Crónica

Anfibia 10 años


Bailar como si el mundo aún valiera la pena

El encuentro del cuerpo y la palabra, la danza y la literatura, la realidad virtual y las plantas nativas, la música y el pensamiento. Lo anfibio genera conexiones inesperadas, abre el pensamiento y el imaginario hacia otro tipo de experiencias y otros modos de comprender la realidad. Lejos de los protocolos y el encierro pandémico, la cronista y escritora Leila Sucari recorrió el festival por los diez años de Revista Anfibia con la premisa de bailar, plantar la tierra y moverse como si el mundo aún valiera la pena.

Fotos interior: Victoria Gesualdi + Camila Salcedo + Pablo Oser

¿Dónde se encuentra el cuerpo con la palabra? ¿Qué lengua susurran las flores carnívoras? ¿Cómo es bailar con desconocidxs después de años de aislamiento?  Así se mueve el Festival Anfibio, la celebración por los 10 años de la revista Anfibia, en Ciudad Cultural Konex. Este adentro es también un afuera. Acá los límites se vuelven porosos, los lenguajes se cruzan: hay personas que bailan contra el suelo mientras otras leen poemas en voz alta. Hay flores y tubérculos que se proyectan en su vestido mientras ella canta una canción de Violeta Parra. Hay algunos que escuchan magnetizados, otrxs que sostienen tallos verdes como si fueran bebés recién nacidos, otrxs que fuman en los pasillos y se dicen secretos. Hay mujeres trans con plataformas brillantes. Hay niñxs, hay parejas, hay personas sin género. Hay adolescentes con encendedores de mostacillas colgando del cuello y hay plantas exóticas y hermafroditas mezcladas con árboles nativos. Hay el deseo de perder el miedo, de “sentir el desarreglo de los sentidos”, como dijo Rimbaud. Mezclar voces y palabras. Hacer rizoma, volverse otrx.

¿Qué son la danza, la poesía y la botánica sino distintas maneras de abrir grietas, de posibilitar el encuentro? Arrancarnos del hermetismo y la quietud nerviosa que nos quedó agazapada después de tanto protocolo y encierro. Resistencias chiquitas e indispensables. Hundir las manos en la tierra húmeda. Bailar. Conmoverse. Asumir el riesgo de que algo nuevo acontezca.

Una mujer tantea el aire con las manos. La cautela de no saber qué hay del otro lado. Se mueve despacio, con la concentración de quien practica una secuencia de Tai chi o avanza en la penumbra de una ciudad desconocida. Pero, en realidad, lo que hace es navegar por un mundo virtual: con un casco y auriculares bien ajustados recorre el universo distópico llamado El Miedo, un proyecto inmersivo de la Universidad Nacional de Quilmes que investiga el patrimonio sonoro y los paisajes de Argentina. 

Ahora soy yo la que ingresa en otro plano: me sumerjo en Grapa. Ya no veo a mis amigas, a las gradas del Konex ni a los cables que recorren el cielo. Me encuentro rodeada de montañas rojas y de mujeres del norte que susurran coplas en mis oídos. Siento que una de ellas me mira fijo, la miro yo también. Si fuera real me acercaría y le agarraría la mano. Pero nada de eso puede suceder acá. Ella no me mira, yo no la miro, puro espejismo. No hay lugar para lo imprevisible. La falsa tridimensionalidad me marea. Avanzo con el joystick por ese espacio ficticio y veo un círculo de láser rojo. Del otro lado, oscuridad. Siento el impulso de cruzar la línea divisoria. Un pequeño vértigo, el umbral donde termina lo virtual y empiezan los cuerpos. Simulo un salto al vacío. 

El ojocentrismo me aburre. La realidad virtual me repele tanto como el tinder. Salgo de la inmersión y pienso en la importancia del tacto. “Acaso no se trate de saber ni de pensar, sino de sentir”, escribió Pablo Maurette en su libro El sentido olvidado. “¿Acaso es posible filosofar sin ver? ¿O distinguir sin tomar distancia? Los átomos que son insensibles, se tocan. Los cuerpos sensibles, se tocan. Pensar es una operación táctil, también soñar, fantasear, filosofar, poetizar. También el movimiento. Esa fuerza misteriosa que nos hace abrir los ojos por la mañana es el tacto”. 

Me lleno la boca de sal, los cristales del maní vibran en mi paladar y se fusionan al sabor del vino en latita que me estoy tomando. Acomodo con delicadeza los flecos de su bufanda y me acerco al balbuceo tentacular de las piernas de ese chico que baila mientras la rubia de terciopelo pronuncia palabras en alemán. No entiendo nada pero no importa. Me gusta cómo suena. Me gusta no entender. Me pierdo en las contorsiones espasmódicas de su torso. Ese caer y levantarse, la mirada errante, la tensión de los músculos. Volver a caer. Volver a levantarse.

Ahora alguien lee a Fernando Pessoa “amar es la inocencia eterna/y la única inocencia es no pensar”. Ahora ella dice en francés los versos de Paul Valery mientras la chica de campera inflada recorre el suelo como si fuera un pez globo debajo del agua: “A l'habitant de mes pensées/ La nourriture d'un baiser/ Ne hâte pas cet acte tendre/ Douceur d'être et de n'être pas”. La poesía es también sonoridad. Mover el ritmo de las palabras, hacer música con la lengua. Perder el significado, permanecer acá: “no apresures este tierno acto/ dulzura de ser y no ser”.

Ser y no ser, esa es la cuestión. Moverse en el límite ambiguo de la indefinición. O mejor: ser eso y ser también aquello. Buscar puntos de fuga, ser como el agua, que metamorfosea todo el tiempo. Moverse entre lenguas, cuerpos e identidades. Inventar, vagabundear, no dejarse encantar por la ilusión asfixiante del ego. “¡Soy tantas! ¿cuál es mi nombre?”, escribió Mary Oliver.

Sobre el escenario cuelgan ramas y hojas. Hay monsteras de plástico, luces de neón e imágenes de flores y enciclopedias vintage de botánica proyectándose sobre sus ropas de purpurina. Ellos – Cristian Alarcón y Flor de la V, hermanadxs por los brillos- hablan de El tercer paraíso. Hablan de la infancia, de la marginalidad, de los hongos alucinógenos, de la importancia de construir un jardín propio. Cristian dice que los hongos lo ayudaron a terminar la novela: “en esa lucidez, podes preguntarle o preguntarte. Y yo pregunté: ‘¿Cómo termino la novela?’ Y el hongo me contestó: en Chile, puto. O sea, me contesté yo, chicos, desde el inconsciente. Ahre”, dijo en medio de las risas y ovaciones de sus seguidores, y llevando la charla hacia su búsqueda espiritual y el poder de sanación de la escritura. “La novela caló muy hondo en mí. Uno reinventa la voz materna hasta donde puede. Di un salto hacia lo inexistente, lo inasible. En Chile iba a un cafecito a escribir y la dueña me alquiló una habitación que tenía cortinas de terciopelo rojo, la casa estaba hecha de laurel blanco. Un sueño. Esta novela es una voz marica que habla de las masculinidades”, dijo. Y antes de cerrar la charla y de pasar al sector de las selfies con impronta selvática-fluorescente, agregó: “El futuro sonó, ¿se acuerdan cuando era una palabra positiva? Olvidate. De ahora en más nos tenemos que volver a mapear, mirarnos”. A lo que Flor le respondió ´tendríamos que estar bailando, no?´”.

Detrás de ellos hay un cuadro de Alejandro Pascale –la portada del libro- : un chico que se esconde entre un puñado de hojas y flores naranjas de la Strelitzia, esa planta enrarecida y bella que parece un pájaro. “La huerta, las flores sembradas, los pájaros y los árboles, todo lo que absorbe mi jardín y los jardines aledaños que siento también míos, es indispensable”, dice un pasaje del libro a través de la voz de Joaquín Furriel.

Ahora toca Villa Diamante. Me alejo de mi grupo y fluyo entre desconocidxs. Me escurro y miro. Me acerco y me alejo. Siempre me gustó eso de las fiestas: la posibilidad de habitar otro tiempo y espacio. Que un rectángulo con música, gente, luces de colores y oscuridad se transforme en un infinito de simultaneidades. Abandonar el nombre propio. Entregarse a esa otra cosa tanto más grande y potente que una misma. Eso que sólo es posible en la complicidad embriagadora de la noche.

Lo anfibio, tanto como lo nocturno, genera conexiones inesperadas, abre el pensamiento y el imaginario hacia otro tipo de experiencias y otros modos de comprender la realidad. En 2012, Revista Anfibia nació como una apuesta de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) de abordar temáticas diversas cruzando géneros que no solían misturarse: la crónica con el ensayo, la investigación académica con el lenguaje poético, la ciencia con la literatura, el contenido con la estética. Desde hace diez años, el proyecto se reinventa, muta y amplía horizontes hacia otros formatos: podcast, libros, piezas audiovisuales y performáticas que traspasan límites y proponen maneras novedosas de hacer periodismo. Tan necesarias, en un contexto donde todo tiende a homogeneizarse.

“Nuestra percepción es mucho más amplia que las fronteras de lo que llamamos ´yo´”, escribió Anne Duffourmantele. “Mi cuerpo, mi voz, los pensamientos que me visitan, las visiones que me atraviesan. Una vez entrados en ese movimiento donde todo lo que se vive adquiere un relieve diferente, se vuelve imposible regresar al idioma que uno utilizaba antes, ya ninguna palabra tiene el mismo sabor, el mismo sentido, ya no se tiene el mismo cuerpo, la misma hambre.”

Cuando tenía veinte años iba a fiestas trash en sótanos inmundos del microcentro, apenas llegábamos yo decía “me voy a dar una vueltita”. Mis amigas ya sabían, mis “vueltitas” duraban la noche entera. Me apasiona perderme en las fiestas tanto como en las ciudades que no conozco. Abrirme paso entre esa masa de cuerpos en movimiento. Sentir el calor, la espesura, el latido colectivo.

Algo parecido sucede en la naturaleza. Escuchar el ritmo de las plantas, esa presencia coral, entrar en un tiempo que no obedece cronologías es una manera de abrirse a otro tipo de percepción. Más sutil, más en relación a los gestos pequeños que a los grandes acontecimientos. Una verdad que es un susurro entre dos, en medio del barullo de la multitud. Abandonar la oposición de conceptos, atreverse a volverse extranjera de sí misma, ir hacia el encuentro de un soplo común. Entender ese encuentro “como una unión con el mundo” –así lo dice Emanuele Coccia en La vida de las plantas -. “El soplo es el arte de la mixtura. El soplo no es solamente aire en movimiento: es destello, descubrimiento, medio y revelación”.

Esta es la primera fiesta con desconocidxs a la que voy después de mucho tiempo. La última había sido en un lugar cerca del obelisco. Una fiesta llena de gente, medias de red corridas y música electrónica deslizándose por dentro de la sangre. La recuerdo como si fuera parte de una vida pasada. Es parte de una vida pasada. La fiesta ahora es civilizada, ordenada, segura: ya sabemos que termina dentro de un rato y la música no llega a instalarse en mis poros. Sin embargo, algo se activa. El recuerdo de esa libertad fugitiva, de ese andar rodando entre pieles ajenas, expandirse como una esponja del mar al ritmo de los sonidos graves de la música. La invitación a un ritual. Cierto discurrir por pasillos improvisados, cierto arrojo y ferocidad. Volverse una lengua adentro de otra lengua. Hacer del caos una fuerza creativa. De un brote, un árbol; de un árbol un bosque capaz de comunicarse a través de las raíces. Bailar a pesar de lo roto, de la soledad y de los silencios anclados como espinas. Bailar por lo roto, por la soledad y los silencios anclados como espinas. Desde la fragilidad que somos, desde esa fuerza que se niega a ser domesticada. Bailar, plantar la tierra, moverse, como si el mundo aún valiera la pena.