Crónica

Derechos Humanos y el 2x1


Como si fuera uno más

En 1991, el cronista Martín Caparrós se cruzó a Jorge Rafael Videla mientras hacía ejercicio en la Costanera, algo que ahora podrá repetirse con otros represores a partir del fallo de la Corte. Aquella vez lo siguió, vio la reacción que causaba y le preguntó si no le preocupaba andar en un lugar público. El represor le devolvió la pregunta: “¿Usted tendría miedo?. Hay algo desafiante en el hecho de no ocultarse, dice el autor. “Como quien reivindicara el derecho de usar una ciudad que fue suya. Como quien no temiese a los piquetes de paseantes que le fueran ocupando los espacios, expulsándolo de los espacios que fueron suyos cuando era la muerte”. Fragmento de LaCrónica, de Editorial Planeta.

Eran justo las ocho y media cuando el Peugeot 504 dobló desde Cangallo despacito, tranquilo, y tomó por la Costanera hacia el fondo, hacia la fragata Sarmiento. El coche era gris, reciente, absolutamente discreto; solo tenía una antena de más.

Liliana Heker y Ernesto Imas me lo habían dicho un par de días antes.

—Cuando lo vi por primera vez no lo pude creer. En realidad no lo vi, lo escuché. Estaba haciendo flexiones y de pronto escuché una voz muy seca, muy cortante, que me dice: “Buenos días, señor. Ahí levanté la cabeza y lo vi, y creo que todavía me dura la impresión”.

Dijo Imas. Y Heker dijo que no sabían qué hacer.

—Queríamos que se supiera, nos parecía terrible que este hombre anduviera trotando por acá como si nada hubiera pasado.

Una antena de más no es gran cosa en estos tiempos. Adentro del coche ——C1386767—había una señora obesa, un gorila reventón y un hombre flaco y de bigotes que manejaba con la ventanilla abierta, empapándose del fresco de la mañana. El exgeneral, expresidente, exsalvador de la patria, exconvicto y exasesino Jorge Rafael Videla se dirigía, como todos los lunes, miércoles y viernes, a cumplir con sus ejercicios matinales.

—Empezó a aparecer a fines de octubre —había dicho Imas. Y desde entonces no faltó nunca.

A Calviño y a mí el coche nos tomó de sorpresa. Aunque lo esperábamos, se nos debe haber notado el escalofrío de verlo, porque, en vez de parar, el coche siguió de largo, dio la vuelta y enfiló hacia la Ciudad Deportiva. Creímos que lo habíamos perdido: yo pensaba que, al menos, le habíamos arruinado su mañana sportiva, y ya imaginaba piquetes de voluntarios que pasearían distraídamente por todos los lugares que el hombre suele frecuentar, tanto como para joderle un poco la vida.

Lo esperamos un rato más, y no volvía. Al final, empezamos a caminar hacia la glorieta de Luis Viale. Casi llegando lo encontramos; al lado, recostado contra la baranda de la Costanera, el goruta leía en la Crónica el empate de Boca; un poco más allá, sobre el césped del boulevard, el ex resoplaba por el esfuerzo de unos abdominales.

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—No voy a hacer declaraciones. Estoy realizando mi actividad diaria.

—Hacía un rato que yo caminaba a su lado. Él forzaba el paso y fingía no escucharme. Yo gritaba:

—¿Pero no le preocupa estar así en un lugar público?

—¿Usted tendría miedo?

—Yo no he hecho lo que usted ha hecho.

—Son cuestiones de criterio.

Dice ahora, tajante, sin haberme mirado ni una vez, y se larga a correr, revoleando las piernas flacas. Va solo; el guardaespaldas se quedó y él trota, tranquilo, como quien silbara. Usa un short azul, una camiseta celeste y en la mano tiene una toalla que se pasa de tanto en tanto por la frente. Para un señor de sus años y sus muertes, su estado físico es notable. Aunque el sudor y la agitación le marcan las venas de las sienes, que palpitan como si prometieran un estallido.

El lugar es idílico, muy verde y casi desierto. Hay jacarandás en flor, un sol benigno, voces de muchos pájaros. En medio del boulevard, entre los árboles, un grupo de chicos de colegio se está rateando con gritos y empujones. El ex pasa a su lado, alguien lo reconoce y todo el grupo se inmoviliza, enmudece, se congela.

—Yo lo mato con la indiferencia.

Dirá, más tarde, un petiso de rodillera roja y pelo corto, uno de los habitués.

—A mí me mata que el tipo corra como si fuera uno más, con todo lo que hizo, pero lo mejor es matarlo con la indiferencia.

—Sí, porque se ve que te mira como tratando de que lo reconozcas, de que le digas algo.

—Sí, te desafía.

—No, quiere que lo saludes. Al principio se quedaba allá en el fondo, cerca de la fragata, pero ahora se animó y se viene hasta acá, ya ganó confianza.

Dirá otro corredor, un cuarentón de canas bien peinadas y jogging impecable, sin sudores.

—Yo acá vengo a correr y el resto no me importa, viste.

Aclarará uno de rulos rubios atados en una colita y musculosa verde con vivos amarillos.

Pero ahora el ex sigue con el trote, suave, sostenido, y un diariero que pasaba en bicicleta se le ha puesto a la par y lo cubre de elogios. No se oyen las palabras pero se entienden los gestos, las sonrisas. Desde un camión también lo saludan y el ex responde, con el brazo en alto.

—El otro día él venía corriendo adelante mío y yo pisé medio fuerte, para ver qué pasaba, y él se dio vuelta enseguida, se sobresaltó. El tipo debe tener miedo, con el pasado que tiene.

Dirá el del jogging impecable.

—A mí no me da un asco especial, no más que cualquier milico, dirá, ya casi al final, un pelado de sesenta, muy bronceado, que se bajará de un Renault 18 con sus pantalones cortos y su acento reo. —Porque a mí no me hizo nada, ni a ningún familiar mío, así que yo contra él no tengo nada. La verdad que es un pobre tipo que no lo dejan tranquilo, que tiene que andar con custodia, mirar para todos lados.

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La Costanera Sur es un vestigio de otros tiempos, de otro país. Una ruina de lo que la patria iba a ser cuando tenía un futuro, una parte de la ciudad que la naturaleza está recuperando poco a poco. Aquí el río se dejó invadir por la tierra salvaje; aquí ha instalado su cabeza de puente la vanguardia de los yuyos que algún día serán Buenos Aires. En la glorieta coquetona, muy fin de siglo, el doctor Luis Viale, que hace ciento veinte años le ofreció su salvavidas a una dama en un naufragio para poder ahogarse como un caballero, sigue tirando el mismo salvavidas a un yuyal florecido por los calores —que supo ser el río. Aquí, el mundo se ha detenido en aquel gesto de bronce, inútil, perfectamente innecesario: salvavidas arrojado a la tierra. Más allá, más tarde, otra corredora, treinta años largos y mallita stretch, rubiona de tintorería, interpelará al pelado:

—No es un pobre tipo, es un asesino condenado por la Justicia.

—¿Qué justicia? ¿La misma que lo largó? La justicia sólo sirve para condenar a los pobres tipos. La justicia largó a estos y a los otros, en cambio mirá a Monzón, que tuvo un desliz y sigue adentro. Lo que no me explico es lo de la iglesia. A este todos lo condenan y después va el obispo y lo bendice. Uno se pregunta si ese obispo representa al mismo Dios en el que yo creo. ¡Qué arrogancia, por favor, qué arrogancia!

Dirá el pelado, y el de la indiferencia, de vuelta de otra vuelta, se acercará trotando.

—El otro día el tipo éste pasaba por al lado del campo de deportes del colegio Buenos Aires y a los pibes se les fue la pelota a la calle. Entonces lo vieron y le gritaron tío, tío, tirá la pelota. Y el tipo fue y se la tiró. Los pibes ni lo reconocieron, pero yo me quedé pensando que al final el tipo se tuvo que arrodillar para agarrar la pelota igual que yo, igual que cualquiera se tuvo que arrodillar, ¿te das cuenta?

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El ex vuelve caminando desde el sur. Al rato se le suma su mujer, que se escapa en cuanto ve a Calviño con el tele en ristre. Me pregunto por qué habrá elegido este lugar. Su casa está en Figueroa Alcorta, al lado de los bosques de Palermo, pero es probable que aquello resulte demasiado público. Acá, en cambio, no hay más que un grupito de habitués que incluye a varios oficiales del Ejército que vienen desde el Comando en jefe; entre ellos, el general Martín Balza. Pero, de todas formas, hay algo desafiante en el hecho de correr en un paseo público, no ocultarse en un club, en una quinta. Como quien reivindicara el derecho de usar una ciudad que fue suya. Como quien no temiese a los piquetes de paseantes que le fueran ocupando los espacios, expulsándolo de los espacios que fueron suyos cuando era la muerte.

El ex ya está llegando a la glorieta, con la vena muy hinchada. Yo me pasé todo este tiempo rumiando mi respuesta:

—Si yo hubiera hecho lo que hizo usted, tendría mucho miedo.

—Si usted hubiera hecho algo, no estaría acá.

Dice, en un gruñido, sin mirarme, y no termino de entender la amenaza. Lo sigo, diciéndole estúpidamente que la repita, que la repita si se atreve, pero él camina hacia el coche donde lo espera el ropero. No me queda mucho más, él se está yendo y sólo por respeto me parece que debería gritarle algo. Entonces le grito asesino y él se da vuelta, me mira, entra en el coche. Como todos los lunes, miércoles y viernes, a las nueve, en Cangallo y  Costanera.