿Y le conviene arreglarlo? ¿Cuánto le cuesta hacer uno nuevo? –preguntó el millonario.

–Con  tres  millones de  dólares haríamos uno  muy  moderno para  la zona  –respondió Verani.

–Muy  bien,  tráigame el proyecto, yo pongo la mitad –se lanzó Lewis.

Y la conversación saltó  hacia otro asunto.

–¿Por  qué  no vino  a verme cuando estuvo en Washington? –le recriminó el candidato a filántropo.

Algo incómodo, Verani recordó dos cosas: que había preferido quedarse mirando viejos  monumentos de la ciudad y una  frase  que  en  esos  días  le había dicho el por  entonces presidente del Banco Mundial, James Wolfensohn: “Mi amigo  Lewis  quiere conocerlo, quiere mandarle el  avión para  que vaya a verlo  a Orlando”.

La sospecha de que Lewis  podría haber aportado fondos para  la campaña de  políticos locales y provinciales corre entre los  cerros con  fuerza de  verdad. En cuanto a lo del hospital, nunca se concretó.

Lewis  estaba decidido a donar los fondos para  la construcción del  centro de alta  complejidad que  pretendía ser el más  moderno de  toda  la Patagonia. Sería  un  lujo,  pero además un beneficio sustancioso para  los vecinos de la comuna, que  aún  hoy  se ven  obligados a viajar  hasta Bariloche  cuando necesitan estudios que  exceden la capacidad de la sala de primeros auxilios municipal.

Lewis  quería un hospital sofisticado, como  el de Boston o Chicago, pero  en el medio del  valle,  entre cerros y tierra fértil.  Las polémicas estallaron justo  cuando comenzaban a delinearse los detalles del proyecto.

Entonces un grupo de legisladores locales denunció que Lewis  estaba controlando el acceso a las cuencas de agua y que,  detrás de  su  donación millonaria, se ocultaba lo que realmente iba  a pedir a cambio: anexar más  tierra fiscal a sus  terrenos y evitar que  lo molestaran con  la cuestión del paso  hacia el lago Escondido, la verdadera piedra de la discordia. Lewis  no toleró la acusación, se enfadó y depuso su actitud automáticamente: retiró el ofrecimiento de la donación, luego  de manifestar que no estaba interesado en que  sus  gestos  fueran utilizados con  fines  políticos. Pero el gran debate que gira en torno a Lewis  y su mansion está relacionado con el acceso al lago Escondido. Un debate sobre agua pura: agua que todavía hierve en el medio de una discusión caliente y sobre  todo  trabada en la Justicia.

La verdad es que  Lewis  no  compró el lago sólo  porque la  ley  no  se  lo  permite. Todas las  cuencas hídricas de  la Argentina son públicas, pero  el británico adquirió la totalidad  de las hectáreas que bordean el espejo de agua y si uno quiere llegar  hasta la orilla, hay  que  atravesar un  camino por dentro de la propiedad privada: 18 kilómetros de ripio mejorado que  nacen en  el kilómetro 92 de  la ex ruta  258, actual ruta  nacional 40, y que  mueren en la costa  oriental del  lago, justo  cuando aparece la mansión. El trayecto que hice  para  llegar  a ella.  Huelga decir que  el camino es un sueño. Un sueño muy  privado.