Ensayo

La comunión de la Selección con su pueblo


Esa obstinación por ser argentinos

Durante todo el Mundial en Qatar hasta el 20 de diciembre, en las calles de la Argentina los jugadores de la Selección buscaron y lograron una simbiosis total con su pueblo. Un equipo que se fortaleció en las adversidades e hizo de cada partido una final nos inyectó de una emoción que derivó en comunidad y sentido de pertenencia. Martín Ale escribe sobre la larga resaca de la fiesta más grande de nuestra historia. Y dice: “Romper con la tradición de ir a la Casa de Gobierno fue al mismo tiempo mensaje y gesto popular: estar con la gente y no en un palacio vacío de contenido”.

Fotos: Télam y Municipalidad de San Martín

—¿Hasta cuando se quedan?

—Yo tengo vuelo hoy a la noche para jugar el viernes un partido con Benfica.

Enzo Fernández, pelo recién platinado, camiseta argentina, bermuda y visera para atrás, responde -micrófono en mano- la pregunta ante una multitud que copa la plaza del centro del San Martín, el lunes 26 de diciembre bajo el solazo de la una del mediodía. Parado al lado, look similar, el otro sanmartinense: Exequiel Palacios.

—Y después retornar para pasar fin de año con la familia —completa la frase Enzo.

El 30 de diciembre, Benfica, puntero de la liga portuguesa, juega por la fecha catorce contra Sporting Braga, tercero en la tabla. Enzo Fernández llega el martes a Europa, entrena un par de días, quizás sea titular el viernes y apenas terminado el partido pega la vuelta a la Argentina para chocar las copas o los vasos con su familia y amigos. Qué obstinación por la argentinidad Enzo, pudiendo quedarte en Lisboa.

Alguien ya lo dijo, seguro: esta Selección argentina de fútbol quiere, busca y logra una comunión con su pueblo. Lo vivimos y lo vimos el 20 de diciembre, el día de los 5 millones en las calles de Buenos Aires y los márgenes de la Autopista Ricchieri. El desborde, lo inabarcable, la entrega al goce. Ese colectivo sin techo cargado de argentinos en cuero, tatuados e insolados, tomando de botellas cortadas y jarras, agitando y saltando, poniéndose en riesgo, a centímetros de caer y ser atajados por la multitud. El día de la simbiosis total entre la Selección y su pueblo. El punto justo donde se deshacen los discursos del establishment extranjerizante que insisten en condenar los rasgos de la argentinidad que consideran incorrectos, inapropiados, bárbaros. “Quedémonos con el Dibu que habla un inglés perfecto, británico, que con el Dibu de los gestos guarangos”, dijo un periodista (como mi inglés me avergüenza, consulté a un amigo: “por inglés ‘británico’ deben querer decir que habla rápido y no se traba, pero su inglés es recontrapopular con todo el slang del idioma hablado en los barrios. ¿O no vieron cuando miró al banco holandés y les dijo: I fucked you, twice?”). Detengámonos cinco renglones en Emiliano “Dibu” Martínez, el ídolo de los niños y niñas de la patria, que pasó su navidad marplatense sentado en una silla de plástico blanca. Qué personaje fascinante, todo entra en él: virilidad exacerbada, psicoanálisis, “juegos mentales” para disminuir al rival y empatía al mango con la gente de su país: “Jugamos por 45 millones. El país no pasa un buen momento en lo económico y darles una alegría es lo más satisfactorio que tengo en este momento”.

Este equipo, que se fortaleció en las adversidades e hizo de cada partido una final -en la que un gol a México en el segundo encuentro de la fase de grupos se gritó tanto como el gol de Di María a Francia-, nos inyectó de una emoción que derivó en comunidad. No es la primera vez que pasa, pero cuando pasa es un tsunami: ahí estábamos, descubriéndonos parte de lo mismo. La denigración permanente quedó suspendida por un mes: aquellos que abonan la letanía de los habitantes del país contra el país mismo se quedaron sin nafta. Partido a partido, ser argentino ya no era una desgracia sino un orgullo.

El sentido de pertenencia generado por la Selección pasó de la pantalla a las casas y se expresó de maneras diversas. Un ejemplo clásico: las cábalas. Más allá de la creencia de que sin cábalas no se consigue el objetivo, lo importante durante el mundial fue contribuir colectivamente al triunfo. Creer y sentir que sentándote en ese lugar, usando esa camiseta y no otra, encendiendo el ventilador Liliana a los 10 minutos de cada partido (esa era la mía) estabas siendo parte de una fuerza colectiva capaz de ayudar a los guerreros conducidos por el Leónidas de Pujato.

Volvamos a ver “Sean eternos”, el documental de tres capítulos de Netflix. Sacando la arenga de Messi, no pasa nada de nada. Pero qué lindo verlo ahora, sabiendo lo que los jugadores no sabían: muchachos, van a ganar la Tercera. Y aunque parecen pletóricos de campeonar en el Maracaná, se percibe todavía (Messi lo dice: me falta el mundial) hambre de gloria. En ese documental, en horas y horas de entrevistas y declaraciones, no es fácil descular la narrativa de esta Selección. Rodrigo de Paul se hace un poco cargo de ese lugar que dejó vacante Javier Mascherano y trata en cada frase de buscarle un sentido a lo que hace y genera esta Selección. Di María -el auténtico “Ángel Exterminador”- es narrativa del yo con altas dosis de emoción directa. Y Messi dejó el histórico andá pallá bobo (muy de Messi y cero maradoniano, “bobo” es unas de las palabras predilectas de Lionel cuando enfurece) y un posteo en su Instagram, pos festejos: No traten de entenderlo. ARGENTINA 🇦🇷 Con lo bueno y con lo malo, TE AMO. La foto es top five: arriba del colectivo, Messi mira a cámara y levanta la copa; en segundo plano, Scaloni señala a alguien con el índice derecho, De Paul ríe en cuero y con lentes de sol, y Paredes, también en cuero y con visera para atrás, completa el cuadro. Lo bueno y lo malo, dijo Messi. La copa y desborde. La gente y la desorganización. Pablo Semán lo dice mejor: el desacople entre urbe, dinámicas de la movilización social y capacidad estatal y política de prever. Fin de la interpretación (“Un sentimiento, no traten de entenderlo”, como cantan los jugadores). La Selección invierte aquel axioma de @tintalimon: país sobrepensado y subejecutado. En su corta vida, la Scaloneta ejecutó y no se narró.

Porque siempre será preferible volver a ver los partidos o los resúmenes que leer estas notas, hasta memorizar quién hizo los goles en cada partido, los pateadores de los penales -y el orden en el que patearon- y mirar de nuevo, para sufrir de nuevo, la final. Feliz Navidad, campeones, con TyC Sports de fondo en la pantalla. Y seguir hablando del mundial, que el año no termina: dónde viste la final, cómo te preparaste para ver la final, cómo sufriste la final, qué hiciste para que no te entre el grito de gol por la ventana un segundo antes. Y pasar estos días por el rulo que conecta la Avenida 9 de Julio con la Autopista 25 de Mayo y ver al costado, contra los guardarraíles, la resaca de la fiesta más grande de la historia: latas aplastadas, botellas de fernet, botellas de coca, tetras de vino. Esa fiesta que, como escribió el italiano Lorenzo Serra, es la revelación de un mundo nuevo que Europa mira con nostalgia. 

Mario Greco, sociólogo y creador de esta revista junto con Cristian Alarcón, me dio varias ideas en intercambios por whatsapp sobre esa mirada europea sobre la celebración argentina. Resumo: “La ruptura entre arte y vida, entre filosofía y ser, es dramática para ellos (los europeos). Conecta con la tesis de Pasquale Serra sobre el peronismo y de Mario Tronti sobre el ocaso de la democracia occidental. La no coincidencia entre pensamiento y ser. Algo del ser en el peronismo no se deja atrapar ni representar por la idea. Ese rasgo (profundamente teológico-político) sólo puede comprenderse por las características externas, por lo fenoménico y no por su esencia: algo que logra que esa fuerza nacional-popular se "regenere" y esa regeneración escape a su coincidencia con la idea, el pensamiento o el sistema mismo. Esa es quizás la lucha argentina por antonomasia”.

¿Cuántos vuelos de helicópteros hubieran hecho falta para depositar a los 26 jugadores más el cuerpo técnico y el Chiqui Tapia en el helipuerto pegado a Casa Rosada? ¿Qué habría pasado si los festejos hubieran tenido un espacio estrecho -como la Plaza de Mayo- como punto de concentración de 5 millones de personas? Cuando se supo que los jugadores no irían a la Casa Rosada el debate chiquito circuló por los medios y los politizados de las redes. En un grupo de whatsapp alguien puso un meme de Alberto rogando por una foto aunque sea de Dylan con la copa. Otro respondió: “Pasarán los años y mis hijos, y los de ustedes y millones de jóvenes argentinos que vieron por primera vez a la selección de Messi campeona mundial, no entenderán de qué hablan cuando escuchen los nombres Berni, D'Alessandro o Fernández”. Romper con la tradición de ir a la Casa de Gobierno (1986 y 1990) fue al mismo tiempo mensaje y gesto popular: estar con la gente en la calle y no en un palacio vacío de contenido.

Se va el 2022 (TyC Sports tiene que volver a pasar la final el 31 a la noche) y los jugadores se reincorporarán a sus equipos ingleses, españoles, franceses, italianos. Recién en marzo volverán a la Selección, el lugar donde se los ve verdaderamente felices. Porque en esos reencuentros se nutren de argentinidad: recuperan hábitos argentinos (juegan al truco, hacen chistes que sólo ellos entienden, toman mate de manera ininterrumpida) y hablan en sus lenguas argentinas. Las comparaciones, además de odiosas, son injustas pero inevitables: hace unos años, el esfuerzo de muchos jugadores de la selección era ser lo más europeo posible. Y si vamos más atrás, cuando Pasarella volvió a pasar unas vacaciones en Argentina después de un año de jugar en Fiorentina (1982), los diarios y revistas de aquella época destacaban lo elegante que vestía, lo bien que hablaba. La aristocrática Florencia lo había convertido en un señor. Cuarenta años después, nos emociona Messi y su obstinación por ser cada vez más rosarino.