Crónica

El atentado a Pinochet


Un misil para Pinocho

El 7 de septiembre de 1986 un comando del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) emboscó a la caravana que trasladaba a Augusto Pinochet. Armados con lanzacohetes y ametralladoras estuvieron a segundos de acribillar al dictador chileno. El cronista Cristóbal Peña reconstruyó en su libro "Los Fusileros" la historia de una de las acciones más temerarias ejecutadas por un grupo guerrillero latinoamericano.

Ernesto fue el primero en avistar la comitiva. La vio cuando ésta bajaba desde Las Vertientes, último poblado antes de La Obra, y de inmediato dio la señal para que los grupos de asalto avanzaran a tomar posiciones. Tarzán, desde su ubicación en la carretera, se guió por el oído. Al escuchar las balizas, alertó a Milton para que se sentara al volante del Peugeot station y esperara el paso de los dos motoristas.

El primero, por instrucción del jefe de la comitiva, apareció varios metros delante del resto de la caravana. Se detuvo en el mirador de la cuesta, cruzó su vista con la mujer de la casa rodante, que ocultaba un fusil M-16 bajo sus faldas, y al notar que todo estaba en regla dio la normalidad por radio y siguió su marcha.

La segunda moto no tardó en aparecer, muy cerca de los autos que escoltaba. Milton tuvo que actuar rápido, en cosa de segundos, para dejar pasar al motorista —quien  alcanzó a alertar por radio de la aparición de un conductor imprudente— y cerrar el paso a los autos de la comitiva.

Fue entonces, o en medio de eso, que Tarzán soltó la pelota, estiró el lanzacohetes LAW y apretó el gatillo con la mira fija en el primer auto. Clic. El misil no se movió de su lugar. Volvió a percutir y lo mismo. Clic, clic. La pelota rodaba cuesta abajo y los cuatro carabineros a bordo del Opala atinaron a agachar la cabeza.

Detrás del Opala frenó el resto de los autos. El segundo, donde viajaba Pinochet, por un instante quedó en la mira del lanzacohetes del comandante Ernesto. El jefe de la Operación Siglo XX no dudó en percutir el gatillo. Clic. El cohete siguió donde mismo. Clic, clic. Recién cuando lo estaba bajando para volver a estirarlo, el cohete LAW salió disparado hacia la carretera y explotó en un punto intermedio entre el primer y el segundo vehículo. La batalla había empezado.

Del primer motorista, cabo José Carrasco, nunca más se supo en esta contienda. Pasó de largo frente a Víctor y Enzo, quienes tenían orden de no disparar hasta que la casa rodante quedara cruzada en la carretera. El segundo, cabo Carlos Sepúlveda, quedó en la mira del fusil de Enzo. Pero éste, según relató después, al percatarse de que una familia que había bajado de un Simca se interponía en la línea de tiro, dejó seguir al uniformado. Cuando por fin la familia se refugió bajo el auto y Enzo pudo disparar, el motorista ya había ingresado a un restaurante vecino.

Un poco más atrás, el mirador de la cuesta estaba hecho un polvorín.

En su declaración judicial, el teniente Tavra Checura, que viajaba en el asiento del copiloto del Opala, testificó haber sido advertido de la situación por el segundo motorista. “Inmediatamente y en forma instintiva accioné el interruptor de la sirena de aire. De igual forma preparé la mini UZI, que llevo siempre sobre mis piernas, y al ver al costado norte y a la altura del station a un individuo de pie apoyado contra el talud del cerro que nos disparaba en ráfaga con una subametralladora, disparé en ráfaga el cargador de treinta y dos tiros contra este individuo hasta agotar la munición.”

El individuo al que aludió el teniente Tavra probablemente era Tarzán, quien tomó su fusil tras convencerse de que no tenía sentido insistir con el lanzacohetes LAW. De cualquier modo, para el caso, el fuego contra el Opala fue severo. Una de las tantas balas provenientes de las unidades 501 y 502, situadas entre la carretera y el cerro, alcanzaron el cuello del sargento Luis Córdoba, que quedó desmayado con las manos al volante. Ese auto no se movería por un buen rato de ahí.

La orden dada por el capitán Mac-Lean, que estaba sentado en el asiento del copiloto del tercer vehículo, sonó en las cabinas de los otros cuatro vehículos de la comitiva.

—¡Atrás, atrás! —gritó el jefe de seguridad, y mientras su chofer intentaba maniobrar en reversa, sus hombres respondían a ciegas hacia el cerro: ninguno de los que estaban arriba sintió silbar balas cerca. Era tal la confianza que los dos jefes de grupo, Ernesto y Ramiro, combatían de pie, lo que dio ánimo a otros para arrodillarse.

La batalla era desigual, y en un momento, por segundos, los autos de la comitiva permanecieron inmovilizados, taponados unos con otros, a merced de los grupos de asalto.

Cuesta abajo, en el Grupo de Retaguardia, la acción también estaba desatada.

Al pasar el último vehículo de la comitiva, el Ford LTD con los comandos manchados, Joaquín dio la orden de partida a Javier. El jefe y Sacha subieron al pick up de la camioneta y, al pasar frente al empalme a San Juan de Pirque, donde estaban los cuatro carabineros de tránsito, Joaquín disparó en ráfaga. Los cabos Lara y Muñoz, que estaba a un costado de la carretera dirigiendo el tránsito, cayeron desplomados en el pavimento; los otros dos, Quevedo y Castillo, buscaron refugio en la patrulla y dieron la alerta por radio.

—¡Central, central, atacan la comitiva, atacan la comitiva!

La voz del cabo Quevedo sonó confusa en el receptor de su unidad.

—¡Que atacan la comitiva! —repitió—. ¡Fuego graneado sobre la comitiva!

Javier frenó la camioneta casi encima del Ford LTD, a no más de cinco metros, y los cuatro manchados bajaron simultáneamente, armados hasta los dientes, dispuestos a cumplir la tarea para la que estaban entrenados. El cabo Roberto Rosales, de veinticuatro años, no llegó muy lejos. Cuando cruzaba la carretera, buscando parapetarse en el cerro, el cohete LAW disparado por Joaquín le explotó a centímetros contra el pavimento. El cuerpo de Rosales quedó diseminado en el asfalto.

Inmediatamente después de ese disparo, cubierto por las ráfagas de fusil de Alejandro e Ismael, Sacha activó el suyo. Ese rocket fue el primero que dio en el blanco y penetró de lleno en la maleta del Ford, desplazándolo varios metros adelante, antes de prender en llamas. Dos de los comandos, los cabos Pinilla y Guerrero, buscaron el talud del cerro; el tercero que quedaba con vida, llamado Juan Fernández, hizo algo impropio para su función, aunque muy recomendable para el caso. Asediado por el fuego enemigo, Fernández se lanzó al barranco de cuarenta metros.

Cuesta arriba, en el Grupo de Contención, no se daban respiro. El conductor del primer Ford seguía desmayado en el volante, botando sangre por el cuello, y en el asiento trasero, al costado izquierdo, otro ocupante quedaba fuera de combate. Sangrando por oídos, nariz y boca, el cabo segundo Pablo Silva yacía apoyado en la puerta con una bala en la cabeza y dos en el cuerpo. Los otros dos ocupantes, el teniente Tavra y el cabo Del Río, repelían el fuego desde la cabina con los pocos medios que quedaban a bordo.

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—¡Ríndanse, mierda!

El que gritó en medio de las balas y explosiones fue Tarzán, pero, inesperadamente, de vuelta escuchó la respuesta de uno de sus compañeros, que estaba cerca:

—¡Oye, pero si estamos ganando! ¡¿Por qué nos vamos a rendir?! —gritó Juan, echado sobre la manta.

—No, hueón, les digo a ellos —precisó Tarzán, sin dejar de amedrentar al enemigo—. ¡Ríndanse de una vez, conchasdesumadre!

En su testimonio judicial, Yordan Tavra aseguró haber impactado con una escopeta Spas a un individuo que lo apuntaba con un lanzacohetes. “El atacante fue impulsado por el impacto hacia atrás”, declaró el teniente a pocos días de la emboscada, sin saber todavía que ninguno de los atacantes saldría herido de bala. Lo cierto, según el relato de los fusileros que se enfrentaron a él, es que el teniente Tavra fue uno de los pocos escoltas que esa tarde libró real resistencia.

Una vez que Tavra y Del Río lograron salir del auto, fueron atacados por Milton y Axel, que estaban parapetados alrededor de la casa rodante.

—¡Mi teniente, tiro a tiro!

—¡¿Qué?!

—¡Tiro a tiro! ¡Tiro a tiro, quedan pocas balas! —gritó Del Río, intentando hacerse oír entre las ráfagas y la sirena del auto, que seguía ululando. La recomendación fue desoída por su superior.

—¡Hay que rafaguear!, ¡rafaguear! ¡Se acercan al auto! —alcanzó a decir Tavra antes de retorcerse de dolor. Una bala le dio de lleno en los testículos. Ya tenía otras dos en el hombro y el muslo, pero lo último no pudo soportarlo.

—¡Mátame, por favor, mátame! —clamó el teniente, y Del Río, que estaba a su lado, desoyó la orden.

“Yo no le hice caso y traté de cubrirlo con mi cuerpo”, testificó después el cabo Del Río. “En ese momento, como él estaba boca abajo, dio una mirada hacia la casa rodante y me pidió mi pistola. Se la pasé y él comenzó a disparar casi a ras del suelo, gritando que veía a alguien debajo de la casa rodante. Ahí se nos acabó la munición y nos quedamos tendidos en el suelo. Nos hicimos los muertos.”

A esas alturas no les quedaba otra. Un cohete LAW, uno de los pocos que funcionaron esa tarde, disparado por David, rajó el techo del Opala y fue a dar a un poste, que quedó a medio caer. La sirena del auto por fin se detuvo y el auto comenzó a incendiarse con el cabo Silva dentro.

Luis Córdoba, el chofer herido en el cuello, había alcanzado a ser sacado parcialmente por Tavra, aunque el impacto le destrozó las extremidades. Al día siguiente, Córdoba despertaría con sus piernas amputadas.

Un poco más abajo de la cuesta, donde realmente importaba, la batalla estaba decidida.

Cuando el Ford del capitán Mac-Lean retrocedía en medio de las balas y explosiones, recibió un fuerte impacto por delante. Era el Mercedes Benz de Pinochet, que intentaba abrirse paso en reversa a gran velocidad.

—¡Dale paso!, ¡dale paso! —ordenó Mac-Lean a su chofer, el cabo Cardenio Hernández, al tiempo que intentaba responder al fuego proveniente desde el cerro.

Fue en ese instante, con el primer Mercedes Benz taponado, que Marcos lo tuvo en la mira del lanzacohetes LAW. Clic. El misil no se movió del cartucho. Marcos, que conocía esas armas porque había estado en Cuba, cerró el cargador y volvió a estirarlo. Esta vez el cohete salió disparado directo al Mercedes Benz, impactó en la ventana posterior derecha, exactamente donde estaba Pinochet junto a su nieto, y rebotó en el vidrio. El misil quedó acostado en el pavimento cuando el Mercedes volvió a ponerse en marcha.

El Ford conducido por el cabo Hernández había logrado desplazarse hasta la otra acera y darle paso al auto de Pinochet. La idea del conductor era seguir a su jefe, pero el Ford no se movió mucho más lejos de ahí.

Un cohete LAW, disparado desde el cerro por Ramiro, dio en el costado posterior izquierdo del Ford. El cabo Barrera, que iba sentado en el lugar del impacto, más tarde describió ese momento como algo parecido a un infierno. “Sentí la explosión en mi cabeza. Sentí una fuerte presión y un calor intenso como si la cabeza me estallara.”

Por milagro, tres de los ocupantes del Ford alcanzaron a salir a tiempo. El cuarto, Gerardo Rebolledo, cabo de Ejército, no pudo reaccionar. El auto comenzó a arder con él sentado en el asiento posterior izquierdo.

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Una vez fuera, Barrera, que estaba sentado al lado de Rebolledo antes de arrancar, tuvo la misma ocurrencia que Juan Fernández, el comando manchado del último auto: se lanzó de cabeza al barranco. Mac-Lean, que había estado sentado en el asiento del copiloto, buscó refugio en el talud del cerro, acercándose a los dos manchados que resistían al fuego del Grupo de Retaguardia. Y Cardenio Hernández, el chofer del Ford, no tuvo tiempo para decidir. Apenas bajó del auto recibió un impacto en el pecho que lo dejó malherido. Moriría unos minutos después, al ser trasladado de urgencia al hospital.

El primero de los Mercedes Benz en tener la pista libre fue el de Pinochet. El segundo, que estaba más atrás, se había desplazado a la pista contraria para dejar pasar al otro.

Resulta difícil saber con certeza qué ocurrió al interior del primer Mercedes en esos cinco o seis minutos que duró la emboscada. En su declaración por oficio, el general aseguró que “mi primera intención fue bajarme para hacer frente al ataque”, pero que una vez que el chofer comenzó a retroceder “opté por proteger con mi cuerpo a mi nieto”.

El chofer, cabo de Ejército Óscar Carvajal, agregó en el juzgado un antecedente que no desmiente la versión de su jefe, pero al menos la disminuye, entregándole crédito a Rodrigo García, el nieto de Pinochet:

“Inicié la marcha atrás a gran velocidad, guiándome sólo por los vidrios retrovisores exteriores porque el Mercedes tenía corrida la cortina en el vidrio trasero. Pero al pasar al lado de un vehículo de seguridad, saltó sangre a uno de los espejos, lo que me impidió ver el costado izquierdo. Recuperé visibilidad por el vidrio trasero ya que Rodrigo corrió las cortinas, al percatarse de que el espejo de mi lado estaba manchado con sangre”.

—¡Auto, auto! —gritó alguien del Grupo de Retaguardia al avistar el Mercedes de Pinochet. El anuncio fue inesperado. En los planes, ninguno de los dos autos blindados debía quedar activo, menos aparecer por ahí.

Sacha alcanzó a subir al pick up de la camioneta y cambiar el cargador del M-16 para hacerle frente. Joaquín, Ismael y Alejandro, distribuidos alrededor de la camioneta, a bordo de la cual permanecía Javier con una escopeta en el regazo, por si las moscas, lo esperaron con sus fusiles cargados. No tenían armas de mayor calibre. Los dos lanzacohetes de ese grupo se habían agotado inútilmente.

Al enfrentarse al Grupo de Retaguardia, maniobrando en el estrecho espacio que quedaba entre la camioneta y el cerro, el Mercedes de Pinochet recibió la mayor cantidad de impactos. Y probablemente ahí, en medio de esa balacera, se formó la imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro que los adeptos al régimen vieron aparecer en el vidrio posterior izquierdo del auto blindado del general, exhibido posteriormente en los patios de La Moneda.

El otro Mercedes Benz pasó inmediatamente después, y como ninguno de los frentistas sabía en cuál viajaba el objetivo, volvieron a descargar sus armas. El último de los Mercedes ya se había perdido de vista e Ismael, el cantautor, seguía disparando al aire.

—¡Ismael, basta! —lo frenó Joaquín.

Ismael estaba enceguecido de furia. Sabía que habían fracasado, y al dar media vuelta y encontrarse con una pierna mutilada en el asfalto, la del cabo Rosales, la repasó con una ráfaga.

A esas alturas la resistencia estaba anulada. De los tres últimos escoltas que seguían de pie en la carretera, Miguel Guerrero, cabo de Ejército, se llevó la peor parte. Murió víctima del fuego proveniente del Grupo de Retaguardia. Y los otros dos, Mac-Lean y Pinilla, al verse atacados desde el cerro y la camioneta, cruzaron la carretera y se lanzaron al barranco, cuarenta metros abajo, siguiendo el ejemplo de Fernández y Barrera.

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Entonces, cuando se agotó la respuesta, se escucharon los dos toques de silbato que indicaban la retirada.

Originalmente, la huida del Grupo de Retaguardia estaba planificada por San Juan de Pirque, pero en vista de que en el puente se habían encontrado con la patrulla de Carabineros, al escuchar el silbato de Ernesto, Joaquín optó por variar los planes. Se irían por Las Vizcachas junto a los otros.

Escoltados por la camioneta, los cuatro avanzaron cuesta arriba, con sus fusiles en ristre, expuestos al fuego de ambos bandos. El escenario que encontraron a su paso era dantesco. Ahí estaban, tendidos en el suelo, Guerrero, Hernández y lo que quedaba de Rosales. Rebolledo y Pizarro, calcinados en sus respectivos autos. Y los cuerpos inmóviles de Tavra y Del Río, que fingían estar en el otro mundo. Ya no escuchaban tiros. En ese paseo sólo se oía el crujir de los tres autos de escoltas, que ardían en llamas, y las radios policiales que seguían dando la alerta:

—¡Atacan la comitiva, atacan la comitiva!

En el mirador de la cuesta, donde se reagruparon los combatientes, el ambiente era de euforia.

—¡Lo matamos, lo matamos! —gritaba Tarzán, que nunca tuvo a la vista los dos Mercedes—. ¡Somos libres! ¡Viva Chile mierda!

Tarzán no era el único que gritaba. Algunos otros de ese mismo grupo también cantaban victoria.

Fue en ese momento, al cruzarse con uno de sus compañeros, que Sacha se atrevió a volverlo a la realidad antes de subir a la camioneta:

—No, compadre, se nos fue. Cagamos.