Ensayo

Pandemia y conspiraciones


Antenas 5G y otras fantasías para evadir el covid

Relatos fragmentarios, basados en opiniones y percepciones parciales. Las teorías conspirativas son un bombardeo de información que satura nuestras mentes y cuerpos vía redes sociales y mensajes de WhatsApp. Pero alguna parte de lo que plantean es cierta o vivida como verdadera por millones de individuos, dice Hernán Borisonik. ¿Cómo y por qué surgen? ¿Cómo responder sin degradar ni rechazar? ¿Cómo revertir la inmediatez de lo individual para construir formas colectivas y vidas más dignas?

Ilustraciones: Agustina L. Cometti y Tejedor Joaquín Alberto

Hace años que una idea me persigue, y, a veces, me acosa. Más que una idea es una imagen en la que un puñado de hombres muy poderosos deciden pagarle o darle espacio a una enorme cantidad de escritores mediocres para que narren sus más patéticas fantasías, sus más simples alucinaciones, sus más ridículos delirios acerca de la realidad y sus resortes. En la imagen, los poderosos hacen eso para evitar que se discuta sobre la lucha de clases o sobre la corrupción y perniciosidad estructural que los caracteriza. Así, de modo muy efectivo, expanden sobre la superficie esférica (¿o plana?) del planeta un montón de especulaciones indemostrables que, dada la falta de imaginarios emancipatorios, brotan como placebo perfecto para canalizar el malestar actual. 

 

Durante esta pandemia, conociendo la obra de Adam Curtis, sentí que esta acosante idea tenía algo de sentido. Curtis, un documentalista británico, retoma en su obra una máxima de David Graeber (“la última verdad oculta del mundo es que es algo que hacemos y que podríamos fácilmente hacer de otra manera”), que vibra en consonancia con la abusadamente citada frase de Fisher (¿o Jameson? ¿o Zizek?) que demuestra que el capitalismo ha limitado nuestra imaginación política. Concretamente, plantea que en los tiempos que corren la proliferación de un pensamiento maquínico-algorítmico (que en lugar de razonar busca patrones dentro de enormes masas de datos) tuvo efectos concretos sobre los individuos, que hoy se ven más excitados que reflexivos y más apurados por decir que por pensar, lo cual abre un campo extremadamente fértil para las teorías conspiracionistas.

 

De modo que la desintegración de lo que supo llamarse “lazo social” junto con la célebre caída de los grandes relatos (que venían acompañados de formas jerárquicas e injustas dominaciones en nombre de la razón europea) dio lugar a estos relatos fragmentarios, basados en opiniones y percepciones muy parciales de la realidad, unificados por el odio a las oligarquías que mueven los hilos del mundo. El problema es que hoy el conspiracionismo retroalimenta a las derechas (igual que el feedback permanente que educa a las “inteligencias” artificiales), pero ha logrado reemplazar el lugar de la creación imaginaria, de la utopía de las izquierdas, de la proyección de un mundo distinto al vivido. En Argentina un momento crucial para este tipo de teorías conspirativas fue la presidencia de Carlos Menem, en la que se instalaban (incluso en sectores “progresistas”) ideas como la mafia siria, la “entrega” de su hijo a cambio de la reelección o el suicidio fingido de Alfredo Yabrán: algo así como el caldo primordial de la conspiración local.

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Por encima de los prejuicios y moralinas, hoy las teorías conspirativas forman parte de la matriz de un pensamiento que se ha generalizado más allá de las banderas políticas o partidarias. Recordemos, por ejemplo, los nuevos mitos alimenticios que, basados en el real espanto que causa la industria de la comida mercantilizada, han creado monstruos muchas veces sin asideros científicos (“porque la ciencia es parte del negocio”), ante el hecho de que la dieta es algo que se puede modificar individualmente con relativa facilidad, sin ninguna acción colectiva. La retirada al universo de la conspiración se basa, entre otras cosas, en la caída de la crítica y el bombardeo de información que satura nuestras mentes y cuerpos. Pero también en que siempre alguna parte de lo que plantea es cierta o vivida como verdadera por millones de individuos. Además, estas teorías se consagran a una narrativa, a una riqueza imaginativa, que la política, tras la caída de Occupy, de la Primavera árabe y de Podemos, ya parece no poder ofrecer. Hoy los influencers ocupan el lugar de las grandes popstars del siglo XX, pero (signo de los tiempos) adaptados al formato personalizado al que los relatos e imágenes contemporáneas nos limitan.

 

Dentro de esas imágenes conspiracionistas hay una que (aunque aún no se ha extendido tanto en Argentina) me interesa especialmente porque toca uno de los nervios centrales del conglomerado de problemas que estamos atravesando. Se trata de una nueva clase de antenas muy sofisticadas que se viene erigiendo en todo el mundo (especialmente en las grandes potencias), reorganizando las formas de la radiación electromagnética y de la estética visual. Colocadas en áreas natural o artificialmente altas, estas antenas no portan la clásica alusión fálica, sino que arman pequeñas asambleas de cajas blancas. Además, ya no presentan esa pura estructura metálica que emulaba el impulso industrial coronado por Eiffel en París; las estructuras visibles protegen y ocultan los aparatos de microondas direccionales que las conforman. El entramado técnico ya no es, aparentemente, atractivo a la vista y es recubierto con los ardides del diseño. Pero estas antenas no son solamente “aéreas”, sino que están conectadas, a través de cables de fibra óptica, a la infraestructura global de Internet: son piezas fundamentales de la interconexión total entre lo humano y lo maquinal. 

 

Las antenas hicieron su aparición en el siglo XIX y nunca dejaron de asistir las comunicaciones humanas (la radio, la televisión abierta, la telefonía móvil y toda la conectividad inalámbrica), pero su uso aumentó exponencialmente desde el surgimiento de las computadoras portátiles. La primera red comercial analógica automatizada para teléfonos celulares surgió a partir de tecnología militar en la década de 1980. Sólo servía para llamadas de voz y era usada por altos ejecutivos que mostraban como trofeos esos enormes teléfonos. Unos diez años después, cuando se creó la versión digital, se asignó el nombre “1G” (primera generación) para la tecnología que era reemplazada y “2G” para la nueva red, que traía la posibilidad de enviar mensajes de texto y otros avances. En la década siguiente el “3G” incrementó la seguridad y habilitó la transmisión de datos; su consecuencia fue la feroz expansión de los smartphones. En los 2010s el “4G” optimizó las posibilidades de la transmisión de video de alta calidad y aumentó las capacidades de cobertura geográfica. Hoy, el “5G” promete dar el próximo salto con velocidades hasta ahora inéditas, hasta 20 veces más rápidas que la generación anterior (y 200 que el 3G). 

 

Esto representa un impresionante progreso para la llamada “Internet de las cosas” (es decir, la comunicación entre dispositivos sin mediación humana directa), mejores posibilidades para el lanzamiento de mercancías muy sofisticadas (vehículos autónomos, cirugías a distancia) y la proliferación de nuevos usos para el blockchain. Pero sobre todo, estas tecnologías afianzarán aún más el poder de captura de datos que caracteriza al capitalismo actual, llamado “cibernético” (Dyer-Witheford), “cognitivo” (Berardi) o “biocognitivo” (Fumagalli), y las luchas geopolíticas que lo atraviesan.

 

La complejidad técnica del 5G hará necesaria la construcción masiva de nuevas máquinas, lo que promete una mayor explotación de las poblaciones vulnerables que minan metales raros, la aceleración de la obsolescencia de los aparatos activos y el gasto de mucha más electricidad (tema no menor si consideramos que el uso de pantallas hoy se está acercando asustadoramente a un consumo de la mitad de toda la electricidad generada en el planeta).

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Pero no es por lo anterior que algunos grupos se oponen a las nuevas antenas. En los últimos años, se han visto varias incineradas por activistas que actúan en base a teorías conspirativas. Estos incendios han sido notorios en Europa y atendibles en los Estados Unidos, y entre quienes los causan un dicho común es que estas torres tienen relación directa con la pandemia de Covid19. Más allá de las pequeñas variaciones, la idea general es que el uso de 5G causa o intensifica la infección y que “las élites” las están utilizando como forma de deshacerse selectivamente de partes de la población. En muchos casos, los activistas son personas que no aceptarían datos científicos para cambiar de opinión, por considerar a la ciencia capitalista parte del mismo complot, lo cual nos pone frente a un peligroso problema: si la política y la ciencia se ven como enemigos del “bien”, ¿cómo formular posibles respuestas sociales que no se apoyen únicamente en la degradación y el rechazo? Dicho más en general, ¿cómo interpretar estas ideas en relación con la profunda crisis estructural que estamos viviendo y no dejar que alimenten aún más las escaladas fascistas, cada vez más visibles?

 

Las distintas conspiraciones anti-5G tienen puntos de confluencia con tramas explicativas que se repiten en los últimos años: los Illuminati de Baviera, las “verdaderas” causas ocultas del atentado del 11 de septiembre de 2001, los “daños” ocasionados por las vacunas y los fluoruros, el creacionismo, el terraplanismo y otras aún menos simpáticas. Estas fórmulas suelen mezclar elementos paranoides y ocultistas con puntos factibles o incluso reales, que les sirven de fundamento. Y si bien parecen prosperar en los márgenes, sin duda no se limitan esas zonas (muchos de los políticos más influyentes del mundo se muestran abiertamente convencidos de que la influencia humana sobre el cambio climático es una farsa), probablemente porque nuestra vida en las redes sociales admite una distancia cada vez mayor entre la experiencia cotidiana y la realidad general. 

 

La conspiración adopta elementos del discurso científico para elaborar sus afirmaciones. Eso, mal que les pese a los propios conspiracionistas, habla de una hegemonía de la ciencia como narración, ya que hasta sus enemigos usan sus modos superficiales. Pero a la vez, hace visibles las dificultades de la ciencia actual (tan teñida de neoliberalismo) para ser asumida como ámbito de apertura y antidogmatismo por públicos no especializados. En el caso del 5G, la posibilidad de que las frecuencias electromagnéticas emitidas por las antenas puedan ser causa del nuevo coronavirus es totalmente indemostrable. Pero las conexiones planteadas entre la superpoblación de ondas y el debilitamiento inmunológico no pueden ser aún completamente descartadas, debido a que la vertiginosa velocidad de los desarrollos tecnológicos no dejan espacio para estudiar sus efectos a largo plazo.

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Para quienes tienen por segura la relación entre 5G y Covid19, todos los elementos de la realidad de la pandemia se ven como un gran encubrimiento (“la plandemia”), dirigido propagandísticamente para ocultar la verdad a los consumidores de los ampliamente corrompidos medios de comunicación. Pero cuidado, hay segmentos de sus afirmaciones que son difíciles de descartar: ¿no es cierto que muchos gobiernos aprovecharon la enfermedad para imponer medidas difíciles de llevar a cabo en tiempos “normales”?, ¿es falso que en este mundo globalizado y automatizado las enfermedades infecciosas tienen más chances de propagarse a mayor velocidad y escala que antes?, ¿no hay lobbys millonarios de los que participan empresarios, medios y laboratorios, pero también políticos, que afectan la salud de millones de personas?, ¿no vivimos en un mundo de hiperbolización de la ciencia y la medicina neoliberales, inequidad y vigilancia algorítmica?

 

Como sea, uno de los conceptos principales que rodean a esta y otras conspiraciones actuales es que existe una estrategia de la “élite global”, identificada sobre todo con Bill y Melinda Gates, para que se extienda el uso de vacunas que contienen “microchips de rastreo” que pueden ser activados por tecnologías 5G. La desconfianza contra la medicina viene en aumento desde la década de 1970 y tiene fundamentos legítimos, como el abuso sobre personas muy vulnerables con para investigar tratamientos, los permisos para hacer publicidad masiva para naturalizar del uso de drogas, la medicalización de la concepción, el parto, la infancia y la muerte, las corruptelas entre médicos y laboratorios, la virtualmente libre circulación de psicofármacos, la mercantilización (y consecuente inequidad) del acceso a la salud, etcétera. Hoy no se puede dudar del afán de lucro de las grandes corporaciones médicas y eso trae una desconfianza generalizada sobre todos los sistemas de salud. 

 

Por otro lado, es absolutamente cierto que tanto Gates, como Zuckerberg y otros representantes de Silicon Valley mostraron un claro interés en intervenir sobre la salud de la población mundial y que actualmente es posible inocular componentes, rastreables desde smartphones, que permiten controlar la vacunación a posteriori. Esto muestra que la conspiración (falsa a nivel científico) intuyó la correlación entre las multimillonarias inversiones y el desarrollo de herramientas cibernéticas para vigilar mejor nuestros cuerpos. 

 

No deja de ser curioso, no obstante, que en general los grupos conspiracionistas se conecten a través de las redes sociales y alimenten el control digital, cuestión que nos obliga a pensar en la eficacia de las manipulaciones de esos medios. Por debajo de una superficie moralista y benevolente, los grandes jugadores del ciberespacio rechazan cualquier forma de discriminación: en el mundo digital hay espacio para todos los gustos, no existe el “no”, pues la bulímica dinámica de la que se alimenta la gubernamentalidad algorítmica se basa en darle a cada cual lo que cree que está buscando y, a través de reproducciones automáticas, publicidades focalizadas y verdades personalizadas, fomentar su deseo inmediato, tirar de los hilos necesarios para que la conexión sea permanente y la manifestación de los pensamientos e inclinaciones no se tome ningún descanso. 

 

Hablando de odio a la élite liberal, no se puede escribir sobre el conspiracionismo contemporáneo sin mencionar a QAnon, un oscuro laberinto en el que se eleva la imagen de Donald Trump y se sostiene una intrincada (pero clásica) narrativa del bien (“la gente común”) contra el mal (una aristocracia de empresarios pedófilos y satánicos que han tomado el poder mundial) que mezcla fantasiosamente el desastre generalizado que ha ocasionado la avaricia ilimitada de un ínfimo porcentaje de humanos con las miserias personales de los personajes que lo encarnan. Así, desvían la atención de los problemas realmente serios y comprobables (explotación extrema de las vida humanas, lazos sociales destruidos, sistemas automáticos de control, crisis medioambiental) y se centran en supuestos comportamientos aberrantes de algunos de sus responsables, volviendo individual un drama que es común.

 

QAnon es extremadamente reaccionario y es factible que en los próximos años empiece a ejercer cierta influencia a nivel mundial. Pero, paradójicamente (o no tanto, si pensamos en Mussolini), es posible que haya sido inspirado un grupo anónimo de artistas de izquierda llamado Wu Ming 1 (y luego Luther Blissett) que publicó la novela Q, situada en la baja Edad Media, en la que un agente papista manipula hechos públicos y difunde desinformación para sembrar dudas en la sociedad y ayudar a mantener el dominio de la Iglesia, infiltrándose y saboteando cada levantamiento en su contra.

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Es probable que la atracción ejercida por las conspiraciones aumente en la medida en que crezca el descontento social, en que se pierdan más empleos debido a la tecnología, en que el coronavirus siga entre nosotrxs. Por eso, burlarse de las creencias inexactas de miles de personas es enfocar erróneamente el problema. ¿Qué acciones concretas se pueden tomar para que quienes hoy sienten atracción por el discurso conspiracionista tengan a su alcance herramientas para la crítica y la comprensión, para organizarse y trabajar contra los males reales? ¿A partir de qué elementos comunes podrá ser posible revertir la inmediatez de lo individual hacia formas más cooperativas?


Por ahora, el lenguaje que se supo construir durante décadas desde la defensa de los derechos humanos parece haber sido tomado por actores que buscan destruirlos y desacreditarlos; por sectores que desprecian la democracia pero utilizan sus instituciones y valores en su contra a partir de una imagen revolucionaria y contrahegemónica; sectores que denuncian al status quo haciéndose eco de tergiversaciones y falacias que, sin embargo, tienen visos de realidad, pues la depresión y la impotencia están hoy más extendidas que cualquier pandemia declarada por la OMS. La militancia de las redes sociales sirve más a los intereses de las nuevas derechas que a cualquier ideal emancipador. Las conspiraciones son, también, producidas, cooptadas o aprovechadas por los representantes del peor viso del neoliberalismo que, quién sabe, tal vez están ejecutando en la realidad mi fantasía juvenil: propagar demasiadas mentiras e imprecisiones para saturar los oídos y hacer que la duda nihilista y cínica nos haga desistir de la búsqueda de una vida más digna.