Crónica

Mundial 2018


No me importa en qué meme se meta Maradona

Con la derrota de la selección, el representante argentino que queda en el mundial será, una vez más, Maradona. En Rusia se vio el Diego completo: el que estira el eh, el que baila, canta, grita, salta, putea, revolea, contorsiona hasta el desmayo. De la iluminación celestial en San Petersburgo a la versión moderada contra Francia. Análisis del mundial maradoniano.

Texto publicado el 2 de julio de 2018

Maradona abre bien ancho los brazos y mira al cielo en un gesto del Cristo que parece erguir su propio monumento. Un único haz de sol se filtra entre las nubes de San Petersburgo y le rebota en el pecho magnánimo, inflado, todo iluminado; mientras unos brazos lo sostienen por la cintura. Temen que la esfinge más grande y pesada del fútbol argentino se derrumbe delante de los miles de hinchas que la observan fascinados desde los distintos rincones del estadio. La imagen se replica también ahora por millones en las pantallas, ajenas por ese instante al campo de juego y a lo que ahí va a dirimirse: nada menos que el futuro de la selección argentina en el mundial de Rusia. Alejado de la pelota, pero en el epicentro mismo del show, Diego juega su partido con una coreografía exacerbada: baila, canta, grita, salta, putea, revolea, contorsiona hasta el desmayo. Mientras el tótem de carne y hueso se tambalea en la tribuna, lejos de extinguirse, su figura se multiplica en un tsunami de memes donde ahora es Gokú, Mumra, la momia de Titanes en el Ring, El Grito de Munch o Rose, la protagonista de Titanic. En el éter de la virtualidad, a Maradona lo matan y resucitan con singular devoción. Lo aman. Lo odian. Lo extrañan. Todos le piden todavía más.

Maradona ha vuelto. De nuevo ha sido protagonista de un mundial. No ya corriendo con la pelota en los pies, sino con su exaltado histrionismo tribunero. En el partido contra Nigeria, cuando la selección argentina se jugaba la última carta para pasar a octavos de final, Diego asumió una especie de liderazgo espiritual desde su palco en el estadio Krestovski. Como en sus mejores tiempos de capitán, cargó con toda la presión sobre sus vetustas espaldas y pareció decirles a los jugadores: “muchachos, ustedes jueguen que de los memes me encargo yo”. Y así fue. Con el gol agónico de Marcos Rojo y la supervivencia momentánea de ese equipo a la deriva, las parodias fueron todas para él. Generó furor en las redes y encanto en la tribuna. Para entender el magnetismo que Maradona continúa despertando en tantos hay que trascender el campo de juego y abrazarse a ese hombre desbordado; siempre en la cornisa del escenario en el que parece haberlo colocado la idolatría popular.

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En el partido contra Francia vimos una versión moderada de Diego. Flanqueado en la tribuna por su novia Rocío Oliva, el Pupi Zanetti y Ronaldo; esta vez no hubo show, ni desborde eufórico, ni desmayo. Las cámaras lo apuntaron mucho menos, posiblemente decepcionadas. Claro, no es el Diego que más les gusta. Pero, ante la derrota de la selección y un nuevo fracaso mundialista, el que volvió fue su fantasma. Como la terrible sombra de Facundo, la leyenda maradoniana suele evocarse en tiempos de crisis para la nación futbolera. Durante mucho tiempo, el grito de Maradooooo… Maradooooo…  Maradooooo… ha sido una canción de protesta en las tribunas. Lo fue en la complicada clasificación al mundial de Estados Unidos 94 para pedirle al Coco Basile por la vuelta de Diego, y lo fue cada vez que la selección dirigida por Daniel Pasarella no jugaba bien. En Rusia, los hinchas argentinos no invocaron a Maradona para reclamarle al equipo de Sampaoli, sino para homenajearlo. Se sabe que en momentos de déficit épico, el espectro de la gesta maradoniana del 86 suele sacudirse el polvo y comienza otra vez a sobrevolarnos. Es un fantasma que no ha dejado de volver.


Pertenezco a una generación de hinchas que no vivió el zenit de su carrera deportiva; aquellos tiempos dorados en los que Maradona fue una eficiente fábrica de felicidad con la camiseta de la selección argentina. Cumplí los 18 años -la edad que entonces habilitaba a votar, a manejar un auto, a comprar cervezas en el almacén y a alquilar una película porno en un videoclub- el 10 de noviembre de 2001, el mismo día que Diego jugaba su partido homenaje en La Bombonera y decía aquello de que la pelota no se mancha. Aunque el anacrónico mito machista en el que fui educado asegura que los hombres no lloran, el día que ingresé oficialmente a la adultez lloré frente al televisor tanto como me dieron las lágrimas. Ahora, cada vez que vuelvo a ver el video de ese discurso de despedida, como en una especie de reflejo pavloviano, el llanto aflora de nuevo.

En la mitología personal, mi amor por Maradona comienza a los siete años con una imagen que es la imagen de una derrota: Diego con la camiseta azul de la selección empapada de sudor y el rostro bañado de lágrimas tras la final con Alemania en Italia 90. De ese mundial no recuerdo su gambeta milagrosa para el gol de Caniggia contra Brasil, ni los penales atajados por Goyco, ni el tobillo hinchado que luego se convertiría en un símbolo de la entrega maradoniana. Nada de eso, apenas la imagen de ese hombre aplastado por todo el peso de su tristeza. Amé a ese Diego estoico, sufrido, frágil. No porque entonces lo creyera el mejor futbolista de todos los tiempos, ni el más habilidoso, ni el gran capitán de la selección. Sólo vi a un tipo enamorado de una causa ya perdida. Y yo me enamoré de él; perdidamente. Al Diego barrilete cósmico de los goles a los ingleses, al redentor del sur pobre de Italia, al campeón con Boca, al que brilló en Argentinos Juniors; lo conocería algunos años después. En aquella final contra Alemania comenzó mi idilio por un jugador al que desde entonces sólo vería perder.

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Para el mundial siguiente, viví la vuelta de Diego a la selección para jugar el repechaje contra Australia como el regreso triunfal de un héroe épico. Recuerdo las imágenes de su preparación en un campo de La Pampa como una versión tropical del entrenamiento de Rocky en la nieve para pelear con Iván Drago. En una entrevista con Adrián Paenza antes del comienzo de Estados Unidos 94, estruja la remera mojada de transpiración ante las cámaras y dice: “Necesito que la Argentina necesite de mí”. A ese Maradona mesiánico y sacrificial que terminaría luego inmolándose por la causa lo cubría un halo de leyenda: estaba vivo y era Gardel, pero llegó la enfermera, el doping positivo y el tristemente célebre “me cortaron las piernas”. Su heroísmo quedaba otra vez trunco y su tragedia personal devino en tragedia colectiva. En mi memoria, nunca el fútbol nos mortificó tanto. Por esos días, en las casas y en las calles el desánimo podía leerse en cada rostro. Reinaba un silencio funerario y una profunda sensación de vacío: dolía Diego. A ese Maradona derruido y amputado que creí el último lo amé aún más.

Avezado como nadie en el arte de volver, todavía le quedaban un par de regresos al Boca de la primera etapa de Mauricio Macri como presidente del club. Ese Diego; el de la franja amarilla en la cabeza, el de los besos con el Cani, el que invitaba por televisión a pelear al Huevo Torresani, dejó sus últimos poemas con la pelota; como el gol de emboquillada a Belgrano de Córdoba en La Bombonera por la fecha 12 del torneo Clausura del 96. Apenas unas pinceladas nostálgicas de su magia de antaño que tendieron a perderse en la vorágine de polémicas que signaron aquellos años finales: se rebeló a las franjas blancas que Nike le había puesto a la camiseta, se rebeló al árbitro Javier Castrilli y se rebeló al actual Presidente de la Nación a quien bautizó entonces como “cartonero Báez”; entre tantas otras de sus típicas rebeliones. Aquel Maradona tampoco ganó nada, se fue perdiendo de a poco mientras libraba sus últimas batallas, sobre todo, contra sí mismo.

Cada vez más lejos de aquella historia épica que no alcanzamos a vivir, los maradonianos, al menos los de mi generación, nos fanatizamos con sus videos. Presos de una melancolía atávica, volvemos a ver algunos partidos, compilados de goles y mejores gambetas, los documentales del mundial 86 y también del 90. Recitamos de memoria el relato de Víctor Hugo Morales en el segundo gol contra Inglaterra, repasamos una y otra vez la secuencia del estadio Azteca. Pero mientras ese futbolista de rulos y piernas ágiles permanece impoluto al paso del tiempo, el Diego, el Diegote, el Pelusa, el gordo, el cabeza, el villero, el bocón, el falopero, el irreverente, el rebelde, el fanfarrón, el polémico; el Maradona dueño de toda la luz en San Petersburgo, nunca ha dejado de deslumbrarnos. En una de sus recientes apariciones en los estadios rusos, Diego se muestra estirando la trucha en un beso al aire y posando con una remera negra que reza “te quiero, pero soy un bardo”. Los maradonianos lo queremos sin peros y por bardo; como el poeta heroico de nuestro fútbol y, en su versión de lunfardo, como la encarnación del caos: Maradona es un quilombo maravilloso.


La dimensión política, personal y deportiva de Maradona se mezcla en un único personaje; ese que el amante del fútbol adora y comprende con todos sus excesos y errores. Desde los sectores más conservadores y puritanos, en cambio, tienden a escindir su figura como si de Jekyll y Hyde se tratara: por un lado, el Maradona futbolista, de quien no pueden más que celebrar su talento y abnegación al frente de la selección nacional. Por otro, el Maradona que se atreve a meter la cuchara sin que lo llamen en cuestiones de política. O el Diego más íntimo (por llamarlo de alguna manera, aunque sabemos que su vida privada siempre ha sido sistemáticamente desnudada); el de los problemas con la cocaína, el de los hijos que tardó en reconocer, el de las noches festivas interminables. Con ese último no quieren saber nada. Lo miran y juzgan con desdén porque lo consideran un fantoche escandaloso que no los representa: una auténtica vergüenza nacional.

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La primera premisa del maradonismo es esa: si me querés, quereme bardo.  

En una encuesta reciente de Giacobbe y Asociados, Diego Maradona tiene un 48% de imagen negativa frente al apenas 5% de Lionel Messi (ambos son superados por Jorge Sampaoli, Claudio “Chiqui” Tapia y el conjunto del periodismo deportivo del país; todos ellos por arriba de la barrera del 50%). La estadística es elocuente: ¿Quién en su sano juicio puede atreverse a cuestionar a Messi?

Otra premisa del maradonismo: se trata de un universo bipolar donde no existen los grises, sólo blancos y negros.

Se sabe que las comparaciones son odiosas y ésta se ha vuelto particularmente aburrida. De un tiempo a esta parte, se han llenado demasiadas páginas de diarios y horas de radio y televisión a raíz de ese debate improductivo. Tal vez para la mayoría de los hinchas, lo que hay entre Lionel y Diego es menos una disputa por el trono de la selección nacional que el contraste entre personalidades que se ubican en las antípodas: uno es mesurado, ordenado, de temple casi zen; el otro habita en el vértigo y el descontrol. Messi siempre ha sido un pibe introvertido. De hecho, los periodistas suelen hacer gala de virtudes proféticas cada vez que intentan interpretar en sus gestos su estado de ánimo. El tipo parece no estar ahí, hasta que irrumpe como el mago de la lámpara. Maradona, parafraseando la canción de Tanguito, se da vuelta como un guante y hace que sea imposible distinguir su adentro del afuera, el mito del hombre, la persona del personaje. Maradona es pura exterioridad. De ahí la fascinación que genera en los hinchas y en las cámaras cada vez que pisa una tribuna.

Maradona ha sabido trascender su rol de futbolista para ubicarse siempre en un lado políticamente incorrecto. Su afiladísimo estilete lingüístico ha librado duelos memorables contra la FIFA, contra el extinto Joao Havelange, contra Blatter, contra Platini, contra Grondona. Mientras sale a bancar abiertamente a Lula Da Silva, a Cristina Kirchner y a Nicolás Maduro; apunta dardos emponzoñados contra Mauricio Macri y Donald Trump. Diego es un ídolo incomodo, por siempre insatisfecho.

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Lejos de empequeñecerse en el horizonte de la historia, con el transcurso del tiempo la figura de Maradona y el logro de la copa de 1986 han tendido a redimensionarse, volviéndose cada vez más grande a la luz de los 25 años que lleva la selección mayor sin consagrarse en ningún torneo. Esta última generación de jugadores, con Messi a la cabeza, es la que ha estado más cerca de romper con esa larga sequía de trofeos, pero carga con el estigma de las tres finales consecutivas perdidas. Aunque sus triunfos se alejan cada vez más, la leyenda deportiva de Maradona parece agigantarse. Es posible que a Messi el tiempo le haga su debida justicia, mientras tanto, le ha tocado soportar la carga de tantas frustraciones acumuladas.

Está claro que el culto a Maradona no necesita de la caída de Messi para subsistir en el tiempo, su relato es imperecedero y autocomplaciente, aunque en su mistificación parezca haber fagocitado al mejor jugador de nuestro tiempo y quizás de la historia. Un meme lo resume mejor: Lionel está en la concentración de la selección en Rusia, con la mano derecha apunta a su torta de cumpleaños con las velas todavía encendidas y el número 31. Sobre la foto se lee el siguiente mensaje: ¿Puedo comer torta? ¿O Maradona comía torta mejor que yo?  No hay contradicción más argentina que la de reclamarle a Messi que sea Maradona y a Maradona que no sea él mismo.


El Maradona que estira el eh hasta el hartazgo, el Maradona que maneja un camión hasta el programa de Mauro Viale, el Maradona de las camisas Versace, el Maradona que le dispara con un rifle a los periodistas, el Maradona con birrete que da una conferencia en la universidad de Oxford, el Maradona de traje gris que dirige la selección, el Maradona que conduce uno de los programas más espectaculares de la TV argentina, el Maradona que hace equilibrio con una copa de champagne en la frente, el Maradona que incendia una casa en Barrio Parque, el Maradona que baila sobre una cinta caminadora, el Maradona que le pide al Papa que venda el techo del Vaticano, el Maradona con el Che y Fidel tatuados, el Maradona obeso, el Maradona teñido de rubio, el Maradona antorcha… Diego se ha multiplicado de tantas formas que se ha convertido en un héroe de mil caras en el que conviven todas las posibilidades novelescas de su personaje pirandelliano, sorianezco, cucurtiano.

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Maradona ha muerto. Ese fue el rumor que inventaron y viralizaron a través de un audio de WhatsApp después de que Diego se desmayara en el estadio de San Petersburgo. Al único hombre elevado a la categoría de deidad futbolística con iglesia propia, la idolatría y el morbo lo condenan, primero, a vivir como Truman Show, después, a la muerte virtual. Mientras se descompensaba en el palco y un asistente lo sostenía de los brazos para que no terminara en el suelo, un hincha argentino filmaba toda la escena y le insistía para sacarse una foto. Jean Paul Sartre ha dicho que cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él y no es la primera vez que Maradona se convierte en víctima de lo que su personaje genera. Diego ha hecho todo lo posible para transformarse en su propia esfinge; un ser monstruoso y bifronte en el que conviven la leyenda del fútbol y el bardo polifacético.  Entre el Maradona ingobernable con la pelota en los pies en las canchas mexicanas y este Maradona indómito de las tribunas rusas han pasado 32 años. Toda una vida. Parece mentira que todavía sea uno de los grandes protagonistas del mundial y que continúe polarizando sentimientos de adoración y de odio; reuniendo a fieles y detractores. Para mí es un dogma: Desde aquella primera vez que lo vi mojado de sudor y lágrimas en la derrota he decidido bancarlo por siempre. No me importa en qué meme se meta Maradona esta vez, lo quiero.