Ensayo

El mar en la literatura argentina


Leer en la espuma de las olas

Con la excusa del lanzamiento del podcast "Hundido. La historia del Ara San Juan", Mercedes Alonso reflexiona sobre el lugar del mar en nuestra tradición literaria y dice: “en la literatura argentina el mar parece no estar pero aparece, es un rumor o un resto de espuma. Es un mar donde hay barcos y aventuras, hasta naufragios, pero hay también otra cosa, que siempre está más en los sentidos que en la acción y que guarda un lugar para el placer, aunque sea en las palabras que lo dicen”.

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“Nuestro es el mar. ¿Qué saben los romanos del mar?”
Jorge Luis Borges, “Fragmento de una tablilla de barro descifrada por Edmund Bishop en 1867”

Podría empezar con una provocación: la literatura argentina del mar no existe. Esta provocación tiene la misma forma y el mismo propósito que cuando Elvio Gandolfo escribió “la ciencia ficción argentina no existe” para presentar una antología del género. Esta no es una antología, pero sí una modesta invitación a recorrer una literatura que, pese a todo, existe. 

Podría, entonces, empezar robándome otra provocación de la crítica. Si para David Viñas la literatura argentina empieza con una violación -con dos, en realidad, una en Amalia, de José Mármol; otra en El matadero, de Esteban Echeverría-, para mí, empieza con el mar. En 1567 aparece el libro que conocemos como Viaje al Río de la Plata o Derrotero y viaje a España y las Indias, escrito por el soldado bávaro Ulrico Schmidl. Es el primer texto sobre el territorio que, mucho después, sería la Argentina. La inclusión en la literatura de ese territorio es bastante confusa: su autor es extranjero, está escrito en alemán, pero narra la expedición de Pedro de Mendoza que termina con la fundación de Buenos Aires. Y es una narración que ocurre, en parte, en el mar.

Podría poner otro comienzo, para acoplarme al inicio de Viñas por el Romanticismo: La novia del hereje o la Inquisición en Lima, de Vicente Fidel López, es nuestra novela de piratería. Corresponde a su época de auge también: en la primera mitad del siglo XIX, habían aparecido las novelas sobre piratas de Walter Scott, en Inglaterra, y de James Fenimore Cooper -el de El último de los mohicanos-, en Estados Unidos. Con un ligero desfasaje -es de 1870-, la de López podría ser el comienzo de las aventuras de la literatura argentina, pero ¿quién la recuerda? Y, sobre todo, ¿qué se hizo de esas aventuras en el siglo y medio que vino después? 

Prefiero la ficción. En la novela Lejos del mar, Juan Bautista Duizeide cuenta la aventura de navegación de Hilario Ascasubi, uno de los poetas gauchescos con los que, de manera más convencional, se hace empezar la literatura argentina. La novela se basa en un dato biográfico: si Ascasubi fue grumete y escritor, ¿por qué no inventar un encuentro fortuito entre las dos identidades? La novela de Duizeide es un spin off de la gauchesca; toma a uno de sus personajes y le inventa una trama de piratas, aventuras y trabajadores del mar. Diría, un reboot de la literatura argentina, un nuevo comienzo: ¿cómo hubiera sido el resto si hubiéramos empezado por ahí?

Esas derivas no están escritas. O quizás sean todos los otros libros de Duizeide, desde la genial Kanaka -un hijo de Herman Melville y una nativa del Pacífico Sur cautivo de la isla Martín García: la tradición literaria del mar y la tradición represiva del Estado argentino- hasta Vuelta encontrada, que editó Leteo hace muy poco; si se me permite, una de las últimas grandes cosas que hizo Christian Kupchik.

El reboot puede ser una relectura. ¿Qué mares estuvieron ahí siempre? Empiezo por un lugar común: Alfonsina y el mar. No la muerte, ni el monumento en Mar del Plata, ni el balneario de enfrente -apenitas cruzando Peralta Ramos; a pocos metros del lugar del salto mortal, con el descarado y dudoso gusto que es, eso sí, tan playero-. No; sus poemas, a los que también se acusó de falta de gusto. 

En el fondo del mar
hay una casa de cristal.
A una avenida
de madréporas
Da.

Escribe en “Yo en el fondo del mar”. Y en “Trópico”:

Para mi carne
que se acaba
tu terciopelo
de coral;

Envuelta en él
como una llama
que se desplaza
sobre el mar,
tallo erguido
en la tarde,
arder,
chisporrotear.

Leídos sin el mal gusto de anteponer el suicidio a todas las palabras, lo que está ahí y reivindico es el fondo del mar, una zona a la que la literatura no suele llegar, como ella misma escribe en “Crepúsculo”, otro de los muchos poemas que le dedica en Mundo de siete pozos:

Buques no lo escribieron.
Hombres no lo descifraron.
Peces no lo pudrieron.

Con esas negaciones, Alfonsina dice algo sobre el lugar del mar en la literatura argentina, a pesar de que su más encendida contemporánea, Norah Lange, hubiera publicado 45 días y 30 marineros en 1933. Ni los hombres ni Lange se ocupan de descifrar o escribir el mar. La novela se queda adentro del barco, flotando en una superficie sin profundidad, y arma serie con las otras novelas de barcos que no navegan, como el Mañana de Mascaró, el cazador americano, de Haroldo Conti -tan navegante de otras aguas- y el Malcolm de Los premios de Julio Cortázar. 

Alfonsina está en la profundidad, como Idea Vilariño del otro lado del Plata -un río mar, después de todo:

Tan arduamente el mar,
tan arduamente,
el lento mar inmenso,
tan largamente en sí, cansadamente,
el hondo mar eterno.

Lento mar, hondo mar,
profundo mar inmenso…

Tan lenta y honda y largamente y tanto
insistente y cansado ser cayendo
como un llanto, sin fin,
pesadamente,
tenazmente muriendo…

Va creciendo sereno desde el fondo,
sabiamente creciendo,
lentamente, hondamente, largamente,
pausadamente,

Decir el mar con gerundios es también estar a contramano del buen gusto, aunque en otro plano, aunque nos guste y cueste menos decirlo. 

He ahí, el mar. Sin embargo, César Fernández Moreno insiste con la ausencia en “Al mar hay que decirlo”:

al mar hay que decirlo
el mar es un hecho que el hombre no puede pasar por algo
hay que volverlo palabras
hay que hacer del mar un sonido que te salga de la boca
un dibujo de letras que te parta el corazón

Así todo, no puede. Como otro César, el peruano Vallejo, que quiere escribir pero le sale espuma (en el soneto que lleva ese nombre: “Quiero escribir pero me sale espuma / Quiero decir muchísimo y me atollo“), pero al revés, no consigue decir eso que “parece la pampa pero con alambrados de espuma”. 

El problema es esa falta, la que hizo del grumete Ascasubi un poeta gauchesco; la falta que hay que decir una y otra vez para conjurarla. 

La serie que se arma entre los alambrados de espuma y el marino que sueña con las tropillas que va a encontrar a la vuelta tiene que incluir a Héctor Viel Temperley, que escribe Poemas con caballos en 1956 y, en Humanae vitae mia, de 1969, incluye dos secciones marinas: Mare nostrum gris y Mare nostrum azul. En este último, está el poema “Hoy”:

Hoy
difícil ver algo más lindo
que ese gallo de espuma
que se para en las piedras

Termino la recorrida por la espuma con un poema que ya es del siglo XXI: “Mi corazón”, de Martín Prieto:

Había llovido y el agua de lluvia
había batido el agua de mar -tanto-
que la playa estaba cubierta
por una espuma liviana que voló
cuando la pateaste haciéndote la loca
y el que volaba era entonces mi corazón.

Del fondo del mar a la espuma de la orilla, el mar está en la literatura argentina aunque los barcos naveguen poco o no dejen ver hacia afuera. Aunque, como le pasa a Fernández Moreno, nunca se logre decirlo: “en la próxima estrofa explicaba el mar completo / yo la escribí crispado sobre la proa / pero esa hoja se me voló al mar”. 

Será que el problema es de perspectiva: no es lo mismo el mar visto desde el barco que desde la orilla; estar sobre, frente o dentro del mar. Las preposiciones dividen la literatura.

Dejo de lado lo que no hay porque no sirve más allá de la provocación. Siempre podría haber algo que se nos escapó, exhumaciones por hacerse, olvidos accidentales o intencionales. Lo que hay, en cambio, es mucho. Elijo la literatura que dice el mar desde adentro y aprovecho los límites de extensión para seleccionar algunas novelas contemporáneas. Que a lo demás lo traigan las olas, que siempre devuelven todo lo que se lleva el mar.

Hay un mar desde adentro de los barcos, diferente de la superficie por la que se desplazan los que no quieren o no pueden escribir, descifrar, decir el mar. En Trasfondo, Patricia Ratto cuenta la aventura de navegación de los submarinistas del ARA San Luis durante la guerra en Malvinas. La novela salió en 2012, durante un pequeño boom editorial que aprovechó los 30 años de la guerra, pero es más que eso. Ratto se hunde en el mar con sus submarinistas -a los que fue construyendo a partir de largas charlas con sus pares reales- para contar un fracaso organizado: el submarino espera para entrar en acción, pero nunca le llega el turno, los torpedos no andan, las condiciones de vida son pésimas; los submarinistas esperan. Desde adentro no se ve la guerra, las islas ni el mar, pero se escucha. Trasfondo es una novela de los rumores: los de las noticias que llegan por radio Colonia porque ni los superiores ni las emisoras argentinas dicen nada sobre lo que verdaderamente pasa en la guerra, los de los motores, los del mar, los de los moluscos -”dientes de perro”, escribe Ratto, precisa- adheridos al casco del barco al comienzo:

“Y entonces ese ruido me despierta con un sobresalto, es un rechinar áspero que raspa con rabia contra el casco del barco. Se ve que me he quedado dormido sobre unas lonas en la sala de máquinas y el ruido, que se origina afuera pero lo invade todo aquí adentro, me ha despertado. Se replica el ruido, y ahora también a estribor algo raspa, rasca, arrastra”.

El mar no se ve, pero está, como en Tres veces luz, de Juan Mattio, que es de 2016. Los polizones de su novela, Chuckle y Patrice, cruzan el Atlántico. Huyen de sus respectivos infiernos en la bodega de un barco que es “como la panza de una ballena de lata”. Así todo, la novela tiene tiempo para la construcción sensorial: los sonidos del mar, de la tormenta, el lazo entre los dos. Y Patrice tiene tiempo, porque en realidad eso es lo que le sobra, para contarle a Chuckle una versión de la Odisea que los mantiene con vida tanto o más que la disciplina del cuerpo que imponen.

Vuelvo, para cerrar esta serie de navegantes, a Juan Bautista Duizeide, porque el escritor argentino vivo que más sabe y más dice el mar merece ser convocado al menos dos veces. En su última novela -la nombré, Vuelta encontrada-, habla el capitán Gonzaga, que venía asomando en sus libros anteriores -los cuentos de Noche cerrada, mar abierto, la novela La canción del naufragio. Gonzaga dice el mar porque lo conoce desde los barcos, pero también desde una ciudad en la orilla. El marino de Duizeide enlaza -con alguno de esos nudos que conocen tan bien- todas las preposiciones del mar, todas las posiciones. La playa: 

“Desde la cresta del médano que asomaba por encima de todos los médanos, admiró el oleaje extremado. ¿Adónde un celeste así de blanco, adónde un blanco tan celeste? [...] Playa arriba, las olas dirimían su larga firma de espuma sobre el confín de la marea”

Y el naufragio:
“Ya navegan aguas aéreas, van por la espuma que vuela, son espuma.
Por encima de sus afanes, el canto de guerra de lo blanco.
Son murmullo que cae por una catarata.
Rumbo al rugido.
Al rugido.
Rugido”.

Para terminar, ofrezco la mejor salida posible. En Un reino junto al mar, un libro monumental y hermoso sobre dos orillas del mar -Mar del Plata y Río de Janeiro-, Santiago García Navarro dice que el filósofo Hans Bumenberg, en su libro Naufragio con espectador, “se dedicó a estudiar las metáforas del naufragio en lugar de las de la zambullida placentera”. Estoy tentada de agregarle: “cometió el error de”, aunque no esté segura de si es esa la intención de García Navarro. El mar en la literatura argentina también está hecho de zambullidas felices:

En Los que aman, odian, de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, una de las mujeres que pasan sus vacaciones en Bosque de Mar y comparten hotel con el doctor Huberman grita: “ —¡Al agua! [...] ¡Soy una niña con alas! ¡Soy una niña con alas!” y corre hacia el mar. Desde entonces, no hemos dejado de correr:

“Corrí hacia el mar, tropecé con anémonas y caracoles filosos, nadé sin ver el oro oscuro del agua. Las olas llegaban altas y enfurecidas de espuma. Casi enseguida perdí el fondo. Nadé sin método y sin fuerza, contra las olas, sintiendo que cada empujón era una lucha entre el mundo entero y mi cuerpo descontrolado. Tal vez por eso pasé la rompiente sin darme cuenta, embistiendo la espuma sin ver ni pensar en nada. Entonces, logré que mi cuerpo se moviera como en la pileta del club”. 

(Betina González en Juegos de playa, de 2015)

—Me voy a meter en el mar.

Ana se rió.

—Hace un poco de frío.

—No importa. Me voy a sacar el pantalón y la camisa.

Ana lo ayudó a sacarse la ropa. El pelo se le metió en la boca por el viento. Dobló el pantalón, la camisa, Rafael corrió por la arena y ella lo siguió hasta la orilla. Va a morirse de frío, pensó. Tal vez tendría que ir a buscar la toalla al auto. Era apenas noviembre. Él caminó entre las pequeñas olas de la orilla, le tiró un beso y avanzó hacia dentro del mar. 

Gloria Peirano, Miramar, de 2007

“Noah nada rumbo adentro, no quiere alejarse de la orilla, quiere alejarse del suelo, busca profundidad. Se siente distinto. Eso es. Está en agua. Es el agua. El agua es hermosa. ¿Cómo no se dieron cuenta antes? ¿Cómo no lo supo su padre? Se siente tan bien en el agua. Quiere salir y decírselo. Decirle: Papá, en el agua está todo bien. Pero no es el agua, durante cuántos años fueron a andar juntos al club, demasiados. No es el agua, es el mar”.

(El enigmático o enigmática Yuri V en Todos se escondieron ya, de 2022, la primera de la serie “La novela del verano” de la editorial marplatense El gran pez. Está todo dicho)

Una niña que compite para hacerse grande, un hombre enamorado -no importa de quién ni con qué futuro-, el jorobado Noah que conoce el mar y encuentra su lugar en el mundo, una solución mejor que los traumatólogos, acupuntores, fisiatras y genetistas que viene probando desde siempre.

El mar parece no estar pero aparece, es un rumor o un resto de espuma. En el mar de la literatura argentina hay barcos y aventuras, hasta naufragios, pero hay también otra cosa, que siempre está más en los sentidos que en la acción y que guarda un lugar para el placer, aunque sea en las palabras que lo dicen.

Reivindico esa tradición placentera para la literatura argentina; aunque tenga algo del lugar común y de lo cursi; del fondo del mar de Alfonsina, del “corazón” de Prieto o de los lobos marinos que cambian de color con el clima. Reclamo con Borges el derecho a toda la tradición universal -esa en la que estamos seguros de que existen los mares, los barcos, los piratas-, pero también digo, con Leonardo Favio: “yo no olvido la playa”.