Crónica

Víctor Hugo Morales


El lado VH de la vida

En un mismo día Víctor Hugo Morales libra su batalla matinal contra Héctor Magnetto, habla de Boca y Messi por la tarde y aplaude de pie en un palco del Colón rodeado de porteños que hasta hace tres años lo admiraban y hoy ni lo saludan. Ana Fornaro, periodista y poeta uruguaya, y Martín Becerra, académico argentino de largo recorrido estudiando medios, se metieron a fondo en el “mundo Víctor Hugo”: en la radio, en su casa, en la cancha, en el teatro. Hablaron con amigos y enemigos de las dos orillas. Perfil de un relator consagrado, bon vivant con principios irrenunciables para algunos, impostor para otros, que radicalizó su discurso contra el grupo Clarín –sorprendiendo a propios y extraños- a costa de perder amigos, romper vínculos con colegas y ser rechazado por los círculos sociales a los que siempre quiso pertenecer.

El brujo, un suizo con título en parapsicología, lo miró como quien mira a un paciente más y le pidió la caja de cigarrillos. Víctor Hugo Morales, que había viajado al país de los jardines perfectos para dejar el vicio de la nicotina, se lo entregó como quien deja un arma, con un gesto de rendición. Los puchos fueron a parar a un rincón, en el que yacían otros renunciamientos. El hombre --muy brujo pero iba vestido de blanco como un médico-- lo hizo sentar en una silla, le apoyó una mano en la frente, otra en la nuca, y respiró. Así, con un pase mágico, Víctor Hugo, el relator y periodista más famoso de la Argentina, dejó el cigarrillo que le amenazaba la voz de oro el 1 de abril de 1986. Veintitrés años después,  volvió con el hechicero en las afueras de Zurich. Esta vez quería deshacerse de los habanos, un vicio que había estrenado en el dos mil.  El truco volvió a funcionar. Creer o reventar, dice Víctor Hugo Morales. Y cree.

 

                                                                                           ***                   

—¿Qué sabés de mí?

 

Pregunta el periodista uruguayo sentado detrás de su  escritorio en Radio Continental. Termina la tarde, en poco rato comenzará su segundo programa diario. Víctor Hugo, de pantalón azul y camisa lila, está expectante. A su lado, Heber, amigo de toda la vida, productor y asistente, le ceba mate.

 

“Para saber algo sobre alguien tienen que hablar los demás. Los que lo padecen”, dice Morales, que cuando empieza a hablar no para. Además, tiene dos autobiografías publicadas y si se revisa el archivo,  ya ha sido entrevistado un centenar de veces, lo que hace que su declaración resulte, al menos, curiosa.  Pero Víctor Hugo tiene humor y, si bien acepta que los demás hablen, se muestra dispuesto a conversar. Sabe que los anfibios que llegamos a su oficina no somos enviados de Magnetto, el CEO del grupo Clarín. Sabe también que no estamos relacionados con los periodistas uruguayos que publicaron un libro –con contratapa de Jorge Lanata- donde, entre otras cosas, lo vinculan con militares de la dictadura uruguaya. Y eso es bueno. Lo que no sabe es que la madre de uno de nosotros lo acusó de machista en un reportaje que le hizo allá por los años ’70 en Uruguay.  Él se enojó y respondió con una carta virulenta al diario. No es algo que contemos al comienzo de nuestros días siguiendo su huella por distintos sitios de Buenos Aires y Uruguay. Aunque hubiera sido una linda y torpe manera de romper el hielo.

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Tiene poco tiempo y hay que aprovecharlo. Llegar a él no es fácil. No tiene celular, no usa mail, no suele atender al teléfono de su casa. Para acceder al periodista hay que pasar por sus productores o por su mujer Beatriz, como lo hacen también sus amigos. Encontrar su despacho tampoco es fácil:  tres pisos por ascensor y un laberinto de escaleras que desembocan en la pequeña oficina donde apenas entra un escritorio y una mesa adjunta con una computadora que no toca nunca. No se conecta a Internet. “Lo único que sé hacer en esa oficina es atender el teléfono y apagar la luz”.

 

—¿Qué sabés de mí?

 

Primer intento: la autobiografía Víctor Hugo por Víctor Hugo Morales que publicó en 2009.

 

—Ese libro es una porquería. No lo debería haber dejado publicar. Está lleno de incoherencias, está mal escrito. Era un libro que tenía que ser de preguntas y respuestas y terminó con una estructura rarísima, donde soy un opinólogo porque las preguntas no aparecen. Ese libro es mi gran error.

 

Segundo intento: Un grito en el desierto, la novela que publicó en 1998, reeditada este año, donde narra la lucha de una fábrica y sus trabajadores para sobrevivir en medio de las políticas salvajes del menemismo. Ahí le cambia la cara. Está orgulloso de ese libro. Lo recuerda como un canto a la dignidad del hombre y una crítica a las políticas neoliberales. Un libro de anticipación, dice, porque fue antes de la crisis de 2001. Además, se jacta, demuestra coherencia en su línea de pensamiento. Y eso es importante para él, porque es justamente lo que niegan quienes lo critican.

 

Tercer intento: Relato Oculto. Las desmemorias de Víctor Hugo Morales de los periodistas uruguayos Leonardo Haberkorn y Luciano Álvarez, publicado este año en ambas orillas del Río de la Plata.

 

—El daño que me hicieron es irreversible.

 

Se ensombrece y mira a Heber. El amigo le pasa un mate. Víctor Hugo parece cansado, está encorvado y la imagen es la de un Artigas en el exilio. Heber es su Ansina y su oficina es Paraguay. Está peleado abiertamente con muchos de sus colegas de la radio, con otros no se saluda, o tiene una relación distante. A eso se le suma el enfrentamiento con sus patrones, los dueños de Continental, del grupo español Prisa, a quienes ha criticado reiteradas veces desde La Mañanauno de los programas de radio más escuchados de la Argentina.

 

Entre mate y mate nos cuenta la última película que vio en París: “Les enfants de Belleville”, del iraní Asghar Farhadi, sobre la aplicación de la “kasás”, la Ley de Talión presente en el Corán. “A veces me pregunto cuál es la verdadera forma de hacer justicia”, dice como si hablara solo. Y de Farhadi pasa a Kakfa. Porque lo que está viviendo en este último tiempo son “episodios kafkianos”. Así los llama. Los medios con líneas editoriales opositoras al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner lo tildan de oficialista y le achacan el haberse dado vuelta, de oportunista, de haber mentido sobre su pasado y de recibir plata del gobierno. Los más tibios lo acusan de no tener punto medio, de ser agresivo, de no poder cerrar la boca jamás.

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Las primeras denuncias de Víctor Hugo fueron contra los dirigentes de los principales clubes de fútbol de Uruguay. Apenas llegado a la Argentina se enfrentó al técnico de la selección, César Luis Menotti. En política defendió al gobierno uruguayo durante el conflicto binacional por la pastera Botnia (hoy UPM). Y en 2008 se puso del lado de las patronales del campo cuando éstas se enfrentaron con la presidenta Cristina Kirchner. Es más: Victor Hugo participó junto al dirigente agrario Alfredo de Ángeli de la apertura del congreso de Aapresid (Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa). Y desde hace unos quince años su enemigo tiene nombre y apellido: Héctor Magnetto.

 

—Las banderas le dan sentido a mi vida. Pero tomar partido visceralmente lleva a cometer errores, a actuar por vanidad. Yo soy de tomar causas. Y estoy contento. Salvo con lo del campo, no hay ninguna causa de la que me arrepienta demasiado.

De lo que se arrepiente siempre, dice Víctor Hugo, es de su desmesura, de expresar su opinión como el último discurso de su vida.
El periodista habla de “estar del lado M de la vida”, una expresión que resume todo lo que está mal para él: el lado oscuro de la fuerza.

Aunque hay un antídoto contra Magnetto. Y ese antídoto es la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (Ley de Medios), sancionada en octubre de 2009 y que dispone límites a la concentración y, en particular, al tipo de concentración  que ejerce Clarín en el lucrativo mercado de televisión por cable. Hace años que Víctor Hugo viene peleando por una ley así. Hoy, la presidenta Cristina Kirchner, a quien había criticado con fuerza en el pasado, está haciendo realidad su sueño.

Víctor Hugo insiste: No es un K confeso. No es un converso. No es un periodista oficial. No lo simplifiquen.

—Lo que dicen es muy perturbador. Tengo mis críticas, y diariamente yo podría mostrar que mi programa no es un programa que funcione alineado a nada. Pero en Cristina hubo resortes que la dejaron del lado que a mí me gusta de la vida. Del lado de pelear contra lo establecido, de pelear contra los poderes visibles y no visibles que a las sociedades las mueven y las dañan como claramente está ocurriendo con Europa.

Los ataques se vuelven cada vez más fuertes en la prensa argentina. La pelea del gobierno con Clarín y,  por lo tanto la lucha de Víctor Hugo, tiene una fecha clave y se acerca. El 7 de diciembre, bautizado por el oficialismo como “7D”, vencerá la medida cautelar que impidió aplicar a Clarín un artículo de la Ley de Medios.  El famoso 161 establece el formato de adecuación de los grupos concentrados a la letra de la Ley. En la Argentina, si se mira la tele, hay dos discursos. Un spot del gobierno que promete que el 7D cambiará totalmente el paisaje mediático y otro de Clarín, que asegura que nada va a suceder.

—¿Realmente creés que es invencible Clarín?

—Clarín llegó al poder de gobernar la vida íntima de las personas, no sólo la agenda política. Tiene casi 300 licencias de cable (los spots del Grupo hablan de 158). Decime un verdadero opositor a Clarín hoy día que no esté en el gobierno. Ellos instalan el miedo de forma brutal. Hay periodistas jóvenes que no quieren ni enterarse de esto, porque la información es obligación en tu conciencia. Hay una forma de esquivar los temas. Casi como el marido, o la mujer, que son engañados por su pareja y no quieren enterarse.

***

 

Volviendo de Colombia, de un partido de eliminatorias para el Mundial de México ´86, el Jumbo de Aerolíneas Argentinas tuvo un desperfecto técnico –grave- y fue obligado a pasar la noche en Lima. Las escalas no eran como las de ahora. La gente quedaba rehén en el avión. Y eso fue lo que le pasó a la selección argentina de Bilardo, al relator José María Muñoz, a los anunciantes y a Víctor Hugo. En la parte trasera del avión, el relator uruguayo leía a Cortázar. El “Gordo” Muñoz organizaba partidos de truco y sorteaba corbatas en la parte delantera. Diego Armando Maradona, que ya era Maradona, recorrió el avión a las tres de la mañana y fue hasta donde estaba Víctor Hugo. Solo.

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—Qué tal Víctor Hugo, ¿qué anda leyendo?

—Cómo le va, Diego.

Y así tuvieron la inverosímil –y verídica- conversación acerca del escritor argentino. Uno sentado, el otro acodado en la cabecera del asiento de adelante. Se trataban de usted. Se tratan de usted. Al menos en los pocos encuentros mano a mano que tuvieron en sus carreras. Víctor Hugo entrecierra los ojos y dice que sí, que es verdad, que eso pasó. Hay muchas cosas que cuentan por ahí que no. Pero esta sí. Algo tiene con Maradona. Algo con lo que se identifica. Algo de la matriz social, del origen, del exceso y de oponerse al poder, cree.

 “¡De qué planeta viniste, barrilete cósmico!”, le dedicó enardecido cuando el 10 de la selección anotó el segundo gol contra Inglaterra. El relator fue el vocero de una felicidad y locura colectiva que excedía el mundo futbolero. Hoy ese audio está subtitulado en todos los idiomas y la metáfora le quedó pegada como tapa. “Víctor Hugo rompió un paradigma de relato de fútbol, se animó a jugar con las palabras, a inspirarse con literatura. De hecho, nadie se acuerda del relato de Muñoz en el gol de Diego a los ingleses, aunque es el relato que está en la película Héroes. Todos nos acordamos, en cambio, del relato maravilloso de Morales”, cuenta un joven periodista deportivo.

El joven periodista deportivo, un hombre conocido de los medios, prefiere que su nombre no aparezca. Habla bien de Víctor Hugo. Pero no, mejor no pongas mi nombre. No es el único. Ni los que hablan a favor, ni los que hablan en contra. ¿Si hablan mal enfurece Víctor Hugo? ¿Y si hablan bien a quiénes irritan? Así están las cosas a casi un mes del 7D.

Seis años antes de la fama, Víctor Hugo Morales estaba encerrado en una cárcel en plena dictadura uruguaya. Lo habían detenido por agarrarse a las piñas mientras jugaba un partido de fútbol – siempre fue muy de pelearse- y Adrián Paenza y Fernando Niembro lo fueron a buscar. En ese cuarto también estaba su hermano José Pedro y entre los tres lo convencieron de que se tenía que ir a la Argentina. En Uruguay, aunque no estuviera politizado, no estaba seguro. Armó las valijas y en 1981 se integró a Sport 80, el mítico programa en el que convivían Néstor Ibarra, Fernando Niembro, Marcelo Araujo, Diego Bonadeo y Adrián Paenza. Le hicieron contrato por un año pero se vino igual. 

En Montevideo quedaron sus dos hijos mayores —de otra mujer—,sus amigos de toda la vida y sus luchas encarnizadas con la Asociación Uruguaya de Fútbol. Se vino con Beatriz, su hija Paula, que era una bebita, y no mucho más. En Argentina, el rey del relato era José María Muñoz, alineado con el gobierno militar. “Me bastaron 15 minutos de conversación con él para darme cuenta que iba a ser el más grande”, cuenta su amigo Nuni, anunciante de la época de Sport 80. Y eso se confirmó rápidamente. Su llegada a Buenos Aires coincidió con el año en que Maradona jugó en Boca. Acompañando esa temporada, el avance de Víctor Hugo fue imparable. De a poco, superó a Muñoz.

 

Por segunda vez en su vida Víctor Hugo pasaba a ser el número uno. Lo mismo le había pasado en Uruguay cuando se murió Carlos Solé, el  relator estrella, y él lo sucedió en el trono. En ese momento Morales formaba parte del Clan 10, un equipo de periodistas que harían historia en el mundo deportivo uruguayo. Eran muy jóvenes, ambiciosos, contestatarios, noctámbulos y se convirtieron en celebridades. En particular Víctor Hugo, que pasó de ser un chico de pueblo a comerse la ciudad. Escribía para suplementos deportivos y además formaba parte del informativo televisivo con mayor audiencia de la época. Esos diez años montevideanos estarían marcados por los viajes, las peleas con la Asociación Uruguaya de Fútbol – que llegó a suspenderlo- la bohemia, los bares, la noche, los partidos que jugaba con sus compañeros en todo el país y la música.

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Algunas personas del público del Teatro Colón se muestran inquietas y llaman al silencio. Siempre pasa lo mismo. Nunca falta el grupo de legos que da rienda suelta a la emoción y aplaude cuando no corresponde. Los privilegiados de la primera fila se irritan cuando la gente celebra entre movimiento y movimiento.  Hay que llegar al final. La mezzosoprano estadounidense Joyce DiDonato entona con su voz de 24 kilates un aria de la ópera Semele de Händel. La cantante rubia no avala la pedantería y agradece en italiano cada manifestación de alegría del público. El pianista que la acompaña, el francés David Zobel, también sonríe y transforma los momentos de incomodidad protocolar en música. Hay olor a naftalina. Siempre, en estos lugares, hay olor a naftalina.

 

En el palco 8, con el mismo traje azul con el que trabajó todo el día, escucha el concierto con los ojos entrecerrados desparramado en una silla de terciopelo rojo demasiado chica para su tamaño. Los chistidos ni lo inmutan.  Ya está acostumbrado. Hace veinticinco  años que está abonado al Teatro Colón y fue pasando de la última a la primera fila paralelamente a su ascenso social. Hoy está en un palco porque es un concierto que no entra en su abono pero a veces, si no hay remedio, ha engordado el gallinero —la parte alta y más popular del teatro— donde lo tratan mejor, dice.

 

—Hay una pertenencia social en lugares como el Colón. Entonces, esa gente rompe conmigo. Cuando tomás caminos políticamente como el que yo he tomado estás rompiendo con un ámbito con el que de alguna forma convivís. En ese ámbito se piensa políticamente de una manera. Normalmente tiene que ver con la derecha. Hay gente de izquierda que viene un poco en puntitas de pie y me dice cosas muy agradables, pero en general hay personas que se conforman con la tensa mirada en algún caso o con el desprecio.

 

Su llegada y partida al teatro —como a casi todos los lugares— es fugaz. Estaciona en la puerta para salir lo más rápido posible. Conoce al cuidacoches, que vive en el árbol de la plaza de enfrente al Colón, y es quien le guarda el lugar a cambio de una buena propina. Pero esa noche no. Víctor Hugo hace como que lo reta y el señor del árbol se justifica mientras le ofrece otro espacio para dejar el auto. El auto se apaga y se apaga la radio donde sonaba una música indefinida. “¿Viste? También escucho rock”.

 

—Víctor Huuugo —dice casi en susurros una chica con un nene en brazos, y le brillan los ojos mientras lo intercepta en el hall del teatro.

No puede creer que lo tenga a ÉL cara a cara. “Siempre lo escucho, yo soy música”, dice emocionada. El ídolo es accesible y se toma su tiempo, le toca la cara el nene y le ofrece que le mande material a la producción de A título personal el programa musical de la estatal Radio Nacional Clásica que paga de su bolsillo hace 15 años. Antes de entrar al palco, le pregunta cómo se llama su hijo. Rafael. “Ah, Rafaellooo”, dice el amante de la Ópera y sigue su camino.

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Margarita, su productora de A título personal, también está en el palco 8 y lo soluciona todo. Incluso los llamados a su mujer, que llegó al segundo acto del concierto y necesitaba la entrada. Beatriz, doce años menor que su marido, es una rubia sonriente que prefiere no ser entrevistada. Se siente mejor al margen de la mirada pública y lo expresa de manera enfática. Sin embargo sale con él casi todas las noches desde que llegaron para instalarse a Buenos Aires. Hoy es el Colón. Pero en los ’90 también era la discoteca Trumps, ícono de la época menemista regada de champán con hielo. Acostaban a sus hijos y se iba a bailar o a beber o a socializar. Los años pasaron y ahora se duermen temprano. Sin embargo no hay día en que el periodista no salga.

 

—Yo parezco un actor de la vida pero soy un espectador. Ver cantar, ver actuar, mirar cuadros me emociona. Me transporta. Creo que hay que sacar a la gente de las casas, hacerlas ver espectáculos, que no se queden mirando la tele.

 

Le gusta viajar a conciertos y obras de teatro en Europa o Nueva York. Hace unos ocho años, cuando vio por primera vez a Joyce DiDonato en París se emocionó hasta las lágrimas y tuvo que llamar a su mujer para contarle. Le ofreció pagarle un pasaje para que se fuera al día siguiente. La navidad se acercaba y Beatriz le dijo que de ninguna manera, que los nenes, la familia, las responsabilidades.

Pero Víctor Hugo le pidió que como regalo de cumpleaños se tomara un avión para estar el 26 de diciembre en la capital francesa. Estaría de regreso para festejar fin de año. Y la convenció. Ahora le gritan a dúo “Brava, brava” al final del concierto porteño, luego de la sexta salida de DiDonato. El teatro ya está casi vacío. Sólo quedan los fanáticos.

***

 

No hay brecha entre el hombre que termina un programa deportivo a las ocho de la noche, se peina, se pone la corbata y se va al Colón. Cultura de masas y alta cultura conviven en una misma persona sin conflicto aparente.

—Para mí es todo parte de lo mismo. Porque lo mío no es el fútbol, lo mío es la radio. Yo no sé si iría al fútbol habitualmente, lo dudo. De hecho no es mi deporte favorito ni mucho menos. Mi hijo fue mucho más conmigo a la ópera que al fútbol. Me cuesta decirlo porque parezco un ingrato. No hay una ruptura real entre el relato y la ópera. Es todo parte de mi mundo.

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El “mundo Víctor Hugo” es lo que evoca Nuni. A su amigo le gusta hablar de su compadre y se enorgullece en conocerlo más que su propia esposa. En realidad: “su mujer dice que yo lo conozco más que ella”. Fueron vecinos durante años. En la época en que habían comprado unos apartamentos en el mismo edificio y  Víctor Hugo le tocaba timbre a las cuatro de la mañana para pedirle algún habano y charlar tranquilos luego de una noche de farra.

El mundo Víctor Hugo es un planeta donde todos orbitan a su alrededor. Si uno se distrae,  termina haciendo algo por él. Un llamado telefónico, un mandado, lo que sea.  Su don radica en que sea tomado como algo del orden de lo natural. Es alguien totalmente dependiente. Todos los aspectos prácticos de su vida están manejados por otros. Cuando compró su primer apartamento, no lo fue a ver. Le bastaba con la opinión de su mujer y la de su amigo. Ni siquiera sabía que era una buena inversión. “Podría haber ganado mucho más dinero del que tiene, yo lo quería asesorar en inversiones, pero él siempre les escapó, por una cuestión de principios, supongo”.

Principios. Víctor Hugo tampoco se cansa de decir que podría tener mucho más dinero del que tiene de haber transado o arreglado con gente en el poder. Pero la plata, afirma, no le importa. Tiene cuentas separadas con su mujer desde que se casaron pero la que maneja todo es ella. Ya está blindado pero nunca se sabe.

Para demostrar eso tiene su maletín. Una valijita negra, suerte de bolso burocrático de Mary Poppins del que no se desprende nunca y donde conviven un enjuague bucal, copias de mails, un par de libros, fotocopias de notas y su declaración de impuestos a la AFIP. Nos pide que esperemos un segundo y mientras nos tomamos un café en el sillón de su casa, va revolviendo todo hasta que la encuentra: en un sobre de nylon transparente están los papeles que demuestran que sus ingresos no sólo no aumentaron en los últimos años kirchneristas sino que disminuyeron. Le pedimos el documento para hacerle una copia. No vacila. Sólo pide que le devolvamos el original.

—No pongan los montos por favor. Pero ahí van a ver cómo en los últimos años no me enriquecí. Al contrario.

—¿Siempre andás con todas estas cosas encima?

—Sí —contesta y se ríe—. Nunca se sabe dónde me van a parar, a decir cosas, a interpelar. Entonces yo digo “momentito” y saco los papeles.

 Las declaraciones van desde 1996 a 2011. Desde 2008 sus ingresos fueron proporcionalmente menores a los años anteriores. Pero eso no lo trastorna. Dice que no necesita más.

Vivió mucho tiempo con casi nada. No va a tiendas, no se compra ropa. Se la regalan. Tiene doce trajes —obsequios de un admirador sastre— y seis pares de zapatos. Algún que otro jean y camisa. Pero se viste siempre igual. Hasta hace poco tenía un auto Clio hecho pedazos que hoy cambió por un Corsa chico. El que tendrá hasta su muerte, asegura.

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En lo que sí gasta es en arte. Son varios los artistas que se beneficiaron con su apoyo. Las veladas pantagruélicas que antes organizaba en su casa, con un público de hasta 80 personas, eran una forma de promocionar músicos jóvenes entre un círculo de élite con buenos contactos y de rodearse de gente de su clase social, claro.  Financió becas de artistas locales y llegó a comprar localidades enteras de obras de teatro sin publicidad para repartirlas entre sus amigos. Ahora el círculo se redujo; ya no llenaría teatros. Las personas que iban a su casa no van más, se fueron alejando por las mismas razones que los espectadores de los palcos del Colón.

El mundo Víctor Hugo es una rueda que no para. Es hiperquinético, pero no lo va admitir. No se toma vacaciones. No entiende las vacaciones. Duerme siesta. O lee. O escribeO viaja, al menos una vez al mes, y recorre calles donde es anónimo. Es introvertido, lo que parece improbable. Pero se lo ha visto en fiestas o reuniones donde, luego de pasar por todos los grupos de personas soltando temas de conversación como un malabarista que lanza discos para que sigan girando, termina cansado o aburrido en un sillón, abstraído de todo y de todos. Cuando no está respondiendo preguntas, cuando no está en modo entrevista o relator, se apaga la radio y sobreviene el silencio.

Tiene humor. Eso sorprende. La impostura, el armado, su solemnidad y vehemencia parecerían mostrar todo lo contrario. Mezcla bizarra de compadrito con Mr. Magoo —alto— es torpe, distraído, se olvida de dónde dejó las cosas. Cuando le preguntamos si tiene sentido de la orientación, dice que no mucho. Pero se desconcierta. ¿Por qué me preguntan eso? Siempre quiere saber qué hay detrás de las preguntas. Estamos en un el ascensor y nos quedamos en silencio hasta llegar a la planta baja de la radio. No tiene el identificador digital para abrir la puerta. “Te imaginarás que nunca tuve ese aparatito”.

—¿En qué piensa Víctor Hugo?

—Nunca lo sabremos. Pero su cabeza parece estar siempre en otro lugar —confirma Nuni. 

El Corsa es diminuto. Lo maneja su dueño, que anda por el metro noventa, y los cuatro restantes estamos rodeados de mate, termo, mochilas, maletines. En los cuarenta minutos del trayecto a la cancha de Vélez no se habló de fútbol, ni de la 5ª fecha del Torneo Inicial en la que jugarán Boca y el Atlético Rafaela y que Víctor Hugo va a relatar en breve. El mate circula junto con los temas de actualidad. Se pasa de política a la visita del gurú Ravi Shankar, que resulta siendo política, ya que lo invitó Mauricio Macri, el jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires y uno de los principales opositores a la presidenta. Heber y su comentarista César Ferri hacen chistes. Le cuentan de la gran meditación de los bosques de Palermo y citan la frase de Marcelo Tinelli, adepto al Arte de Vivir, la organización espiritual mundial que creó Shankar.  “Si sucede, conviene”, dijo Tinelli como eslogan del dejarse fluir.  “Qué pelotudez”, dice Víctor Hugo. “Andá a decirle eso a la gente que no puede salir de las Villas, a ver qué te responde”.


—Che Nene, la nafta.


—¿Cuál es la que le pongo?


—Súper.

—Nunca me acuerdo…Che, tengo calor.


Es que hace calor. Y eso que la tía de Víctor Hugo le había preguntado a sus asistentes qué ropa debía llevar el relator. La tía vive con la familia Morales desde hace años. El periodista se la trajo a Buenos Aires —como a sus dos hermanos menores, como a su amigo Heber— y el día del partido nos recibió en la mesa de comedor de un piso 17 en la Avenida Libertador frente a una pila inmensa de diarios.

“Son los diarios de Víctor Hugo”, dijo simpática. El apartamento es amplio, un poco recargado, hay un piano de cola. Las paredes están tapizadas de ventanas y cuadros. Hay cuadros hasta en el piso, pero Morales prefiere que no salgan en las fotos. Son pinturas caras y qué necesidad de andar mostrando. Después de un rato de espera, el relator aparece con un jean gris gastado, camisa escocesa y alpargatas de cuero. Parece un estanciero.

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Al llegar a la cancha, el relator pide, como de costumbre, estacionar en la puerta. Boca hace de local esa tarde en la cancha de Vélez porque su estadio está suspendido. Un trabajador del club le alcanza un comunicado de protesta. Víctor Hugo promete leerlo al aire y cumple. La cabina asignada es la 15, la mejor de todas, comenta Heber. Morales, parsimonioso, se acomoda. Se coloca una toalla en el hombro para el sudor, saca un peine del bolsillo del pantalón y se peina para atrás, como lo ha hecho toda su vida. César Ferri le extiende papeles con los nombres de los jugadores y Víctor Hugo los pega en el vidrio. Entran un par de  jóvenes que lo vienen a saludar. Le piden sacarse fotos con él, le dicen que es el más grande, que lo bancan a muerte. El sonido de la radio está muy fuerte.


—Estoy bastante sordo… Eso me quitó mucha imaginación. Porque la burbuja es la burbuja. Es increíble el cambio que produjo en mi vida. Dejé de usar los auriculares hace 15 años. Perdés concentración, perdés emoción. Lo extraño enormemente porque colocás mejor la voz. Ahora me tengo que poner de vez en cuando la mano en la oreja para encontrar otra vez el tono y el volumen. Además era más joven… pero igual puedo relatar como a los 20 años o mejor. También me cuesta mucho escuchar cuando voy a la Ópera.


—¿No te serviría usar audífono?


—Noooo, es algo que me reservo y prefiero esperar, como usar lentes. Porque cuando aceptás la disminución y la corregís, eso se adueña de vos. Soy una rara avis, casi no tomo remedios. Me gusta saber que me curo por las mías.  


Mientras se acomoda en el banco estira la mano sin mirar para recibir un mate. Comienza la concentración. Los jugadores calientan en la cancha. La tribuna de Boca se va llenando y el relator evoca “un mar azul”. No deja las manos quietas. Se las masajea, arma un triángulo con los dedos, las mueve comos si se estuviera enjabonando. Se cruza de piernas en el banco y le queda la pantorrilla al aire. Así permanecerá durante toda la transmisión. A su lado, unos binoculares. Nos preguntamos si serán los mismo que usa para ir al Colón.


Comienza el relato y se transforma. Las palabras afloran como si estuvieran conectadas con los movimientos de los jugadores.


—Soy un actor, y me lo creo. Se abre el micrófono, se prende la luz roja, y recuerdo la letra. Recordar la letra para mi es construirla, es hacer un clic hacia otras cosas. Pero termino de relatar y ya no existe más.


Recordar la letra es algo que Víctor Hugo hizo durante toda su vida. Construirla también. Quienes lo conocen y trabajaron con él dicen que es la persona con más memoria del mundo. Capaz de recitar de corrido pasajes enteros de libros o formaciones equipos de fútbol sin titubear. El periodista oscila entre jactarse de ello —varias veces se ha autodenominado un “proxeneta de la memoria” — y hablar de su “memorieta”. Esa memorieta se la reserva para los aspectos prácticos de su vida, las cosas chiquitas que le dan pereza resolver. Como la nafta. No tiene agenda, por supuesto. Su agenda son los otros.


Cuando llega “el atardecer del partido” en la cabina hay olor a yerba. Es el aliento acumulado de seis personas encerradas durante dos horas tomando mate. Boca sale victorioso con un 2 a 1 “¡Ustari, tu nombre es héroe!”, exclama en el cierre y se da por satisfecho. Está cansado. La noche anterior se acostó a las cuatro de la mañana por ir a buscar a su hija menor a un cumpleaños de 15.


Cuando se le pregunta de dónde vienen las imágenes, las metáforas, esas frases tan de él y que lo hicieron único como relator, se queda callado. No sabe. Tampoco sabe hasta cuándo seguirá relatando.

—Hay un tema que es que yo con la radio me llevo muy mal. El contrato mío dura hasta el 2014 y yo entiendo que va a ser difícil que me lo renueven, al mismo tiempo mi única protección es que se va a notar mucho que no me lo renuevan por cuestiones políticas.

 

—¿No pensás retirarte nunca?

 

—No, mientras físicamente pueda. Aunque yo ahora me podría retirar perfectamente pero no sabemos cuánto tiempo vamos a vivir, la expectativa ahora está muy alta. Tengo 64 años, capaz que vivo hasta los 86… ¡me mato! Si no es con calidad de vida, la sobrevida no me gustaría.

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A la vuelta hay que resolver lo del peinador. A las 9 de la noche tiene que estar en el canal para su programa de los domingos Bajada de Línea. Pero Heber se equivocó.  O se equivocó Víctor Hugo. Poco importa. El peinador tiene que ir a su casa en Palermo Chico y no al canal. Nadie se acuerda del teléfono del peluquero. “Llamá a Beatriz, debe tenerlo”. Beatriz está en México visitando a su hijo del medio. Heber llama a Beatriz que no contesta. “Dejale un mensaje de texto”. El periodista tiene una hora para escribir su columna sobre el partido y mandarla por mail al diario. La escribe directamente desde su casilla de correo —del que tienen contraseña su mujer y productores— porque no se lleva bien con los procesadores de texto. Termina la columna y debe cambiar otra vez el chip. Toca tele y toca política.

 

***

 

La panera pasa de mano en mano, la sal también pero tiene que tocar la mesa. Se sirven vino, agua sin gas, agua con gas, algunos quieren sopa, otros coca Light. Jena, la empleada de los Morales, vestida con pantalón y blusa celeste de enfermera, trae y lleva platos.

 

—Ayuden a Jena, che —les dice Víctor Hugo a los chicos de su equipo de producción de Bajada de Línea.

 

Es un almuerzo de trabajo. El tema será Papel Prensa y todos cuentan lo que tienen, lo que consiguieron, como buenos estudiantes que muestran que hicieron los deberes. El profesor ni se inmuta por los flashes, pregunta, argumenta, y ahora sí, por primera vez se lo ve  distendido.

 

—Ahora andan diciendo que fui fiolo. Me contaron que anduvieron preguntado por mi pueblo si yo había invertido en prostíbulos. Era lo que me faltaba —se ríe.

 

Y todos ríen con él.

 

Víctor Hugo impostor. Víctor Hugo intruso. Víctor Hugo ególatra. Víctor Hugo mentiroso. Víctor Hugo enamorado de su propia voz, de su propio relato. Estas son algunos de los mantras que repiten sus colegas más críticos;  esos que también prefieren no ver publicados sus nombres en este perfil anfibio.

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Una de las acusaciones que le hacen, y que probablemente sea la que le duela más, es la de ser un gran ignorante de la actividad periodística. De relatar la realidad como relata un partido de fútbol, inventando para agregarle a la imaginación del oyente ingredientes de color. Además, dicen, no se rodea de figuras importantes. No quieren que le hagan sombra.

 

Otros testimonios impugnan la lógica del “todo o nada” que regula sus tomas posición: “Creo que se equivocó mucho: podría haber dicho ‘si a la Ley de Medios, si al Fútbol para Todos, sí a achicar el grupo Clarín’, pero ‘no a la corrupción y al autoritarismo del gobierno’, que él criticaba y ahora elogia o defiende”, plantea un ex compañero de trabajo.

 

Cuando el ex presidente Néstor Kirchner, en octubre de 2008, compró dos millones de dólares en medio del descalabro financiero internacional, Víctor Hugo lo criticó duramente en la radio. Estaba indignado. Las sospechas de que Kirchner contaba con información confidencial por su doble función de marido de la presidenta y jefe político del partido de gobierno fueron presentadas por Víctor Hugo hasta que Néstor pidió hablar con él. “Víctor Hugo no tuvo instinto para dudar de esa improbable versión, ni para desconfiar de ella, ni para verificarla con terceras fuentes”, observa una reconocida periodista, quien, como otros colegas, afirma que en realidad al relator nunca le interesó realmente la política. Que esto es algo nuevo y que, por lo tanto, lo hace mal.

 

Sin embargo, todos los entrevistados, coinciden en la generosidad del periodista con su equipo. Reparte su sueldo entre todos, paga viajes de su propio bolsillo. Da oportunidades.

 

—No me propongo como modelo de periodismo en cuanto a la forma. Pero me da un poco de pena que haya tan poca gente que no juegue fuerte, que se no se atreva a jugar fichas fuertes. No sé ni por qué. Yo no tolero que mi cabeza tenga miedo.

 

Después están los otros. Los que trabajan con él a diario y lo quieren y protegen. Como César Ferri, su comentarista, columnista y editor de contenidos de su página web: “Yo digo es que como tener a Messi o a Maradona, cuanto mejor lo tengas asistido, mejor.  Tiene un talento único que él solo pone en marcha y resuelve. A mí me parece que quienes dicen que tiene poco rigor es porque les cuesta el nivel de exigencia, cuando él quiere hacer algo, eso se va a hacer. Además genera un buen clima de trabajo, tiene humor, escucha a los demás,  y la buena persona que es te compromete hasta desde lo moral. Y eso es complicado también, porque uno dice ‘yo a este tipo no le puedo fallar’. Pero eso es un compromiso elegido. Estás con él o no”.

 

Los suyos son los mismos de siempre. Necesita estar rodeado de personas de confianza, aunque no todos tengan las credenciales que hoy exige el periodismo. No le importa, nunca le importó. En el mundo Víctor Hugo la lealtad es más fuerte.

 

Víctor Hugo hoy confía más en las nuevas generaciones de periodistas que en la suya. Matías Martin, Andy Kusnetzoff y Juan Pablo Varsky, son algunos nombres que tira al pasar. Se conocen y se admiran a la distancia. Uno de ellos –una vez más, hasta los famosos, se niegan a dar su identidad-- evalúa que la relación crítica que Víctor Hugo tenía con el kirchnerismo cambió con cuando el gobierno se hizo “victorhuguista” a partir de 2009. “Víctor Hugo va a fondo incluso para defender políticas que resultan inexplicables o indefendibles aún para gente que valora varias cosas del gobierno. Pero cuando el gobierno incide en la ruptura del contrato entre la AFA yClarín por los derechos de emisión de los partidos de fútbol, cumple el sueño de Víctor Hugo, por el que peleó durante 15 años. El quería ver a Magnetto de rodillas y el gobierno parece que lo está logrando”.

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Sus enfrentamientos con Luis Majul ocuparon páginas y minutos televisivos. Se cruzaron en 2010 por un libro del periodista sobre Néstor Kirchner, al que Víctor Hugo tildó, en la cara de Majul y ante cientos de personas, de sensacionalista, entre otras (des)calificaciones. Un año después, Majul dedicó un capítulo entero de su libro Él y Ella (sobre el matrimonio Kirchner) acusando a Víctor Hugo de recibir dinero por sus charlas sobre la Ley de Medios. El relator uruguayo usó bloques enteros de su programa matinal para desmentirlo.

 

Con Magdalena Ruiz Guiñazú, periodista de Continental que le hacía el pase a La Mañana desde su programa Magdalena tempranísimo ya no se hablan. Luego de una pelea –fuerte- al aire durante una emisión sobre las elecciones presidenciales de 2011, se colocaron los dos en sus respectivas listas negras.

 

Hace unos meses fue el turno de la revista Noticias. Una tapa lo mostraba con una boina y un rifle: “El relator del relato”, decía el título. Y  la bajada: “Llegó al pico máximo de compromiso con el modelo K. En su programa de radio se inicia la cadena informativa oficial. Sus ingresos y la influencia en sus ideales. Entorno y funcionarios amigos. Enigmas psicológicos de un cambio que cada mañana sorprende más. Además: El álbum fotográfico semiprivado de un bon vivant.” Los dichos de Noticias fueron otra vez desmentidos por Víctor Hugo, que desarmó al periodista responsable de la nota en vivo, desmintiendo casi todas las acusaciones.

 

Y después Jorge Lanata.

 

 “¿Se imaginan a Víctor Hugo jugando picaditos en la ESMA?”, dijo el periodista Jorge Lanata en su programa televisivo Periodismo Para Todos (PPT) al difundir un video en el que el relator, muy joven, realiza un discurso de despedida para un mayor de la dictadura uruguaya. La sintonía, que mostraron medios como la revista Noticias, los diarios ClarínLa Nación y el Canal 13 (del grupo Clarín), en el que Lanata produce su ciclo, fue acompañado por envíos radiales como el de Luis Majul en radio La Red. Todos hablaban de eso.

 

Víctor Hugo, conocido por su apoyo público a los defensores de derechos humanos y a las víctimas de las dictaduras, había jugado partidos de fútbol en el Batallón Florida, un centro de detención y tortura uruguayo.  Y no solo eso, fue maestro de ceremonias en la despedida de un mayor.  Esto no lo investigó Jorge Lanata sino que es lo que aparece en un capítulo del libro Relato Oculto. Las desmemorias de Víctor Hugo, que fue publicado este año en Uruguay y Argentina y en el que los periodistas uruguayos acusan al relator de haberse fabulado un pasado de opositor y zurdo. Estos “picaditos”, como le llamó Lanata, ya los había mencionado el propio Morales en una entrevista con el diario uruguayo El País en 2006. Allí dijo, y sigue sosteniendo, que fueron nada más que dos.

 

Víctor Hugo algo se olía. En medio de su pelea abierta con Majul, el periodista de La Red se fue de boca y lo amenazó con un “ya vas a ver cuando salga el libro de los uruguayos”. Esto fue el verano pasado y otra vez el relator necesitó creer. En la provincia de San Juan, el que dejó de fumar con un brujo, viajó a Vallecito, donde está el santuario popular de la Difunta Correa, madre abnegada que siguió amamantando a su hijo después de muerta. Víctor Hugo, al ver a los peregrinos de rodillas con ofrendas, también pidió: “Que aparezcan por favor los documentos de la dictadura uruguaya”. Y aparecieron.

 

Estos documentos, junto a las muestras de solidaridad y respeto que le acercaron referentes de la lucha antidictatorial en Uruguay y Argentina, organismos de defensa de los derechos humanos y militantes de la izquierda uruguaya, se pueden ver en “Uruleaks”, una publicación que editó y está disponible en su sitio web. Allí están dispuestos los archivos que testimonian el seguimiento que la dictadura realizaba de un periodista “de carrera meteórica” (ficha 103383) y la inquietud por la posible “futura proyección política” de Víctor Hugo Morales.

 

Leonardo Haberkorn, uno de los autores del libro, afirma que Víctor Hugo trató de frenar la salida de Relato Oculto. Dice que le mandó a alguien de su equipo para que tuvieran una charla. Haberkorn sólo aceptaría si era una entrevista oficial “Si quieren hablar que sea con un grabador”. No lo contactaron más, asegura.

 

 “Víctor Hugo no estaba politizado, ni para un lado ni para el otro. Nos invitaban a jugar unos doscientos partidos por año en todo el país, y sí, también en los batallones. Y Víctor Hugo iba. No tengo ninguna certeza que estuviera alineado con nada. Lo único que nos importaba eran nuestros enfrentamientos con los dirigentes de fútbol. Ahí estaba la pelea”, dice Juan Carlos Paullier, periodista que trabajó con él durante diez años en Uruguay.

 

Una periodista de radio Continental que conoce bien a Víctor Hugo interpreta que él necesitó armarse un relato de su vida —de lo que lo acusan los periodistas uruguayos—porque no fue una figura de los derechos humanos durante la dictadura uruguaya. Y descarta su simpatía o colaboracionismo. “Lo que ocurrió con el libro y luego con el programa de Lanata resulta lamentable, porque consagra el método del escrache y aplica categorías del presente al pasado”.  Sin embargo, la periodista recuerda el silencio de Víctor Hugo “cuando Hebe de Bonafini, presidenta de Madres de Plaza de Mayo, escrachó a Magdalena Ruiz Guiñazú, quien tuvo en la Dictadura una actitud por momentos valientes, por momentos de silencio, pero que en general fue muy transgresora en lo que podía esperarse de su condición social y que además integró después la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas)”.

 

Morales está seguro que toda la lapidación mediática fue orquestada por Magnetto y sus aliados y no se cansa de decirlo. Por eso anda siempre con el maletín. Y lo vuelve a abrir para mostrarnos otro papel semiarrugado: una carta enviada a Estela de Carlotto, de Abuelas de Plaza de Mayo, en febrero de 2011. La carta es una explicación, un pedido de disculpas por los elogios que tuvo hacia la organización del Mundial 78 en plena dictadura argentina. Y es, también, un manifiesto político personal que ayuda a comprender la intensidad de las banderas que iza Víctor Hugo actualmente.

Nadie de los que estuvo en el medio de la locura de unos y el sufrimiento de los otros puede haber quedado plenamente satisfecho consigo mismo.  Por qué se fue, porqué se quedó, porqué se cruzó de brazos, por qué no luchó lo suficiente, o simplemente por qué supo, más tarde, que la alegría de aquel junio del 78 la gritábamos pasando frente a ventanas que el dolor había clausurado (…)
Me hubiera gustado ser mejor. Y en eso estoy ahora.

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Doña Coca entró a una tienda de ropa para comprarle un par de zapatillas a su hijo mayor. Eran una familia pobre y aunque tenían para comer, todo lo accesorio solía ser un problema. Sobre todo los zapatos. Algo que marcaría al periodista para el resto de su vida.

—Vengo a buscar zapatillas para el nene.

—¿Qué número le traigo? ¿36?

—No, 46.

A partir de ese día a Víctor Hugo le empezaron a decir el Nene en broma y le quedó para siempre. Tenía 11 o 12 años. Se había desarrollado de forma precoz y tenía el físico de un jugador de básquet. Para su madre todavía era un nene al que le daban inyecciones de aceite de pescado porque su cuerpo era frágil de tan estirado. Hasta tenía un bigotito.

Cuando nació Víctor Hugo, Cardona, un pueblo del departamento uruguayo de Soriano, tendría unos 3.500 habitantes. “Cuando tenía tres años, mis padres se mudaron al campo, a casa de mis abuelos maternos. Fue una plácida tarde de verano, en que un mundo azul y verde se abría paso para grabarse en mi memoria por primera vez, agarrado a un colchoncito en lo más alto del montón de muebles que habían metido en el camión. Siempre me pareció que aquel camión – quizás rojo- avanzaba en cámara lenta por la solitaria carretera de arenilla”, escribe Víctor Hugo en su primera autobiografía, El Intruso publicada cuando tenía tan solo 33 años. Este libro, que intercala artículos periodísticos de su etapa uruguaya con sus memorias, no se consigue más. Víctor Hugo la tiene solo en fotocopia y tampoco le interesa demasiado. Fue una descarga. Una jugada para desmentir —otra vez— que era “anti-argentino”, la acusación que le hacían en ese momento sus detractores de este lado del Rio de la Plata.

El periodista se crió con sus padres, con sus abuelos, con sus hermanos y con Beto. Beto fue su secuaz, su Robin, su compañero de juegos, de salidas, de charlas hasta el amanecer. Víctor Hugo era el líder, el inteligente, el pícaro que organizaba los partidos de fútbol, los campeonatos de básquetbol, las idas a pescar, las coladas al cine y al resto de los espectáculos que los sacaban del sopor provinciano. Beto sigue siendo su mejor amigo. Lo quiere como a un hermano. Cuando el pichón de relator se fue a Colonia para seguir estudiando, fue un drama. Lo extrañaba y entonces lo iba a ver a la pensión donde vivía. Había una bañera. Nunca, ninguno de los dos, había visto una bañera. Y después a Montevideo sin escalas. Ahí vivían la noche, los boliches, conocían gente nueva. “Víctor Hugo nunca cambió, nunca se olvidó de su origen. Apenas empezó a viajar nos llevaba a mí o a sus hermanos. Se turnaba. Es la persona más generosa que conozco. Era diferente del resto y eso nunca importó. Siempre quiso salir de Cardona y lo logró”.

Marinero. Así se veía Víctor Hugo cuando era chico. No es que le gustara el mar —lo conocía apenas— pero cada vez que partía el tren de Cardona se lo quería tomar. Quería viajar. Cuando viajó por primera vez en avión, lloró. Dice que sigue llorando seguido. Pero no de miedo. No tiene miedo de perder nada material, porque nunca se aferró a lo que tiene. Sus amigos lo confirman. No sabe ni endosar un cheque. Básicamente no sabe hacer  ninguna de las cosas que los adultos aprenden a hacer en este mundo. Cuando le preguntamos por su apodo, no cuenta la anécdota de su madre. “Es que a veces soy un como un nene”, dice.

No se agregó una nacionalidad. No vota en Argentina. “En la última cáscara sigo siendo el uruguayo de la educación pública, de Artigas, de la infancia”.

Creer o reventar.