Disputas narrativas entre ambiente y desarrollo


Definir el concepto, controlar el debate

La vida que conocimos ya es pasado. En contextos de crisis importan las historias que narran nuevas historias y quiénes tienen legitimidad para contarlas. Flavia Broffoni analiza cómo hace el capitalismo para construir consensos inéditos de apoyo a sus megaemprendimientos. Y devela los paradigmas detrás de dos narrativas claves de esta época: ambientalista y desarrollista. Valores y disputas de sentido detrás de palabras como “contabilidad creativa”, “pluriversos”, “neoextractivistas”, “hippies”, “bobos”.

Un amigo querido me dijo una vez que la mejor defensa es un relato que enamora. Estas son horas cruciales en la construcción de relatos que no teman meterse en el barro del colapso irreversible pero tampoco se queden anclados en la lucha por la supervivencia. Cabe la pregunta cruda y amorosa sobre cómo es una vida que valga la pena vivir. Lo que debería aterrar de la situación actual no es la incertidumbre, sino el aceptar sin más que es imposible imaginar un mundo post capitalista.

 

Los paradigmas cuentan historias. Y esas historias hacen que nuestros cerebros procesen mejor la información que les llega bajo estructuras narrativas que por sobreabundancia de datos. Esto lo sabe bien el lenguaje del poder. 

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La profecía autocumplida de la pandemia se desenvuelve cada vez más distópica, y comprendemos de forma colectiva que volver a la normalidad que conocíamos es lo irreversible. En este contexto de urgencias importan, más que nunca, las historias que narrarán nuevas historias. Importan también quiénes encarnan la legitimidad para contarlas. 

El neoextractivismo se viste de verde

 

El capitalismo construyó consensos narrativos inéditos que atraviesan todos los espectros político-partidarios. Las falsas soluciones que prometen (aplicando más tecnología para lograr una mejor producción), pasan por alto la irracionalidad de esa misma producción y se fortalecen en las grietas y lealtades. Los megaproyectos de industrialización animal, como el que busca cerrar el gobierno con China para exportar cerdos a escala pandémica, son un ejemplo. Fue tan efectivo el cuento del consumo ilimitado que, como dice Slavoj Zizek, es más fácil imaginar el fin de la civilización que el fin del capitalismo. 

 

Incluso en las latitudes de quienes sufrimos las “externalidades” del irracional crecimiento termoindustrial del norte global, se repite sin cuestionar el mantra del progreso lineal como horizonte y anhelo. El consenso de los commodities, que consagró durante las últimas dos décadas al modelo neoextractivista -agroindustrial, ganadero, minero y fósil- como perfil productivo para los países de la región, se refugió en el liberalismo tanto como en el progresismo, y hoy encuentra un caldo de cultivo inmejorable para llevar hasta las últimas consecuencias su propuesta acumuladora que siempre se centra en el aumento sostenido -e infinito- del Producto Bruto Interno (PBI). Nada dicen los desarrollistas sobre la potencialidad que tiene el PBI de aumentar, por ejemplo, si las corporaciones mineras contaminan nuestras fuentes de agua y tenemos que comprarle a Danone, Coca Cola, Nestlé o Manaos líquido embotellado.  O cuántos puntos crecería el país si Bayer, Syngenta, Corteva y BASF terminan de arrasar con sus venenos la tierra, privatizan nuestras semillas y luego nos salvan de la desertificación que ellos mismos provocaron vendiendo trigo transgénico de Bioceres. 

 

El debate internacional sobre las responsabilidades comunes pero diferenciadas para tomar compromisos frente a la crisis climática, y la discusión alrededor de la deuda externa se enfocan en valorizar económicamente árboles y humedales. Así, la contabilidad creativa podría generar equivalencias entre capital natural y deuda externa )y, si tenemos suerte, salir saldados). 

 

No es fatalismo. Este entramado de capítulos geopolíticos nos lleva a la extinción. 

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Una vez escuché a Moira Millán contar que el término “realidad” tiene su génesis en las decisiones que tomaban los reyes para resolver una disputa entre dos versiones contrapuestas sobre un mismo hecho. La resolución frente al conflicto se convertía entonces en La Realidad. Algo así como una historia guionada por quien posee legitimidad de origen, en aquel caso divina, para relatarla. Esta anécdota, a primera vista pintoresca, dice mucho sobre quiénes hoy revisten legitimidad para determinar qué es real y qué no.

 

Por la radicalidad del proceso y la obsolescencia que demuestran las instituciones estatales y privadas para gestionar la transición es que algunxs hablamos de colapso; algo así como una crisis aguda, permanente e inevitable de la civilización termoindustrial que basó su expansión en los combustibles fósiles. Significa un quiebre en la historia que conocemos. El punto ciego de la posmodernidad. Bienvenidxs al desierto de lo real, diría Morfeo en aquella escena épica en donde le muestra -no sólo le cuenta- a Neo qué es la Matrix. 

En este umbral de lo real, la emergencia más enorme que haya visto la humanidad, está documentada y sistematizada en los parámetros que el complejo tecno-científico nos propuso usar desde la revolución empírica; el propio lenguaje del poder. De forma ingenua, quienes estudiamos mucho para entenderlo y hablarlo nos venimos preguntando desde hace demasiado tiempo: ¿cómo puede ser que los gobiernos no actúen como si la verdad fuera real? 

Todas las reformas que propusieron desacoplar el crecimiento económico de la explotación de la naturaleza se quedaron en enunciados bonitos desde aquella cumbre de la tierra en  Río 92’. No existe tal cosa como “el capitalismo verde” bajo una concepción del desarrollo como acumulación exponencial de riqueza material a cualquier costo (sobre todo cuando el costo de la vida es imposible de dimensionar en términos financieros). Hablamos de acumulación y no de creación de riqueza como afirmación política, porque ya nadie puede defender la utopía de  crear riqueza para el derrame social. 

Nuestras historias colectivas se siguen relatando desde la emulación de valores y políticas públicas del mundo del maldesarrollo. Así, poco margen nos dejan para imaginar pluriversos de sentido y realización que habiliten la construcción de esperanzas radicales; esperanzas que no radican en el esperar sino más bien en acuerpar un duelo colectivo sobre una normalidad que jamás volverá, mirar la paradoja del colapso a la cara y asumir que toca hacernos cargo de cambiar todo. 

 

Mientras madura esa fruta todavía verde en las cabezas de las dirigencias del mundo, es imperioso compostar la que ya está caduco, y traer al plano del debate público los mitos fundacionales: que la agroindustria genera empleo, que necesitamos oro para industrias esenciales, que faltan alimentos en el mundo. Estos mitos sostuvieron al modelo del extractivismo. 

 

Además, ahora suenan con fuerza las voces de sociólogos, economistas, intelectuales e incluso ambientólogos encolumnados detrás de la retórica neodesarrollista. En esta edición reversionada del saqueo histórico, los centros de poder político-corporativos legitimaron nuevos referentes que son pintorescos cuando despotrican contra lxs ambientalistas, pero peligrosos cuando encarnan símbolos arquetípicos muy útiles en la construcción de fidelidad narrativa; personajes pseudo progresistas que cierran filas alrededor del modelo y pregonan la criminalización y judicialización de las comunidades organizadas en resistencia a la megaminería, Vaca Muerta, AgTech y las granjas porcinas de China. En todos estos casos, resistir es proponer. Que no nos digan lo contrario. 

 

Esa retórica desarrollista narró la modernidad a partir de la transición al capitalismo y sus valores hegemónicos, demoliendo la diversidad de saberes y cosmogonías, ungiendo de credibilidad a representantes del patriarcado que saben aggionarse a cada época pero son una nueva versión de más de lo mismo. No importa cuantas veces expliquemos que los ricos están destruyendo al planeta. Muchos de ellos cancelan a lxs ambientalistas con afirmaciones sin sustento empírico. Despotrican usando la estrategia de la posverdad: la metáfora y la adjetivación. Bobos, falopa, hippies, privilegiados, veganos-come-lechuga, zurdos, macristas, anarquistas, eco-femi-nazis, ecotroskos, financiados por Bill Gates, por la embajada de Estados Unidos y por Geroge Soros. Hay versiones muy sofisticadas en la aplicación de esta práctica discursiva: “neo-malthusianos” y “eugenistas” son de mis favoritas. Recitan con altruismo la receta de lo que deberíamos hacer como país para salir de la pobreza, pero proponen los mismos ingredientes que generan inequidad desde hace 500 años. Y que sólo mira el hoy.

 

Quienes humildemente acompañamos la autodeterminación de las comunidades ancladas en territorio debemos defender sin titubear, incluso para quienes existan lealtades partidarias, que si el anhelo democrático es verdaderamente representar la voluntad popular, todos los proyectos extractivistas se deben debatir y plebiscitar. Se nos va la vida, literalmente, en ello. 

 

Acuerpar esta demanda es una respons-habilidad que reclama coherencia para con quienes están guardianando los últimos refugios regeneradores de vida frente a la aniquilación biológica del Antropoceno. 

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Detrás de la coyuntura

 

El esquema de valores hegemónicos antropocentristas, patriarcales, colonialistas, racistas y especistas está detrás de todas las historias que nos siguen contando. Desde este esquema de valores se instalan realidades: importa disputar esos sentidos porque en los territorios se están barajando las cartas que merecen ser jugadas, y a esos territorios los están aniquilando. 

 

Argentina está entre los 10 países del mundo con tasas de deforestación más altas a pesar de tener Ley de Bosques desde 2008. Es también uno de los territorios con mayor uso de glifosato del planeta. Con el 42% de la gente por debajo de la línea de la pobreza, durante los primeros meses del aislamiento obligatorio se le pagaron subsidios retroactivos a productores de soja que no habían ganado suficiente durante la última campaña del gobierno de Macri por 12.000.000.000. También durante la cuarentena ardieron 1.000.000 de hectáreas de ambientes naturales que hoy están viendo ingresar a las vacas y las sembradoras donde antes había humedales. Las empresas hidrocarburíferas reciben en formato de transferencia directa, el equivalente a 15.000.000 de Asignaciones Universales por Hijo (AUH) y van a cobrar la mayor parte -el 25%- de los aportes de las grandes fortunas. Dicen los presidentes a la FAO que producimos alimentos para 400 millones de personas pero los índices de desnutrición en las comunidades indígenas donde se extrae naturaleza para exportación son iguales a los africanos. 

 

¿Radicales?

 

¿Cómo pueden definir como “ambientalistas extremos” a 30.000 chubutenses que movieron cielo y tierra para presentar una iniciativa popular, usando todos los instrumentos institucionales que el sistema dispone, y fueron rechazados en su deseo comunitario? ¿A quiénes representan los funcionarios que negocian acuerdos secretos para la industrialización animal en territorios habitados por comunidades indígenas que ya dijeron que no los quieren? ¿Qué tipo de justicia social reviste usar nuestros impuestos para subsidiar a los dueños de la industria fósil que está agudizando la crisis climática? ¿En qué momento asumimos el rol del Estado y normalizamos encargar análisis de laboratorio para demostrarles a quienes deberían estar protegiéndonos que los agrotóxicos están enfermando los cuerpos-territorios rurales y sus escuelas? ¿Por qué nos creemos responsables de aportar la carga de la prueba cuando somos víctimas de un modelo diseñado solamente para exportar Naturaleza en forma de commodities? 

Si nuestros representantes nos dicen mediante silencios y omisiones que el extractivismo no se debate, cabe en sus hombros la responsabilidad frente al Terricidio; un término-síntesis sembrado por las mujeres indígenas por el bien vivir que no queda circunscripto a la causa ecologista. Terricidio evidencia la obsolescencia del neodesarrollismo que nada dice ni resuelve desde sus cuentas de Twitter frente los problemas estructurales de violencia contra pueblos originarios, feminidades, niñeces, desterradxs, trabajadorxs excluídxs y de la economía popular, inmigrantes/trashumantes, animales no humanos y otras formas de vida con equivalentes derechos a los nuestros en este organismo vivo que es la Tierra. 

Las tramas de lucha colectiva por la defensa de la Tierra son la contrahegemonía total en estos tiempos de aprender a vivir y morir en un planeta dañado. Por eso, el embate del sistema que quiere sostenerse en sus privilegios será también total. Tiene a todo el aparato institucional jugando de su lado de la cancha y no sorprenderá que a medida que se profundicen las resistencias al agronegocio, la megaminería y el fracking, surjan nuevas y creativas historias delirantes que busquen definirnos; sabemos que quien define el concepto controla el debate. 

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Pluriversos posibles 

 

A nuestro mensaje como activistas le llegó el momento de ser puente necesario entre ciencia empírica y otras formas de aproximarse al entendimiento y a la intervención de la realidad desde el conocimiento colectivo, el sentipensar femenino, la cultura popular y la sabiduría ancestral anclada en el territorio. 

 

Acá estamos lxs “ecologistas extremxs” y les invitamos cordialmente a debatir, porque para intercambios epistolares interminables ya no tenemos más tiempo. 

 

Ampliar el horizonte de nuestras historias con empatía es el único acuerdo posible entre desarrollismo y ambientalismo. En definitiva, si lo que estamos buscando (y nos exigen) son soluciones, la revolución de lo obvio será cambiar a los -pocos- narradores que cuentan las historias de siempre por las -muchas- anomalías que habiliten la evolución.