Rosario


La balada del perro y la muerte

Nadie sabe bien porqué, pero desde hace 20 años, en Rosario, los perros saltan las barandas de un complejo cultural con forma de terraza y caen al vacío. Algunos contabilizan 20 perros suicidas; otros, más de 50. ¿Se matan por un efecto visual o auditivo? ¿Tienen que ver los barcos? Eliezer Budasoff, ganador del premio Nuevas Plumas, desarma otra leyenda urbana argentina.

1.

Después –meses después–, Hugo Sosa pensaría en los olores: esa bruma húmeda, invisible, que a veces sube desde el río, tal vez atraía a los animales. Pero esa tarde de navidad, hace 20 años, no tuvo tiempo de pensar en nada. El viernes 25 de diciembre de 1992, Hugo Sosa y su mujer llevaron a pasear a su perro al Parque de España de Rosario, inaugurado hacía apenas un mes. Preto era un pastor belga de un año y medio; su dueño, un abogado rosarino de 48. Ese viernes, mientras atardecía, Sosa hizo saltar al perro en la parte baja del parque, cerca del río, para tratar de cansarlo. Cuando subieron a la parte alta del complejo, el perro salió corriendo y se perdió de vista. Apenas lo llamaron volvió a aparecer: venía a toda velocidad en dirección contraria. Sosa estiró el brazo para frenarlo, pero fue inútil. El perro siguió de largo, saltó las barandas y se tiró. El ruido que hizo al caer fue “tremendo”, recordaría el abogado. Preto murió en el acto. Al principio, su dueño creyó que se trataba de un accidente aislado, pero no lo era: un año y medio después, el caso sería citado por el diario Clarín como el primero de una supuesta “ola de suicidios animales en este lugar”. La noticia fue publicada por el diario porteño en junio de 1994: “Extraño caso”, decía el título, “perros que se ‘suicidan’ en una plaza de Rosario”.


El Parque de España, antes que una plaza, era una obra inmensa, recién estrenada, que iba a cambiar para siempre la fisonomía de Rosario: un paseo público con un complejo cultural construido sobre las barrancas de la ciudad, en la costa del río Paraná, inaugurado en noviembre de 1992. Al mes de su apertura, en un rincón del complejo que parece una terraza gigante, los perros empezaron a tirarse. Salían corriendo, saltaban las barandas y se tiraban. Terminaban unos 20 metros abajo, en el patio del centro cultural Parque de España o en sus alrededores, muertos o malheridos. El director de la obra y proyectista ejecutivo del complejo, Horacio Quiroga, contaba entonces que él mismo había sido testigo de los saltos de tres perros que cayeron en el patio del centro cultural cuando estaban trabajando. La seguridad en el paseo estaba bien contemplada: se habían puesto barandas de un metro diez y rejas horizontales guardavidas, explicó Quiroga, pero a nadie se le ocurrió pensar en la posibilidad de los saltos caninos kamikazes. “Debe ser una rara fascinación, no sé, de pronto enloquecerán”, dijo. Un año y medio después de la inauguración, Clarín publicaba que unos 50 perros ya se habían tirado desde ese lugar, todos de la misma manera. 

En los medios nacionales, esa “rara fascinación” fue amplificándose hasta alcanzar dimensiones de leyenda urbana para los rosarinos. Los que trabajaban en el centro cultural Parque de España no podían asegurar que el número de casos fuera preciso, tal vez los medios exageraban, pero eso no atenuaba el espanto que les producía, algunas mañanas, la bienvenida de un animal agonizante. Nora Belinsky, una de las empleadas más antiguas del lugar —una mujer elegante, con el pelo muy oscuro—, se acostumbró a mirar con cautela cuando llegaba al trabajo: si distinguía a lo lejos un bulto, intentaba desviar la mirada. No siempre era posible. Algunas veces, los perros que se habían tirado la noche anterior quedaban estallados en medio del patio, y no había forma de evitarlos: para entrar al centro cultural había que atravesar el patio. Una de esas mañanas, al llegar al trabajo, sus compañeros encontraron en el patio a una perra callejera pequeña, blanca y negra, que parecía muerta.

 

—Pero la perra vivía —dice.

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Belinsky llamó a su veterinario para que la atendiera, se encariñó con ella, y la terminó adoptando. Le puso de nombre Milagros, aunque más que una suerte excepcional, lo que la había salvado era su tamaño. La mayoría de los perros grandes que se tiraban —ovejeros, siberianos, rottweilers—, moría por el impacto.

 

—No te digo que caían así como mosquitos: cada tanto caía un perro, a veces allí, otras veces acá —dice, señalando hacia arriba. —Y si era un perro grande, con un peso grande, muy rara vez se salvaba.

 

Es un miércoles, antes de mediodía, y el patio del centro cultural está desierto. El Patio de los Cipreses –como se lo conoce–, es un espacio rectangular; un pasillo ancho, profundo, amurallado por dos paredones altos de ladrillos vistos. Desde arriba, donde terminan los paredones, uno puede asomarse a las barandas y mirar hacia el patio como si fuera un foso, una larga abertura en el suelo. El Centro Cultural está metido dentro de la barranca; sus espacios de exhibición funcionan en antiguos túneles ferroviarios del siglo XIX, y todos convergen en el patio. Ahí abajo, ahora, Belinsky señala hacia adelante, donde funciona la galería de arte: una vez, cuenta, un perro se estrelló en el patio cuando la chica de la galería estaba atendiendo, y su dueño bajó llorando a buscarlo; “un desastre”. La imagen de un rottweiler saltando las barandas y cayendo como una bomba en la puerta de la galería, en medio del patio, una mañana silenciosa, le restituye algo de contundencia a la historia, que parece volverse más opaca con la cercanía y con el paso del tiempo. Los animales que hacen cosas inusuales como matarse o caer del cielo –una vaca que cae de un avión o una lluvia de ranas, por citar dos ejemplo conocidos– siempre se convierten en noticia; pero si el fenómeno se repite con cierta regularidad, por más que no exista una explicación definitiva, termina sometido a las mismas reglas que se aplican a las tragedias y a los accidentes de tránsito: tiene que superar en cantidad de víctimas o en calidad de espectáculo a los sucesos previos para conmover a alguien.

 

—Durante mi gestión pasaba, pasaba y pasaba, y yo estaba atormentada porque no conseguíamos que nadie reaccionara—, dice Susana Dezorzi, ex directora del Centro Cultural Parque España, cargo que ocupó desde mediados de 1997 hasta finales de 2006.

Dezorzi –pelirroja, ojos claros– ahora es directora general de Entidades y Organismos de la Secretaría de Cultura de Rosario. No quiere recordar el episodio de los perros, dice, abriendo mucho los ojos: ella también tiene animales, y le ha tocado presenciar el dolor de las personas que “salieron a pasear con su animal un día hermoso, y volvieron con su animal muerto”.

 

—Por un lado, era desgarrador ver que se mataban los perros, y luego estaba también el peligro de que le cayera uno encima a una persona que estuviera en el patio, que era un espacio que se usaba. O sea, era una situación horrible.

 

En enero de 2005, después de reiterados pedidos de la institución, la Municipalidad de Rosario envió un equipo de planeamiento a revisar el sector para dotar de mayor seguridad al complejo: decidieron añadir una reja de contención para impedir que los perros siguieran cayendo al patio del centro cultural. Pero los saltos caninos continuaron, a menor escala, del lado del río y en lugares cercanos.

 

2.

 

Desde la inauguración del parque en 1992, se elaboraron distintas teorías sobre los motivos que empujaban a los perros a saltar al vacío. Al principio, el médico veterinario Carlos Cossia recibió varios siberianos para atender, y creyó que se trataba de un problema de visión de esa raza. Después descubrió que era una coincidencia: lo que ocurría es que los siberianos estaban de moda, y había muchos. Ahora ya casi no se ven siberianos por las calles, pero en los tempranos 90, cuando la posesión de mascotas de raza recién comenzaba a popularizarse como símbolo de status social, los perros siberianos –posiblemente por sus ojos claros– fueron los preferidos por cierta burguesía en ascenso en la Argentina menemista. El Parque de España, desde su apertura, fue un lugar elegido por los ciudadanos para la exhibición (de sus perros de raza, de su ropa deportiva, de sus parejas).

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—Hubo años álgidos, en los que se despertó esa curiosidad por saber qué pasaba. Porque un caso podía ser. Dos, bueno. Pero ya cuando fueron diez, se convirtió en un fenómeno inexplicable. Y todavía sigue habiendo casos —dice Cossia, en una oficina del “Hospital animal Dr. Cossia”, mientras exhibe una sonrisa muy ancha, muy blanca.

 

Las teorías no cambiaron mucho desde los “años álgidos”: los saltos caninos se atribuyeron a una combinación de falta de experiencia de los animales con algún efecto visual o auditivo que se podía producir en la zona. La visión de los perros, desarrollada para la caza, tiene una finísima percepción de los movimientos, y un campo visual que puede superar los 240 grados (el humano es de 180). Su capacidad auditiva, también, es ampliamente más sensible que la humana. Los perros que se tiraban desde el Parque de España, decían los especialistas, tal vez se veían atraídos por los movimientos de los pájaros o de embarcaciones en el río, y saltaban siguiendo un instinto, porque no podían ver lo que había del otro lado de las barandas. O la circulación del viento alrededor del Patio de los Cipreses podía provocar un silbido irresistible para los perros, y entonces se tiraban obedeciendo a una llamada incomprensible para las personas. O alguna otra cosa, totalmente desconocida. Nadie pudo nunca decirlo con seguridad.

 

—Para mí el tema es el sonido —dice el médico veterinario Raúl Nini, un viernes a mediodía, después de salir de su consultorio. Nini se despide de una pareja con una perra labradora, extiende su mano, y se sienta enfrente, en una silla de la sala de espera. Le quedan pocos minutos para conversar: tiene una cirugía programada, y el rostro cansado. Dos décadas atrás, él fue uno de los primeros veterinarios rosarinos en atender a perros que habían saltado desde el parque. En 1994, cuando la noticia trascendió a nivel nacional, Nini fue invitado a hablar en el programa que conducía Mauro Viale en la mañana de ATC. Al salir del estudio, la producción le avisó que tenía un llamado de un televidente. “Yo soy marino mercante”, le dijo el hombre del teléfono, “y cuando estábamos en el muelle, veíamos un fenómeno parecido. Teníamos un perro que siempre estaba tranquilo en cubierta. Pero en ciertos momentos se alteraba con el radar. Después descubrimos que eso no sucedía en todos lados”. Los marinos asociaban el cambio de conducta con el ultrasonido o con las radios a transistores, recuerda Nini: “Y en esta zona pasan barcos, hay radares, radios. Para mí es algo auditivo”, dice. Con el tiempo, Raúl Nini dejó de atender urgencias, y no volvió a saber de los perros kamikazes del Parque de España. En total atendió a “ocho o diez casos”, y cada tanto escuchaba sobre otros casos a través de sus colegas.

 

—Las condiciones no creo que se hayan corregido. Si hay menos casos es por la información que tiene la gente —dice.

 

Esa misma tarde, en la zona sur de Rosario, Irene Maselli asegura que ella no sabía: que después le contó la madre. Pero cuando su perro Coda se tiró desde el Parque de España en 2012, ella no sabía nada de esta historia. Irene Maselli es una adolescente delgada, de pelo corto, que mira al grabador con gesto divertido y cree que en la zona del Patio de los Cipreses hay una energía densa, “muy rara”. Lo de ella fue distinto, explica: ocurrió más atrás, y fue un error de comprensión animal.

 

—Lo que pasa con este perro es que él me obedece por señas.

 

Hace algunos meses, Irene y dos amigas caminaron hasta el Parque de España, subieron por las escaleras, y se quedaron hablando al lado de una baranda de ladrillos, sobre un antiguo túnel ferroviario que ahora se usa para el tránsito de vehículos. Coda estaba con ellas.

 

En medio de la conversación, relata Irene, ella hizo un gesto –levanta su brazo y traza medio círculo en el aire– y Coda saltó, se subió a la baranda de ladrillos, y se tiró hacia el otro lado.

 

—Se tiró instintivamente, porque yo le hice la seña.

 

Del otro lado había una caída menos pronunciada que la del Patio de los Cipreses. Coda se estrelló contra el piso, se levantó rengueando, empezó a correr y desapareció. Eso sucedió alrededor de las 18.30. A eso de las 21, cuando Irene regresó a su casa después de buscar al perro todo ese tiempo, Coda ya estaba ahí, tirado debajo de un banco. Más adelante se enteró que el parque tenía una larga historia de saltos caninos inexplicables. Irene asegura que su caso fue distinto, que el perro se tiró porque comprendió mal una seña. No le parecía raro que el animal pudiera saltar sobre la baranda y arrojarse del otro lado impulsado por un gesto.

—Lo único raro fue que se amortiguó la caída —dice.

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Desde que comenzaron los saltos caninos en el Parque de España, al médico veterinario Carlos Cossia le tocó atender “no menos de 20 casos”. Cossia es un personaje carismático, con alto perfil público en Rosario: conduce un programa de televisión sobre mascotas, tiene su propia marca de alimento balanceado, y cada año organiza jornadas solidarias de castración de animales. En el sitio web de su hospital se lo puede ver junto a un elefante al que hubo que sacarle un tumor, un cachorro de tigre con gastroenteritis, un chimpancé que necesitaba radiografías.

—Si uno analiza en profundidad, todo es justificable, todo. Pero que los casos suceden, suceden, y en el 80 por ciento han sido mortales —dice.

En el pecho lleva una cadena con dos medallas: la de atrás es la virgen María; la de adelante, dorada, es la virgen de Itatí, ícono religioso de la provincia de Corrientes, su tierra natal. Le pregunto si él cree que los perros pueden llegar a ser conscientes de la muerte.

—Mirá, yo me voy a ir de este mundo con más de 300.000 casos vistos. Y me voy a ir sin haberme podido meter en la cabeza de los perros, de los animales.

Después cuenta una historia que volverá a repetirse más de una vez, con distintas variables, durante las entrevistas. Hace años, relata Cossia, él atendía la perra de dos ancianos, un matrimonio mayor que amaba a su mascota. Cuando la señora murió, su marido duró poco: se deprimió y falleció enseguida. La perra, que tenía 12 años y una expectativa de vida de unos tres más, dejó de comer. “Un sobrino me la trajo, le hicimos estudios, y no tenía nada”. La perra no quería salir de debajo de la cama. Intentaron llevarla a otra casa.

Empeoró. La llevaron otra vez a la casa de sus dueños, y la perra se mantuvo debajo de la cama, sin comer, hasta que murió.

—Si eso no es morirse de tristeza, yo te digo: “Perfecto, que otro me explique entonces qué es”. Hay cosas que yo no las entiendo, pero si no las entiendo, no por eso las voy a negar.

3.

En 1870, durante una tormenta invernal, más de 10.000 búfalos se tiraron por un acantilado de los Estados Unidos. En 2005, en Turquía, 400 ovejas murieron después de saltar de un peñasco. En 2009, durante la noche, 200 ballenas piloto encallaron en una isla entre Australia y Nueva Zelanda. Todos los años, en Jatinga (India), cientos de pájaros descienden y se estrellan contra el pueblo. En 2009, en Suiza, 28 vacas se tiraron por un acantilado. La lista de fenómenos registrados es larga. Entre los casos más extraños de muertes masivas de animales, existe un único antecedente similar al de los perros del Parque de España de Rosario: el del Overtoun Bridge, un puente victoriano en un pueblo escocés llamado Milton, donde decenas de perros –se calcula entre 80 y 100– se han tirado desde la década del 60. Al llegar a la mitad del puente, los perros tomaban carrera y saltaban el muro, de un metro de altura, obedeciendo a un impulso irrefrenable. Durante años circularon teorías insólitas para alimentar la leyenda del suicidio –extraños campos magnéticos que emanaban de las piedras, por ejemplo–, hasta que la sociedad escocesa para la prevención de la crueldad animal decidió enviar a científicos a investigar el caso. La conclusión que sacaron los especialistas era que el aislamiento visual que producían los muros ponía en alerta los otros sentidos más desarrollados del perro: el olfato y el oído. El encargado de la investigación determinó que no todos las razas sucumbían a la “llamada del suicidio”, sino que eran los cazadores de hocico grande (labradores, collies, goldens) los que, al llegar a la mitad del puente, enloquecían por el olor de la orina de los visones que habitaban en la zona del puente y se terminaban tirando, ciegos a la caída del otro lado del muro.

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Detrás de los casos más conocidos de muertes masivas de animales suele haber, además de teorías sobrenaturales o paranoicas, un periodista que rotula el fenómeno como suicidio animal, para cumplir simultáneamente con una demanda de espectáculo y otra de sentido.

—En principio, no es posible hablar del suicidio de animales, porque tendrían que tener el concepto de muerte, y toda la teoría dice que no tienen —señala el médico veterinario Claudio Gerzovich, uno de los fundadores de la Asociación Latinoamericana de Zoopsiquiatría, y ex jefe del Servicio de Comportamiento Felino y Canino de la Facultad de Ciencias Veterinarias de la UBA.

Los significados que atribuimos a los actos de los animales, explica Gerzovich, dicen más de nosotros, de nuestros deseos y necesidades, que de la naturaleza de sus actos.

—Los humanos extrapolamos nuestras emociones y sensaciones a los animales. O sea, yo necesito cariño y digo: “Mi perro necesita que lo acaricien”. Nosotros confundimos un perro tranquilo con un perro triste, y un perro nervioso con uno contento. Creemos que entendemos el animal, pero de ahí a que lo entendamos hay un trecho. Muchos de los problemas de comportamiento por los que a mí me llaman, tienen un hilo común: sea el problema que sea, en la mayoría de los casos hay un fuerte trastorno de ansiedad por el sistema donde viven, que es el sistema humano.

En su libro Nuestro perro: uno más en la familia, Gerzovich cita una encuesta realizada en Capital Federal y en el Gran Buenos Aires: el 94% de los propietarios de perros consultados consideraba a sus animales como un miembro de la familia; el 95% reconoció que solía hablar con su perro en varios momentos del día; el 47% compartía la comida con su animal; el 39% permitía que su perro durmiese junto a él en la cama, y el 29% admitió que celebraba el cumpleaños de su perro.

Según las estimaciones de la Organización Mundial de la Salud, existe un perro por cada cinco habitantes en los países desarrollados, y dos perros cada cinco personas en los países en vías de desarrollo. Los proteccionistas simplifican el cálculo: uno cada cuatro personas. En Rosario, que tiene alrededor de un millón de habitantes, existen más de 250.000 perros. No es inusual que los perros se tiren de los balcones, me asegura Adriana Pacheco, una proteccionista que vivió muchos años en la ciudad, aunque no suela ser noticia. Casi todos esos casos se relacionan con el celo, explica: los animales huelen a una perra en celo y se impulsan enloquecidos, ciegos a cualquier otra cosa que no sea su instinto, a pesar de todo irreductible a la humanización.

4.

Sinopsis: “Ariel (42), periodista y escritor de escasa monta, descubre en Internet una información que llama poderosamente su atención. En Rosario, su ciudad, perros de distintas clases y/o razas se suicidan arrojándose al vacío en las cercanías del Parque de España…”.

Así comienza la síntesis de “Perros del viento”, un proyecto de largometraje que el productor audiovisual Hugo Grosso planea rodar hace años en su ciudad natal. La película, explica la sección Work in progress, nace de un mito urbano que “se mantiene vigente en el testimonio de quienes de alguna manera u otra, han vivido la experiencia”. Los relatos son el punto de partida del guión ficcional: Ariel vuelve a Rosario –de donde huyó para evadirse de un amor prohibido–, con el propósito de investigar el misterio de los perros suicidas, se pone a comparar “la fidelidad humana con la fidelidad canina y cae en el facilismo de los que piensan: ‘Cuánto más conozco a la gente, más quiero a mi perro’”. Eso sucede antes del desenlace. La sinopsis completa se puede leer en internet, y todo parece indicar que será una historia de amor irracional, pero este cronista no puede más que compadecer a Ariel por la tarea que le toca.

Durante años, los buenos anfitriones rosarinos han narrado la historia de los perros suicidas a los visitantes que llevaban a conocer por primera vez el Parque de España, y fueron sembrando un asombro que, alguna vez, ellos mismos conocieron a través de las noticia o de los rumores. Allí, en la parte alta del complejo cultural, mientras los turistas ocasionales sucumben frente a la visión del río Paraná que corre debajo, inmenso, a través de la llanura –“un viejo rayo caído sobre la tierra en un horizonte verde”, escribió el poeta Juan L. Ortiz–, los locales han repetido la historia usando el mismo tono que se usa para las leyendas, y la misma información que circula al respecto hace dos décadas. Busquen y encontrarán, con ligeras variaciones, una tautología abrumadora en la web: la misma cantidad de casos estimados por Clarín para el primer año, las mismas hipótesis, las mismas sospechas sobre el carácter mítico de la historia, el mismo estupor. Y poco más: un poema dedicado a los perros, un mensaje de un pastor portorriqueño, la sinopsis de una película, las advertencias de un grupo proteccionista. Busquen y encontrarán, entre otras miles, una cita de Franz Kafka: “Todo el conocimiento, la totalidad de preguntas y respuestas se encuentran en el perro”.

 

Y nada más.