Crónica

Periodismo


Corresponsales en peligro

Hace un mes, tres periodistas españoles desaparecieron en Siria. Según Periodistas Sin Frontera, en ese país hay otros 30 inhallables o secuestrados. Las guerras nunca fueron fáciles de contar, pero en los últimos tiempos estar en el frente de batalla implica demasiados riesgos. Físicos y también económicos: ante la crisis, los diarios y las agencias ya no mandan a miembros de su staff a cubrir largos conflictos. Un grupo de freelancers ha salido a reemplazarlos: se pagan los viajes, trabajan sin protección, cobran poco y arriesgan mucho. El mes pasado, el Pentágono los incluyó como posibles espías. La periodista especializada en temas Internacionales Silvina Heguy analiza las dificultades periodísticas de la guerra.

El día después del rescate, el periodista Ángel Sastre insistió en volver a la mina perdida en Atacama. Los 33 mineros ya se habían ido. No había nada: puro desierto. Caminó esperando que algún carabinero saliera a detenerlo, pero llegó sin problemas al agujero por donde habían salido de a uno los rescatados. A un costado, la mítica cápsula descrita con lujo de detalles por miles de periodistas en los últimos días estaba tirada, abandonada. Ángel se metió adentro. Una vez allí, prendió la cámara e hizo una nota. Fue el minero número 34. 

Ese es Ángel Sastre, uno de los tres periodistas españoles que desde el 13 de julio están desaparecidos en Siria. Ingenioso, colega solidario y con ganas de ir a donde ya nadie quiere. Ángel se mudó hace diez años a la Argentina. Vivimos a menos de veinte cuadras de distancia, pero nunca nos vemos en las calles de Buenos Aires. Cuando nos encontramos estamos corriendo -él sobre todo- tras alguna historia en América Latina. Su desaparición, junto a Antonio Pampliega y Manuel López, confirma que algunas partes del mundo se han vuelto lugares demasiado peligrosos para ejercer el periodismo.

El terreno adverso lo es aún más por la flexibilización de las condiciones laborales en los medios de prensa a partir de la crisis de los diarios de papel y de los recortes de presupuesto en las cadenas de televisión. Los enviados especiales casi han desaparecido porque las empresas periodísticas no están dispuestas a pagar los altos seguros de vida o a poner en riesgo a su staff o porque los largos conflictos no dan rating, al menos eso dicen quienes tratan con los editores que se niegan a poner al aire las coberturas. En reemplazo, periodistas freelancers se lanzan a donde ya nadie va. Con financiamiento propio y escaso, tienen que comprarse ellos mismos los chalecos antibalas.

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La guerra en Siria lleva cuatro años. Aleppo, al norte del país, es una de las ciudades más devastadas.

Harto de tener status de becario, el periodista Antonio Pampliega se endeudó para ir a la guerra. En 2008, decidió apostar fuerte para pasar a ser miembro de una redacción. Sacó un préstamo personal de 10.000 euros y compró un pasaje a Irak: quería ser corresponsal de guerra. Gastó 1.500 euros pero con las notas que vendió como freelance a distintos medios españoles sólo recuperó 700. La pérdida económica no lo desanimó. Viajó al Líbano, después a Pakistán y Afganistán. Pero lo único que consiguió fue gastarse el dinero del préstamo y tener una deuda con el banco.

Cuando jugó su última carta, sólo le quedaban mil euros. Siria era un conflicto que ya había entrado en la categoría de olvidado debido a la pugna política entre Estados Unidos y Rusia por el territorio presidido por Bashar Al Assad y que transformó a la comunidad internacional en cómplice de la tragedia que ya dejó más de 200.000 muertos. Pampliega, aquella vez, comenzó a vender sus artículos a medios no españoles y logró salir hecho y con dinero suficiente para financiar sus futuros viajes. En el último, cuando había llegado a la ciudad de Aleppo, también en Siria, desapareció.

Un tiempo antes, había volcado su frustración en un texto que llevaba el título de “Pagar por ir a la guerra”. Desilusionado en él contaba que, a pesar de su inversión y esfuerzo, ningún medio lo contrataba: “Llevo casi tres años recorriendo las zonas más peligrosas del planeta. He invertido mis ahorros, he pedido un crédito....¿Qué más tengo que hacer para trabajar?”, se preguntaba. Incluso un diario le ofreció publicar una nota a doble página, pero sin pagarle. Sólo para acumular prestigio, le dijeron para consolarlo. Y no es que cuando lo lograba cobraba mucho. En promedio, entre 35 a 50 euros por despacho. Sin pagarle un euro, la columna con su queja la publicó el diario El País de España en la sección Cartas de Lectores. Todo un símbolo, el mismo medio había publicado y publicaría después algunos de sus artículos desde el frente de batalla, pero ese texto era el de un lector más.

Tanto él, como Sastre, se quejaron muchas veces de la situación. Formalmente son freelancers, aunque Ángel funcione como corresponsal para varios medios europeos en América Latina y Oriente Medio y hasta viaje con el cubilete del micrófono de la cadena que le niega una condición laboral más estable. Actúa como un enviado, pero sin los beneficios que le corresponde a esta categoría.

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Ángel Sastre

El conflicto sirio empezó en marzo de 2011 como un reclamo por más libertades desde la oposición al gobierno de Bashar Al Assad, como venía sucediendo en la “Primavera Árabe” que vivían los países vecinos. Sin diálogo posible entre las dos partes, la violencia llegó pronto. Las denuncias contra el oficialismo fueron porque bombardeaba a civiles. Desde el gobierno sirio aseguraban que enfrente tenían a terroristas. Pronto llegaron cientos de grupos a luchar contra Al Assad y contra ellos mismos. Se calcula que, en cuatro años, hubo más de 215.518 muertos y más de cuatro millones de personas han debido dejar sus casas. Sobre el suelo sirio en estos días actúa el Estado Islámico, fracciones identificadas con Al Qaeda y hay bombardeos de Al Assad y de los drones enviados por Barack Obama y de aviones turcos. En el medio de este desmadre, los periodistas se transformaron en un blanco económico y militar y la frontera siria se convirtió en el límite para el periodismo occidental. 

Según Periodistas Sin Fronteras, es el país más peligroso para ejercer esta profesión. La ONG denunció que, mientras no se sabe nada de los tres españoles, hay otros 30 periodistas desaparecidos o secuestrados. Son nueve los extranjeros, el resto son locales que obviamente no son noticia en los medios occidentales. Y no son los primeros. Es larga la lista de los que han sido secuestrados y devueltos tras un pago de rescate y otros, que no han regresado a sus casas. Las imágenes de los enviados decapitados con mamelucos naranjas fueron las últimas escenas vistas de esta guerra. Ante la seguidilla se decidió dejar de difundirlas para que los grupos armados no las utilicen como propaganda entre sus seguidores. En Aleppo, donde se los vio por última vez a los españoles, actúan varias fuerzas rebeldes y por el pedido expreso de las familias de los tres periodistas y del gobierno español no se informan detalles de la situación. 

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“Los periodistas somos blancos en la guerra. Los malos ya no nos necesitan porque cuentan con tecnología que les permite comunicarse con la población, con el gran público”. Desde Puerto Príncipe, en Haití, la voz del cronista Jon Lee Anderson suena clara en la radio de otro sábado lluvioso en Buenos Aires. Diego Iglesias, el conductor de “Días como estos” le acaba de preguntar a uno de los enviados especiales más prestigiosos de las últimas décadas si hoy las coberturas de guerra son más peligrosas que las de antes.

“Muchísimo más”, responde sin dudar el autor de una de las más minuciosas biografías del Che Guevara y de coberturas en casi todos los últimos conflictos armados del planeta. “Antes nos podíamos acercar a grupos insurgentes y convencerlos de que nuestra presencia ahí les iba a servir para hacer conocer su realidad. Aunque uno no fuera partidario, la información iba a ser fidedigna, un trabajo serio, riguroso, imparcial”, explica. Pero, en la actualidad, sigue Jon Lee, “los violentos -tanto los regímenes como los grupos de insurgentes- entienden que ellos pueden velar por sí mismos y no necesitan a los periodistas, que más bien son un estorbo. Y, hasta a veces, sirven para amedrentar o enviar un mensaje de más violencia, que es su propósito. Como sucede en el caso de el Estado Islámico”.

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Antonio Pampliega

El cambio de códigos o la falta de ellos llevó a que la guerra haya profundizado su condición de infierno y que sea muy difícil contar de qué se trata ese horror. Nunca cubrir un conflicto armado fue fácil, pero los periodistas en zonas de conflicto están protegidos por las Naciones Unidas, que les reconoce la misma condición que a los ciudadanos y los hace sujetos de protección jurídica. Pero nadie respeta ese status.

La mayoría de los freelancers que van al frente de combate con pocos medios repite esa frase que dice que una guerra sin periodistas es peor. Pero para la visión extremista del Estado Islámico, el periodista es una construcción simbólica que le sirve más como presa y forma de propaganda que como comunicador. Si en 1979, durante la toma de la embajada de Estados Unidos en Teherán, se quemaba la bandera de Estados Unidos como mensaje intimidatorio a Washington, hoy se elige subir a Youtube una decapitación de un corresponsal que leyó un mensaje“contra el Imperio”.

La discusión actual entre los periodistas es si se debe cubrir la guerra a cualquier costo, sin medios de comunicación interesados en pagar correctamente y menos en publicar lo que sucede. En la polémica surge siempre el bajo precio que se paga por cada nota, pero son los mismos freelancers quienes aseguran que si no lo hacen ellos, otro hará el trabajo por la misma cifra. Es la resignación de un colectivo sin cohesión interna. En cuanto a la queja sobre que los medios no publican, también entra en el terreno de lo cuestionable. ¿Acaso no es la tensión permanente que rige la relación entre cronista y editor? En un mundo plagado de noticias, publicar siempre es un logro. Un periodista tiene que convencer a quien lo edita, atraer su atención y después las de los lectores y televidentes.

Después de más de un año de trabajo independiente en Siria, durante el cual contrajo fiebre tifoidea y un disparo en la rodilla, la italiana Francesca Borri escribió una columna para la revista Columbia Journalism Review sobre las condiciones de trabajo de un freelance (la relación con los editores y lo poco que pagan). Ella, que fue abogada y después decidió ser periodista, vio cómo muchos de sus colegas hacían en el camino inverso desilusionados por no lograr publicar y vivir del trabajo. Entre las complejidades, Borri marcaba la superficialidad exigida por los medios para los artículos desde el frente. Decía: solo quieren sangre y no historias que requieran escuchar, pensar, estudiar para explicar de qué se trata cada conflicto en las zonas más desastrosas y repletas de olvidados. En el texto también hacía referencia al rol de los medios. No se puede escribir lo que sucede y no publicar o sólo hacerlo en un blog. “Es como mandar un mensaje en una botella — decía—. Porque finalmente, el periodismo no es un esfuerzo individual.” Su nota sobre las malas condiciones y los problemas de la cobertura en las guerras se viralizó: el artículo sobre periodistas fue el más leído de todos los que escribió durante años desde Siria.

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Manuel López

Ser corresponsal de guerra no es un trabajo en solitario. Además de financiamiento se necesita tejer una red de contactos para poder informar desde un terreno desconocido y peligroso. Por lo general, se trabaja en grupo. El “fixer” es la palabra en inglés que hace referencia a la persona clave, alguien local del que depende todo, incluso la vida de un enviado. Oficia de traductor, productor y negociador ante situaciones complicadas. En Siria, además, hay que moverse con un chofer y, últimamente, con guardaespaldas, casi siempre miembros del grupo armado que dio permiso para entrar en el territorio que domina. Entre los periodistas, los fixers se recomiendan, se cuidan y se pagan bien. Cuando alguien no les paga lo acordado entra en la lista negra y en la próxima guerra se correrá la voz entre los colegas.

Los grupos armados conocen la lógica de esa confianza. En algunos de los últimos secuestros se sospecha que hubo una entrega de datos sobre el recorrido de los corresponsales. Hay “líneas” o “conexiones” que se descubren a tiempo que están “podridas” porque han sido infiltradas y hasta puede ser que los grupos armados tomen de rehén a algún miembro de la familia del fixer o del conductor a cambio de la información.

Algunos corresponsales trabajan con información y contactos de los servicios de inteligencia de países occidentales que están en el terreno: eso torna todo aún más oscuro y peligroso. Los grupos armados suelen acusar a los periodistas de ser espías de Occidente. Como si fuera poca la debilidad de la situación, en junio el Pentágono colocó a los periodistas también en la categoría de posibles espías. El Manual de Legislación de Guerra del Departamento de Defensa estadounidense, que se envía a los jefes militares, explica que los reporteros pueden ser tratados como "partes beligerantes no privilegiadas", la misma categoría que le da a miembros de guerrillas o de Al Qaeda.

 El diario The New York Times publicó en estos días un editorial en el que pidió que la normativa sea derogada. El riesgo es que ella haga aún “más peligrosas, difíciles y sujetas a censura” las coberturas periodísticas de conflictos armados.

El debate sobre cómo y con quién se cubren las noticias de un conflicto armado tuvo su punto alto en la Guerra del Golfo, en 1991. La operación "Tormenta del desierto” fue el triunfo de Estados Unidos sobre su ex socio iraquí Saddam Hussein y de la cadena de noticias CNN, que se convirtió en un negocio rentable y que hizo lo que Washington deseaba: la invasión tuvo estética de videojuego. Los misiles eran luces verdes sobre un fondo negro: casi pirotecnia. Los heridos o los muertos no aparecían en cámara. Muchos corresponsales se movían con los marines y la población local los veía como parte de la invasión. La ausencia de una prensa sin compromisos con alguna de las partes en conflicto favoreció esa vez -y lo sigue haciendo- el bloqueo informativo con el que tanto sueñan el invasor como los gobiernos locales o los grupos armados cuando se lanzan sobre las vidas y derechos de los civiles. En esa época también se popularizó la expresión “daños colaterales” ante la denuncia de un abuso. En ese punto, estaban -y están- todos del mismo lado: el contrario de los periodistas.

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Ana Neistat saltó del auto casi en movimiento. Su embarazo no le impidió rodar bajo el alambrado que marcaba la frontera entre Turquía y el norte de Siria. A medida que el burka que se ponía la cubría de negro sintió la sensación de que iba desapareciendo y, extrañamente, también se sintió más protegida. No es fácil ser mujer y entrar a un país ilegalmente para recolectar pruebas sobre las matanzas a civiles por parte del gobierno.

Neistat es rusa, todavía no cumplió los 40, y es una de las mujeres más astutas que camina en el campo de los derechos humanos a nivel global. Creció viendo desmoronarse a la Unión Soviética y su curiosidad y la indignación ante los atropellos de las autoridades la llevaron a ser periodista. Era la forma más inmediata de estar involucrada, pensó. Tenía 18 años y no sabía nada de leyes pero comenzó a entrevistar a gente que sí sabía sobre la protección de derechos. Neistat –y quizás esta sea una lección-, se dio cuenta de que con el periodismo no alcanza para que la Justicia sea tan justa como para llevar a un tribunal internacional a un verdugo.

Decidió, entonces, estudiar derecho. Fue a Harvard y salió desilusionada. Eligió convertirse en una investigadora de crímenes de lesa humanidad. Estuvo catorce años en el Equipo de Emergencia de Human Rights Watch, que se dedican a ir a los lugares en crisis violentas para documentar matanzas y abusos. Cómo es este trabajo se lo puede ver en el documental E-team. En el registro fílmico, Neistat en Aleppo funciona de una manera muy parecida a un corresponsal de guerra. La diferencia es que los testimonios que recolecta sobre las víctimas de los  bombardeos de Al Assad están destinados a denunciar y ser parte de pruebas en posibles juicios en tribunales internacionales. Actualmente, dirige el departamento investigación de Amnistía Internacional y ya no entra a Siria porque no hay garantías. Pero sigue denunciando la situación a través de entrevistas a los refugiados que logran escapar del país y de los medios tecnológicos satelitales. 

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Neistat fuma y también bebe: para justificar sus hábitos explica que es la manera de manejar y compensar la frustración. “Luchar contra los más malos”  para terminar con la impunidad en el planeta no es una tarea fácil. Reconoce que como le sucede a los periodistas que trabajan en zonas de guerra o conflictos armados, esos temas no logran mantener la atención de la opinión pública internacional, sobre todo en un conflicto que dura tiempo.

— Es un desafío y es frustrante al mismo tiempo — explica en una visita en Buenos Aires de fines de junio de 2015. Porque la primera vez que murieron cuatro personas en Siria, todo el mundo habló. Hoy fallecen 70 por día y simplemente no llegan a los titulares de los diarios.

Cuando se convierte en algo cotidiano, la muerte deja de ser noticia.