Ensayo

Científicos de la UNSAM


El detector de partículas

El físico Alberto Etchegoyen es un orfebre del conocimiento. Prolijo y de hablar mesurado, como coordinador del Observatorio Pierre Auger de Mendoza trata de desentrañar algunos de los grandes misterios del Universo: el origen de los rayos cósmicos de alta intensidad, explosiones de energía de una dimensión muchísimo mayor a la que produce un acelerador de partículas. ¿Para qué podría servir esto? Por ejemplo, para iluminar todo África o viajar en menos tiempo a la otra punta del globo: pero no lo preocupa ahora, su tarea es que la Ciencia avance.

Fotos: Pedro Roth

La imagen icónica del físico “einsteniano” se cristalizó en el tiempo y se volvió remera o estampita, fue capturada por Hollywood y, en consecuencia, el imaginario popular la tomó como cierta: un lobo solitario, sagaz y algo excéntrico, que para encontrar respuestas no apela a un método sino que simplemente, se rasca el pelo despeinado y, como manzanas de un árbol, las desprende de su ingenio. Según esa idea romántica, los descubrimientos no tienen tanto que ver con la excavación arqueológica de las paredes del saber sino con la espontánea revelación de una idea.

No hay nada en la imagen y en el relato de Alberto Etchegoyen (57), físico y PH D (doctorado en filosofía) en Oxford, que se adecue a esa figura. Su aspecto y su semblante lo acercan más a la figura de un obispo (un obispo de la ciencia, claro) que al de un científico rebelde. Prolijo, algo taciturno, de hablar mesurado y dueño de una sencillez que también se refleja en su despacho: apenas una mesa larga, un escritorio, algunos cuadros familiares, carpetas en ficheros y la réplica de un meteorito, Etchegoyen no guarda relación alguna con los Einstein de los libros escolares: es un austero orfebre del conocimiento, al que se llega, asegura, con “mucha transpiración” y con el esfuerzo paciente “de un trabajo colectivo”.

Su rama, la astrofísica, está a las puertas de grandes descubrimientos. Etchegoyen, entre otras tareas, es miembro principal del Observatorio Pierre Auger (Malargüe, Mendoza), una ciudad-laboratorio de 3 mil kilómetros cuadrados de superficie donde la astrofísica tiene su meca. Hacia allí se dirigen todos los anhelos de su arte. En medio de esa pampa seca, científicos argentinos y extranjeros, coordinados por él, tratan de desentrañar algunos de los grandes misterios del Universo: el origen de los rayos cósmicos de alta intensidad, explosiones de energía de una dimensión muchísimo mayor, por ejemplo, a la que produce un acelerador de partículas como la máquina de Dios. Según la definición del mismo Observatorio, los rayos cósmicos son partículas que llegan desde el espacio y bombardean constantemente la Tierra desde todas direcciones. La mayoría de estas partículas son protones o núcleos de átomos. Algunas de ellas son más energéticas que cualquier otra observada en la naturaleza. Viajan a una velocidad cercana a la de la luz y tienen cientos de millones de veces más energía que las partículas producidas en el acelerador más potente construido por el ser humano.

Imaginemos cualquier autopista de una mega urbe en una hora pico: también así se comporta, desde el fondo de los tiempos, el Universo. A nuestra galaxia llegan los estertores de todo ese tráfico de partículas, ese murmullo trepidante de gravitaciones, cometas y traslados. Algunos de esos fenómenos tienen una energía extraordinaria, imposible aún de dimensionar. Detectar y, en un futuro, replicar esa energía empujará al conocimiento a otra categoría, una ulterior, y con ello, en un futuro hipotético, si logramos usufructuar ese nuevo saber, nuestra vida cotidiana tal vez sea más barata o simplemente más sencilla. A eso se dedican Etchegoyen y su equipo. No sabe bien -todavía no importa- para qué se podrá aplicar ese descubrimiento en concreto. Quizás, por poner un ejemplo al azar y caprichoso, sirva para iluminar todo África. O para viajar en menos tiempo a la otra punta del globo. De todas formas, esa no es la tarea de la astrofísica. Su tarea es galopar hacia el futuro derribando las paredes del pasado.

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Cuando se observan esos fenómenos, o cuando la ciencia informa del desarrollo de una técnica para poder detectarlos, el efecto, al margen de la admiración producto del avance, puede ser inquietante. Auscultar en las entrañas de la galaxia, con sus agujeros negros y su implacable misterio oscuro, es como adiestrar a un felino desconocido: no sabemos cuáles pueden ser sus reacciones, no conocemos hacia dónde va. Es un hecho extraordinario, pero es tan sólo un pliegue, una promesa de todo lo que puede ser. Tan inquietante es la tarea -por la perfección y la desmesura de eso que ocurre allá arriba- que hasta nos puede llevar a una idea que se ubica, a priori, en las antípodas de la ciencia: la idea de un creador. Lo sabemos: desde hace siglos, científicos y religiosos han competido por lo mismo, la búsqueda de un sentido, algo que nos explique nuestro origen. Porque es posible que haya habido un Big Bang, ahora bien, ¿qué hubo antes de eso? ¿Cuál fue el preludio del vacío y el silencio? Huelga decir que Etchegoyen es un científico practicante, no solo porque su tarea diaria -abnegada, metódica, paciente- así lo ratifica, sino porque también su fe está depositada en la ciencia. Sentado en su despacho, es categórico con eso: “¿Si los fenómenos que estudio me hacen preguntar quién hizo todo eso? No, yo no me lo pregunto... Pero bueno, eso es personal. Yo creo que no importa tanto lo que uno cree, sino por qué cree uno en algo. Si vos me decís que hay espíritus en esta oficina, y yo soy capaz de hacer un detector de espíritus, y descubro que los hay, entonces voy a creer que los hay. Mi creencia es derivada de un resultado experimental. Lo otro es derivado de la fe. Yo creo que es imposible probar la existencia de Dios, pero también creo que es imposible probar la no existencia de Dios. Bertrand Rusell decía eso. Desde el punto de vista filosófico él era agnóstico. El ejemplo que daba era que no se puede probar si existe una tetera de porcelana orbitando elípticamente alrededor del sol, pero en la vida cotidiana se manejaba como si no existiera. En la antigüedad, el médico brujo pensaba que si hacía la danza de la lluvia, acaecía el fenómeno de llover. Es algo determinista, y es más parecido a la ciencia”.

Etchegoyen tampoco restalla por su intensidad emocional o su visceralidad. En ese sentido, se aleja de cierto estereotipo del científico o del intelectual que vive obsesionado con su objeto de estudio, ese tipo de sujetos cuya curiosidad por los grandes temas que lo desvelan le hace perder de vista lo mundano. El mundo reducido, en su caso, a la galaxia, lo que no es poco, claro, pero que a él lo alejaría de problemas cotidianos como el llamado de su esposa por un problema con el perro de la casa o la presentación de un presupuesto que, como cabeza de un equipo de trabajo integrado por estudiantes de doctorado, tiene que hacer cumplir. Pero esa tranquilidad, ese temperamento en apariencia apacible y alejado de las veleidades o las tensiones de una disciplina en auge, no significa que no asuma su rol con convicción. Todo lo contrario. “Alberto”, cuenta Federico Sánchez, doctor en física y miembro del equipo de trabajo en el observatorio Auger, “vive con mucha pasión lo que hace y eso es contagioso. Es muy detallista, sumamente trabajador y dedicado”.

Con el humus hogareño de la fe en el saber, el joven Alberto fue macerando su amor por la ciencia. Estudió física en la facultad y, tras recibirse, partió hacia Inglaterra para hacer un doctorado. Lo recibieron Oxford con su historia y su prosapia. Si la academia tiene un patriciado mundial probablemente quede en Oxford : la materia gris de sus alumnos se mide en protones. Estando allí, luego de recibirse de Doctor en Filosofía (“'PHD', como le dicen ellos, porque está la idea de que el doctorado es en un saber amplio”), tenía el anhelo de quedarse unos meses para escribir algunos papers. Pero no pudo. Era abril de 1982: su país de origen le declaró la guerra a su país de residencia. Malvinas comenzaba a abrir una llaga en todos lados. ¿Y entonces? En principio esperó para ver qué hacer, pero enseguida se dio cuenta que le habían congelado los fondos que desde acá le enviaba la Comisión Nacional de Energía Atómica. Tras unas gestiones, logró que al menos le dieran lo mínimo para la subsistencia. “Con la guerra ellos se enojaron mucho, se lo tomaron muy en serio. En realidad, a ellos les molestaba que hayamos sido nosotros, un país casi irrelevante, los que les declaramos la guerra. Ellos si iban a la guerra, querían ir contra otro imperio”.

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Tras unos meses en España, adonde llegó con el afán de atravesar el conflicto, la noticia del hundimiento del Belgrano lo instó a regresar al país, donde se volcó al trabajo. Comenzó su faena dedicándose a la física nuclear, de moda en aquellos años de Guerra Fría claudicante. A medida que se sumergía en ese submundo de núcleos y materia, su reputación comenzaba a crecer. Tras algunos años, su norte laboral viró hacia las partículas elementales, su nuevo interés luego de abandonar los núcleos. Fue entonces cuando, decidido a especializarse en átomos y derivados, hizo las valijas nuevamente y se mudó a otra meca, Chicago, para dedicarse de lleno a eso, cuyo desarrollo comenzó a tener cada vez mayor relevancia en el mundo de la física. A fines de los '90 estaban naciendo los aceleradores y colisionadores de partículas -como la llamada Máquina de dios-, y su hasta entonces impensada posibilidad de generar una escalofriante dosis de energía. Aquel hallazgo fue un salto cualitativo mayúsculo y llevó a las tapas de los diarios los avances. Se pusieron de moda los protones.

En la antesala del siglo XXI, el mundo, y el país luego, entendieron que ese progreso era esencial para seguir colonizando el cielo. Fue así que en 1999, con el patrocinio de la Unesco, comenzó a construirse en Malargüe, Mendoza, el gran observatorio en el que Etchegoyen trabaja hoy. Allí confluyen 500 físicos y tecnólogos de todo el mundo. En esa explanada enorme, bajo la mirada lejana de Los Andes, la astrofísica espía todos los días el cosmos. El observatorio es el más grande del mundo, y el que trabaja con mayor fidelidad. Fueron varias las razones por las que Etchegoyen se instaló allí: en primer lugar, en el hemisferio meridional es en donde mejor se ve la galaxia. Los cielos son más limpios y más ricos. Además, su lugar de emplazamiento no debía tener contaminación antropogénica y sus suelos debían ser planos. Descartado el norte entonces, pocos lugares del hemisferio sur podían ofrecer esas condiciones. También, claro, eran esenciales la voluntad, la preparación y el deseo del país anfitrión. Y Argentina quería y podía, a diferencia de Australia y Sudáfrica, los otros postulantes, cuyos requisitos no fueron tan adecuados. En ese sentido, la tradición y la presencia de una comunidad científico-técnica vernáculas fueron fundamentales. La necesidad de una planicie se debía -se debe- a que los sistemas de detección requieren enormes cantidades de agua destilada, dispuestas en tanques gigantes (en total, son 1600). Esos detectores, todo el día, todo el año, escarban el cosmos en busca del asombro.

Ahora bien, tenemos una galaxia, tenemos un tráfico, tenemos detectores, tenemos esos “rayos ultrapoderosos” cuya potencia podrían transformar todo lo que tocan.  La pregunta que surge, entre muchas, es: ¿cómo hace la naturaleza para generar una energía miles de veces superior a la que puede elaborar el hombre o la tierra? “Son eventos que ocurren muy poco”, dice Etchegoyen en relación a la aparición esporádica de esas emisiones. “La ventaja que tiene estudiar estas partículas con muy alta energía, lo que se llama partículas cargadas -núcleos atómicos de protones o de hierros- es que cuando vienen con muy alta energía los protones avanzan en linea recta. O sea, pensemos en una bola de billar avanzando despacio. Si uno le pega, la desvía; pero si avanza con mucha energía, si uno le pega de la misma manera, se desvía mucho menos o no se desvía. Lo mismo ocurre con los protones. Los campos electromagnéticos que van encontrando a medida que avanzan desde el espacio extragaláctico a la tierra, no alcanzan a desviarlos. Avanzan en linea recta. Entonces, si encontramos la dirección de arribo -que es fácil de encontrar- podemos buscar la fuente, porque es posible extrapolar: si sabemos donde se cortan, podemos saber donde encontrar la fuente”. De lograrse ese dato, sería un hallazgo colosal, como la invención del telescopio o la aparición de la electrónica. Se abriría, ni más ni menos, una nueva rama de la ciencia: la astronomía de partículas cargadas. Hasta ahora, la astronomía siempre se ejerce con luz, con radiación electromagnética de distintas longitudes de onda, pero siempre con luz. La ciencia inauguraría un nuevo campo del entendimiento a través del cual se podría estudiar la fuente, que es en donde se ocasiona esa ultraenergía. “Estamos cerca de eso”, reconoce Etchegoyen, “tenemos posibilidades reales, más ahora que se está haciendo una mejora del observatorio. O sea, es un período interesante”.

Pero además de dilucidar la naturaleza de esa energía extraordinaria, el objetivo de Etchegoyen y el resto de los científicos es averiguar qué clase de interacción nuclear se produce en ese tipo de episodios. Hay algo claro: cuando llega a la atmósfera terrestre, esa energía genera un chubasco de miles de millones de partículas, un fenómeno que por ahora no tiene explicación. “Estamos convencidos que estamos trabajando con modelos de interacción equivocados. Eso también abrirá una nueva ventana en el conocimiento humano, y vaya a saber lo que nos puede deparar, para ver qué otro tipo de interacciones, qué otro tipo de partículas o qué otro tipo de masas están involucradas para que acaezca lo que sucede, ese chubasco a gran escala”.

Para llegar adelante ese trabajo, se necesitan físicos con pasión para escudriñar el cosmos, pero antes, dispositivos apropiados para poder leer esas señales, para no confundirlas con mero ruido del espacio. O sea, la ingeniería al servicio de la física. De eso también se ocupa Etchegoyen, de dotar a los técnicos de las ideas conceptuales para la fabricación de los equipos de detección que necesitamos. “O sea, yo les digo: 'necesitamos esta clase de equipo que detecte este tipo de señales'. Luego los ingenieros, que son los que realmente saben de eso, estudiarán cuál es la relación señal-ruido, o cuáles deben ser los componentes electrónicos que necesitan esos artefactos, el tipo de amplificadores y demás; luego van a hacer el diseño del circuito integrado, y lo van a probar con generadores de pulso, generadores de señales, etc, etc. Hoy, con los conocimientos que estamos adquiriendo, tenemos la capacidad de ser innovadores también en la electrónica”, cuenta con orgullo.

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A diferencia de otras disciplinas, en la ciencia, o específicamente en la astrofísica, se genera una comunión amable entre intereses particulares y universales, entre aquello que obsesiona a una comunidad científica determinada y aquello que persigue otra. Como si la lucha por el conocimiento, en esa rama, fuese patrimonio universal de la humanidad y no un pastel por el que compiten distintas escuelas o gobiernos. Es por eso tal vez que a Malargüe llegaron todo tipo de iniciativas. Etchegoyen cuenta con orgullo que es tal la importancia del observatorio que provocó, por caso, la llegada de una sofisticada antena instalada en las afueras, -el proyecto DSA3-, que pertenece a la agencia espacial europea, valuada en 50 millones de dólares, que realiza estudios de impacto profundo. “Desde ahí se detectó el primera 'aterrizaje' en un cometa. O sea, si bien la palabra aterrizaje denota tierra, en este caso fue la llegada a un cometa. Algo también extraordinario”.  No hay duda que el accionar del observatorio y la performance de la comunidad científica local generaron ese tipo de recursos. “Hemos ganado respeto y protagonismo en el concierto de las naciones”, enfatiza Etchegoyen. Profesor en la UTN y la UNSAM, es –además- director del ITeDA, el Instituto de Tecnologías en Detección y Astropartículas de la UNSAM, CNEA y CONICET.  Etchegoyen también tiene una larga trayectoria formando científicos.

“¿Cómo trabaja? El tuvo la visión de gestar e impulsar la idea del proyecto AMIGA (Auger Muons and Infill for the Ground Array), un proyecto brillante”, cuenta el doctor en física e ingeniero Federico Suárez, integrante también del observatorio. Según Suárez, ese  programa extendió el rango de medición del observatorio y permite una mejor discriminación química del rayo cósmico primario. “Conozco a Etchegoyen desde que yo era estudiante de electrónica”, completa, “y siempre me guió y acompañó en mi carrera profesional. Sus enseñanzas han sido diversas, pero por sobre todas las cosas destaco su constancia y dedicación para llevar a cabo una visión de mediano o largo plazo”.

Ambos aspectos -la tenacidad para no dimitir; el compromiso para hacerlo hasta el fondo-, constituyen, según Etchegoyen, el centro de gravedad de su trayectoria. Forman la quintaesencia de su personalidad, su fuego sagrado, el núcleo duro de su propia materia. “Admiro a la gente por su capacidad de trabajo -reconoce-, como esos científicos que ya están jubilados pero que siguen viniendo a trabajar. Los que continúan, los que tienen un cariño, un enamoramiento de la búsqueda del conocimiento. Mi padre por ejemplo trabajó hasta los 90 años. Mis mentores son aquellos que están interesados en impulsar el avance de la ciencia, o de aquello en lo que están involucrados. Soy un convencido de que al conocimiento se llega por transpiración. La historia que pintan de que alguien bañándose y diciendo Eureka descubre algo no me parece real. Es más simpático, sí. Pero eso no es real”.