Crónica

Verano anfibio


Azúcar amarga

En 2004, el escritor Pablo Ramos volvió a la casa de tortas en Villa General Belgrano. Quería que su novia brasilera conociera a la dueña del lugar, una viejita a quien recordaba como tierna y amorosa. Sin embargo, después de degustar varios dulces descubrió que detrás de la harina, la crema y el azúcar, se escondía un oscuro sabor amargo.

Fotos: Nelson Torres

Fue para el verano del 2004, a punto de separarnos (no por falta de amor sino porque ella viajaba a Salvador y yo no podía ir hasta dentro de tres meses), Jorlane, mi mujer de entonces y yo, fuimos a pasar un fin de semana a Villa General Belgrano, en la sierras de Córdoba. Me habían invitado a la feria del Libro de Alta Gracia y al terminar mis compromisos nos fuimos a las sierras.

Ella estaba fascinada con Córdoba y con el paisaje serrano. A mí me fascinaba ella. Jorlane es una maravillosa morena nacida en salvador de Bahía, Brasil, que había venido a la Argentina a estudiar español y terminó licenciándose en letras. Buena e inteligente, hermosa y cálida, tan inocente que casi nunca se daba cuenta de la mala onda de la gente y confiaba en cualquiera en cualquier situación. Un coctel que la iba a terminar lastimando muchas veces por este lado del mundo. Y ahí, en ese paisaje tirolés, de no ser porque algún dios muy poco ario por cierto me diera una pequeña manito, le habrían dado la estocada final, el sablazo de despedida.

Luego de recorrer el pueblito, de comer chucrut y salchichas y tomar cervezas artesanales, de meternos en una tienda donde sólo vendían música en alemán y la mayoría en casetes (lo juro), la invité a comer una “picada de tortas” a la casa de la Abuelita de las tortas.

—Vas a ver qué tortas —le dije—, hace cinco años que vengo y la abuelita es una alemana adorable.

—Qué lindo, amor —dijo ella.

Yo ya había ido varias veces, con distintas novias, con mis hijos chicos y más grandes. Soy un visitante asiduo de la Docta y sus alrededores (allí está la casa del gran escritor cordobés y tal vez el mejor cuentista argentino de nuestra generación: Sergio Gaiteri). Y bueno, qué lindo llevar a mi negrita a comerse sus tortas tirolesas. Fuimos, caminando fuimos, respirando ese oxígeno que tan poco tenemos en Buenos Aires, y que tanto sobra por aquellos lados.

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Llegamos, entramos y nos sentamos. Nos atendió una chica y pregunté por la abuela, pregunté de esa manera porque yo sabía su nombre. Lo que me contestó la chica debió ponerme en sobre aviso, pero yo estaba emocionado y a la vez triste porque se iba mi negrita. Estaba medio boludo, digamos. Tanto que en la caminata me había clavado una rama en el centro exacto de la cabeza, en el centro exacto de la pelada es lo que me da vergüenza decir. Haciéndome un pequeño tajito en la piel, esos tajitos que diferencian al pelado boludo del pelado medianamente normal: un bajón.

—¿Y abuelita X? —pregunté.

—¿Qué abuelita? —contestó la moza

—La señora, la que las nieves del tiempo platearon su sien —dije en broma.

—Ah, la dueña. Está adentro, ahora lo viene a saludar.

Esperamos y nos trajeron las tortas y el té. La abuelita no pintaba y yo pensé que la empleada estaría enojada por alguna cosita menor y por eso no nos había anunciado. Cuando íbamos por la mitad del empalagoso banquete, apareció abuelita X. Dijo “hola” y nos dio la mano. En el momento me quedé extrañado, pero como uno va sólo de verano a esos lugares, pensé que yo tenía un recuerdo exagerado del afecto que, abuelita X, demostraba por mí. Pero estaba casi seguro de que siempre, desde la primera vez, me había saludado con un beso. Lo cierto es que nos saludó con la mano, preguntó si todo estaba bien y se fue, por detrás del mostrador, a lo que supongo será la casa particular de la repostera.

Terminamos y pedí la cuenta. Le dije a Jorlane que iba a saludar a la abuelita X y ella me dijo que le dijera que le había parecido hermosa y que las tortas eran las más ricas que había comido en su vida.

—Le digo, amor —dije.

Caminé hasta la barra y pagué. Detrás, sentada, tejiendo, estaba abuelita X. Me adelanté y le tendí la mano, ella me hizo señas para que me agachara, me agaché y luego de darme un beso en la mejilla me dijo:

—¿Es tu nueva novia?

—Sí, abuela, hace seis meses que salimos, ¿no es hermosa?

—¿Y la otra?

—Nos separamos al mes del verano pasado.

—Me gustaba más la otra, era blanquita, y esos ojos que tenía, celestes, perfectos. Esta es… no te ofendas, eh… muy…

—Negra –dije—, es negra.

—La otra, acordate, querido, y nos vemos pronto.

—Nos vemos pronto –dije.

Pero fue recién caminando los pocos pasos que me separaban de Jorlane que sentí ese sabor que sentí luego en Alemania, en Francia, en España, en Italia. En Portugal no lo sentí, ¿qué cosa, no? Oculto detrás de las mil maneras de trabajar con harina, crema y azúcar; algo amargo, muy amargo, algo venenoso, revelaba su verdadera esencia.

—Vamos, querida –le dije a mi negrita.

—¿Y la abuelita X?

—Te manda un beso enorme.